CAPÍTULO III MACROCOSMO
I
EL SIMBOLISMO DE LA IMAGEN CÓSMICA Y
EL PROBLEMA DEL ESPACIO.
1
De esta suerte, la noción de una
historia universal, de carácter fisiognómico, se amplifica y se
convierte en la idea de un simbolismo universal. La investigación
histórica, en el sentido que reclamamos aquÍ, se limita a estudiar
el cuadro de lo que fue vivo y ahora es pretérito y a fijar su forma
y su lógica internas. La idea del sino es la última a que puede
llegar. Pero esta investigación, por nueva y amplia que sea, en la
dirección que hemos indicado, no puede, sin embargo, constituir mas
que un fragmento, base de otra consideración todavía más amplia.
Junto a la investigación histórica existe una investigación física
que es igualmente fragmentaria y se limita al círculo de las
relaciones causales. Pero ni el
«movimiento» trágico ni el
«movimiento» técnico—si es lícito emplear estos términos para
distinguir los fundamentos de lo que es vivido y de lo que es
conocido—agotan la realidad del ser viviente.
Nosotros sentimos y conocemos
mientras estamos en estado de vigilia; pero también vivimos
cuando el espíritu y los sentidos duermen. Aunque las tinieblas de
la noche cierren nuestros ojos, la sangre no duerme. Somos mobiles in
mobile— sirvan estos términos de la ciencia natural para expresar
por medio de una imagen lo inexplicable, que en las horas profundas
se afirma en nosotros con íntima certidumbre—. Pero la
irreductible dualidad del aquí y del allí es dualidad solo para el
ser que vive vigilante. Todo movimiento propio tiene expresión, todo
movimiento ajeno produce impresión; de suerte que todo cuanto se da
en nuestra conciencia, sea cual fuere su forma: alma y mundo, vida y
realidad, historia y naturaleza, ley, sentimiento, sino, Dios, futuro
y pasado, presente y eternidad, todo, para nosotros, encierra otro
sentido, que es el más profundo. Y el único medio, el
medio supremo para hacer comprensible lo incomprensible, consiste en
una especie de metafísica, para lo cual todo, sea lo que fuere,
tiene la significación de un símbolo.
Los símbolos son signos sensibles,
impresiones últimas, indivisibles y sobre todo involuntarias, que
poseen una significación determinada. Un símbolo es un rasgo de la
realidad que, para un hombre con sus sentidos alerta, designa
inmediata y evidentemente algo que no puede comunicarse por medio del
intelecto. Un ornamento dórico, preárabe o prerrománico; la forma
de la casa, de la familia, del trato; los trajes y los cultos; el
rostro, el porte, la actitud de un hombre y de toda una clase social
o de todo un pueblo; la manera cómo los hombres y los animales
hablan y se preparan los alimentos; más aún, el lenguaje mudo de la
naturaleza con sus selvas, sus prados, sus rebaños, sus nubes, sus
estrellas; las noches de luna, las tormentas, las primaveras, los
otoños, las proximidades y las lejanías, todo es impresión
simbólica que el universo produce en nosotros cuando estamos
despiertos. Y nosotros percibimos ese lenguaje en las horas de
recogimiento. Por otra parte, el sentimiento de una comprensión
homogénea es el que, sobre la humanidad universal, reúne y destaca
ciertos grupos, familias, clases, tribus y finalmente todas las
culturas.
No trataremos, pues, de lo que «sea»
un mundo, sino de lo que signifique para quien vive en medio de él.
Cuando despertamos a la vida consciente, algo se nos aparece dilatado
entre un aquí y un allí. Sentimos el aquí, percibimos el allí. El
aquí es para nosotros lo propio, el allí lo extraño. Es la
disyunción del alma y del mundo, los dos polos de la realidad. En la
realidad no sólo hay resistencias, que concebimos por modo mecánico
como cosas y propiedades; no sólo hay movimientos, en los cuales
sentimos la actividad de otros seres, de unos numina, que son «como
nosotros mismos», sino que hay también algo que, por decirlo así,
anula aquel dualismo. La realidad —el mundo con respecto a un
alma—es para cada individuo la dirección proyectada sobre el reino
de la extensión; es lo propio que se refleja en lo extraño. La
realidad significa el hombre mismo. Un acto tan creador como
inconsciente—no soy «yo» el que realiza la posibilidad, sino la
posibilidad la que se realiza por medio de mi—echa el puente del
símbolo entre el aquí y el allí vivientes. Súbitamente y con
plena necesidad surge del conjunto que forman los elementos sensibles
y memorativos,
«el» mundo, el mundo que concebimos y
que es un mundo único para cada individuo.
Por eso hay tantos mundos como seres
despiertos y como grupos de seres viviendo en armonía de
sentimientos. En la existencia individual, el mundo, que suponemos
único, independiente y eterno—cada uno cree tener el mismo mundo
que los demás—, es una experiencia intima, siempre nueva, única,
que no se repite jamás.
Hay una escala de conciencia ascendente
que comienza en los primeros atisbos de una visión obscura e
infantil—en los cuales ni existe un mundo claro para un alma, ni un
alma cierta de sí misma en un mundo—y llega hasta los
grados supremos de esos estados perespiritualizados que sólo
conocen los hombres de las civilizaciones llegados a su plena
madurez.
En esa escala ascendente va
desarrollándose al mismo tiempo el simbolismo, desde el
contenido significativo de todas las cosas, hasta la aparición de
signos aislados y precisos. No sólo en los momentos de abandono, en
que me entrego al mundo lleno de obscuras significaciones, como hacen
los niños, los sonadores, los artistas; no sólo cuando estoy
despierto, bien que sin concebir el mundo con la atención tirante
del pensador o del hombre de acción—atención que aun en la
conciencia del verdadero pensador o del hombre de acción es más
rara de lo que se cree—, sino siempre, continuamente, mientras
quepa hablar
de vida despierta en general, voy
entregando a lo que está fuera de mí el contenido de todo mí
mismo, desde los momentos en que recibía las primeras
impresiones de una vaga realidad ambiente, que era casi como un
sueño, hasta después de haber construido la noción rígida del
universo mecánico, que con sus leyes y sus números clasifica y
enlaza ordenadamente aquellas impresiones. Aun en el reino puro de
los números hay simbolismo; y justamente del mundo numérico
proceden esos signos que el pensamiento tortuoso llena de
significaciones inefables: el triángulo, el círculo, el siete, el
doce.
Tal es la idea del macrocosmos, de la
realidad como conjunto de todos los símbolos de un alma. Nada puede
eximirse de esta propiedad de ser significativo. Todo lo que existe
es símbolo.
Desde la apariencia corporal: rostro,
estatura, gesto, porte de los individuos, de las clases sociales, de
los pueblos—en donde siempre se ha reconocido el simbolismo—hasta
las formas del conocimiento, matemática y física, que se suponen
eternas y universales, todo es símbolo, todo manifiesta la esencia
de un alma determinada, con exclusión de cualquier otra.
La mayor o menor afinidad entre los
mundos particulares que viven los hombres de una misma cultura o de
una misma comunidad espiritual es la que les permite comunicarse,
mejor o peor, lo que ven, lo que sienten, lo que conocen,
es decir, lo que ellos han plasmado en el estilo propio de su
realidad personal, mediante los recursos expresivos del lenguaje, del
arte, de la religión, por las palabras, las fórmulas, los signos,
que, a su vez, son también símbolos. Este es el obstáculo
infranqueable que se opone a que dos seres puedan realmente
comunicarse algo o comprender realmente las manifestaciones de su
vida. El grado de congruencia que haya entre sus dos mundos de formas
será, en efecto, el que determine el punto en donde la comprensión
acaba y se convierte en ilusión y engaño. Sólo muy imperfectamente
podemos comprender las almas india y egipcia—que se manifiestan en
sus hombres, costumbres, deidades, palabras, ideas, edificios,
actos—. Los griegos, que carecen de sentido histórico, no podían
tener el menor vislumbre de las otras almas. Véase con qué
ingenuidad creían hallar sus propios dioses y su propia cultura en
los dioses y culturas de los otros pueblos. Pero nosotros mismos,
cuando en algún filósofo extraño traducimos las palabras Œrx®,
atman, tao, por voces corrientes de nuestro idioma,
¿qué hacemos sino inyectar en la
expresión ajena nuestro propio sentimiento cósmico, de donde emana
el sentido que nosotros damos a las palabras? Y cuando interpretamos
los rasgos de un retrato egipcio o chino ¿no acudimos sin
vacilar a nuestra experiencia occidental de la vida? En ambos
casos somos victimas de una ilusión. El hecho de que las grandes
obras artísticas de las culturas pretéritas sigan siendo vivas—
«inmortales»— para nosotros, es una de esas ilusiones que
sólo se mantienen por la unanimidad con que equivocamos su
sentido. Asi se explica, por ejemplo, la influencia que tuvo el
Laocoonte sobre el arte del Renacimiento y Séneca sobre el drama
clásico de los franceses.
2
Los símbolos, puesto que son cosas ya
realizadas, pertenecen al reino de la extensión. Todos, aun los que
designan un producirse, son algo producido y no algo produciéndose.
Por lo tanto, tienen limites rígidos y obedecen a las leyes del
espacio. Todos los símbolos son sensibles y extensos. La palabra
«forma» indica algo que se extiende en la extensión, sin
exceptuar—como veremos—las formas interiores de la música. La
extensión, empero, es la nota que caracteriza el hecho de «estar
despierto», hecho que constituye sólo un aspecto de la existencia
individual y está íntimamente unido a los destinos de ésta.
Por eso los rasgos de la conciencia
despierta activa—cuando sentimos o cuando comprendemos—son ya
pretéritos en el momento mismo en que los percibimos. Sobre
impresiones sólo podemos re-flexionar, como decimos con giro
significativo. Pero lo que para la vida sensible de los animales es
sólo pasado, para la inteligencia del hombre, sujeta a palabras, es
pasajero. Pasajero o transitorio no es solamente lo que acontece—en
efecto, no es posible revocar un acontecimiento—, sino también
toda especie de significación. Estudiemos el sino de la columna: en
el templo-sepulcro de los egipcios las columnas forman una hilera
que acompaña al caminante; en el períptero dórico rodean el cuerpo
del edificio, apresándolo como en una garra; en la basílica
preárabe sostienen el espacio interior; en la fachadas del
Renacimiento dan expresión al impulso dinámico. La
significación que fue, no vuelve nunca a ser. Lo que penetra en el
reino de la extensión encuentra al mismo tiempo su principio y su
fin. Entre el espacio y la muerte existe una profunda conexión que
ha sido sentida desde muy pronto. El hombre es el único ser que
conoce la muerte. Todos los demás seres se hacen viejos,
pero con una conciencia circunscrita al presente, con una
conciencia que debe parecerles eterna. Viven sin saber nada de la
vida, como los niños, en los primeros años, cuando la concepción
cristiana los considera aun «inocentes». Mueren, y ven la muerte,
pero no saben de ella. El hombre despierto, el hombre propiamente
dicho, cuya inteligencia funciona independientemente de la vista—por
la costumbre de hablar—es el que tiene, además de la sensación,
un concepto de la transición, esto es, una memoria para el pasado y
una experiencia de lo irrevocable. Nosotros somos el tiempo [58];
pero también poseemos una imagen de la historia, y en esta imagen el
nacimiento aparece como el otro enigma, parejo al de la muerte.
Todos los demás seres viven la vida
sin vislumbrar sus límites, esto es, sin conocer su problema, su
sentido, su duración y su fin. Muchas veces el despertar de la vida
interior de un niño se verifica en relación de identidad profunda y
muy significativa con la muerte de algún pariente. El niño
comprende súbitamente el cadáver sin vida, que se ha convertido en
materia y espacio, y al mismo tiempo se siente a sí mismo como ente
aislado en un mundo extraño y extenso. Tolstoi ha dicho una vez:
«Del niño de cinco años a mí no hay más que un paso; del recién
nacido al niño de cinco años hay una distancia aterradora.» En ese
momento decisivo de la existencia, cuando el hombre se hace hombre y
conoce su inmensa soledad en el universo, es cuando despunta en su
corazón el terror cósmico, bajo la forma puramente humana de terror
a la muerte, al limite del mundo luminoso, al espacio rígido. He
aquí el origen del pensamiento elevado que, en sus
principios, no es sino una meditación de la muerte. Toda
religión, toda ciencia natural, toda filosofía tiene aquí su
punto de partida. El lenguaje de todo
gran simbolismo va unido al culto de los muertos, a la forma del
enterramiento, al adorno de la tumba. El estilo egipcio se inicia en
los templos- sepulcros de los Faraones; el antiguo, en la decoración
geométrica de los vasos funerarios; el árabe, en las catacumbas y
los sarcófagos; el occidental, en las catedrales, donde a diario se
repite el sacrificio de Cristo entre las manos del sacerdote. El
terror primigenio es el origen de todo sentimiento histórico: en la
antigüedad, por la adhesión al presente henchido de vida; en el
mundo árabe, por el bautismo, que reconquista la vida y supera la
muerte; en el mundo fáustico, por la penitencia que nos hace dignos
de recibir el cuerpo de Jesús y con él la inmortalidad. La
solicitud vigilante por la vida, que aun no ha pasado, es la que
inspira la solicitud por el pasado. Un animal tiene futuro solamente;
el hombre conoce también el pasado. Toda nueva cultura despierta con
una nueva «intuición del mundo»; esto es, con una súbita visión
de la muerte, como el misterio del universo que contemplamos. Cuando
hacia el año 1000 se extendió por Occidente la idea del fin del
mundo, era que acababa de nacer el alma fáustica de este paisaje.
El hombre primitivo, atónito ante
la muerte, quiso conjurar y penetrar, con todas sus fuerzas de
su espíritu, ese mundo de la extensión, esas reglas
indeclinables y siempre presentes de la causalidad, esa omnipotencia
obscura que de continuo le amenazaba con aniquilarle. Esta defensa
instintiva yace en las profundidades de lo inconsciente; pero
siendo ella la que propiamente crea, separa y opone una o otro el
alma y el mundo, es también la que señala el comienzo de la vida
personal. Empiezan a actuar el sentimiento del yo y el sentimiento
del mundo, y toda cultura, la interna como ]a externa, la actitud
como la producción, no es sino la sublimación de este «ser hombre»
en general. A partir de este momento, lo que resiste a
nuestras sensaciones ya no es simplemente una
«resistencia», una cosa, una
impresión, como creen los niños y los animales, sino también una
expresión. Las cosas no son realmente reales en el mundo; tienen
también un sentido, que depende de cómo nos «aparecen» en nuestra
intuición del mundo. AI principio, no tenían mas que una referencia
al hombre; ahora el hombre posee también una referencia a ellas.
Ahora se han convertido en símbolos de su existencia. La esencia de
todo simbolismo auténtico— inconsciente e íntimamente
necesario—tiene su origen en el conocimiento de la muerte, que nos
descubre el misterio del espacio. Todo simbolismo significa una
defensa. Es la expresión de un profundo temor, en el doble sentido
de la palabra; en efecto, su lenguaje de formas nos habla a un tiempo
mismo de hostilidad y de respeto.
Todo producto es transitorio.
Transitorios son los pueblos, las lenguas, las razas, las
culturas. Dentro de pocos siglos no habrá cultura
occidental, no habrá alemanes, ni ingleses, ni franceses, como
en tiempo de Justiniano no había ya romanos; y no porque la serie de
las generaciones humanas se hubiese acabado, sino porque no existía
ya la forma interior de un pueblo, la que había reunido a un gran
número de generaciones en un gesto común. El civis romanus, uno de
los más vigorosos símbolos de la existencia antigua, no duró, como
forma, mas que unos siglos. El mismo Protofenómeno de las grandes
culturas habrá desaparecido algún día, y con él, el espectáculo
de la historia universal, y el hombre mismo, y la vida animal y
vegetal en la superficie de la tierra, y la tierra y el sol y el
universo de los sistemas solares. Todo arte es mortal, y mortales son
no sólo las obras, sino las artes mismas. Llegará un día en
que habrán cesado de existir el último retrato de Rembrandt y
el último compás de Mozart, aun cuando siga habiendo
todavía lienzos pintados y partituras grabadas; será justamente el
día en que hayan desaparecido los últimos
ojos y los últimos oídos capaces de
entender el lenguaje de esas formas. Transitorio es todo pensamiento,
todo dogma, toda ciencia, que dejan de existir tan pronto como se
extinguen las almas y los espíritus en cuyos mundos
sus «eternas verdades» parecieron necesariamente verdaderas.
Transitorios han sido los mundos estelares, que contemplaban los
astrónomos del Nilo y del Eufrates; en efecto, eran mundos para
aquellos ojos, y los ojos nuestros—también transitorios—son
harto diferentes. Sabemos eso. Un animal no lo sabe, y lo que no sabe
no existe en la intuición de su mundo circundante. Pero cuando
desaparece la imagen del pasado, desaparece asimismo el anhelo de dar
a lo transitorio un sentido más profundo. Y así puede expresarse la
idea del macrocosmos humano con las palabras a que toda nuestra
exposición ulterior ha de estar dedicada: Todo lo transitorio es un
símbolo.
Esta noción nos conduce
insensiblemente al problema del espacio, pero dándole un sentido
nuevo y sorprendente. Su solución—o, más modestamente, su
interpretación—sólo es posible cuando se ha llegado a este
punto; como el problema del tiempo no se puede comprender hasta que
se ha llegado a la idea del sino. Tan pronto como despertamos, la
vida dirigida por el sino se nos aparece en la vida
sensible como la sensación de la profundidad. Todo se dilata en
torno nuestro; pero todavía no es el «espacio»; todavía no es
algo que esté firme y fijo, sino un continuo dilatarse desde el
fugaz aquí hasta el fugaz allí. La experiencia íntima del mundo se
refiere exclusivamente a la esencia de la profundidad— de la
lejanía o alejamiento—cuya, dirección designamos en el
sistema abstracto de la matemática con el nombre de «tercera
dimensión», junto a la longitud y la latitud. Esta trinidad de
elementos coordenados es desde luego engañosa. No hay duda de que en
la impresión de espaciosidad, que nos produce el mundo, esos
elementos no son equivalentes y mucho menos homogéneos. La
«longitud» y la «latitud», que sentimos y vivimos seguramente
como unidad y no como suma, constituyen —dicho sea con
precaución—la mera forma de la sensación.
Representan la impresión puramente
sensible. La profundidad, en cambio, representa la expresión, la
naturaleza; con ella empieza «el mundo». Esta diferente manera de
valorar la tercera dimensión, que consiste en contraponerla a las
otras dos y que evidentemente es extraña a la matemática, se
manifiesta también en la oposición de los conceptos sensación e
intuición. La dilatación en la profundidad convierte la
sensación en intuición. La profundidad es la dimensión
propiamente dicha, en el sentido literal; ella es la que extiende las
cosas [59]. En ella, la conciencia vigilante es activa; en cambio en
las otras dos es estrictamente pasiva. Este elemento primario,
que no es susceptible de más minucioso análisis, manifiesta el
contenido simbólico de una ordenación, en el sentido típico de una
cultura única. La experiencia íntima de la profundidad—y de esta
noción depende todo lo demás— es un acto tan perfectamente
espontáneo y necesario, como perfectamente creador; por medio
de él recibe el yo su mundo como, por decirlo así, al dictado.
El convierte el torrente de las sensaciones en una unidad de forma,
en una imagen movida que, desde este instante, cae bajo el dominio de
la inteligencia, obedece a leyes, se somete al principio de
causalidad y, por lo tanto, como copia de un espíritu personal, es
también transitoria.
Aun cuando el entendimiento lo niegue,
no cabe duda de que esa dilatación puede presentar infinitas
variantes y ser distinta no sólo en el niño y en el hombre, en el
salvaje y en el
urbano, en el chino y en el romano,
sino, aun dentro del mismo individuo, según que viva su mundo con
atención o con abandono, en actividad o en la quietud. Todos los
artistas han reproducido «la» naturaleza en líneas y
colores. Todos los físicos, griegos, árabes, alemanes, han
analizado «la» naturaleza en sus últimos elementos. ¿Por qué no
han encontrado todos lo mismo? Porque cada cual tiene su naturaleza
propia, aun cuando cada cual cree—con una ingenuidad que salva su
intuición vital, que le salva a si mismo—que es idéntica a la de
los demás. La «naturaleza», empero, es una posesión saturada de
esencia personalísima. La naturaleza es una función de la cultura
correspondiente.
3
Kant creyó haber resuelto el grave
problema de si ese elemento es a priori o adquirido por experiencia,
mediante su famosa fórmula que dice que el espacio es la
forma de la intuición, la base de todas las impresiones del mundo.
Pero el «mundo» del niño despreocupado y del soñador posee esa
forma sin duda por modo harto vacilante e indeciso [60], y solamente
cuando se considera el mundo con mirada atenta, práctica,
técnica—pues los seres que se mueven han de buscarse la vida,
que sólo los lirios en el campo no necesitan hacerlo—es cuando la
dilatación sensible cuaja en tridimensión inteligible. El habitante
de las ciudades, en las culturas superiores, es el único que vive
realmente en esa vigilancia cruda, y para su pensamiento es para el
que existe un espacio, abstraído por completo de la vida
sensitiva, un espacio («absoluto») muerto, extraño al
tiempo, un espacio que ya no es la forma de la intuición, sino la
forma de la intelección. No hay duda de que el espacio, tal como lo
veía Kant con absoluta certidumbre, al meditar su doctrina, no
existía para sus predecesores de la época carolingia en esa forma
rigurosa, ni mucho menos. La grandeza de Kant consiste en haber
inventado el concepto de forma a priori, pero no en la aplicación
que le diera. Ya hemos visto que el tiempo no es una forma de la
intuición; que el tiempo no es ni siquiera «forma» -- pues sólo
hay formas extensivas—y que ha sido dormido como contra concepto
del espacio. Mas no se trata sólo de saber si la palabra espacio
coincide exactamente con el elemento formal de la intuición; también
es un hecho que la forma de la intuición varía según el grado de
la lejanía. Vemos las montañas lejanas como puras
superficies-—telones—. Nadie se atreverá a sostener que percibe
el disco de la luna con la consistencia de un cuerpo. La luna es, a
la vista, una pura superficie, y sólo cuando el telescopio la
agranda considerablemente—esto es, cuando nos acerca a ella
artificialmente—adquiere poco a poco las propiedades del espacio.
Evidentemente, pues, la forma de la intuición es también función
de la distancia. Añádase a esto que, cuando reflexionamos, no
recordamos exactamente las impresiones pretéritas, sino que
«tenemos a la vista» la imagen del
espacio abstracto. Y esta representación nos engaña acerca de la
realidad viviente. Kant se dejó engañar. No hubiera debido separar
las formas de la intuición de las del entendimiento, pues su
concepto del espacio las comprende ambas [61].
Kant planteó mal el problema del
tiempo, porque lo puso en relación con la aritmética, cuya esencia
no había comprendido; y asi, resulta que el tiempo de que nos habla
es un tiempo
fantasma, sin dirección viva, un
esquema espacial. Otro tanto le sucedió con el problema del espacio,
que puso en relación con la geometría popular. Y quiso el azar que,
pocos años después de terminada su obra capital, descubriese Gauss
la primera de las geometrías no euclidianas. Y estas geometrías,
perfectamente coherentes, demuestran, por su existencia misma, que
hay varias estructuras matemáticas de la extensión tridimensional,
todas «a priori ciertas», sin que sea posible destacar una como la
«forma propia de la intuición».
Fue un error grave, imperdonable en un
contemporáneo de Euler y Lagrange, el querer hallar reproducida en
las formas de la naturaleza que nos rodea la geometría escolar
antigua—que en ésta pensó siempre Kant—. Cuando se examina
atentamente la naturaleza, se encuentra sin duda que, en la
proximidad inmediata del observador y en proporciones suficientemente
pequeñas, existe una coincidencia aproximada entre la impresión
óptica y los principios de la geometría euclidiana habitual.
Pero esa coincidencia exacta que la filosofía afirma no puede
demostrarse ni por la visión ni por los instrumentos de medida. Ni
la visión ni los instrumentos pasan de cierto limite de exactitud,
que no basta, ni mucho menos, para decidir prácticamente la
cuestión, v. gr., de a cuál de las geometrías no euclidianas
pertenece el espacio empírico [62]. Para grandes dimensiones y
lejanías, en cuyas imágenes predominó la experiencia íntima de la
profundidad —por ejemplo, ante un amplio paisaje lejano y no
ante un dibujo—, la forma de la intuición contradice por
completo la matemática. En una larga avenida de árboles vemos las
paralelas tocarse en el horizonte. Sobre este hecho se funda la
perspectiva de la pintura occidental y la muy diferente de la
pintura china, cuya profunda conexión con los problemas
fundamentales de la matemática se ve bien clara. La experiencia
íntima de la profundidad, con la riqueza de sus innumerables
variantes, elude toda determinación numérica. Toda la poesía
lírica y la música, toda la pintura egipcia, china y occidental
contradicen a gritos la hipótesis de una estructura rigurosamente
matemática del espacio que vemos y vivimos. Y si ningún filósofo
moderno ha dado acogida a esta refutación es porque ninguno ha
entendido nada de pintura.
El «horizonte», por ejemplo, en el
cual y por el cual toda imagen óptica va poco a poco reduciéndose
hasta terminar en una línea, límite de la superficie,
resulta imposible de concebir por ninguna especie de
matemática. La menor pincelada de un paisajista contradice las
afirmaciones de la teoría del conocimiento.
Las «tres dimensiones», siendo como
son magnitudes matemáticas abstractas, abstraídas de la vida,
carecen de limites naturales; pero suelen confundirse con la
superficie y la profundidad de la impresión vivida, y así se
propaga de continuo el error gnoseológico, que consiste en creer que
la extensión que vemos en la intuición es también algo ilimitado;
y, sin embargo, nuestra mirada no abarca mas que las partes
iluminadas del espacio, cuyo límite es precisamente el limite de la
luz, ya sea el cielo de las estrellas fijas, ya la claridad
atmosférica. El «mundo que vemos» es, en realidad, la suma de las
resistencias luminosas; porque la visión implica la presencia de luz
directa o reflejada. Los griegos se atuvieron a este
mundo de las cosas vistas; pero el
sentimiento cósmico del occidental creó la idea de un espacio
cósmico sin límites, con infinitos sistemas estelares y lejanías
que exceden a toda posibilidad óptica—creación de la mirada
interior, que elude toda realización ocular y que,
aun como idea, es extraña e
impensable para hombres de otras culturas y otros
sentimientos.
4
El descubrimiento de Gauss, que cambió
por completo la orientación de la matemática moderna [63], vino
a demostrar que hay varias estructuras igualmente exactas de
la extensión tridimensional. Preguntar cuál de ellas es la que
corresponde a la intuición real, revela que no se ha comprendido el
problema. La matemática, recurra o no al uso de imágenes y
representaciones intuitivas, tiene siempre por objeto sistemas
puramente intelectuales, abstraídos de la vida, del tiempo y del
sino, mundos de formas numéricas, cuya exactitud—no su aparición
de hecho—es intemporal y obedece a la lógica mecánica, como todo
lo que es conocido y no vivido.
Con esto queda patente la diferencia
entre la intuición viva y el idioma de las formas matemáticas; y
descubrimos el misterio de cómo se produce el espacio.
Ya sabemos que el producirse es el
fundamento del producto, que la historia sin cesar viva es la base de
la naturaleza muerta y realizada, que lo orgánico sustenta a lo
mecánico y que el sino es el nervio de las leyes causales objetivas.
Pues igualmente podemos decir que la
dirección es el origen de la extensión. El misterio de la vida que
camina hacia su realización, misterio al que alude la voz tiempo,
constituye el fundamento de lo que designa la palabra espacio como
cosa ya realizada, aunque sin hacérnoslo inteligible, y más bien
sugiriéndonos de ello un sentimiento intimo. Toda espacialidad real
es creada por la experiencia intima de la profundidad. Y justamente
esa dilatación en la profundidad y lejanía—primero para la
sensibilidad, sobre todo para la vista, y luego para el pensamiento—;
ese paso de la impresión sin profundidad a la imagen del mundo,
ordenada en forma de macrocosmos, con la movilidad que,
misteriosa, se manifiesta en ella, eso justamente es lo que la
palabra tiempo ante todo designa. El hombre se siente—-y éste es
el estado de la verdadera vigilia, de la vigilia atenta—«en»
una espacialidad que le rodea. Basta con perseguir esta impresión
primaria de lo cósmico para ver que efectivamente no existe mas que
una verdadera dimensión del espacio, a saber: la dirección, que va
del yo a la lejanía, al allí, al futuro, y que el sistema abstracto
de las tres dimensiones es una representación mecánica, no un hecho
de la vida. La experiencia íntima de la profundidad dilata la
sensación y la convierte en mundo. El carácter de dirección que
tiene la vida lo hemos calificado significativamente de
irreversibilidad y un resto de este carácter decisivo del tiempo
perdura en la necesidad imperiosa en que nos vemos de sentir la
profundidad del mundo no desde el horizonte hacia el yo, sino desde
el yo hacia el horizonte. El cuerpo móvil de todos los
animales y del hombre está dispuesto en esa dirección. Se anda
hacia «adelante»—hacia el futuro, acercándose a cada paso al fin
y no sólo al fin, sino a la vejez—. En cambio la mirada la
sentimos como retrospectiva, como dirigida hacía algo pasado, hacia
algo que se ha convertido en historia [64].
Si la forma fundamental del intelecto,
la causalidad, la calificamos de sino solidificado, será lícito
decir que la profundidad del espacio es el tiempo solidificado. No
sólo el hombre, el animal también siente el sino, que lo gobierna
todo; lo siente como movimiento por el tacto, por la vista, por el
oído, por el olfato; pero ese movimiento, ante la atención tirante,
se convierte en causa rígida. Sentimos que llega la primavera;
sentimos de antemano cómo el paisaje primaveral va a dilatarse en
nuestro derredor. En cambio sabemos que la tierra gira sobre si misma
en el espacio y que la duración de la primavera es de noventa
revoluciones terrestres. El tiempo engendra el espacio, pero el
espacio mata al tiempo.
Si Kant hubiese concentrado más
agudamente su pensamiento, en vez de hablar de «dos formas de la
intuición», hubiera llamado al tiempo forma del intuir y al espacio
forma de lo intuído, y acaso entonces hubiera comprendido la
relación que existe entre ambos. El lógico, el matemático, el
físico, cuando pone en juego la reflexión atenta, sólo conoce el
espacio producido, abstraído del acontecer singular por la
reflexión misma, el espacio verdadero, sistemático, en el que
todo tiene la «propiedad» de una «duración», que puede
determinarse por medios matemáticos. Pero aquí hemos
indicado cómo el espacio se produce incesantemente. Cuando
sumidos en el ensueño miramos con la vista perdida hacia la lejanía,
el espacio flota en torno nuestro; pero si de pronto un susto
nos despierta, entonces ante nuestros ojos atentos se atiranta un
espacio firme y duro. Este espacio existe, y porque existe se halla
fuera del tiempo, está abstraído del tiempo y, por lo tanto, de la
vida.
En ese espacio domina la duración, que
es un pedazo de tiempo muerto, la duración, como propiedad conocida
de las cosas. Y puesto que nosotros mismos nos conocemos como
existentes en ese espacio, sabemos cuál es nuestra duración y
cuáles sus límites; las agujas del reloj nos la recuerdan de
continuo. Pero el espacio rígido—que también es transitorio y
que, cuando afloja la tensión de nuestro espíritu, desaparece de la
dilatación abigarrada que nos rodea—, el espacio rígido es signo
y expresión de la vida, el símbolo mas originario y poderoso de la
vida.
La indeliberada interpretación de la
profundidad, que domina en la conciencia vigilante, con la fuerza de
un suceso elemental, caracteriza el despertar de la vida interior y
al mismo tiempo marca el limite que separa al niño del hombre. La
experiencia intima de la profundidad, con su significación
simbólica, le falta al niño, que quiere coger la luna, que no
encuentra todavía sentido al mundo exterior y que, como el alma del
hombre primitivo, vive en una especie de ensueño adherido a todo lo
sensible. Y no es que el niño carezca de cierta elemental
experiencia de la extensión; lo que no tiene aún es una
intuición del mundo. Siente la lejanía; pero la lejanía no habla
a su alma. Sólo cuando el alma despierta por completo es cuando la
dirección asciende a la categoría de expresión viviente. Para los
antiguos es el descanso en el presente inmediato, cerrado a toda
lejanía, a todo futuro; para nuestra cultura fáustica es la
energía de dirección, que sólo mira a los horizontes más
lejanos; para los chinos es la marcha adelante, que algún día
llegará a la meta; para los egipcios es el decidido caminar por la
senda comenzada. Asi se manifiesta la idea del sino en cada ciclo
vital. Asi es como cada individuo pertenece a una cultura
única, cuyos miembros están unidos por un sentimiento cósmico
común, del que se desprende una forma común del universo. Hay una
relación de profunda identidad entre el despertar del alma, naciendo
a la existencia clara, en nombre de una cultura, y la súbita
comprensión de la
lejanía y del tiempo, nacimiento del
mundo exterior, por medio del símbolo de la extensión, que será en
adelante el símbolo primario de esa vida y le imprimirá su estilo y
la forma de su historia, como progresiva realización de sus
posibilidades interiores. Según como se sienta la dirección, así
será el símbolo primario de la extensión. Para la visión antigua
es el cuerpo próximo, bien delimitado, encerrado en sí mismo; para
la visión occidental es el espacio infinito, la aspiración hacia la
profundidad de la tercera dimensión; para la visión arábiga es el
mundo como cueva.
Aquí vemos un viejo problema
filosófico volatilizarse, por decirlo así; en efecto, esa
protoforma del mundo es innata, en cuanto que pertenece
originariamente al alma de esa cultura, que se expresa en nuestra
vida entera; pero también es adquirida, en cuanto que cada alma
repite por sí ese mismo acto creador, y como la mariposa abre sus
alas, al salir de la crisálida, despliega, en la niñez, el símbolo
de la profundidad que estaba prefijado a su existencia. La primera
comprensión de la profundidad es como un nacimiento, nacimiento
espiritual junto al corporal, las culturas nacen así de su paisaje
materno. Y ese nacimiento lo repite luego en su circulo cada
alma individual. Platón llamó a esto la anamnesis,
relacionándolo con una creencia primitiva de los griegos.
Así explicó, por el devenir mismo, el carácter preciso y
determinado de la forma cósmica, que existe súbitamente para toda
alma primigenia.
En cambio Kant, el sistemático,
interpretó ese mismo misterio por su concepto de la forma
a priori, es decir, partiendo del
resultado muerto, no del proceso viviente.
Llamaremos en adelante símbolo
primario de una cultura a su modo de sentir la extensión. El símbolo
primario es la base de donde hay que derivar todo el lenguaje de
formas que nos habla la realidad de cada cultura; él da a cada
cultura una fisonomía que la distingue de las demás, y sobre todo
del mundo que circunda al hombre primitivo, mundo que casi no tiene
fisonomía. En efecto, la interpretación de la profundidad se exalta
y se convierte en un acto, en una expresión que produce obras y
transforma la realidad, la cual ya no sirve, como entre los animales,
para satisfacer las necesidades, sino para construir símbolos
vitales, con el auxilio de todos los elementos de la extensión:
materia, línea, color, sonido, movimiento, Y esos símbolos a veces
se presentan muchos siglos después en la imagen cósmica de otros
seres, y, ejerciendo sobre ellos su encanto propio, dan testimonio de
la manera cómo sus creadores comprendieron el universo.
Pero el símbolo primario mismo no
puede realizarse. Actúa en el sentimiento de la forma que tiene cada
hombre, cada agrupación, cada tiempo, cada época, y les dicta el
estilo de todas sus exteriorizaciones vitales; está latente en la
forma del Estado, en los mitos y cultos religiosos, en los ideales de
la ética, en las formas de la pintura, de la música, de la poesía,
en los conceptos fundamentales de toda ciencia. Pero ninguna de estas
realidades lo representa. El símbolo primario no puede, pues,
manifestarse por conceptos vertidos en palabras, porque la lengua y
las formas del conocimiento son ellas mismas símbolos derivados.
Todo símbolo particular habla del símbolo primario; pero
dirigiéndose no al entendimiento, sino al sentimiento íntimo. Si en
adelante definimos el símbolo primario del alma antigua diciendo
que es el cuerpo particular material y el del alma
occidental diciendo que es el espacio puro, infinito, no deberá
olvidarse nunca que los conceptos no
pueden representar lo inconcebible
y que el sonido de las palabras evoca tan sólo un sentimiento de
significación.
El espacio, puro, sin límites, es el
ideal que el alma occidental ha buscado de continuo en su contorno
cósmico. Ha querido verlo realizado inmediatamente en ese contorno,
y por eso las innumerables teorías del espacio, construidas en los
pasados siglos, poseen un sentido profundo que trasciende de sus
supuestos resultados y convierte esas teorías mismas en síntomas de
un sentimiento cósmico. ¿Hasta qué punto es la extensión
ilimitada el fundamento de toda objetividad?.
Quizá no haya habido otro problema más
profundamente estudiado que éste, y casi era cosa de creer que todas
las demás cuestiones del mundo dependen de esta cuestión sobre la
esencia del espacio. Y en realidad, para nosotros, así es. Mas,
¿cómo es que nadie ha notado que la antigüedad en cambio no
dedicó ni un instante a la meditación de ese problema?.
Es más, que ni siquiera poseía
vocablo para circunscribir exactamente este problema [65].
¿Por qué guardan silencio los grandes
presocráticos? ¿Es acaso por descuido, por lo que no vieron en su
mundo eso que, para nosotros, es justamente el enigma de los enigmas?
Pero
¿no hubiéramos debido comprender hace
mucho tiempo que en ese mismo silencio se halla
la solución? Para nuestro sentimiento
más profundo, «el universo» no es otra cosa que ese espacio
cósmico, que nace propiamente de nuestra experiencia intima de la
profundidad y cuya sublime teoría se halla corroborada por los
sistemas de las estrellas fijas navegando en el infinito. Pero
¿hubiera sido posible hacer concebir este sentimiento del universo a
un pensador antiguo? Ahora descubrimos, súbitamente, que ese «eterno
problema», que Kant trató en nombre de la humanidad, poniendo en él
la pasión de un acto simbólico, es un problema puramente
occidental, que no existe para el espíritu de las demás culturas.
¿Cuál era, pues, el problema primario
de la realidad para el hombre antiguo, quien, de seguro, veía su
mundo circundante con no menor claridad que nosotros el nuestro? Era
el problema de la Œrx®, del origen material de las cosas
sensibles y tangibles. El que comprenda esto estará muy próximo
a comprender el hecho, no del espacio, sino de por qué el problema
del espacio había de ser fatalmente el problema del alma occidental
y no de otra [66].
Justamente esa omnipotente
espacialidad, que absorbe la substancia de todas las cosas, que crea
todas las cosas y que es lo más característico, lo más alto de
nuestra visión del universo, fue unánimemente rechazada por la
humanidad antigua, que la consideraba como tò m¯ ùn, lo que no
existe. Los antiguos no conocieron la palabra, ni por tanto el
concepto del espacio. Nunca podremos concebir con bastante
profundidad el pathos que hay en esta negación. La pasión del
alma antigua negó justamente lo que no quería sentir como
realidad, lo que no podía ser expresión de su existencia. Es éste
un mundo de distinto matiz, que surge súbitamente ante nuestros
ojos. La estatua ática que, en su magnífica corporeidad,
es toda estructura, toda superficie expresiva, sin la
menor intención incorpórea, encerraba para los antiguos la
totalidad de lo que ellos llamaban realidad. La
materia, el límite visible, el cuerpo
palpable, la presencia inmediata, tales son los caracteres propios
de este modo de comprender la extensión. El universo antiguo,
el cosmos, la ordenada muchedumbre de todas las cosas próximas y
visibles, está encerrado en la bóveda material del cielo, Y no
existe nada más. La necesidad que nosotros sentimos de seguir
imaginando «espacio», allende esa envoltura, faltaba por completo
al sentimiento cósmico de los antiguos. Los estoicos llegaron a
considerar las propiedades y las relaciones de las cosas como
verdaderos cuerpos. Para Crisipo, el pneuma divino es un cuerpo; para
Demócrito, la visión consiste en la recepción por los ojos de
ciertas partículas materiales que emanan de las cosas. El Estado
mismo es un cuerpo, formado por la suma de los cuerpos de todos los
ciudadanos. El derecho no conoce sino personas corpóreas y cosas
corpóreas. Finalmente, este sentimiento halla su expresión suprema
en el cuerpo pétreo del templo antiguo. El espacio interior del
templo, sin ventanas, permanece cuidadosamente disimulado tras la
columnata, y fuera no hay ni una sola línea recta. Los escalones
tienen todos una leve curvatura hacia el exterior que es distinta en
cada uno. El frontón, el tejado, los laterales están también
levemente curvados. Las columnas tienen todas un grueso
desigual y ninguna cae perpendicularmente y a iguales
distancias de sus vecinas inmediatas. Todas estas curvaturas,
inclinaciones y distancias varían, desde las esquinas hasta el
centro de cada lado, en una proporción hábilmente matizada; de
manera que el cuerpo entero parece girar, por arte misterioso, en
tomo a un centro único. Las curvas están concebidas con tal
delicadeza que, en cierto modo, no son los ojos, sino el sentimiento
el que las percibe. Por eso precisamente queda aquí anulada la
dirección hacia la profundidad. El estilo gótico anhela; el estilo
dórico vibra. El espacio interior de las catedrales nos arrebata
con violencia primitiva hacia la altura y la lejanía; el
templo descansa en mayestática quietud. Pero otro tanto puede
decirse de la divinidad fáustica y de la apolínea, y también, por
lo tanto, de los conceptos fundamentales de la física, construidos a
imagen de la divinidad.
Frente a los principios estáticos de
materia y forma, hemos puesto nosotros los dinámicos de fuerza y
masa, y hemos definido la masa como la relación constante entre la
fuerza y la aceleración, para acabar descomponiendo ambas nociones
en los elementos puramente espaciales de capacidad e intensidad.
Esta manera de concebir la realidad tenía que producir, como
arte predominante, la música instrumental de los grandes maestros
del siglo XVIII, que es el único arte cuyo mundo de formas guarda un
íntimo parentesco con la intuición del espacio puro. Hay en la
música—al contrario de las estatuas en los templos y plazas
antiguas—incorpóreos reinos de sonidos, espacios rumorosos, mares
de sonoridad; la orquesta sube y baja como las mareas, se encrespa
como las olas, describe lejanías, pinta luces, sombras, tormentas,
nubes galopantes, rayos, colores, que existen allende toda
realidad sensible. Recuérdense los paisajes instrumentados por
Glück y Beethoven. En estricta «correspondencia» al canon de
Policleto, libro en donde el gran escultor redujo la estructura del
cuerpo humano a preceptos rigurosos, que rigieron hasta Lisipo,
aparece, hacia 1740, formulado ya por Stamitz, el canon riguroso de
la sonata en cuatro partes. Sólo después de los últimos cuartetos
y sinfonías de Beethoven empezó a relajarse este canon, hasta
llegar al mundo solitario y perfectamente «infinitesimal» de la
música de Tristán, donde queda anulada toda realidad terrestre. Ese
sentimiento primario que evocan los momentos supremos de nuestra
música, ese sentimiento en que el alma parece desasirse del cuerpo,
para correr a fundirse con el infinito, librándose de todo peso
material, es el que palpita en el afán de profundidad, tan
característico del alma fáustica. En cambio, las obras
de arte antiguas nos producen siempre
el efecto de un ligamen, de una limitación que afirma el
sentimiento corpóreo y constriñe la vista a permanecer en la
proximidad, llena de quietud y de belleza.
5
Toda gran cultura ha llegado asi a
construirse un lenguaje secreto del sentimiento cósmico, que sólo
entienden plenamente las almas que pertenecen a ella. No nos
engañemos.
Podremos quizá, por casualidad, leer
algo en el alma antigua, porque su lenguaje de formas es
aproximadamente la inversión del occidental, y toda critica del
Renacimiento deberá empezar siempre por determinar—difícil
problema—hasta qué punto es posible y se ha logrado esa lectura
del alma antigua.
Pero cuando oímos decir que
probablemente—no se olvide que la interpretación de tan
heterogéneas manifestaciones vitales es siempre un ensayo sumamente
dudoso—los indios habían concebido unos números que, para nuestra
manera de pensar, no poseían ni valor ni magnitud, ni propiedades de
relación, unos números que según la posición que ocupasen
tomábanse unidades positivas o negativas, grandes o pequeñas,
debemos confesar que no nos es posible revivir exactamente el
proceso espiritual en que se funda esa clase de números.
El 3 es para nosotros siempre algo,
positivo o negativo; para los griegos era absolutamente una magnitud
+ 3; para los indios, empero, designa una posibilidad sin esencia,
que la palabra «algo» no alcanza a expresar, una posibilidad
situada más allá del ser y del no ser, nociones que para el alma
india son propiedades accidentales. Los números designados por los
signos + 3, - 3, 1/3 son, pues, realidades emanativas de orden
inferior que descansan en la misteriosa substancia + 3 por modo
enteramente desconocido para nosotros. Hace falta tener un alma
bramánica para sentir esos números como evidentes, como
representantes ideales de una forma cósmica perfecta en sí misma.
Para nosotros son tan ininteligibles como el nirvana bramánico, que
está allende la vida y la muerte, allende el sueño y la vigilia,
allende el sufrimiento, la compasión y la impasibilidad y que sin
embargo es algo real; aquí nos faltan incluso posibilidades verbales
de expresión. Sólo este alma india pudo forjar la grandiosa
concepción de la nada como verdadero número, la concepción del
cero como cero indio, para el cual los términos esencial e
inesencial son designaciones igualmente exteriores [67].
Los pensadores árabes de la época más
madura—y había entre ellos talentos de primer orden como Alfarabi
y Alkabi— demostraron, en su polémica contra la teoría
aristotélica del ser, que el cuerpo, como tal, no necesita del
espacio para existir; y definieron la esencia del espacio—esto es,
de la manera árabe de entender la extensión—derivándola de la
nota de «encontrarse en un lugar». Esto no prueba que, frente a
Aristóteles y Kant, estuviesen los árabes en el error, o—como
solemos llamar a lo que no nos cabe en la cabeza—que
pensasen confusamente. Demuestra tan
sólo que el espíritu árabe poseía otras categorías del mundo.
Los pensadores árabes, usando de sus conceptos y términos
propios, hubieran podido refutar a Kant con el mismo rigor
demostrativo que Kant a ellos; y las dos partes habrían quedado
convencidas de la exactitud de sus puntos de vista.
Cuando hablamos hoy del espacio, todos
pensamos aproximadamente en el mismo estilo— como todos usamos del
mismo idioma y de los mismos signos verbales—, ya se trate del
espacio de la matemática, de la física, de la pintura o de la
«realidad», aun cuando toda filosofía, que forzosamente ha de
considerar esa afinidad en la manera de entender los signos como una
identidad de las inteligencias, es y será siempre algo muy
problemático. Pero ningún heleno, ningún egipcio, ningún chino
sentiría en esto al unísono con nosotros, y no habría obra de arte
ni sistema de pensamientos capaz de enseñarle exactamente lo que el
«espacio» significa para nosotros. Los conceptos primarios
de la antigüedad, como Œrx®, ìlh, morf®, derivados de una
vida interior muy distinta, agotan el contenido de un mundo también
muy diferente, mundo que permanece para nosotros extraño y lejano.
Las palabras «principio», «materia» y «forma» con que
traducimos aquellas voces griegas tienen con ellas una superficial
semejanza; constituyen un mezquino intento de sumergirnos en un mundo
sentimental que, en sus partes más refinadas y profundas, permanece
mudo para nosotros; es como sí quisiéramos substituir un cuarteto
de cuerda por las esculturas del Partenón o vaciar en bronce el dios
de Voltaire. Los rasgos fundamentales del pensamiento, de la vida y
de la conciencia cósmica son tan diferentes como los rostros de los
hombres. También en ellos hay «razas» y «pueblos»; pero no lo
sabemos, como no sabemos tampoco si el «rojo» o el «amarillo» es
para los demás lo mismo que para nosotros o algo totalmente
distinto. La comunidad de símbolos, sobre todo en el lenguaje, nos
produce la ilusión de que todos tenemos una vida interior idéntica
y de que todos percibimos una forma cósmica idéntica.
Los grandes pensadores de cada
cultura son en esto semejantes a los individuos que padecen
de ceguera para los colores: ignorando su dolencia, todos se ríen de
las equivocaciones que cometen los demás.
Y ahora saquemos la consecuencia.
Hay una pluralidad de símbolos primarios. La experiencia
intima de la profundidad, por medio de la cual se produce el mundo,
por medio de la cual la sensación se dilata en forma de mundo, es
significativa para el alma que la siente y sólo para ella. Es
diferente en la vigilia, en el ensueño, en el abandono, en la
atención; es distinta en el niño y en el anciano, en el
habitante de la ciudad y en el campesino, en la mujer y en el
varón; realiza, en fin, con profunda necesidad, para cada cultura
superior, la posibilidad formal sobre que descansa toda su
existencia. Todos los términos fundamentales: masa, substancia,
materia, cosa, cuerpo, extensión y mil otros vocablos de índole
semejante, que se conservan en las lenguas de otras culturas, son
signos indeliberados, elegidos por el sino, signos que, en nombre de
cada cultura, destacan sobre la infinita riqueza de posibilidades
cósmicas, aquellas solamente que son significativas y por lo tanto
necesarias. Ninguno de esos vocablos puede trasladarse
exactamente al conocimiento y a la vida de otra cultura. Ninguno
de esos términos primarios vuelve nunca a presentarse. Todo depende
de la elección del símbolo primario, que se verifica en el
instante en que el alma de una cultura
despierta y adquiere consciencia de sí misma en medio de su
paisaje, instante que tiene siempre algo de emocionante para
quien sabe considerar así la historia universal.
La cultura, conjunto de la expresión
del alma en gestos y obras, cuerpo del alma, cuerpo mortal,
perecedero, sujeto a ley, a número y a causalidad; la cultura,
drama histórico, imagen en la imagen de la historia universal,
conjunto de los grandes símbolos vitales, sentimentales e
intelectuales, es el único idioma por medio del cual puede un alma
decir lo que sufre.
También el macrocosmos es propiedad de
un alma única, y no sabremos nunca lo que les sucede a las demás
almas.
La significación que—allende todas
las posibilidades de inteligencia por conceptos—tiene para nosotros
solos el «espacio infinito», interpretación creadora que nosotros,
hombres de Occidente, le hemos dado a nuestra experiencia intima de
la profundidad, esa especie de extensión que los griegos llamaban
Nada y nosotros llamamos Todo, da a nuestro mundo un colorido que el
alma antigua, el alma india, el alma egipcia no tenían en sus
paletas. Un alma vive su intuición del universo en «la bemol
mayor»; otra, en «fa menor»; aquélla siente por modo euclidiano;
ésta, por modo contrapuntístico; la otra, por modo mágico. Desde
el más puro espacio analítico y desde el nirvana, hasta la
corporeidad ática más inmediata, hay una serie de símbolos
primarios, cada uno de los cuales es capaz de producir una forma
cósmica perfecta. Tan lejano, extraño y vacilante como es, en su
idea, el mundo indio o babilónico para los hombres de la quinta o
sexta cultura siguiente, así de incomprensible será un día el
mundo occidental para los hombres de las culturas que han de venir
después de la nuestra.
II
ALMA APOLÍNEA, ALMA FAUSTICA, ALMA
MÁGICA
6
En adelante, daré el calificativo de
apolínea al alma de la cultura antigua, que eligió como tipo ideal
de la extensión el cuerpo singular, presente y sensible. Desde
Nietzsche es esta denominación inteligible para todos. Frente a ella
coloco el alma fáustica, cuyo símbolo primario es el espacio
puro, sin limites y cuyo «cuerpo» es la cultura occidental
que comienza a florecer en las llanuras nórdicas, entre el Elba y el
Tajo, al despuntar el estilo románico en el siglo X. Apolínea es la
estatua del hombre desnudo; fáustico es el arte de la fuga.
Apolíneos son la concepción estática de la mecánica, los cultos
sensualistas de los dioses olímpicos, los Estados griegos, con su
aislamiento político, la fatalidad de Edipo y el símbolo del falo;
fáusticos son la dinámica de Galileo, la dogmática
católico-protestante, las grandes dinastías de la época barroca,
con su política de gabinete, el sino del rey Lear y el ideal de
la madonna desde la Beatriz de Dante hasta el final del
segundo Fausto. Apolínea es la pintura que impone a los cuerpos
singulares el límite de un contorno; fáustica es la que crea
espacios, con luces y sombras, y así se distinguen una de otra la
pintura al fresco de Polygnoto y la pintura al óleo de Rembrandt.
Apolínea es la existencia del griego, que llama a su yo soma, que no
tiene idea de una evolución interna y que carece, por lo tanto,
de una historia verdadera, interior o exterior; fáustica es
una existencia conducida con plena conciencia, una vida que se ve
vivir a si misma, una cultura eminentemente personal de las memorias,
de las reflexiones, de las perspectivas y retrospecciones, de la
conciencia moral. Y más lejana, aunque medianera entre las dos,
aparece el alma mágica de la cultura árabe, tomando, interpretando
y heredando formas. La cultura árabe, que despierta en la época de
Augusto, en el paisaje comprendido entre el Tigris y el Nilo, el Mar
Negro y la Arabia Meridional, tiene su álgebra, su astrología y su
alquimia, sus mosaicos y arabescos, sus califas y sus mezquitas, sus
sacramentos y sus libros sagrados de la religión persa, judía,
cristiana, «antigua decadente» y maníquea.
Ahora ya puede decirse que en el idioma
fáustico «el espacio» es algo espiritual, separado rigurosamente
del presente sensible momentáneo; algo que no seria lícito
representar en una lengua apolínea, en griego o en latín. Pero
también el espacio plástico, el espacio expresivo es enteramente
extraño a todas las artes apolíneas. La exigua cela de los templos
antiguos primitivos es una nada obscura y secreta, construida al
principio con los materiales más efímeros; un envoltorio momentáneo
que se contrapone a las eternas bóvedas de las cúpulas mágicas
y de las naves catedralicias. La columnata cerrada
manifiesta expresamente que en este cuerpo no hay ningún «dentro»
para los ojos. En ninguna otra cultura se acentúa tanto la firmeza,
el zócalo. La columna dórica penetra en la tierra; los vasos
antiguos están concebidos de abajo arriba, mientras que los del
Renacimiento flotan sobre el pedestal. El problema básico de las
escuelas escultóricas antiguas es la firmeza interior de la figura.
Por eso, en las obras arcaicas las articulaciones están sobremanera
acentuadas, el pie descansa a plano y el reborde inferior de los
largos paños rectos se alza ligeramente para dejar bien ver cómo el
pie «pisa» sobre el suelo. El relieve antiguo es estrictamente
estereométrico, superpuesto a una superficie. Hay un «intermedio»
entre las figuras, pero no hay profundidad. En cambio, un paisaje de
Claudio de Lorena es solamente espacio. Todos los detalles sirven a
aclarar el espacio. Todos los cuerpos poseen, como haces de luces y
sombras, una significación atmosférica y de perspectiva. El
impresionismo es la excorporación total del mundo, para servir al
espacio. El alma. fáustica, partiendo de este sentimiento cósmico,
hubo de proponerse, en sus primeros tiempos, un problema
arquitectónico, cuyo centro de gravedad reside en el abovedado de
poderosas naves catedralicias que van derechamente de la portada a lo
hondo del coro. Asi expresaba su experiencia íntima de la
profundidad. Hay que añadir a esto la tendencia a expandirse en las
lejanías del universo, tendencia que se contrapone al
espacio expresivo de la cultura mágica, que es más bien como
una cueva [68]. Las bóvedas mágicas, ya sean cúpulas, ya bóvedas
de medio cañón y aun los entablamentos horizontales de una
basílica, están siempre en función de cubrir.
Strzygowski ha comprendido muy bien la
idea constructiva de Santa Sofía, cuando dice que es un dinamismo
gótico, pero vuelto hacia dentro y cubierto por una capucha cerrada
[69].
En cambio la cúpula de la catedral
de Florencia, en el proyecto gótico de 1367, está colocada
sobre el edificio; tendencia que llega a transformarse en un
verdadero amontonamiento, como se ve en el proyecto de Diamante para
la iglesia de San Pedro, cuyo magnífico «¡Excelsior!» lleva
Miguel Ángel luego a la perfección, de manera que la cúpula parece
flotar en la luz sobre las amplias bóvedas. Frente a este
sentimiento del espacio, la antigüedad nos ofrece el símbolo del
perípteros dórico, todo él cuerpo, todo él abarcable en una
mirada.
Por eso la cultura antigua comienza
con una grandiosa renuncia, a un arte riquísimo, pintoresco,
que estaba en plena madurez, un arte que ya existía, pero que no
podía ser la expresión del alma nueva. El arte dórico primitivo,
de estilo geométrico, aparece, desde
1100, opuesto al arte de Creta [70]; es
aquel un arte estrecho y áspero, y, para nuestros ojos, mezquino y,
por decirlo así, un retorno a la barbarie. En los tres siglos de la
antigüedad que
«corresponden» al florecimiento del
gótico no hallamos el menor indicio de arquitectura. Hasta 650—esto
es, en una época que «corresponde» a la época en que Miguel Ángel
verifica el tránsito al barroco—no aparece el tipo del templo
dórico y etrusco. Todo arte
primitivo es religioso, y esa negación
simbólica no lo es menos que la afirmación egipcia y gótica. La
idea de la cremación de los muertos es compatible con un lugar
destinado al culto, pero no con un edificio. Por eso la religión
antigua primitiva, de la que no conocemos apenas sino los graves
nombres de Calcas, Tiresias, Orfeo, y acaso también Numa [71],
empleaba como templo justamente lo que queda cuando de la idea de un
edificio se quita el edificio mismo: el limite sagrado. La base
primitiva del culto es, pues, el templum etrusco, un recinto sacro,
señalado sobre el suelo por los augures, rodeado de un espacio que
estaba prohibido franquear y provisto de una entrada al Este, para
dar la buena suerte [72]. Se crea un templum allí donde ha de
verificarse un acto del culto, o donde se encuentran los
personajes revestidos de autoridad política, el Senado, el ejército.
El templum dura sólo el breve
tiempo que dura su uso, y en seguida se levanta la
prohibición de traspasar los límites sagrados. Quizá hacia el año
700 consiguió ya el alma antigua superarse hasta el punto de dar
realidad sensible a las líneas de esa nada arquitectónica,
construyendo un cuerpo de edificio. El sentimiento Euclidiano
fue más fuerte que la aversión a la duración.
En cambio, la gran arquitectura
fáustica comienza con las primeras manifestaciones de una nueva
religiosidad—la reforma cluniacense hacia el año 1000—y de una
nueva mentalidad—que se advierte en la disputa de la Eucaristía,
entre Berengario de Tours y Lanfranc (1050)—, y en seguida produce
trazas tan gigantescas, que muchas veces las catedrales no pudieron
llenarse, a pesar de acudir a ellas la población entera, como
sucedió en Speier, o no fueron terminadas nunca.
El lenguaje apasionado que nos habla
esa arquitectura se repite en la poesía [73]. Los himnos latinos
del Mediodía cristiano y los Edda del Norte, todavía pagano, aunque
muy distantes unos de otros, son, sin embargo, idénticos por la
interior infinidad del espacio, que se manifiesta en la
estructura del verso, en el ritmo de la frase, en la
índole de las metáforas. Compárese el Dies irae con el Voluspa,
que es de fecha no muy anterior; se ve la misma férrea voluntad, que
supera y rompe todos los obstáculos de lo visible. No ha habido
ritmo que extienda en su derredor tan inmensos espacios y lejanías
como este viejo ritmo nórdico:
Para desdicha—por mucho tiempo
varones y hembras—vendrán al mundo.
Pero nosotros—juntos quedamos
Yo y Sigurd.
El acento de los versos homéricos es
el leve temblor de una hoja al sol del Mediodía; es el ritmo de la
materia. Pero la rima—como la energía potencial en el mundo de la
física moderna—produce una tensión suspensa en el vacío, en lo
ilimitado; es como una lejana tormenta, en la noche negra, sobre las
altas cimas. En su ondulante indeterminación disuélvense las
palabras y las cosas; es dinámica verbal, no estática. Y otro tanto
puede
decirse de los ritmos sombríos que
mecen el «Media vita in morte sumus». Anúncianse aquí el colorido
de Rembrandt y la instrumentación de Beethoven.
Aquí se siente la ilimitada soledad
como el hogar -propio del alma fáustica. ¿Qué es el WalhaIIa? El
Walhalla era desconocido para los germanos de las invasiones y aun de
la época merovingia. Fue inventado por el alma fáustica, a su
despertar, y seguramente bajo las impresiones de la mitología
antigua pagana y de la mitología árabe-cristiana, las dos viejas
culturas del Sur que, con sus libros clásicos o sagrados, sus
ruinas, sus mosaicos y miniaturas, sus cultos, ritos y dogmas,
penetraban por doquiera en la nueva vida. Y, sin embargo, el Walhalla
reside, allende las realidades sensibles, en regiones lejanas,
obscuras, fáusticas. El Olimpo se halla situado en la misma tierra
griega. El paraíso de los padres de la Iglesia es un Jardín
encantado, que existe en cierto lugar del universo mágico.
El Walhalla no está en ninguna parte. Perdido en lo infinito, con
sus dioses y sus héroes solitarios, aparece como el símbolo
inmenso de la soledad. Sigfredo, Parsifal, Tristán, Hamlet,
Fausto, son los héroes más solitarios de todas las culturas. Léase
en el Parzeval de Wolfram la maravillosa narración de cómo
despierta la vida interior. El anhelo de las selvas, la
misteriosa compasión, el indecible abandono: todo esto es
fáustico y sólo fáustico. Todos lo conocemos. En el Fausto de
Goethe retorna el mismo motivo, en toda su profundidad:
Un anhelo de dulzura inconcebible.
me empujaba por las selvas y los
prados, y derramando lágrimas ardientes
sentí que un mundo se entregaba a mí.
Esta manera de vivir el universo le es
completamente desconocida al hombre apolíneo y al hombre mágico, a
Homero y a los Evangelistas. El momento culminante, en el poema de
Wolfram, es esa maravillosa mañana de Viernes Santo, cuando el
héroe, separado de Dios y de sí mismo, descubre al noble Gawan. «¿Y
si buscara ayuda en el seno de Dios?» Y se va, peregrino, en busca
de Tevrezent, el ermitaño.
Esta es la raíz de la religión
fáustica. Se comprende aquí el misterio de la Eucaristía, que
reúne a los participantes en una comunidad mística, la Iglesia de
los bienaventurados. El mito del Santo Graal y sus caballeros nos
hace comprender la necesidad interna del catolicismo
germánico-nórdico. Frente a los sacrificios antiguos, ofrecidos a
cada deidad, en su templo propio, aparece aquí el sacrificio
único, infinito, repetido a diario y por doquiera. Es ésta una
idea fáustica de los siglos IX-XII, de la época de la Edda. Ya la
vislumbraron algunos misioneros anglo-sajones, como Winfried, pero
hasta entonces no llegó a su plena madurez. La catedral, cuyo altar
mayor rodea y encierra el misterio, es su expresión en piedra [74].
La pluralidad de cuerpos en que se
manifiesta y expresa el cosmos antiguo exige un mundo de dioses que
le sea parejo; tal es el sentido del politeísmo antiguo. En cambio
el espacio cósmico único, ya sea el universo como cueva o el
universo de amplitudes infinitas, exige un Dios único, el del
Cristianismo mágico o el del fáustico. Athene y Apolo
pueden
representarse por una estatua. Pero la
divinidad de la Reforma y de la Contrarreforma no puede
«manifestarse»—hace tiempo que se ha sentido esto—sino en la
tormenta de una fuga para órgano o en la solemne ejecución de una
cantata o de una misa.
Desde las ricas y varias figuras que
aparecen en la Edda y las leyendas de los Santos, de la misma época,
hasta Goethe, la mitología occidental sigue un proceso inverso
al de la mitología antigua. En la antigüedad, una continua
atomización de lo divino, hasta llegar a la innumerable cohorte de
la época imperial; en Occidente, en cambio, una simplificación, que
culmina en el deísmo del siglo XVIII.
La mágica jerarquía celeste, que la
Iglesia en el terreno de la pseudomorfosis occidental [75] ha
mantenido con todo el peso de su autoridad y que, desde los ángeles
y los santos, asciende hasta las personas de la Trinidad, va
perdiendo poco a poco consistencia, colorido. Insensiblemente el
diablo, ese otro gran protagonista en el drama gótico del universo
[76], desaparece también de las posibilidades del sentimiento
fáustico. El diablo, a quien todavía Lulero arrojó una vez su
tintero, es, hace ya tiempo, el objeto de un silencio embarazado por
parte de los teólogos protestantes. La soledad del alma fáustica no
se compadece con un dualismo de las potencias cósmicas. Dios mismo
es el Todo. A fines del siglo XVII los recursos de la pintura
resultan ya insuficientes para manifestar esta religiosidad, y la
música instrumental es entonces el único y ultimo medio de
expresión religiosa. Puede decirse que la fe católica y la fe
protestante están en la misma relación que un cuadro de altar y la
música de un oratorio. Ya en torno de los dioses y héroes
germánicos se extienden inmensas lejanías, misteriosas sombras;
sus figuras están inmersas en música; son dioses nocturnos, pues la
luz del día pone límites a la vista, creando así las cosas
corpóreas. La noche quita cuerpo; el día quita alma. Apolo y Athene
no tienen «alma». En el Olimpo brilla inmóvil la luz eterna de un
claro día meridional. La hora apolínea es la del mediodía, la
siesta del Gran Pan. En el Walhalla, empero, no hay luz. En la Edda
hallamos ya algunos indicios de esas noches profundas, en que Fausto,
solo en su cuarto de estudio, medita febril; de esas noches que las
aguas fuertes de Rembrandt han logrado expresar incomparablemente;
de esas noches surcadas por los relámpagos de Beethoven. Wotan,
Baldur, Freya, no tuvieron nunca una figura «euclidiana». De ellos,
como de los dioses védicos de la India, no puede «hacerse ni un
retrato, ni una metáfora». Esta imposibilidad consagra el espacio
eterno como símbolo supremo, por oposición a la copia corpórea,
que rebaja el espacio al mero papel de «ambiente», y así lo
profana y lo niega. Este motivo, hondamente sentido, es el que sirve
de fundamento a la destrucción de las imágenes en el Islam y en
Bizancio—ambas en el siglo VIII—, como también más tarde al
movimiento iconoclasta del Norte protestante que interiormente
tiene una profunda afinidad con aquéllos. Y la creación del
análisis antieuclidiano por Descartes ¿no fue también como una
destrucción de las imágenes? La antigua Geometría inventa un mundo
numérico a toda luz; la teoría de las funciones es propiamente una
matemática nocturna.
7
El alma occidental ha expresado su
sentimiento cósmico con extraordinaria abundancia de recursos, en
palabras, en sonidos, en colores, en perspectivas pictóricas, en
sistemas filosóficos, en leyendas y no menos en los espacios de
las catedrales góticas y en las fórmulas de la teoría de las
funciones.
En cambio el alma egipcia ha expresado
el suyo sin la menor ambición teórica y literaria, casi
exclusivamente en el lenguaje inmediato de la piedra. En lugar de
perderse en juegos de palabras sobre la forma de la extensión, sobre
el «espacio» y el «tiempo»; en lugar de forjar hipótesis,
sistemas numéricos y dogmas, fue dejando silenciosa sus
grandiosos símbolos en el paisaje del Nilo. La piedra es el gran
símbolo de lo que se ha tornado intemporal. En ella parecen unirse
el espacio y la muerte. «Se ha edificado para los muertos antes que
para los vivos—dice Bachofen en su autobiografía—. Para el breve
tiempo que les es dado a los vivos, bástales frágil madera.
En cambio la eternidad, deparada a los
muertos, exige que sus edificios sean construidos con la más dura
piedra. El culto más antiguo se aplica a la piedra que señala la
tumba; el templo más antiguo es el edificio mortuorio; el arte y la
ornamentación tienen por origen el adorno de las tumbas.
En las tumbas se ha formado el símbolo.
No hay palabras que puedan expresar lo que se piensa, lo que se
siente, lo que en silencio se ruega Junto a una tumba. Sólo el
símbolo, con su quietud y su gravedad eterna, puede en cierto modo
sugerirlo.»
El muerto ya no desea, no aspira. El
muerto ya no es tiempo; es sólo espacio, es algo que permanece o
que ha desaparecido, pero que de ninguna manera se encamina hacia
un futuro.
Por eso, lo que en sentido estricto
permanece, la piedra, es la expresión del reflejo que lo muerto deja
en la conciencia vigilante del ser vivo. El alma fáustica aguardaba,
después de la muerte corpórea, una inmortalidad, que era como su
enlace con el espacio infinito, y por eso espiritualizó la piedra en
el sistema dinámico de la arquitectura gótica—contemporáneo de
las series paralelas en el canto de iglesia—hasta transformarla en
un fervoroso afán de profundidad y de ascensión por el espacio.
El alma apolínea quiso ver a sus muertos reducidos a cenizas,
aniquilados, y por eso evitó, durante toda su primera edad, la
construcción en piedra. El Alma egipcia se veía caminando por una
estrecha senda de la vida, implacablemente prescrita, al término de
la cual había de presentarse ante el juez de los muertos. (Capítulo
125 del Libro de los muertos.) Tal era su idea del sino. La
existencia egipcia es la de un caminante que marcha en una dirección,
siempre la misma. Todo el lenguaje formal de su cultura está hecho
para dar realidad sensible a este único motivo. Junto al espacio
infinito del Norte, junto al cuerpo de la Antigüedad, su símbolo
primario puede designarse con la palabra camino. Es ésta una manera
muy extraña de acentuar, en la esencia de la extensión, tan sólo
la dirección de la profundidad, y el pensamiento occidental puede
difícilmente comprenderla. Los templos-sepulcros del Antiguo
Imperio, sobre todo
los grandiosos templos-pirámides de
la IV dinastía, no tienen, como la mezquita y la catedral, un
espacio interior distribuido en partes, según un sentido profundo,
sino una serie rítmica de espacios. El camino sagrado arranca de la
portada, junto al Nilo, y pasando por corredores, vestíbulos,
patios, arcadas y salas de columnas, estrechándose cada vez más,
llega a la cámara mortuoria [77]. Los templos del Sol en la V
dinastía no son tampoco
«edificios» propiamente dichos,
sino un camino rodeado de grandes piedras [78]. Los relieves
y las pinturas siempre están colocados en serie, obligando al
espectador a seguir en una determinada dirección. A la misma
intención obedecen las avenidas de carneros y de esfinges del Nuevo
Imperio.
Para el egipcio, la experiencia íntima
de la profundidad, que determinaba para él la forma cósmica,
acentuaba de tal suerte la dirección, que el espacio en cierto modo
permanecía en trance de continua realización- La lejanía no está
aún transformada en cosa rígida. Cuando el hombre se mueve hacia
adelante, convirtiéndose así él mismo en un símbolo de la vida,
entonces es cuando entra en relación con la parte pétrea de este
simbolismo. El «camino» significa al mismo tiempo el sino y la
tercera dimensión. Los grandes muros, los relieves, las columnatas,
ante las cuales pasa el camino, son la «anchura y la altura», esto
es, la simple sensación que los sentidos nos proporcionan y que la
vida, en su progresión hacia adelante, dilata y convierte en mundo.
De esta suerte el egipcio, marchando en procesión, vive el espacio
en cierto modo como si sus elementos estuviesen aún desunidos. En
cambio el griego, que ofrece su sacrificio delante del templo, no
siente el espacio; y el hombre de los siglos góticos, orando en la
catedral, se percibe como envuelto por la inmóvil infinitud. Por eso
el arte egipcio quiere producir efectos de superficie y nada más,
incluso cuando hace uso de medios corpóreos. Para el egipcio, la
pirámide que se alza sobre la tumba regia es un triángulo, una
enorme superficie, que cierra el camino y domina el paisaje, una
superficie de máxima tuerza expresiva que va acercándose; las
columnas de los corredores y patios interiores, sobre fondo obscuro,
muy apretadas y cubiertas de adornos, le hacen el efecto de rayas
verticales que acompañan rítmicamente la marcha de los sacerdotes;
el relieve es minucioso y—muy en oposición al relieve
antiguo—queda incluido en una superficie; en su evolución de la
III a la V dinastía, pasa del grueso del dedo al de una hoja de
papel y acaba por convertirse en hueco relieve [79]. El predominio de
la horizontal, de la vertical y del ángulo recto, el cuidado por
evitar todo escorzo, son las bases en que se apoya el principio de
las dos dimensiones, para aislar así la emoción de la
profundidad, que coincide con la dirección del camino y su
término—la tumba—.
Este arte no permite ninguna desviación
que aligere la tensión del alma.
Y esto—expresado en el más sublime
lenguaje que pueda imaginarse—¿no es lo mismo que todas nuestras
teorías del espacio quisieran manifestar? Es ésta una
metafísica de piedra, junto a la cual la metafísica escrita—la
de Kant— parece un ingenuo balbuceo.
Ha habido, sin embargo, una cultura,
cuya alma, a pesar de ser muy distinta, llegó a tener un símbolo
primario muy semejante al egipcio; me refiero al alma china, con su
principio del Tao, sentido como la dirección de la profundidad [80].
Pero mientras que el egipcio recorre
hasta el fin la senda prescrita, con férrea necesidad, el chino
camina por el mundo.
No va su senda por entre espesos muros
de lisas piedras a terminar en el templo de Dios o en la tumba
ancestral, sino que corre serpenteando por la amable naturaleza. En
ninguna otra cultura ha sido, como en la China, el paisaje la materia
propia de la arquitectura. «Se ha desarrollado aquí, sobre una base
religiosa, una grandiosa regularidad y unidad de todos los edificios,
que ha mantenido por todas partes un esquema homogéneo de portadas,
alas, patios y vestíbulos, todos rigurosamente dispuestos sobre un
eje orientado de Norte a Sur y que llegan a presentar una grandeza
tal en las plantas y un dominio tan completo de las distancias y los
espacios, que bien puede decirse que esta arquitectura hace entrar en
sus cálculos el paisaje mismo [81].» El templo no es propiamente un
edificio, sino un conjunto en el que la colina y la cascada, los
árboles, las flores y unas piedras de forma determinada, colocadas
en sitios fijos, son tan importantes como las puertas, los muros, las
fuentes y las casas. Esta cultura es la única en donde la jardinería
es un arte religioso de gran estilo. Hay Jardines que reflejan la
esencia de ciertas sectas budistas [82]. Por la arquitectura del
paisaje se explica la de los edificios, la poca altura de éstos y la
insistencia en acentuar el tejado, que es propiamente el elemento
expresivo. Y asi como los caminos ondulantes pasan por puertas,
puentes, colinas y muros, para llegar a su término, así también la
pintura conduce al espectador de detalle en detalle.
El relieve egipcio, en cambio, le
prescribe una dirección única. El cuadro chino no debe abarcarse en
una mirada. El transcurso del tiempo supone una serie de partes que
la mirada recorre unas tras otras [83]. La arquitectura egipcia
domina el paisaje. La arquitectura china se amolda al paisaje.
Pero en ambos casos, la dirección de la profundidad es la
que mantiene presente la emoción del espacio produciéndose.
8
Todo arte es un lenguaje expresivo
[84]. En sus rudimentos más primitivos, que arrancan del mundo
animal mismo, es él arte el lenguaje de un ser capaz de movimientos;
pero un lenguaje que sólo se dirige al que lo habla. No se piensa en
los testigos, y, sin embargo, si no los hubiere, el instinto
expresivo enmudecería por sí solo. En estadios muy posteriores
ocurre todavía a menudo que no hay por una parte artistas y por otra
espectadores, sino sólo una muchedumbre de creadores artísticos.
Todos cantan, miman, bailan; y el «coro» como conjunto de todos los
presentes no ha desaparecido nunca por completo de la historia del
arte. Sólo el arte superior es ya decididamente un «arte ante
testigos»; sobre todo—como Nietzsche ha observado—ante el
testigo supremo: Dios [85].
La expresión artística es ornamento o
imitación. El ornamento y la imitación son posibilidades
superiores, cuya oposición es apenas sensible en los comienzos. La
imitación es lo absolutamente primitivo; es la más próxima a la
raza. La imitación parte de una percepción fisiognómica del tú,
que involuntariamente nos induce a colaborar en el compás de su
ritmo vital. El ornamento, en cambio, manifiesta un yo que tiene
conciencia de su propia índole. Aquélla está muy extendida por el
mundo animal; éste pertenece casi exclusivamente al hombre.
La imitación se origina en el ritmo
secreto de toda realidad cósmica. Para un ente que vive despierto,
la unidad cósmica aparece como dilatación y oposición; es un aquí
y un allí, algo propio y algo extraño, un microcosmos frente a un
macrocosmos, los dos polos de la vida sensitiva. Mas esta dualidad
queda superada precisamente por el ritmo de la imitación.
Toda religión es un afán del alma
vigilante, que aspira a comunicar con las potencias del mundo, que la
rodea. Esto mismo exactamente quiere conseguir la imitación que, en
sus momentos de unción máxima, es profundamente religiosa. En
efecto, una misma movilidad interior es la que hace que el
cuerpo y el alma vibren de consuno aquí y el mundo
circundante allá. Asi como el pájaro se mece en la tormenta y el
nadador se amolda a la caricia de las olas, así los miembros de
nuestro cuerpo se sienten irresistiblemente movidos a reproducir el
compás de una marcha, o los músculos del rostro a imitar los gestos
de otra persona. Justamente los niños son maestros en el arte del
remedo. Y esta tendencia puede llegar hasta producir ese efecto
«arrebatador» de los coros, de las marchas, de las danzas, que
convierte la pluralidad de individuos en una unidad de sensación y
expresión, en un
«nosotros». Igualmente un retrato
«bien logrado» de un hombre o de un paisaje se produce por la
sensación de la armonía entre el movimiento dibujante y las
vibraciones, las ondulaciones misteriosas del modelo vivo. Aquí el
ritmo fisiognómico se toma activo y supone un sujeto que sabe
desentrañar en el juego de la superficie la idea, el alma de la cosa
extraña.
En ciertos momentos de abandono, todos
tenemos ese saber, y entonces, al acompañar la música o el
gesto, con un imperceptible ritmo, descubrimos de pronto
arcanos de insondable profundidad. Toda imitación se propone
engañar, esto es, trocar, cambiar una cosa por otra. Esa inmersión
en una cosa extraña, ese trueque de esencia y de lugar, que hace que
uno viva en otro, al remedarlo o describirlo, evoca un sentimiento de
armonía que, desde el silencioso olvido de si mismo, llega hasta la
más franca risa y toca a los últimos fundamentos del erotismo, que
es inseparable de la productividad artística.
De aquí provienen las danzas en
corro—hay un baile popular en Baviera, cuyo origen es la imitación
del gallo silvestre solicitando a la hembra—. Esto mismo pensaba
Vasari cuando elogiaba a Cimabue y a Giotto por haber sido los
primeros en volver a la imitación de la naturaleza, aquella
naturaleza de los hombres primitivos, de la que decía
entonces el maestro Eckhart «Dios se vierte en todas las criaturas,
y por eso todo lo creado es Dios.» Lo que como movimiento
contemplamos en el mundo circundante y, por lo tanto, sentimos en su
significación interior, lo reproducimos también en forma de
movimiento, Por eso toda imitación es espectacular, en el más
amplio sentido. Espectáculo es el movimiento de la pincelada o del
cincel, la modulación de la voz en el canto, el tono de la
narración, el verso, la representación, la danza. Pero lo que
nosotros vivimos al ver y al oír es siempre un alma extraña, con la
cual entramos en comunión. Mucho después, cuando ya aparece el arte
de las grandes urbes, arte falto de alma y sobrado de análisis
intelectual, es cuando se verifica el tránsito al naturalismo,
en el sentido que le damos hoy a esta palabra, esto es, la
imitación de los encantos que ofrece la apariencia de las cosas, el
contenido científico de los caracteres sensibles.
Ahora bien; el ornamento se distingue
claramente de la imitación. El ornamento no sigue la corriente de la
vida, sino que se contrapone, rígido, a la vida. En lugar de recoger
los
rasgos fisiognómicos de las
existencias extrañas, el ornamento imprime en ellas motivos
permanentes, símbolos. El ornamento no pretende engañar,
sino conjurar. El yo se sobrepone al tú.
Imitar es hablar, hablar por medio de
unos signos que el instante mismo proporciona y que no vuelven a
presentarse. El ornamento, en cambio, hace uso de un idioma, de un
tesoro de formas, que tiene duración y que se halla substraído al
capricho individual [86].
Sólo puede ser imitado lo viviente; y
la Imitación ha de hacerse por movimientos, pues lo viviente se
manifiesta a los sentidos de los artistas y de los espectadores en
forma de movimiento. Por eso la imitación pertenece al tiempo y a la
dirección. Danzar, dibujar, describir, representar, para los ojos y
los oídos, es hacer movimientos que van en una dirección
irrevocable, y así las posibilidades máximas de la imitación
se hallan en la reproducción de un sino, bien en sonidos, bien en
versos, ya en un retrato, ya una escena [87]. En cambio un ornamento
es algo que ha sido arrebatado al tiempo; es extensión pura,
afirmada, perdurable. La imitación es expresión en el momento mismo
en que se verifica. El ornamento, en cambio, es expresivo sólo
cuando se ofrece, terminado, ante los sentidos. El ornamento es la
realidad misma, prescindiendo en absoluto de su origen y producción.
No es posible reproducir, imitar, mas que un sino particular, el de
Antígona, el de Desdémona. En cambio el ornamento, el símbolo,
designa la idea del sino en general; por ejemplo, la columna dórica,
que designa la idea del sino para los antiguos. La imitación supone
talento, el ornamento supone además un saber que puede aprenderse.
Hay una gramática y una sintaxis en el
lenguaje de formas que emplean todas las artes estructuradas;
gramática y sintaxis que tiene sus reglas y sus leyes, su lógica
interna y su tradición. La hay no sólo en la arquitectura de los
templos dóricos y de las catedrales góticas; no sólo en la
escultura de Egipto [88], de Atenas y de las catedrales francesas; no
sólo en la pintura de los chinos, de los antiguos, de los
holandeses, de los florentinos, sino también en el arte de los
escaldas y de los minnesänger, con sus reglas fijas que se aprendían
y se aplicaban, como las reglas de un oficio, a la ponderación de
las frases, a la estructura de los versos, y hasta a la ejecución de
los gestos y a la elección de las metáforas [89]; en la técnica
narrativa de la poesía épica de los Vedas, de Homero y de
los germano-celtas; en la
estructura verbal y el ritmo vocal de los sermones góticos,
alemanes o latinos, y por último, en la prosa oratoria [90] de los
antiguos y en las reglas del drama francés.
La parte ornamental de una obra
artística refleja siempre la causalidad sagrada del macrocosmos, tal
como la siente y comprende un cierto tipo de hombres. Ambas cosas
tienen un sistema. Ambas están impregnadas de los dos sentimientos
fundamentales que constituyen la parte religiosa de la vida: temor y
amor [91]. Un verdadero símbolo puede infundir temor o librar del
temor. Lo «exacto» salva; lo «falso» martiriza y deprime. En
cambio, la parte imitativa del arte está más próxima a
los sentimientos propiamente raciales: odio y amor. Aquí surge la
oposición entre lo feo y lo bello, que se refiere a los seres vivos,
cuyo ritmo interior nos repele o nos atrae, aunque se trate de las
nubes rosadas
por el sol poniente o de la respiración
contenida de una máquina. Una imitación es bella; un ornamento es
significativo. He aquí la diferencia entre la dirección y la
extensión, entre la lógica orgánica y la lógica inorgánica,
entre la vida y la muerte. Lo que juzgamos bello es
«digno de ser imitado». Lo bello
nos seduce, esto es, provoca en nosotros una leve vibración
concordante que nos empuja a remedarlo, a repetirlo, a acompañar su
canción. Lo bello «hace latir más recio el corazón» y estremece
los músculos; embriaga hasta el entusiasmo delirante. Pero como
pertenece al tiempo, tiene «su tiempo». Un símbolo dura; lo bello,
empero, perece en el instante mismo en que se detiene la pulsación
vital de quien lo siente en el ritmo cósmico, ya sea un individuo,
una clase social, un pueblo o una raza. La «belleza» de las
estatuas y de los poemas antiguos era, para los antiguos, totalmente
distinta de lo que es para nosotros, y con el
alma antigua ha desaparecido irremediablemente. Lo que nosotros
«encontramos bello» en esas estatuas y poemas es un rasgo que sólo
para nosotros existe. Lo que es bello para cierto tipo de vida, es
indiferente o feo para otro, como nuestra música para los chinos o
la plástica mejicana para nosotros. Es más; para una y la misma
vida lo habitual no puede ser nunca bello, porque lo habitual tiene
siempre algo de perdurable.
Ahora podemos considerar, en toda su
profundidad, la oposición que existe entre esos dos aspectos de todo
arte.
La imitación anima y vivifica; la
ornamentación conjura y mata. Aquélla «deviene»; ésta
«es». Aquélla está, por lo
tanto, emparentada con el amor y sobre todo con el amor
sexual—la canción, la embriaguez, la danza—, en el cual la
existencia se orienta hacia el futuro; ésta tiene hondas afinidades
con la preocupación por el pasado, con el recuerdo [93], con el
sepelio.
Lo bello es objeto de anhelante deseo;
lo significativo infunde terror. Por eso no hay más intima oposición
que la de la casa de los vivos y la casa de los muertos [94]. La casa
del labrador [95], del noble rural, el castillo y fortaleza del
magnate son viviendas—moradas de la vida—, expresiones
inconsciente de la Sangre, que ningún arte creó y que ningún arte
puede cambiar.
La idea de la familia se manifiesta en
la planta de la casa solariega; la forma interior de la tribu está
patente en el diseño de las aldeas, que, al cabo de muchos siglos y
después de muchos cambios de habitantes, permite todavía reconocer
la raza de sus fundadores [96]; la vida de una nación y su
estructura social se expresan en el plano—no en el corte, no en la
silueta—de la ciudad [97]. Por otra parte, la ornamentación se
desarrolla en los símbolos rígidos de la muerte, la urna funeraria,
el sarcófago, la tumba, el templo a los muertos [98], y luego sigue
su evolución en los templos a los dioses y en las catedrales, que
son puros ornamentos, que no son la expresión de una raza, sino el
lenguaje de una intuición del mundo.
Los templos, las catedrales, son en
toda su integridad puro arte; en cambio la casa del labrador y el
castillo del magnate no tienen nada que ver con el arte [99].
Estas son viviendas, en donde se
hace arte, el arte propiamente imitativo: la epopeya védica,
homérica, germánica, el cantar heroico, la danza aldeana y
caballeresca, la copla del
Juglar, La catedral, en cambio, no sólo
es arte, sino que es el único arte que no imita nada. Es toda ella
tensión de formas perdurables, lógica tridimensional que se expresa
en las aristas, los planos y los espacios. El arte de las aldeas y de
los castillos es hijo del capricho momentáneo, vive entre risas y
excesos, entre Juegos y comilonas; está prendido al tiempo, hasta
tal punto que el trovador toma su nombre del verbo trovar (encontrar,
inventar), y la improvisación—como toda vía hoy ocurre en la
música de los zínganos—no es otra cosa que la raza misma
manifestándose a los sentidos extraños bajo la presión del
momento. A esta libre productividad opone el arte eclesiástico la
rigurosa escuela, tanto en el himno como en el edificio y la imagen.
Y en esa escuela, el individuo obedece a la lógica de ciertas formas
intemporales. Por eso en todas las culturas el edificio del culto es,
primitivamente, el centro donde se desarrolla la historia del estilo.
En los castillos tiene estilo la vida, no el edificio. En las
ciudades la planta es una copia de los sinos del pueblo, y sólo las
torres y cúpulas, que se yerguen en la silueta, nos dicen cómo fue
la lógica que los arquitectos pensaron en su imagen cósmica y
cuáles las últimas causas y efectos que concibieron en su
universo.
La piedra, en la viviendas, sirve a un
fin mundano; pero en el templo, la piedra es un símbolo [100]. Uno
de los errores que más estragos ha causado en la historia de las
grandes arquitecturas ha sido la creencia de que la historia de la
arquitectura debía ser una historia de las técnicas
constructivas, cuando en realidad debe ser la historia de
las ideas constructivas, que toman sus recursos técnicos y
expresivos donde los encuentran. Sucede en esto lo mismo que en
la historia de los instrumentos musicales [101], que se han
desarrollado igualmente conforme a cierto lenguaje sonoro. El hecho
de que la bóveda en ojiva, el contrafuerte y la cúpula sobre
trompas hayan sido inventados expresamente para un gran estilo
arquitectónico o hayan sido tomados de otra comarca más o menos
lejana y aprovechados en sentido propio, es cosa que a la verdadera
historia del arte le es tan indiferente como la cuestión de saber
si los instrumentos de cuerda proceden técnicamente de Arabia o de
la Bretaña celta. Es posible que la columna dórica venga en efecto
de los templos egipcios del Imperio nuevo; es posible que la
cúpula romana proceda de los etruscos y el patio florentino de
los moros africanos. Pero el perípteros dórico, el Panteón, el
Palacio Farnese pertenecen a otro mundo muy distinto; son la
expresión artística en que se manifiesta el símbolo primario de
las tres culturas.
9
En todo periodo primitivo hay, pues,
dos artes propiamente ornamentales y no imitativas: el arte de la
edificación y el arte del decorado. En el período previo,
que antecede al nacimiento de una cultura; en los siglos de
vislumbre y de fermentación, el mundo de la expresión elemental se
manifiesta sólo por medio del arte decorativo, en sentido estricto.
Los tiempos carolingios están representados por la decoración
exclusivamente. Los ensayos de edificación que se hacen en esta
época se hallan «entre los estilos». Les falta la idea. De igual
modo, la desaparición de todos los edificios micenianos no
constituye en realidad una pérdida para la historia del arte [102].
Pero de pronto, cuando despunta la gran cultura, el
edificio considerado como ornamento
alcanza tal potencia expresiva, que el simple decorado le cede
tímidamente el puesto casi por un siglo. Ahora hablan solos los
espacios, las superficies, las aristas de piedra. El templo-sepulcro
de Chefren llega al máximum de sencillez matemática: por doquiera
ángulos rectos, superficies y pilares cuadrados; no hay decoración,
ni inscripción, ni transición. El relieve, que mitiga la tensión
del espíritu, no se atreve a insinuarse, hasta algunas
generaciones después, en la magia sublime de estos espacios. Y
lo mismo sucede con la noble arquitectura románica de Westfalia y
Sajonia (Hildesheim, Gernrode, Paulinzella, Paderborn), de la
Francia meridional y de los normandos (Norwich, Peterborough, en
Inglaterra) , que supo, con una gravedad interior y una dignidad
indescriptibles, condensar en una línea, en un capital, en un arco,
el sentido integro del universo.
Cuando el mundo de las formas
primitivas llega a su apogeo, es cuando ya se establece la relación
entre el edificio y el decorado. El edificio es lo primero, lo
fundamental, y a su servicio se pone un decorado riquísimo, que es
ornamento en el más alto sentido de la palabra. En efecto, ornamento
no es solamente el modelo decorativo, el motivo aislado de los
antiguos, con su simetría estática o su adición meándrica
[103] o el arabesco que recubre las superficies, o el modelo plano
de los mayas, que guarda cierta semejanza con el arabesco, o el
«motivo del trueno» y otros motivos chinos de la época Chu
primitiva, que demuestran que la vieja arquitectura china es en
efecto una composición del paisaje, y que indudablemente adquieren
todo su sentido por las líneas del jardín circundante, en donde los
vasos de bronce constituían asimismo un elemento de la composición.
También tienen valor decorativo las figuras de los guerreros que se
ven en los vasos Dipylon, y, en mucho mayor grado todavía, los
grupos de estatuas de las catedrales góticas. «Las figuras se
componen, en las portadas, partiendo del espectador y
formando, con relación al espectador, series superpuestas, como
rítmicas fugas de una sinfonía que se eleva hacia el cielo y envía
sus notas en todas las direcciones» [104].
Los pliegues del ropaje, las actitudes,
los tipos de las figuras y asimismo la estructura de los himnos, en
estrofas, y las series paralelas de las voces, en el canto
de iglesia, son ornamentos al servicio de la idea arquitectónica
predominante [105].
Más tarde, al comenzar las épocas
posteriores, se rompe ya el encanto de los grandes ornamentos. La
arquitectura entra a formar parte de un grupo de artes particulares,
urbanas, mundanas, que van dando cada vez más cabida a la imitación
agradable e ingeniosa y exaltando el elemento personal.
Puede decirse de la imitación y del
ornamento lo mismo que hemos dicho más arriba del tiempo y del
espacio: el tiempo engendra el espacio, pero el espacio mata el
tiempo [106]. Al principio el simbolismo rígido hubo de petrificar
todo lo viviente. El cuerpo de una estatua gótica no debe vivir; es
simplemente un conjunto de líneas en forma humana. Pero ahora el
ornamento pierde todo su rigor sagrado y se convierte cada vez más
en la decoración de los edificios, que sirven de marco a una vida
distinguida y plenamente formada. Sólo en este sentido, es decir,
como elemento propio para embellecer la vida, fue aceptado el gusto
del Renacimiento por el mundo cortesano y patricio del Norte—¡y
sólo
por éste!—[107]. El ornamento
significa, en el Antiguo Imperio, algo muy distinto que en el Medio;
en el estilo geométrico, algo muy distinto que en el helenismo; en
1200, para nosotros, algo muy distinto que en 1700. Y también la
arquitectura pinta y hace música, y sus formas parecen siempre a
punto de remedar algo en la imagen del mundo circundante. Así se
explica el tránsito del capitel jónico al corintio, y de Vignola,
por Bernini, al rococó.
Al comenzar la civilización se
extingue el verdadero ornamento y con él el arte elevado. Verifican
este tránsito el «clasicismo» y el «romanticismo» que, en
una u otra forma, aparecen en todas las culturas. El clasicismo
significa el entusiasmo por un género de ornamento—reglas, leyes,
tipos— que desde hace ya mucho tiempo se ha hecho tradicional e
inánime. El romanticismo es la imitación entusiasta no de la vida,
sino de otra imitación anterior. En lugar del estilo arquitectónico,
aparece un gusto arquitectónico. Los modos de pintar, las maneras
literarias, las formas antiguas y modernas, castizas y
extranjeras, cambian con la moda. Falta la necesidad interior. Ya no
hay «escuelas», porque cada cual busca los motivos donde quiere y
como quiere. El arte se transforma en arte industrial, y esta
transformación la sufre todo el arte, la arquitectura como la
música, el verso como el drama. Por último se constituye un
tesoro de formas plásticas y literarias, que pueden manejarse sin
profunda significación con sólo buen gusto. En esta última
forma, que ya no tiene ni historia ni evolución, hállase hoy ante
nosotros el arte industrial decorativo en los modelos de los tapices
orientales, de los metales persas e indios, de las porcelanas chinas.
Asi estaba también el ornamento egipcio (y babilónico) cuando los
griegos y los romanos lo conocieron. Arte industrial es el arte de
Creta, epígono septentrional del gusto egipcio, desde la época de
los Hycsos. Y el arte «correspondiente» de la época
helenístico-romana, aproximadamente desde Escipión y Aníbal,
desempeña la misma función de costumbre confortable y de juego
ingenioso. Desde el pomposo aparato del Foro de Nerva, en Roma, hasta
la cerámica provinciana posterior, en el Oeste, todo va
convirtiéndose en un arte industrial invariable, que podemos
asimismo rastrear en Egipto y en el mundo islámico y que debemos
suponer existiera también en la India y en la China en los siglos
que siguen a Buda y Confucio.
10
Ahora se comprende, Justamente por la
diferencia que existe entre la catedral y la pirámide, a pesar de su
profunda afinidad interior, ahora se comprende el fenómeno poderoso
del alma fáustica, cuya ansia de profundidad no pudo acomodarse al
símbolo primario del camino y desde el primer momento se afanó por
franquear todos los límites ópticos que cercan la sensibilidad.
¿Puede haber nada más extraño al sentido del Estado egipcio, cuya
tendencia podríamos definir como una sobriedad sublime, que la
ambición política de los grandes emperadores de las Casas de
Sajonia, Franconia y Staufen, que perecieron por haber querido
sobrepujar todas las realidades políticas? Reconocer un limite
hubiera sido para ellos rebajar la idea de su dominación. El símbolo
primario del espacio infinito penetra ahora, con toda su potencia
indescriptible, en el círculo de la vida política activa. A las
figuras de los Otones, de Conrado II, de Enrique VI, de Federico II,
podríamos añadir los
normandos, conquistadores de Rusia,
Groenlandia, Inglaterra, Sicilia y casi también
Constantinopla, y los grandes Papas
Gregorio VII e Inocencio III.
Todos aspiraban a confundir la
esfera visible de su poder con el mundo conocido de entonces.
He aquí precisamente la diferencia que separa a los héroes de
Homero, con su reducida perspectiva geográfica, de los héroes de
las leyendas occidentales: la del Graal, la del rey Artus, la de
Sigfredo, que van siempre errantes por el infinito. Los guerreros de
las Cruzadas cabalgaban desde las orillas del Elba o del Loira hasta
los confines del mundo conocido; en cambio, los hechos históricos,
que constituyen el núcleo de la Ilíada, tuvieron por teatro—esto
puede inferirse con certidumbre del estilo propio del alma
antigua—una comarca pequeña que la mirada abarca de una vez.
El alma dórica realizó el símbolo
del objeto individual presente y corpóreo, renunciando a las grandes
creaciones de alto vuelo. El hecho de que el primer período
postmiceniano no haya dejado nada que descubrir a nuestros
arqueólogos tiene su fundamento en la índole de aquellos hombres.
El alma dórica logra al fin expresarse en el templo dórico, que
actúa hacia afuera, como un bloque en el paisaje, y niega el espacio
interior, prescindiendo de darle una forma artística y
considerándolo como la nada, tò m¯ ùn, lo que no debiera
existir.
Las columnatas egipcias sostenían la
techumbre de una sala. El griego adoptó este motivo, pero lo acomodó
a su sentimiento, dando la vuelta, como a un guante, al tipo
arquitectónico de los egipcios. Las columnatas exteriores son
en cierto modo los restos del espacio interior, rechazado por
los griegos [108].
En cambio el alma mágica y el alma
fáustica elevaron al cielo sus ensueños de piedra, esas enormes
bóvedas que envuelven unos espacios interiores altamente
significativos, cuya estructura anticipa el espíritu de dos
matemáticas: la del álgebra y la del análisis. En el tipo de
edificio que nace en Borgoña y FIandes y se propaga por todo el
Occidente, las bóvedas de crucería con sus ojivas y sus
contrafuertes significan el acto de dar libertad al espacio [109] en
vez de mantenerlo sujeto entre superficies sensibles limitantes.
En el espacio interior de la arquitectura mágica, «las ventanas no
son mas que un momento negativo, una forma utilitaria que no llega en
modo alguno a adquirir valor artístico, o dicho crudamente, simples
agujeros en la pared» [110]. Cuando eran prácticamente
imprescindibles, se abrían en todo lo alto, para eliminarlas de la
impresión artística, como sucede en las basílicas orientales. La
arquitectura de la ventana es, en cambio, uno de los símbolos más
significativos de la manera cómo el alma fáustica siente la
profundidad, símbolo que sólo se encuentra en la cultura
occidental. Aquí se percibe claramente la voluntad de irradiar en el
infinito, esa voluntad que se afirma más tarde en la música del
contrapunto, nacida bajo estas bóvedas y cuyo mundo incorpóreo
sigue siendo el mismo mundo del gótico primitivo. La música
polifónica, aun en las épocas posteriores, en que realiza
sus más altas posibilidades, como la Pasión de San Mateo,
la Heroica, el Tristán y el Parsifal de Wagner, es siempre,
por intima necesidad, catedralicia, y vuelve siempre al hogar
materno, al idioma que hablaban las piedras de las catedrales en la
época de las Cruzadas. Era necesaria toda la gravedad de una
ornamentación profundamente significativa, con sus extrañas y
terribles transfiguraciones de plantas, animales y
hombres—Saint-Pierre, de Moissac--, una ornamentación que anula
el efecto limitante de la piedra y que resuelve las
líneas en melodías y figuras
musicales, las fachadas en fugas polifónicas, los cuerpos de las
estatuas en música de pliegues y ropajes, para hacer desaparecer
hasta la sombra de la corporeidad «antigua». Así se comprende el
profundo sentido de esas gigantescas vidrieras de las catedrales,
con su pintura de colores translúcidos, pintura, pues,
completamente inmaterial. Es éste un arte que no vuelve a
encontrarse nunca en ningún otro sitio y que constituye la más
radical oposición a la pintura al fresco de los antiguos. En la
Sainte Chapelle, de París, es donde quizá se percibe más
claramente el sentido de este arte. Aquí casi se diría que la
piedra desaparece ante la luminosidad de los cristales. En
contraposición al fresco, cuadro que, por decirlo asi, forma parte
integrante de la pared y cuyos colores hacen el efecto de la materia,
vemos aquí los colores cernerse en el espacio, como los sonidos del
órgano, sin estar adheridos a ninguna superficie, y las figuras
flotar libremente en el infinito. Comparemos con el espíritu
fáustico de estas naves catedralicias—altas bóvedas, casi sin
muros, atravesadas por rayos de mil colores y dirigidas hacia el
altar mayor—el efecto que producen las construcciones cupulares de
la arquitectura árabe, es decir, bizantina y Cristiana-primitiva.
Aquí también la cúpula, flotando al parecer libremente
sobre la basílica o el octógono, significa la superación del
principio antiguo de la gravedad natural, que se manifiesta en la
relación de la columna con el arquitrabe. Aquí también el edificio
niega todo lo que sea corpóreo. No hay «exterior». Pero en cambio
el muro se cierra compacto, formando una cueva cuyas paredes no
atraviesan ni una mirada ni una esperanza.
Formas esféricas y poligonales,
compenetrándose y produciendo efectos de fantasmagoría; una carga
pesando en un Circuito de piedra que flota ingrávido sobre el suelo
y clausura herméticamente el interior; todas las líneas
arquitectónicas disimuladas; en la parte superior de la bóveda,
pequeños orificios por donde cae una luz incierta,
que acentúa inexorablemente la cerrazón de las paredes; asi se
presentan ante nuestros ojos las obras maestras de este arte, San
VitaIe de Rávena, Santa Sofía de Bizancio y la Cúpula de la Roca,
en Jerusalén, En lugar del relieve egipcio, con su técnica
perfectamente plana, atenta a evitar todo escorzo, que pudiera
sugerir la idea de la profundidad lateral; en lugar de las vidrieras
góticas que incorporan al interior el espacio cósmico, son aquí
los arabescos y los mosaicos centelleantes, con el tono dorado que
predomina en ellos, los que cubren todas las paredes y sumergen la
cueva en una luminosidad incierta y fabulosa, que en todo el arte
moro ha sido siempre tan seductora para los hombres del Norte.
11
Asi, pues, todo gran estilo tiene su
origen en la esencia del macrocosmos, en el símbolo primario de una
gran cultura.
Si comprendemos bien el sentido de la
palabra estilo, que no significa la existencia de una forma, sino la
historia de una forma, habremos de convenir en que las
manifestaciones artísticas de la humanidad primitiva, harto
fragmentarias y caóticas, no tienen ninguna relación con el estilo
asi concebido, con esa forma precisa y a la vez comprensiva que
realiza una evolución varias veces
secular. El arte de las grandes culturas, que actúa como unidad de
expresión y significación, es el que tiene estilo; pero entonces,
no sólo el arte tiene ya estilo.
En la historia orgánica de todo
estilo hay que distinguir lo que antecede, lo que sucede y lo que se
halla fuera del estilo. La «tabla del toro»—época de la primera
dinastía egipcia—no es aún «egipcia» [111]. Hasta la III
dinastía no tienen las obras estilo, y cuando lo adquieren
es de súbito y en forma muy precisa. Igualmente el arte carolingio
se halla «entre los estilos». Adviértese en él un tanteo, un
ensayo de muy diferentes formas, pero nada que tenga una expresión
íntimamente necesaria. El autor de la catedral de Aquisgrán «es
certero en el pensamiento y en la construcción, pero no en el
sentimiento» [112]. La iglesia de Santa María, en la fortaleza de
Wurtzburgo—hacia 700—encuentra su pareja en el San Jorge de
Salónica, La iglesia de Germigny des Prés—hacia 800-, con su
cúpula y sus arcos de herradura, es casi una mezquita. Los años
entre 850 y 950 constituyen una laguna en todo el Occidente. Asimismo
el arte ruso se halla aún hoy «entre los estilos». A la primitiva
edificación en madera, con tejados de pabellón picudos y
octogonales, que se extiende de Noruega hasta la Manchuria, vienen
luego a añadirse motivos bizantinos que penetran por el Danubio y
motivos armenio-persas que entran por el Cáucaso. Se siente muy bien
que hay cierta afinidad electiva entre el alma rusa y el alma mágica.
Pero el símbolo primario del alma
rusa, la planicie infinita [113], no ha encontrado todavía ni en lo
religioso ni en lo arquitectónico su expresión adecuada. El tejado
de las iglesias, semejante a una colina, apenas se destaca sobre el
paisaje. En él descansan las flechas puntiagudas, con los
«kokoschnicks» [114] para ocultar y anular la tendencia vertical.
Ni se encumbran como las torres góticas, ni cubren el
conjunto como las cúpulas de las mezquitas. Más bien diríase
que «descansan», acentuando así la horizontalidad del edificio,
que quiere ser visto exclusivamente desde fuera. En 1670 el Sínodo
prohibió los tejados de pabellón y prescribió el uso de la cúpula
bulliforme ortodoxa; pero entonces las pesadas cúpulas fueron
colocadas sobre finos cilindros que «descansan» en el plano del
tejado y que pueden ser tan numerosos como se quiera [115]. Esto no
es todavía un estilo, pero sí la promesa de un estilo, que
despertará a la vida cuando nazca la religión propiamente rusa.
En el Occidente fáustico surgió el
estilo poco antes del año 1000. El románico se formó de golpe. En
lugar de la planta insegura y la distribución confusa del interior,
aparece súbitamente un severo
dinamismo del espacio. Desde un
principio, el exterior y el interior del edificio mantienen una
relación fija; de manera que las paredes se impregnan de
significación como en ninguna otra cultura. Desde un principio
queda precisado el sentido de las ventanas y de las torres.
La forma está ya irrevocablemente
dada; sólo falta la evolución.
El estilo egipcio comienza con un
acto creador de igual inconsciencia y gravedad simbólica. El
símbolo primario del camino aparece súbitamente al comenzar la IV
dinastía
—2930 antes de J. C.-. En el alma
egipcia, la experiencia Íntima de la profundidad, que da forma al
mundo, recibe su contenido del factor mismo de la dirección. La
profundidad del espacio, como tiempo solidificado, la lejanía, la
muerte, el sino, dominan toda la expresión. Las dimensiones de la
longitud y la latitud, elementos de la sensación, se convierten en
superficie concomitante, que estrecha y prescribe la, senda del sino.
También súbitamente aparece, al principio de la V dinastía [116],
el bajorrelieve egipcio, que está hecho para ser visto de cerca y
que, por su ordenación en serie, obliga al espectador a pasar por
delante de los muros siguiendo la dirección prescrita. Luego vienen
las calles de esfinges y estatuas, los templos de rocas y terrazas,
que acentúan continuamente la única lejanía conocida por el mundo
egipcio, la lejanía de la tumba, la muerte. Y es de notar que desde
los primeros tiempos, las columnatas están dispuestas de manera que,
por el diámetro y la distancia de sus enormes bloques, oculten toda
perspectiva lateral. Este es un fenómeno que no se repite en ninguna
otra arquitectura.
La grandeza de este estilo nos parece a
nosotros rígida e invariable, y en efecto, el arte egipcio se halla
situado más allá de la pasión que busca, que teme, y que da así a
cada elemento subordinado una incesante movilidad personal en el
curso de los siglos. Pero seguramente el estilo fáustico—que forma
también una unidad desde el románico primitivo hasta el rococó y
el imperio—, con su inquietud, con su continuo buscar otra cosa,
le hubiera parecido al egipcio mucho más uniforme de lo que nos
figuramos. No olvidemos que, según nuestro concepto del estilo, el
románico, el gótico, el renacimiento, el barroco, el rococó,
constituyen estadios de uno y el mismo estilo. Nosotros,
naturalmente, advertimos sobre todo lo que cambia; pero los ojos de
otros hombres, de distinto tipo, advertirán lo que permanece
idéntico. Existen innumerables reconstrucciones de obras románicas
en estilo barroco y de obras góticas en estilo rococó, y no nos
chocan por nada. El renacimiento nórdico tiene una profunda unidad
interior, e igualmente la tiene el arte campesino, en donde el gótico
y el barroco se han identificado por completo. En las calles de las
viejas ciudades podemos ver fachadas y tejados que combinan y
armonizan todas las variantes del estilo occidental. En muchos casos
resulta imposible distinguir el románico del gótico, el
renacimiento del barroco, el barroco del rococó. Todo esto demuestra
que «el aire de familia» entre las varias fases de un mismo estilo
es mucho mayor de lo que creen los individuos de las culturas
respectivas.
El estilo egipcio es puramente
arquitectónico hasta la total extinción del alma egipcia. Es el
único a quien le falta, junto a la arquitectura, una ornamentación
decorativa. No admite digresión hacia las artes de entretenimiento,
ni tablas pintadas, ni bustos, ni música profana. En la antigüedad,
cuando se llega al Jónico, el centro de gravedad de la creación
artística pasa de la arquitectura a una escultura independiente. En
Occidente, cuando se llega al barroco, el predominio artístico lo
adquiere la música, cuyo idioma de formas invade toda la
arquitectura del siglo XVIII. En la cultura árabe, el arabesco,
desde Justiniano y el rey persa Chosru Nuschirwan, deshace todas las
formas de la arquitectura, de la pintura, De la plástica, para
convertirlas en impresiones de un estilo que hoy podríamos llamar
«arte industrial». En cambio, en Egipto, el predominio de la
arquitectura no sufre menoscabo alguno.
Lo único que hace el arte
arquitectónico es dulcificar su lenguaje. En las salas de los
templos-pirámides de la IV dinastía (pirámide de Chefren), los
pilares, de agudas aristas,
carecen de toda decoración. En los
edificios de la V dinastía (pirámide de Sahu-ré) aparece ya la
columna de formas vegetales. Sobre el suelo de alabastro translúcido,
que representa el agua, crecen gigantescos haces de lotos y
papiros de piedra, rodeados de paredes purpúreas. El techo está
decorado con pájaros y estrellas. El camino sagrado, imagen de la
vida, que va desde la puerta hasta la cámara mortuoria, es un río,
es el Nilo mismo, que se identifica con el símbolo primario de la
dirección. El espíritu del paisaje materno se une con el alma
engendrada por él. En China, en lugar del poderoso pílono, que con
su estrecha puerta parece amenazar al que se acerca, aparece «la
tapia de los espíritus» (yin-pi) que oculta la entrada. El chino se
desliza en la vida, y sigue luego, con paso leve, el tao de la senda.
El valle del Nilo, comparado con las llanuras onduladas de Hoangho,
es lo mismo que el camino del templo, entre bloques de
piedra, comparado con las veredas serpenteantes de los Jardines
chinos. De igual manera la existencia euclidiana de la cultura
antigua se halla en una misteriosa relación con las innumerables
islas y promontorios del mar Egeo, como también la pasión del alma
occidental, bogando siempre en el infinito, con las amplías llanuras
de Franconia, de Borgoña y de Sajonia.
12
El estilo egipcio es la expresión de
un alma valiente. Su rigor y su gravedad no fueron nunca sentidos ni
acentuados por los egipcios mismos. El egipcio lo osaba todo, pero
sin decirlo. En cambio, en el gótico y en el barroco el motivo
consciente del lenguaje de formas es siempre la superación del
peso. El drama de Shakespeare habla de las luchas
desesperadas que la voluntad riñe con el mundo. El hombre antiguo
era débil, frente a las
«potencias». Según Aristóteles, el
efecto que la tragedia ática se proponía producir era la catharsis
de terror y compasión, el aliento del alma apolínea en el momento
de la peripecia. Cuando el griego tenía ante los ojos el espectáculo
de un personaje, a quien él conocía— pues todos conocían el mito
y sus héroes, y todos vivían en él--, pisoteado absurdamente por
el destino, sin que fuera imaginable una resistencia a las potencias,
y sin embargo pereciendo heroico, retador, en magnifica actitud,
verificábase en su alma apolínea una maravillosa elevación. Si la
vida carecía de valor, en cambio el grandioso ademán con que el
héroe la pierde encerraba un valor supremo. El griego no quería, no
osaba hacer; pero sentía una fascinadora belleza en el padecer. La
figura del paciente Ulises y, en mucho más alto grado aún, el
modelo del hombre griego, Aquiles, dan testimonio de ello. La moral
de los cínicos, de los estoicos, de Epicuro; el ideal
helénico de la sofrosyne y ataraxia; Diógenes en su tinaja
rindiendo homenaje a la yevrÛa [117], todo esto es pereza
disfrazada, aversión a lo difícil, a las responsabilidades. ¡Cuan
distinto el orgullo del alma egipcia! El hombre apolíneo, en
realidad, vuelve la espalda a la vida hasta llegar al suicidio, que
sólo en esta cultura—si por otra parte prescindimos del ideal
indio, próximo pariente del antiguo—adquiere el valor de una
acción altamente moral que se verificaba con la
solemnidad de un símbolo sagrado.
La embriaguez dionisiaca no deja de ser bastante sospechosa,
acaso fuera destinada a ahogar con sus gritos la voz de algo que en
el alma egipcia no resonó jamás. Por eso es esta cultura la cultura
de lo pequeño, de lo leve, de lo sencillo. Su técnica es, comparada
con la egipcia y babilónica, una ingeniosa nada [118]. Su ornamento
es escaso de invención como ningún otro. Los distintos tipos de
situaciones y actitudes que nos ofrece su plástica pueden contarse
con los dedos. El estilo dórico es notablemente pobre de formas,
aunque al principio de su evolución debió serlo algo menos que
después. Por eso todo en él se reduce a proporciones y masa [119].
Y aun en esto ¡qué habilidad para soslayar! La arquitectura
griega, con su exacto equilibrio entre peso y soporte, con su
característica pequeñez de proporciones, produce la impresión de
que continuamente está rehuyendo los difíciles problemas
arquitectónicos que, en el Nilo, y más tarde en el Norte de Europa,
se buscaban en cambio con una especie de obscuro sentido del deber y
que el periodo miceniano conoció y afrontó seguramente. El egipcio
amaba la piedra dura de los enormes edificios; la severidad de su
conciencia le hacía buscar siempre los problemas más difíciles. El
griego eludía las dificultades. La arquitectura al principio se
propuso problemas pequeños y luego no avanzó más. Si la comparamos
con el conjunto de la arquitectura egipcia, mejicana, o incluso
occidental, es de admirar la insignificancia de su evolución
estilística. Unas pocas variantes del templo dórico bastan para
agotarla, y la invención del capitel corintio (hacia 400) señala
el momento de su término. Todo lo que viene después es combinación
de los elementos que ya existían.
Así se constituyeron ciertos tipos de
formas y de estilos que eran fijos y casi corpóreos. Podía elegirse
entre ellos, pero no era licito rebasar sus limites estrictos.
Hacerlo hubiera sido, en cierto modo, reconocer un espacio infinito
de posibilidades. Había tres órdenes de columnas, y, para cada uno,
una determinada estructura del arquitrabe. La sucesión del triglifos
y metopas daba lugar a un conflicto en las esquinas, conflicto que
ya estudió Vitruvio. Para remediarlo se achicaron los últimos
intercolumnios; pero a nadie se le ocurrió inventar nuevas
formas con el objeto de vencer esta dificultad. Si se
quería aumentar las proporciones, se aumentaba simplemente el
número de los elementos, poniéndolos unos junto a otros, o unos
sobre otros, o unos detrás de otros. El Coliseo consta de tres
anillos, el didimeo de Mileto tiene tres columnatas en el
frontispicio, el friso de las gigantes de Pérgamo una serie
indefinida de motivos sin transición de uno a otro. Y lo mismo
sucede en los géneros de la prosa y en los tipos de la poesía
lírica, de la narración y de la tragedia. Se reduce al mínimo
el esfuerzo necesario para disponer la forma fundamental; y la
fuerza creadora del artista se aplica casi exclusivamente a las
finezas del detalle. Es ésta una pura estática de los géneros, que
constituye la más radical oposición a la dinámica del alma
fáustica, que engendra de continuo nuevos tipos y nuevas formas.
13
Ahora ya es posible abarcar con la
mirada el organismo de los grandes estilos que se desenvuelven en la
historia. El primero que percibió este aspecto fue también Goethe.
Dice en su «Winckelmann», hablando de Velleio Patérculo: «Desde
su punto de vista, no le era
dado considerar el arte como un ser
vivo (zÇon) que por necesidad ha de tener un origen imperceptible,
un lento crecimiento, un momento brillante de plenitud, una
decadencia gradual, como cualquier otro ser orgánico, aunque esta
evolución está representada aquí por diferentes individuos.»
Esta frase contiene ya toda la
morfología de la historia del arte. Los estilos no se suceden unos a
otros como las olas del mar o las pulsaciones de las arterias. No
tienen nada que ver con la personalidad de los artistas, con su
voluntad y su conciencia. Por el contrario, el estilo es el que crea
el tipo del artista. El estilo es, como la cultura, un protofenómeno,
en el sentido de Goethe, ya sea el estilo de las artes, de las
religiones, de los pensamientos o el estilo de la vida misma.
Así como la «naturaleza» es una
experiencia intima del hombre vigilante, su alter ego y reflejo en el
mundo que le rodea, así también el estilo. Por eso en el conjunto
histórico de una cultura no puede haber más que un estilo, el
estilo propio de esa cultura. Ha sido un error el considerar como
estilos diferentes las simples fases de un mismo estilo—el
románico, el gótico, el barroco, el rococó, el imperio—y
equipararlas a unidades de muy distinto valor, como el estilo
egipcio, el chino o incluso un estilo «prehistórico». El gótico y
el barroco son la juventud y la vejez de un mismo plantel de formas.
Aquél es el estilo occidental cuando empieza a madurar; éste cuando
ya está maduro. A la historia del arte le ha faltado en este
punto la distancia, la independencia y la buena voluntad
para la abstracción. La historia del arte ha salido cómodamente
del paso dando el nombre de
«estilos» a todos los grupos de
formas, sin distinción, que tienen un acento común y
ordenándolos luego en serie. No es necesario decir que el esquema:
Edad antigua, Edad media, Edad moderna, ha contribuido no poco a
obscurecer el problema. En realidad, una obra maestra del puro
Renacimiento, como el patio de Palazzo Farnese, está infinitamente
más cerca del porche de San Patroclo en Soest, del interior de la
catedral de Magdeburgo y de las cajas de escalera de los castillos
alemanes del siglo XVIII que del templo de Poestum o del Erecteion. Y
la misma relación hay entre el dórico y el jónico. Por eso la
columna jónica, unida a las formas arquitectónicas del dórico,
produce un conjunto tan perfecto como el gótico posterior unido al
barroco primitivo —San Lorenzo de Nuremberg—o el románico
posterior unido al barroco posterior—la bellísima parte alta del
lado oeste del coro de Maguncia—. Por eso nuestros ojos no han
aprendido todavía a distinguir perfectamente, en el estilo egipcio,
los elementos del Antiguo Imperio que «corresponden» a la época
juvenil, al período «dórico-gótico», y los elementos del
Imperio Medio que
«corresponden» a la época senil,
al período «jónico-barroco». En efecto, desde la XII
dinastía ambos grupos de elementos se
funden, con perfecta armonía, en el lenguaje de formas de todas las
grandes obras.
A la historia del arte le incumbe el
problema de escribir las biografías comparativas de los grandes
estilos. Todos los estilos, como que son organismos de la misma
especie, tienen una vida de estructura similar.
Al principio aparece la expresión
tímida, humilde, pura, de un alma que acaba de despertar a la vida,
de un alma que todavía busca una relación fija con el mundo, pues
el mundo, aunque creación del alma, es todavía para ella algo
extraño. En los edificios del obispo Bernward, de Hildesheim, en
las pinturas cristianas de las catacumbas, en las salas de
pilastras de la IV dinastía se nota
aún cierta terror infantil. Sobre el paisaje se cierne un aura
precursora de la primavera artística, un hondo vislumbre de
ricas formas futuras, una poderosa tensión contenida. La
tierra, dedicada todavía por completo a la agricultura,
empieza a adornarse con los primeros castillos y pequeñas
ciudades. Luego viene la jubilosa ascensión al gótico primitivo,
al arte constantiniano, con sus basílicas de columnas y sus iglesias
cupulares, al templo de la V dinastía, con su decoración de
relieves. Ahora ya tienen los hombres una concepción de la realidad.
Extiéndese por doquiera el brillo de un lenguaje de formas sagrado,
perfectamente dominado; el estilo llega a la madurez de un simbolismo
mayestático, que es la expresión integra de la dirección en la
profundidad y del sino. Pero la embriaguez juvenil toca a su término.
Del alma misma brota la contradicción. El Renacimiento; la
hostilidad dionisiaco-musical contra la plástica apolínea; el
estilo de Bizancio, en 430, que busca sus modelos en Alejandría y se
opone al arte alegre e indolente de Antioquía, todos estos
movimientos significan un instante de sublevación, el deseo—
logrado o no—de destruir todo lo que se había conseguido crear.
Pero dejemos para otro lugar la dificilísima interpretación de
estos aspectos.
Empieza ahora a manifestarse la
edad viril en la historia del estilo. La cultura se ha
convertido en el espíritu de las grandes ciudades que ya dominan el
paisaje. La cultura perespiritualiza también el estilo. El
simbolismo sublime palidece.
La impetuosidad de las formas
sobrehumanas llega a su término. Otras artes más suaves y mundanas
se substituyen al gran arte de la piedra; aun en Egipto la plástica
y el fresco se atreven a moverse con alguna mayor ligereza. Aparece
el artista, que ahora «bosqueja» lo que hasta entonces había
brotado del suelo mismo. Por segunda vez, la existencia, que ha
logrado adquirir consciencia de sí misma y desprenderse de los
elementos rurales, de los ensueños místicos, se toma
problemática y lucha por hallar la expresión de su nuevo
destino.
Es ésta la época del barroco
incipiente, en que Miguel Ángel, lleno de salvaje descontento y
luchando por vencer los obstáculos de su arte, levanta al cielo la
cúpula de San Pedro. Es la época de Justiniano I, en que, desde
520, se construyen Santa Sofía y las basílicas de Rávena, con su
decoración de mosaicos. Es la época de la XII dinastía
egipcia, cuyo florecimiento compendiaron los griegos en el nombre de
Sesostris. Es la época del año 600, en Grecia, en donde Esquilo,
mucho más tarde, nos indica lo que, en esa época decisiva, una
arquitectura griega hubiera podido y debido expresar.
Llega luego el luminoso otoño del
estilo. Por segunda vez, el estilo revela la dicha de un alma,
consciente de su última perfección. El «retorno a la naturaleza»,
que los pensadores y los poetas, Rousseau, Gorgias y los
«correspondientes» de las demás culturas sienten y anuncian como
inminente necesidad, se manifiesta, en el mundo de las formas
artísticas, como un anhelo sensitivo y un vislumbre del final. Es
ésta una época de espiritualidad clara, de urbanidad sonriente, no
sin la melancolía de una despedida. De estos últimos decenios de la
cultura, tan llenos de color, dijo más tarde Talleyrand: «Quí n'a,
pas vécu avant 1789, ne connait pas la douceur de vivre.» (Quien no
haya vivido antes de 1789 no conoce la dulzura de vivir.) Así es el
arte libre, soleado, refinado de Sesostris III (hacia
1850). Así son esos breves momentos
colmados de ventura, que vieron, bajo Perícles, alzarse la
magnificencia abigarrada del Acrópolis y las obras de Fidias
y Zeuxis. Un
milenio después volvemos a encontrar
momentos semejantes en la época de los Omeyas, en aquel mundo alegre
y fabuloso de los monumentos moros, con sus frágiles columnas y sus
arcos de herradura, que entre los fulgores de arabescos y
estalactitas parecen deshacerse en el aire. Y otra vez resurgen esos
instantes felices, mil años después, en la música de Haydn y de
Mozart, en los grupos pastoriles de las porcelanas de Meissner, en
los cuadros de Watteau y de Guardi, en las obras de los arquitectos
alemanes de Dresde, de Potsdam, de Wurtzburgo y de Viena.
Y por último se extingue el estilo. AI
lenguaje de formas que hablan el Erecteion y el torreón de Dresde,
lenguaje hasta tal punto espiritualizado y frágil, que casi
llega a convertirse en la negación de si mismo, sigue un
clasicismo senil, sin brillo, tanto en las grandes ciudades de la
época helenística, como en Bizancio, hacia 900, y como en el
Imperio napoleónico.
El arte muere en un crepúsculo
de formas vacuas, heredadas, reanimadas por breves instantes
merced a interpretaciones arcaicas o a combinaciones eclécticas. La
seriedad y la autenticidad de los artistas resulta entonces bastante
problemática.
En esta situación nos hallamos hoy.
Nuestro arte actual es un largo juego de formas muertas en las que
querríamos mantener la ilusión de un arte vivo.
14
Sólo cuando hayamos comprendido cuan
falsa y engañosa es esa «máscara de antigüedad», bajo la cual se
oculta el oriente joven, durante la época imperial—máscara
formada por un sinnúmero de actividades artísticas que estaban
hacía ya tiempo interiormente muertas, pero que seguían
propagándose en repeticiones arcaizantes o en caprichosas mezclas de
motivos propios y ajenos—; sólo cuando hayamos reconocido en el
arte cristiano primitivo y en todas las formas realmente vivas de las
postrimerías romanas la primera edad del estilo árabe; sólo cuando
hayamos encontrado en la época de Justiniano I el correlato exacto
del barroco hispano-veneciano tal como dominó en Europa bajo
los grandes Habsburgos, Carlos V y Felipe II; sólo cuando hayamos
descubierto en los palacios de Bizancio con sus formidables cuadros
de batallas y sus escenas de pomposa ostentación—cuya
magnificencia pretérita celebran, en versos y discursos
ampulosos, literatos cortesanos como Procopio de Cesárea—el
correlato de los palacios barrocos primitivos de Madrid, Venecia y
Roma, y de los gigantescos cuadros decorativos de Rubens y Tintoreto,
sólo entonces adquirirá forma el fenómeno del arte árabe,
que nunca hasta ahora ha sido concebido como unidad y que llena
todo el siglo I de nuestra era. Mas como se halla situado en un lugar
decisivo, dentro del cuadro de la historia general del arte, por eso
el error, hasta ahora dominante, ha impedido el conocimiento de las
conexiones orgánicas [120].
¡Qué admirable y—para quien haya
aprendido aquí a ver cosas desconocidas—qué conmovedor
espectáculo el de ese alma joven que, presa en las cadenas de la
civilización antigua y dominada, sobre todo, por las impresiones de
la omnipotencia política romana, no se atreve a levantar la frente y
se somete humilde a viejas y extrañas formas, intentando acomodarse
al idioma griego, a las ideas griegas, a los motivos artísticos de
Grecia! La fervorosa adhesión a las potencias del nuevo sol
naciente, que caracteriza la Juventud de toda cultura; la humildad
del hombre gótico bajo sus piadosas bóvedas, entre sus estatuas,
sus pilares y sus lucientes vidrieras de colores; la alta tensión
del alma egipcia en medio de su mundo de pirámides, de columnas, de
relieves, de salas, todo eso se mezcla aquí con una adoración
espiritual de formas ya muertas, pero que eran consideradas como
eternas. Sin embargo, no fue posible acogerlas y desenvolverlas
nuevamente. Sin quererlo, sin notarlo, sin el orgullo del gótico,
satisfecho de sí mismo, sino más bien sintiendo y deplorando lo
propio como una decadencia, desenvuélvese en la Siria de la época
imperial un mundo nuevo de formas, un conjunto cerrado y completo
que—bajo la máscara de costumbres arquitectónicas
greco-romanas—transfunde su espíritu a la misma Roma, adonde
fueron maestros sirios a edificar el Panteón y los foros imperiales.
Esto revela, mejor que cualquier otro ejemplo, la fuerza primigenia
de un alma Joven que tiene aún que conquistar su propio mundo.
Como toda época primitiva, ésta
también intenta cifrar la expresión de su alma en una nueva
ornamentación y, sobre todo, en lo que constituye la cúspide de
toda ornamentación, en una arquitectura religiosa. Pero de este
riquísimo mundo de formas no se ha estudiado, hasta hace poco, mas
que la parte occidental, que ha sido considerada, por lo tanto, como
la cuna y asiento de la historia del estilo mágico. Y, sin embargo,
tanto en arte como en religión, en ciencia y en vida social y
política, sólo llegaron a Occidente las irradiaciones que pudieron
atravesar los límites orientales del imperio romano [121]. Riegel
[122] y Strzygwoski [123] lo han visto bien. Mas para obtener un
cuadro completo de la evolución del arte árabe es preciso
igualmente librarse de los prejuicios filológicos y religiosos. Por
desgracia, la historia del arte, aunque ya no reconoce límites
religiosos, sigue inconscientemente partiendo de ellos. No existe
arte antiguo decadente, ni arte cristiano primitivo, ni arte
islamita, en el sentido de que la comunidad de los fieles haya
formado en su seno un estilo propio.
Más bien podríamos decir que el
conjunto de todas esas religiones, desde Armenia hasta Arabia del Sur
y Axum, y desde Persia hasta Bizancio y Alejandría, manifiesta una
notable unidad en la expresión artística, a pesar de las
diferencias de detalle [124]. Todas esas religiones, la cristiana,
la judía, la persa, la maniquea, la sincretística [125],
poseían edificios para el culto y, por lo menos, un ornamento de
primer orden: la escritura. Por muy diferentes que sean sus
doctrinas, en los pormenores, sin embargo, una religiosidad muy
semejante las anima a todas y encuentra su expresión en una
experiencia íntima de la profundidad, también muy semejante, con
el simbolismo del espacio que de aquí se deriva.
Las basílicas de los cristianos, de
los judíos helenísticos y de los sectarios de Baal, los santuarios
de Mitra, los templos mazdeítas del Fuego y las mezquitas revelan
todos un mismo espíritu que podríamos llamar el sentimiento de la
cueva.
La investigación histórica debe
seriamente estudiar la arquitectura de los templos de Arabia
meridional y de Persia, de las sinagogas sirias y mesopotámicas, de
los santuarios del Asia menor oriental e incluso de Abisinia [126].
Hasta hoy esta arquitectura ha sido totalmente descuidada. El
estudio de las iglesias cristianas no debe limitarse a las
del Occidente pauliniano; debe abarcar también las del Oriente
nestoriano, desde el Eufrates hasta China, en donde las viejas
relaciones las llamaban muy significativamente «templos pérsicos».
La causa de que todos esos edificios permanezcan hoy casi enteramente
desconocidos puede muy bien consistir en el hecho de que, al penetrar
primero el cristianismo y luego el Islam en aquellas comarcas, los
viejos santuarios fueron afectos a las nuevas religiones, sin que la
disposición y el estilo de las construcciones apareciesen en
contradicción con el nuevo culto. Tratándose de templos
«antiguos», estos cambios se reconocen muy bien. Pero
¿cuántas iglesias armenias no habrán
sido antes templos del Fuego?.
El centro artístico de esta cultura se
halla, como Strzygowsk ha visto bien, en el triángulo formado por
las ciudades de Edessa, Nisibis y Amida. Desde aquí hacia el Oeste
predomina la pseudomórfosis [127] de la «Antigüedad decadente»,
ésto es, el cristianismo pauliniano, vencedor en los concilios de
Efeso y Calcedón [128] y establecido en Roma y Bizancio, el judaísmo
occidental y el culto del sincretismo. El tipo arquitectónico de la
pseudomórfosis es la basílica, incluso para los judíos y los
paganos [129]. La basílica emplea los recursos arquitectónicos de
la Antigüedad; no puede substraerse a ellos; pero le sirven para
expresar lo contrario Justamente. Esta es la esencia—y también la
tragedia—de la pseudomórfosis.
Cuanto más avanza el sincretismo
«antiguo» en su tendencia a separarse del localismo euclidiano, del
culto adherido a un lugar fijo, para convertirse en una comunidad de
fíeles, que profesa [130] el culto, sin necesidad de que éste se
verifique en un lugar determinado, tanta mayor importancia va
adquiriendo el interior del templo, a expensas de la parte
exterior, sin que haga falta cambiar notablemente la planta del
edificio, el orden de las columnas y el tejado. El sentimiento del
espacio se transforma; pero—por de pronto—los medios expresivos
siguen siendo los mismos. En la arquitectura religiosa pagana de la
época imperial, se verifica una evolución bien perceptible, aunque
hoy todavía desatendida, que partiendo de la época de Augusto, esto
es, del templo como bloque, cuya cela tiene el sentido arquitectónico
de la nada, llega a un tipo de templo, en el cual sólo el interior
posee significación. Finalmente, el aspecto exterior del perípteros
dórico se traslada a los cuatro muros interiores. La columnata,
delante del muro, sin ventanas, anula el espacio que queda detrás;
pero lo anula allá para el espectador que está fuera, y acá para
los fieles que están dentro. Ante esto, resulta de escasa
importancia el hecho de que el espacio esté cubierto en su
totalidad, como sucede en la basílica propiamente dicha, o sólo en
la parte del Sancta Sanctorum, como sucede en el templo del Sol, de
Balbeck, con su grandioso patio delantero [131] que más tarde habrá
de constituir un elemento esencial de la mezquita y que quizá tenga
su origen en la Arabia meridional [132]. La nave central de la
basílica tiene el sentido del patio primitivo con sus pórticos,
como lo demuestran no sólo la evolución peculiar del tipo
basilical en la estepa de la Siria oriental, sobre todo en
Hauran, sino también la distribución del edificio en vestíbulo,
nave y altar, siendo asi que el altar, que es el templo propiamente
dicho, está más alto y unido al piso por unos escalones, y que
las naves laterales, que representan los primitivos pórticos
del patio, terminan en un muro, y únicamente la nave central
remata en el ábside. En San Pablo, de Roma, se ve claramente este
sentido primitivo de la estructura basilical, y, sin embargo, la
pseudomórfosis—la
inversión del templo «antiguo»—es
la que ha determinado la elección de los recursos expresivos:
columna y arquitrabe. La reconstrucción cristiana del templo de
Afrodisia, en Caria, es verdaderamente simbólica en este sentido; en
efecto, se suprimió la cela dentro de la columnata, pero en cambio
por fuera se levantó un nuevo muro [133].
Pero en las comarcas no sometidas al
influjo de la pseudomórfosis el sentimiento de la cueva pudo
desenvolver libremente su propio lenguaje de formas. Aquí se
acentúa, pues, la cubierta del edificio, mientras que en la región
occidental la protesta contra el sentimiento
«antiguo» se limita a subrayar el
valor del «interior», ¿Cuándo y dónde tuvo lugar la invención
técnica de las diferentes posibilidades: bóveda, cúpula,
plintos redondos, bóvedas por arista? Ya hemos dicho que esto no
tiene importancia. Lo decisivo es que, hacia la época del nacimiento
de Jesucristo, al tomar vuelo el nuevo sentimiento cósmico, debe de
haber comenzado el nuevo simbolismo del espacio a emplear esas formas
y a desarrollarlas en el sentido de la expresión. Quizá pueda
demostrarse que los templos del Fuego y las sinagogas de Mesopotamia
fueron cupulares y acaso también los templos de Attar en Arabia
meridional [134].
Seguramente lo fue el templo pagano de
Marnion en Gaza.
Mucho antes de que, en el reinado de
Constantino, el cristianismo pauliniano se hubiese apoderado de esas
formas, hubo ya arquitectos de origen oriental que las propagaron por
todas las regiones del Imperio, en donde producían un encanto
singular para el gusto de las grandes ciudades. Apolodoro de
Damasco, en tiempos de Trajano, las empleó en el abovedado
del templo de Venus y Roma. Sirios fueron los arquitectos que
edificaron las cúpulas de las Termas de Caracalla y la Minerva
médica, construida en el reinado de Galeno. Pero la obra maestra,
la mas antigua mezquita del mundo, es la reconstrucción del Panteón
por Adriano, quien seguramente, siguiendo su gusto personal, quiso
imitar los santuarios que había visto en Oriente [135].
La cúpula central, en la cual el
sentimiento cósmico del alma mágica alcanza su más pura expresión,
se desarrolló más allá de las fronteras romanas. Fue la única
forma que, desde Armenia hasta China, propagaron los
nestorianos, y con estos los maniqueos y los mazdeítas. Pero
con la caída de la pseudomórfosis y la desaparición de los últimos
cultos sincretísticos, la cúpula penetró también en la basílica
occidental.
En el Mediodía francés, en donde
había sectas maniqueas aun en la época de las Cruzadas, la forma
oriental vivió una vida próspera. Bajo Justiniano se llevó a cabo
en Bizancio y Rávena la fusión de ambas en el tipo de la
basílica cupular. La basílica pura quedó confinada en el
Occidente germánico, donde más tarde la energía del impulso
fáustico la transformó en catedral. La basílica cupular se
extendió desde Bizancio y Armenia hasta Rusia, en donde lentamente
fue de nuevo concebida en el sentido de la exterioridad,
concentrándose su simbolismo en la figura del tejado. Pero en el
mundo árabe, fue el Islam, heredero del cristianismo monofisita y
nestoriano, sucesor de los judíos y de los persas, el que llevó a
su término la evolución del tipo. Cuando el Islam convirtió Santa
Sofía en mezquita, no hizo otra cosa que recobrar una vieja
propiedad- La cúpula islámica llegó
hasta Chantung y la India, siguiendo el
mismo camino que antes siguiera la mazdeíta y la nestoriana. En el
occidente lejano, en España y en Sicilia, se construyeron mezquitas,
más semejantes, según parece, al estilo arameo oriental y pérsico
que al arameo occidental y sirio. Y mientras Venecia buscaba su
inspiración en Bizancio y Rávena (San Marcos), Florencia y las
ciudades italianas de la costa occidental comenzaron, desde la época
floreciente de la dominación normanda de los Staufen en Palermo, a
admirar y a imitar esos edificios moros. De aquí proceden
bastantes motivos que el Renacimiento creyó
«antiguos», como, por ejemplo, el
patio con pórticos y la unión del arco con la columna.
Lo mismo que tenemos dicho de la
arquitectura puede decirse, y aun en más alto grado, del decorado.
El decorado, en el mundo árabe, superó muy pronto y absorbió por
completo toda la plástica. El arte del arabesco ejerció luego un
encanto seductor sobre la voluntad artística del Occidente joven.
El arte de la pseudomórfosis, que es
el arte cristiano naciente, o antiguo decadente, presenta en la
ornamentación y en las figuras la misma mezcla de elementos extraños
heredados y de elementos propios recién nacidos que el arte
carolíngio prerrománico, sobre todo en el Mediodía de Francia
y en el Norte de Italia. En el arte pseudomórfíco se
mezcla lo helenístico con elementos mágicos primitivos; en el arte
carolingio se mezcla lo bizantino y moro con elementos fáusticos. El
investigador ha de ir estudiando el sentimiento de la forma línea
por línea y ornamento por ornamento, para distinguir las dos capas.
En cada arquitrabe, en cada friso, en cada capitel se descubre una
secreta lucha entre los motivos viejos, intencionados, y los nuevos,
involuntarios, pero vencedores.
En todas partes nos desconcierta
esa intersección de dos sentimientos de la forma, el
helenístico decadente y el arábigo naciente: en los bustos romanos,
en los cuales muchas veces sólo el modo de tratar la cabellera
pertenece a la nueva manera de expresarse; en las hojas de acanto, a
veces de uno y el mismo friso, en donde la labor del cincel y la del
taladro aparecen juntas; en los sarcófagos del siglo ni, en donde
una emoción infantil, a la manera de Giotto y Pisano, se entrecruza
con cierto naturalismo, típico de las grandes urbes,
característico de las postrimerías, que hace pensar en David,
por ejemplo, o en Carstens; en los edificios, como la basílica de
Maxencio y algunas partes de las Termas y de los foros imperiales,
que revelan todavía un sentido muy típicamente «antiguo».
A pesar de todo, el alma árabe no pudo
dar todas sus flores y todos sus frutos. Fue como un árbol joven al
que un viejo tronco derribado, en el bosque, impide crecer y
robustecerse. No encontramos aquí una de esas épocas luminosas, que
son como tales vívidas y sentidas, una época semejante a la de las
Cruzadas, cuando los tejados de madera que cubrían las iglesias se
convirtieron en bóvedas por arista, realizando en su profundidad
interior la idea de] espacio infinito. La creación política de
Diocleciano—primer califa—perdió gran parte de su belleza por el
echo de que, hallándose el Imperio sobre el suelo «antiguo», no
tuvo más remedio que reconocer como dada la masa toda de las
costumbres administrativas romanas, lo cual redujo la obra a una
simple reforma de los viejos sistemas. Y, sin embargo, en Diocleciano
se manifiesta claramente la idea del Estado árabe. La fundación de
Diocleciano y la del Imperio sasánida, que es algo anterior y, en
todos los sentidos, el modelo de aquélla, nos permiten vislumbrar el
ideal que hubiera debido desenvolverse entonces. Y lo mismo en todo.
Hasta hoy se han admirado, como últimas creaciones de la Antigüedad,
una
porción de cosas que en efecto se
consideraban ellas a sí mismas como productos del alma antigua: el
pensamiento de Plotino y Marco Aurelio, los cultos de Isis, de
Mithra, del Sol, la matemática de Diofanto y todo el arte que
irradiaba en las fronteras orientales del Imperio romano y del cual
Antioquia y Alejandría eran sólo los puntos de apoyo. Así
únicamente se explica la inaudita vehemencia con que la cultura
árabe, manumitida al fin por el Islam, incluso en lo artístico,
se lanzó sobre las comarcas todas que ya interiormente le
pertenecían desde hacía varios siglos. Fue el gesto de un alma que
siente que no tiene tiempo que perder; de un alma que advierte
angustiada los primeros síntomas de la vejez antes de haber
tenido juventud. No hay nada comparable con esta liberación
de la humanidad mágica. En 634, conquista la Siria; dijérase más
bien que la redime. En 635, conquista Damasco. En 637, Ctesifon. En
641, llega a Egipto y a la India.
En 647, a Cartago. En 676, a
Samarkanda. En 710, a España.
Y en 732, los árabes están sobre
París. En la premura de esos pocos años se condensa toda la masa de
pasiones comprimidas, de esperanzas aplazadas, de hazañas diferidas
con que otras culturas, en lenta ascensión, hubieran llenado varios
siglos de historia. Los cruzados ante Jerusalén, los Hohenstaufen en
Sicilia, la Hansa en el Mar Báltico, los caballeros de la Orden en
el Este eslavo, los españoles en América, los portugueses en la
India oriental, el imperio de Carlos V, en el que no se ponía el
sol, los comienzos de la potencia colonial inglesa, bajo Cromwell,
todo esto se resume y compendia en un disparo único, que lanza a los
árabes hasta España, Francia, India y el Turquestán.
Es cierto; todas las culturas, con
excepción de la egipcia, de la mejicana y de la china, han crecido
bajo la tutela de las impresiones que recibieron de otras culturas
más viejas; en todos estos mundos de formas se descubren siempre
rasgos que pertenecen a otras culturas. El alma fáustica del gótico,
inclinada por el origen árabe del Cristianismo a venerar el arte
mágico, utilizó el rico tesoro del arte árabe posterior. Hay un
gótico netamente meridional y hasta me atrevería a decir un gótico
árabe, cuyos arabescos cubren las fachadas de las catedrales
borgoñonas y provenzales y envuelven en magia de piedra toda la
expresión exterior de la catedral de Estrasburgo. Ese gótico árabe
aparece por doquiera en las estatuas y las portadas, los tejidos, las
tallas y las labores de metal, en las figuras mismas, tan retorcidas,
del pensamiento escolástico, y en uno de los más altos símbolos
occidentales, la leyenda del santo Grial [136], sosteniendo una
callada lucha con el primitivo sentimiento nórdico de un gótico
Wikinger, que domina en el interior de la catedral de Magdeburgo, en
la torre de la de Friburgo y en la mística del maestro Eckart. El
arco gótico amenaza más de una vez con extender su línea y
transformarse en el arco de herradura, característico de las
construcciones morisco-normandas,
El arte apolíneo de la época dórica
primitiva, cuyos primeros ensayos han desaparecido casi por completo,
adoptó sin duda alguna numerosos motivos egipcios para elevarse con
ellos y por ellos a un simbolismo -propio. Sólo el alma mágica de
la pseudomórfosis no se atrevió a apropiarse los medios de la
antigüedad sin entregarse a ellos. Esto es lo que da a la fisonomía
del estilo árabe esa infinita riqueza de matices significativos.
15
Así, la idea del macrocosmos, que en
el tema del estilo se nos presenta más simplificada y accesible,
engendra una multitud de problemas, cuya solución queda
reservada para el futuro. Son innegablemente harto pobres los
ensayos hechos hasta hoy para concebir el mundo de las formas
artísticas en un sentido fisiognómico y simbólico, como vías por
donde penetrar en el alma de culturas enteras. No se conoce apenas la
psicología de las formas metafísicas que sirven de base a todas las
grandes arquitecturas. No tenemos idea de las conclusiones que pueden
obtenerse, estudiando los cambios de significación que sufren las
formas de la extensión pura, al pasar de una cultura a otra. Nadie
ha escrito todavía la historia de la columna. No hay idea de lo
profundo que es el simbolismo de los medios, de los instrumentos
artísticos.
Consideremos los mosaicos. En la época
griega se componían de pedacitos de mármol opaco, verdaderos
cuerpos euclidianos, y servían de adorno para el suelo, como vemos
en la famosa batalla de Alejandro, conservada en Nápoles. Pero al
despertar el alma árabe empezaron a hacerse de cristalitos sobre
fondo de esmalte dorado y se colocaron cubriendo las paredes y los
techos de las basílicas. Esta pintura de mosaico, arte arábigo
primitivo, procedente de Siria, «corresponde» exactamente por
su estadio a las vidrieras de las catedrales góticas. He
aquí dos artes primitivos, ambos al servicio de la
arquitectura religiosa: el uno amplifica el espacio interior de la
iglesia y, por efecto de la luz que deja entrar a raudales, lo
transforma en espacio cósmico; el otro cambia el interior de la
basílica en una esfera mágica cuyos dorados reflejos nos arrebatan
a la realidad terrenal y nos transportan a las visiones de PIotino,
de Orígenes, de los maniqueos, de los gnósticos, de los padres de
la Iglesia y de los poemas apocalípticos.
El suntuoso motivo, que consiste en
reunir el arco redondo con la columna, es igualmente una creación
Siria o quizá árabe del siglo III, siglo «correspondiente» al
alto gótico [137]. La significación revolucionaria de este
motivo específicamente mágico— aunque considerado por
todos como antiguo, y hasta por la mayoría como representante típico
de la antigüedad— no ha sido hasta ahora conocida ni remotamente.
El egipcio había usado sus columnas de formas vegetales, sin darles
una profunda relación con el techo; más bien eran para él
plantas que crecen, que no fuerzas que sostienen. Para el
antiguo la columna monolítica representaba el símbolo más tuerte
de la existencia euclidiana, toda cuerpo, toda unidad y quietud; por
eso hubo de unirla al arquitrabe en exacto equilibrio de vertical y
horizontal, de fuerza y peso. Pero aquí, en este motivo que el
Renacimiento prefirió por considerarlo característico de la
antigüedad—¡tragicómico error!—aunque la antigüedad ni lo
tuvo ni podía tenerlo, aquí, el arco luminoso emerge de columnas
delgadas, negando el principio material del peso y de la inercia. La
idea que se halla aquí realizada, la idea de la liberación de
todo peso terrestre, unida a la oclusión de un espacio
interior, está íntimamente emparentada con )a cúpula, que flota
libremente sobre el suelo, pero que rodea y cubre la cueva, motivo
mágico de enorme fuerza expresiva, que halló su perfección
natural en el «rococó» de las mezquitas y castillos moros, con sus
columnas de sobrenatural finura, que surgen muchas veces sin base,
del suelo mismo, y parecen imbuidas de una misteriosa fuerza que
las hace capaces de soportar ese mundo de innumerables arcos
labrados, de ornamentos refulgentes,
de estalactitas y bóvedas saturadas de color. Para hacer resaltar
mejor toda la importancia de esta forma fundamental de la
arquitectura árabe, podemos decir que el «leitmotiv» de la
arquitectura apolínea es la unión de la columna con el arquitrabe;
el de la arquitectura mágica, la unión de la columna con el arco, y
el de la arquitectura fáustica, la unión del pilar con la ojiva.
Tomemos otro ejemplo: la historia del
acanto como motivo artístico [138]. En la forma en que aparece, v,
gr., en el monumento a Lisikrates, es el acanto uno de los motivos
más característicos de la ornamentación antigua. Tiene cuerpo. Es
una cosa particular, aislada. Puede abarcarse su estructura toda de
un solo golpe de vista. Pero ya en el arte de los foros imperiales—el
de Nerva, el de Trajano—, en el templo de Marte Ultor, aparece más
pesado y más rico. Su distribución orgánica es tan complicada,
que, por lo general, requiere un detenido examen. Ahora se
manifiesta la tendencia a llenar las superficies. En el arte
bizantino- de cuyos «rasgos sarracenos latentes» habla ya A.
Riegel, aunque sin ver la conexión que aquí se descubre—el acanto
se descompone en una hojarasca infinita que, como sucede en Santa
Sofía, recubre por modo enteramente inorgánico grandes superficies.
AI motivo antiguo vienen a sumarse otros arameos primitivos,
como el pámpano y la palma, que ya desempeñaban un papel
importante en la ornamentación judaica. A éstos se añaden luego
otros, como los trenzados que se ven en los pisos de mosaico y en los
bordes de los sarcófagos, de la época romana posterior, y otros
varios motivos geométricos. Por último, en el mundo persa y en las
costas del Asia Menor, va aumentando la movilidad y creciendo la
confusión del conjunto, hasta dar nacimiento al arabesco que, siendo
eminentemente antiplástico y enemigo por igual del cuadro y del
cuerpo sólido, representa el motivo propiamente mágico. El arabesco
es incorpóreo y descorporaliza el objeto que cubre con su infinita
riqueza. Obra maestra de este tipo, trozo de arquitectura por
completo subordinado a la ornamentación, es la fachada del castillo
de M'schatta—hoy en Berlín— edificado en el desierto por los
Ghazánidas. El arte industrial de estilo bizantino-islamita, que se
extendió por todo el Occidente y dominó por completo el Imperio
carolingio, arte que hasta ahora se ha llamado lombardo, franco,
celta, o nórdico primitivo, era en su mayor parte obra de
artistas orientales o consistía en modelos—tejidos, metales,
armas— importados de Oriente [139]. Rávena, Lucca, Venecia,
Granada, fueron los focos de esa forma estética que entonces
representaba la más alta civilización y que predominaba en Italia,
hacia el año 1000, cuando ya en el Norte estaban descubiertas y
afianzadas las formas de una cultura nueva.
Por último, consideremos cómo ha
variado la concepción del cuerpo humano. Con la victoria del
sentimiento árabe sufre ella también una completa transformación.
Casi en todas las cabezas romanas de la Colección Vaticana, que
fueron hechas entre los años 100 y
250, se percibe la oposición entre el
sentimiento apolíneo y el sentimiento mágico, entre la tendencia a
fundar la expresión en la distribución de los músculos y la
tendencia a fundarla en la «mirada». Se trabaja—en la misma Roma,
desde Adriano—mucho con el taladro, instrumento que contradice por
completo el sentimiento euclidiano en lo que se refiere a la piedra.
La labor del cincel, acentuando las superficies limites,
afirma lo corpóreo, lo material del mármol. El taladro, en
cambio, lo niega, rompiendo las superficies y produciendo
efectos de claro-obscuro. Como consecuencia de esto, el sentido del
desnudo se extingue no sólo en los artistas cristianos, sino
también en los «paganos». Basta considerar las estatuas de
Antinoo, tan vacuas y pobres, a pesar de que hay en ellas la firme
voluntad de ser antiguas. Sólo la
cabeza es notable, desde el punto de vista fisiognómico, cosa que
nunca sucede en la plástica ateniense. Los paños adquieren un
sentido nuevo, que domina en absoluto la apariencia de la estatua.
Buen ejemplo son las estatuas consulares del Museo Capitolino [140].
Las pupilas taladradas, mirando a la lejanía, han arrebatado la
expresión al cuerpo, para trasladarla a aquel principio mágico
«pneumático» que el neoplatonismo y los acuerdos de los
concilios cristianos, como también la religión de Mithra y el
mazdeísmo, ponen en el hombre.
Hacia el año 300 el pagano Jamblico,
que bien podría calificarse de «padre de la Iglesia» pagana,
escribió su libro sobre las estatuas de los dioses [141],
sosteniendo que en las estatuas está substancialmente presente lo
divino, que actúa sobre el espectador. Contra esta idea de las
imágenes, idea que pertenece netamente a la pseudomórfosis,
alzáronse desde el Oriente y el Sur hasta el Occidente los
iconoclastas, cuyas tesis suponen una concepción de la creación
artística, que apenas es accesible a nuestra inteligencia.
Notas:
[58] Véase pág. 188.
[59] La palabra dimensión no debiera
emplearse mas que en singular. Hay extensión, pero no hay
extensiones. Las tres direcciones constituyen una abstracción; no
están contenidas en el sentimiento inmediato de que el cuerpo se
dilata (para el «alma»). La esencia de la dirección es el origen
de la misteriosa distinción animal entre la derecha y la izquierda,
a la que hay que añadir la tendencia de los vegetales a crecer de
abajo a arriba—tierra y cielo—
. Este es un hecho que se siente como
en sueño; aquélla es una verdad de la conciencia vigilante, una
verdad que hay que aprender y que por lo tanto puede dar lugar a
equívocos y confusiones. Ambos hallan su expresión en la
arquitectura, a saber: en la simetría del plano y en la energía de
la elevación. Por eso, en la «estructura» del espacio que nos
rodea sentimos el ángulo de 90° como privilegiado, y no así el de
60°, que hubiera producido otro número de «dimensiones».
[60] Los niños no notan en sus dibujos
la falta de perspectiva.
[61] Su idea de que la absoluta certeza
intuitiva, que tienen los hechos geométricos simples, demuestra la
aprioridad del espacio está fundada en la referida opinión, harto
popular, de que la matemática es o geometría o aritmética.
Pero la matemática occidental había superado ya entonces ese
esquema ingenuo—tomado de la antigüedad—. En lugar del
«espacio», la geometría actual
establece primero colecciones numéricas varias veces infinitas,
entre las cuales la tridimensional constituye un caso particular que
no goza de privilegio ninguno; y luego investiga dentro de esos
grupos las formaciones funcionales y su estructura. Asi, pues, la
intuición sensible, cualquiera que sea su especie, deja de tener el
menor contacto con los hechos matemáticos, que se dan en la esfera
de esas extensiones, sin que por eso se rebaje en lo más mínimo la
evidencia de las mismas. La matemática es independiente de la
forma de la intuición. ¿A qué queda, pues, reducida esa
famosa
evidencia de las formas de la
intuición, si ya sabemos que la superposición de ambas
(tiempo y espacio) en una supuesta
experiencia es un artificio engañoso?
[62] Sin duda un teorema geométrico
puede probarse o—más exactamente -demostrarse en un dibujo; pero
el teorema recibe otra forma en cada especie de geometría, y aquí
ya no decide nada el dibujo.
[63] Es sabido que Gauss mantuvo
inéditos sus descubrimientos, casi hasta las postrimerías de su
vida, por temor a «la gritería de los beodos».
[64] Partiendo de esta dirección del
cuerpo, adquiere sentido la diferencia entre derecha e izquierda
(pág. 256). El concepto de «delante» no tiene sentido para el
cuerpo de una planta.
[65] Ni en griego ni en latín. La
palabra tòpow—en latín locus—significa lugar, comarca y también
clase en el sentido de clase social. La palabra xÅra —en latín
spatium—significa separación («entre»), distancia, rango y
también el suelo, la tierra— tŒ ¤k t°w xÅraw; quiere decir los
frutos de la tierra—. La palabra tò k¡non —en latín
vacuum—significa, sin equívoco alguno, un cuerpo hueco, acentuando
el sentido de envoltura. En la literatura de la época imperial, que
intenta expresar con vocablos «antiguos» el sentimiento mágico del
espacio, empléanse expresiones vagas corno ôratòw tñpow («mundo
sensible») o spatium inane («espacio infinito» pero también
superficie amplia; la raíz de la palabra spatium significa
hincharse, engordar). En la literatura verdaderamente antigua no
había necesidad de tales perífrasis, porque faltaba por completo la
representación.
[66] Esto está implícito, aunque
nadie lo ha visto hasta ahora, en el famoso axioma
euclidiano de las paralelas que por un punto no hay mas que una sola
paralela a una recta dada—, única proposición de la matemática
antigua que permaneció indemostrada y que, como hoy sabemos, es
en efecto indemostrable. Precisamente por eso se convierte en
dogma frente a toda experiencia y, por lo tanto, en centro metafísico
y sustentáculo de todo ese sistema geométrico. Lo demás, los
axiomas, como los postulados, son premisas o consecuencias. Esa
única proposición es para el espíritu antiguo necesaria y
universalmente válida—y, sin embargo, indemostrable-. ¿Qué
significa esto? Significa que es un símbolo' de primer orden.
Contiene la estructura misma de la corporeidad antigua. Justamente la
parte más débil de la geometría antigua, la proposición contra la
cual se levantaron voces de contradicción en la época helenística,
es la que mejor manifiesta el alma griega.
Y justamente esa proposición, tan
evidente para la experiencia diaria, es la que concita sobre sí la
duda del pensamiento numérico occidental, fáustico, oriundo de
las lejanías incorpóreas. Uno de los más profundos síntomas de
nuestra existencia es que, frente a la geometría euclidiana, hayamos
puesto no otra, sino otras geometrías, todas las cuales son para
nosotros igualmente verdaderas, igualmente coherentes. La tendencia
propia de esas geometrías, que debemos concebir como un grupo
antieuclidiano, consiste en que, por su misma pluralidad, le quitan a
la existencia el sentido corpóreo que Euclides consagró en su
postulado, pues contradicen la intuición que pide corporeidad y
niega el espacio puro. La cuestión de saber cuál de las tres
geometrías no euclidianas es la «exacta», la que sirve de base a
la realidad—aunque fue estudiada en serio por Gauss—, se funda en
un sentimiento
totalmente antiguo y no hubiera debido
ser planteada por un pensador de nuestra, esfera. Ella es la que nos
impide comprender el verdadero y profundo sentido de esta noción:
que el símbolo típico del Occidente no consiste en la realidad de
tal o cual geometría, sino en la pluralidad de varias geometrías
igualmente posibles. El grupo de estas estructuras del espacio,
entre las cuales la concepción antigua constituye un simple caso
límite, elimina definitivamente del sentimiento puro del espacio el
último resto de corporeidad.
[67] Este cero—que quizá contenga un
vislumbre de la idea que los
indios tenían de la extensión, es
decir, de esa espaciosidad del universo, expuesta en los Upanishads
y tan extraña a nuestra conciencia del espacio—faltaba
naturalmente en la antigüedad. Pasando por la matemática árabe,
donde sufrió una total transformación, fue luego introducido entre
nosotros por Stifel en 1544; pero lo que alteró fundamentalmente su
esencia fué el considerarlo como el centro entre + 1 y - 1, como un
corte en el continuo numérico lineal; es decir, que el mundo
numérico occidental se lo asimiló en un sentido de relación,
enteramente contrario al sentido indio.
[68] Las palabras «sentimiento de la
cueva» son de L. Frobenius: Paideuma, pág. 92.
[69] Ursprung der christlichen
Kirchenkwnsi [El arte de las iglesias cristianas y sus
orígenes], 1920, pág. 80.
[70] Véase parte II, cap. I, núm. I.
[71] Véase parte II, cap. III, núm. 17.
[72] MuIler-Deme: Die Etrusker [Los
etruscos]. 1877, parte II, págs. 128 y siguientes. Wissowa: Religión
und Kultus der Römer [Religión y culto de los romanos], 1912, pág.
527. La más antigua traza de la Roma
quadrata, fue un templum. El contorno de la primitiva ciudad estaba
seguramente relacionado no con la construcción, sino con reglas
sacras, como lo demuestra en época posterior la significación
del pomerium, de ese límite. El campamento romano es también un
templum, cuyo ángulo recto es aún bien visible en la traza de
muchas ciudades romanas; es el recinto consagrado, en el cual el
ejército se halla bajo la protección de los dioses; no tiene nada
que ver, al principio, con la fortificación, que es de época
helenística. La mayor parte de los templos de piedra romanos no eran
templa: en cambio, el temenos griego primitivo debe haber
significado, en la época homérica, algo semejante.
[73] Véase mi prólogo a los Cantos de
Ernesto Droe m, pág. 11. [74] Véase parte II, cap. III, núm. 17.
[75] Véase parte II, cap. III, núm.
4. [76] Véase parte II, cap. III, núm. 17.
[77] Hölscher: Grabdenkmal des Königs
Chephren [La tumba del rey Chefren]. Borchardt; Grabdenkmal des
Sahuré [La tumba de Sahuré]. Gurtius: Die antike Kunst [El
arte antiguo], pág, 45.
[78] Véase parte II, cap. III. núm.
17. Borchardt: Reheiligtum des Newoserré [El santuario de Newoserré
]. E. Meyer: Geschichte des Altertums [Historia de la antigüedad].
I, par.
251.
[79] Relief en creux. Véase H.
Schäfer: Von ägyptischer Kunst [El arte egipcio], 1919, I, pág.
41.
[80] Véase parte II, cap. III, núm.
17.
[81] O. Fischer: Chinesische
Landschaftsmalerei [La pintura de paisaje en China], 1921, pág. 24.
La gran dificultad que ofrece el estudio del arte chino, como del
arte indio, estriba en que todas las obras de la época primera, esto
es, las del Hoangho, entre 1500 y 800 antes de Jesucristo, como
igualmente las de la India prebudista, han desaparecido sin dejar
rastro. Lo que hoy llamamos arte chino corresponde al arte egipcio de
la XX dinastía. Las grandes escuelas de la pintura china hallan su
justo paralelo en las escuelas de la escultura egipcia del tiempo de
los Saitas y los Ptolomeos, incluso con sus alzas y bajas de
tendencias refinadas y arcaizantes, sin evolución interna. Por el
ejemplo de Egipto puede verse hasta qué punto son legítimas las
conclusiones retrospectivas que se saquen acerca del arte
primero de la época Chu y de la época Védica.
[82] C. Glaser: Die Kunst Ostasiens [El
arte del Asia Oriental], 1920, página 181. Véase también M.
Gothein: Geschichte der Gartenkunst
[Historia de la jardinería], 1914, II,
págs. 331 y siguientes. [83] Glaser, pág. 43.
[84] Véase parte II, cap. II, núm. 7.
[85] El arte monológico de los
espíritus solitarios es, en realidad, un diálogo consigo mismo.
La espiritualidad de las grandes ciudades es la que
permite al instinto comunicativo vencer al instinto expresivo
(véase parte II, cap. II, núm. 7); de aquí proviene ese arte
tendencioso, ese arte que quiere enseñar, convertir, demostrar, ya
proposiciones político-sociales, ya tesis morales, Contra ese arte
se rebela la fórmula de L'art por L'art, que no es tanto un
ejercicio como una opinión que, al menos, se acuerda todavía del
sentido primitivo que tiene la expresión artística.
[86] Véase parte II, cap. II, núm. 7.
Véase también Worringer: Abstraction und Einfühlung
[La abstracción y la proyección
sentimental]. Págs. 66 y siguientes.
[87] La imitación es vida; pero en el
momento de realizarse, ya ha pasado—-baja el telón—
y cae en el olvido o—si el resultado
de ella es una obra duradera—en la historia del arte.
Nada se ha conservado de los cantos y
danzas de las viejas culturas y bien poco de sus cuadros y poemas; y
aun ese poco no contiene apenas otra cosa que la parte ornamental de
la imitación primitiva, por ejemplo: el texto de un drama —no el
espectáculo y el sonido—, las palabras de una poesía—no su
recitación—, las notas de una música—no el colorido de los
instrumentos—. Lo esencial ha pasado irrevocablemente. La
«representación» es siempre algo nuevo y distinto.
[88] Sobre el taller de Thutmés,
en Tell-el-Amara, véase Mitteilungen der deutsch- orientalische
Gesellschaft [Comunicaciones de la Sociedad oriental alemana], núm.
52.
[90] K. Burdach: Deutsche Renaissance
[Renacimiento alemán], página II. Igualmente toda arte plástica de
la época gótica tiene un tipismo y un simbolismo rigurosos.
[91] E. Norden: Antike Kunstprosa
[La prosa artística de los antiguos]. págs. 8 y siguientes.
[92] Véase parte II, cap. III, núm.
15.
[93] Por eso la escritura tiene un
carácter ornamental. [94] Véase pág. 283.
[95] Véase parte II, cap. II, núm. 2.
[96] Así se distinguen, al este del
Elba, las aldeas eslavas construidas en forma de anillo, y las aldeas
germánicas, en forma de calles.
Igualmente, según la abundancia
relativa de las chozas redondas o de las casas cuadradas, en la
Italia antigua, pueden colegirse algunos acontecimientos de los
tiempos homéricos.
[97] Véase parte II, cap. II, núm. 3.
[98] Véase pág. 253.
[99] Véase parte II, cap. II, núm. 8.
[100] Véase pág. 196.
[101] Véase pág. 101.
[102] Lo mismo puede decirse de los
edificios egipcios de la época de los Tinitas y de los templos
seleucidico-persas del Sol y del Fuego, construidos en los siglos
precristianos.
[103] Véase Worringer: Formprobleme
der Gotik (traducida al castellano con el título «La esencia del
arte gótico» y publicado por la Revista de Occidente).
[104] Dvorak: Idealismus und
Naturalismus in der gotischen Skulptur und Malerei [Idealismo
y naturalismo en la escultura y en la pintura góticas], Historische
Zeitschrift [Revista histórica], 1918, págs. 44 y siguientes.
[105] Ornamento, en el más alto
sentido, es, en fin, la escritura, y por tanto el libro, que es
propiamente el correlato del templo y que aparece cuando éste
aparece o no existe si éste no existe. (Véase parte II, cap. II,
núm. 13, y cap. 111, núm. II.) En la escritura no ha adquirido
forma la intuición, sino la intelección. Los signos
gráficos no simbolizan esencias, sino conceptos abstractos, es
decir, separados de las esencias. El espíritu humano, habituado al
lenguaje, se representa lo que tiene delante como espacio rígido;
por eso la escritura es, después de la arquitectura, la expresión
más perfecta del símbolo primario de una cultura. Es
completamente imposible comprender la historia del arabesco,
si se prescinde de los innumerables tipos de escritura árabe.
Y la historia del estilo egipcio y
chino es inseparable de la historia de los signos gráficos, su
disposición y colocación.
[106] Véase pág. 263.
[107] Véase parte II, cap. III, núm.
18.
[108] No cabe duda que los griegos se
hallaban bajo la profunda impresión que les hicieran las columnatas
egipcias cuando verificaron el tránsito del templo de antas al
perípteros, es decir, en la misma época en que la plástica de
bulto, influida también por modelos indudablemente egipcios, elimina
la tendencia al relieve, que aun se percibe claramente en las
figuras de Apolo. Esto no quiere decir que el motivo de la
columna antigua y la aplicación que los antiguos dieron al
principio de la serie no sean cosa perfectamente propia e
independiente.
[109] Al espacio limitado, no a la
piedra. Véase Dvorak: Historische Zeitschrift [Revista histórica],
1918, págs. 17 y siguientes.
[110] Dehio: Geschichte der deutschen
Kunst [Historia del arte en Alemania], I, pág. l6. [111] H. Schäfer:
Von ägyptischer Kunst [Del arte egipcio], I, páginas 15 y
siguientes.
[112] Frankl: Baukunst des Mittelalters
[La arquitectura medieval], 1918, págs. 16 y siguientes.
[113] Véase parte II, cap. III, núm.
18. El sentimiento vital de los pisos carece, en efecto, de toda
tendencia a la verticalidad. Este carácter se manifiesta también en
la figura legendaria de Ilia de Murom (véase parte II, cap. III,
núm. 2). El ruso no tiene la menor relación con un Dios-Padre. Su
ethos no consiste en el amor filial, sino en el amor fraternal, que
irradia por doquiera en la planicie humana. Los rusos sienten a
Cristo como hermano. El afán de perfección en sentido vertical que
palpita en el alma fáustica es, para el auténtico ruso, vano
e incomprensible. Las ideas de los
rusos sobre el Estado y la propiedad carecen igualmente de toda
tendencia vertical.
[114] El kokoschnick es propiamente un
adorno del tocado femenino, que consiste en un paño bordado, con
brillantes lentejuelas y cortado por delante en forma de diadema.—N.
del T.
[115] En la iglesia del cementerio de
Kishi hay 22. Véase J. Grabar: Historia del arte ruso,
1911 (en ruso), I-III.
Eliasberg: Russische Baukunst [Arquitectura rusa], 1922,
introducción.
[116] Las estructuras de la historia
egipcia y de la historia occidental son tan claras, que permiten
llevar las comparaciones hasta los detalles. Sería de
mucho valor una investigación histórica y artística de estas
comparaciones. La IV dinastía, cuyo estilo es la pirámide en
sentido estricto (2930-2750, Cheops, Chefren), corresponde al
románico (980-
1100). La V dinastía (2750-2625,
Sahu-ré) corresponde al gótico primitivo (1100-1230). La VI
dinastía, apogeo de la escultura arcaica (2625-2475, Fiops, I y II),
corresponde al gótico (1230.1400).
[117] Contemplación.—N. del T.
[118] Véase parte II, cap. V, núm. 6.
[119] Koldewey-Puchstein: Die
griechische Tempel in Unteritalien und Sizilien [Los templos
griegos de la Italia meridional y de Sicilia}. I, página 228.
[120] Véase sobre esto y lo que sigue
la parte II, cap. III. [121] Véase parte II, cap. III, núm. 3.
[122] Stilfragen. Grundlagen zu einer
Geschichte der Ornamentik, 1893. Spätrömische Kunstindustrie,
1901. [Problemas del estilo. Bases para una historia de la
ornamentación. El arte industrial en la Roma posterior.]
[123] Amida (1910): Die bildende Kunst
des Ostens [El arte plástico de Oriente], 1916.
Altai-Iran (1917); Die Baukunst der
Armenier und
Europa [La Arquitectura, de los
armenios y Europa], 1918.
[124] Que no son mayores que las que
existen entre el arte dórico y el arte etrusco y que son menores que
las que existían hacia 1430 entre el renacimiento florentino, el
gótico francés, el gótico español y gótico oriental alemán
(gótico de ladrillos).
[125] Véase parte II, cap. III, núm.
12.
[126] Seguramente, las más
antiguas fundaciones cristianas en el imperio de Axum
coinciden con las paganas de los sabeos.
[127] Véase parte II, cap. III, núm.
I. [128] Véase parte II, cap. III, núm. 13.
[129] Kohl und Watzinger: Antike.
Synagogen in Galilea [Sinagogas antiguas de Galilea],
1916. Basílicas son los santuarios de
Baal en Palmyra, Baalbeck y muchos otros puntos. A
veces son anteriores al cristianismo,
aunque luego pasan a servir de templos cristianos. [130] Véase parte
II, cap. III, núm. 4.
[131] Frauberger: Die Akropolis von
Baalbeck, grabado núm. 22.
[132] Diez: Die Kunst der islamischen
Vöker [El arte de los pueblos islámicos], págs. 8 y siguientes.
En los templos sabeos primitivos la capilla del oráculo
(makanat) se halla delante del altar (mahdar).
[133] Wulff; Altchristliche und
bysantinische Kunst [Arte cristiano-primitivo y bizantino],
pág. 227.
[134] Plinio habla de la abundancia de
templos en esta región. De un tipo de templo nacido en la Arabia
meridional procede, probablemente, la basílica transversal—con la
entrada por el lado más largo— que se encuentra en Hauran y que se
manifiesta también en la división transversal del altar de San
Pablo, en Roma.
[135] Este ejemplar, de una
arquitectura puramente interior, no tiene nada que ver, ni por su
técnica ni por su sentimiento del espacio, con los edificios
circulares etruscos. Altmann: Die italischen Rundbauten [Los
edificios circulares italianos], 1906. En cambio concuerda con las
cúpulas de la villa de Adriano en Tíbur.
[136] La leyenda de Grial tiene
fuertes momentos de sentimiento árabe, junto a otros célticos. La
figura de Parsifal, empero, es puramente fáustica en todos los
puntos en que Wolfram von Eschenbach se aparta de su modelo,
Chrestien de Troyes.
[137] La relación de la columna con el
arco «corresponde» espiritualmente a la del muro con la bóveda.
Cuando entre e] cuadrilátero y la cúpula viene a situarse el
tambor, entonces también entre el capitel y el pie del arco se
interpone la imposta.
[138] A. Riegel; Stilfragen [Problemas
de estilo}, 1893, págs. 348 y siguientes y 272 y siguientes.
[139] Dehio: Geschichte der deutschen
Kunst [Historia del arte alemán], I, p. 16 ss.
[140] Wulf:
Altchristliche-byzantinische Kunst [Arte cristiano primitivo y
bizantino] págs.
153 y siguientes.
[141] Véase parte II, cap. III,
núm. 13. Véase Geffken: Der Ausgang des griechisch- römischen
Heidentums [El fin del paganismo greco-romano], 1920, pág.113.