CAPÍTULO IV
MÚSICA Y PLÁSTICA
I
LAS ARTES PLÁSTICAS
El sentimiento cósmico de la humanidad
superior ha hallado su expresión simbólica más clara—prescindiendo
de los círculos de representaciones matemático naturalistas
y del simbolismo de sus conceptos fundamentales—en las artes
plásticas. Las artes plásticas son innumerables y entre ellas debe
incluirse la música. En efecto, sí en vez de considerar la música
independientemente de las artes pictóricoplasticas se hubiesen
incorporado sus modalidades, tan varias, a las investigaciones sobre
la evolución de la historia del arte, mucho se habría adelantado
en la inteligencia del fin que persigue esa evolución. No
llegaremos nunca a concebir el impulso creador que actúa en las
artes no verbales [1], si a la diferencia entre los recursos ópticos
y los recursos acústicos le damos más valor que el de una
circunstancia meramente externa. No es eso lo que distingue unas
artes de otras.
¡Arte de la vista y arte del oído!
Decir esto es no decir nada. Sólo el siglo XIX ha podido exagerar de
ese modo el posible valor de las condiciones fisiológicas, incluso
las de la expresión, de la recepción, de la transmisión. Ni los
cuadros «cantantes» de Claudio de Lorena o de Watteau están hechos
propiamente para los ojos del cuerpo, ni la música de amplias
espaciosidades, desde Bach, está hecha para los oídos del cuerpo.
La relación antigua entre la obra de arte y el órgano del sentido,
relación en que siempre se piensa, aunque inexactamente, cuando se
habla de este tema, es muy distinta, mucho más sencilla y material
que la nuestra. Nosotros leemos Otelo y Fausto; nosotros estudiamos
las partituras.
Esto quiere decir que nosotros
substituimos un órgano del sentido a otro, para que el espíritu
de esas obras actúe sobre el nuestro en toda su pureza.
Continuamente apelamos de los sentidos externos a los «internos», a
la imaginación, facultad netamente fáustica, que no tiene el menor
carácter «antiguo».
Sólo así puede comprenderse esa
infinita sucesión de escenas que hay en Shakespeare y que es tan
contraria a la antigua unidad de lugar; y en el caso extremo, que es
justamente el Fausto de Goethe, resulta imposible una verdadera
representación, una representación que agote íntegramente el
contenido de la obra. Pero lo mismo sucede en la música. Ya se trate
del recitado a capella de estilo palestriniano o, en mayor grado
todavía, de las pasiones de Heinrich Schütz, de las fugas de Bach,
de los últimos cuartetos de Beethoven y del Tristán, lo que tras la
impresión sensible vivimos realmente es un mundo de otras
impresiones harto diferentes, un mundo que se nos aparece todo
riquezas y profundidades, un mundo del que sólo por medio de
imágenes traslaticias podemos hablar y comunicar alguna cosa; pues
la armonía evoca en nosotros rutilantes colores, pardos sombríos y
dorados matices, ocasos, altas cumbres de lejanas sierras, tormentas,
paisajes primaverales, ciudades sumergidas, rostros extraños. No es
un azar el que Beethoven haya compuesto sus últimas obras estando
sordo. Esta sordera cortó, por decirlo así, el último ligamen
sensible. Para esta música, la vista y el oído son por igual
puentes que conducen al alma; y nada más. Pero este modo visionario
de gozar el arte le es totalmente extraño al hombre griego. El
griego palpa el mármol con la mirada; el sonido pastoso del aulos le
produce una impresión de contacto corpóreo. Los ojos y los oídos
son para él receptores de la impresión rotunda, completa. En cambio
para nosotros, desde la época del gótico, ya no tienen los sentidos
esa función.
En realidad, los sonidos son algo
extenso, limitado, numerable, como las líneas y los colores; y
el mismo carácter tienen también la armonía, la melodía, la rima,
el ritmo, como la perspectiva, la proporción, la sombra y el
contorno. La diferencia entre dos géneros de pintura puede ser
infinitamente mayor que la diferencia entre la pintura y la música
de una misma época. Comparados con una estatua de Mirón, pertenecen
a uno y el mismo arte un paisaje de Poussin y la cantata pastoral
para música de cámara, de esta misma época; Rembrandt y las
composiciones para órgano de Buxtehude, Pachelbel y Bach; Guardi y
las óperas de Mozart. El lenguaje de formas interiores que nos
hablan todas estas obras es de tal manera idéntico, que ante esta
identidad se desvanece la diferencia entre los medios ópticos y los
medios acústicos.
La estética ha concedido siempre un
valor supremo a las diferencias conceptuales, intemporales, que
existen entre las distintas ramas del arte. Ello obedece simplemente
a que no ha sabido penetrar en lo profundo del problema. Las artes
son unidades vitales, y lo vital no admite división. El primer
cuidado de los pedantes eruditos ha sido empero siempre el de trazar
separaciones en el territorio infinito del arte, atendiendo a los
recursos y a las técnicas más exteriores. Asi, se ha dividido el
arte en artes particulares que se suponen eternas —¡con principios
formales inmutables!—. Asi se ha distinguido la «música» de la
«pintura», la «música» del
«drama», la «pintura» de la «plástica», pasando luego a
definir lo que sea «la pintura», «la» plástica, «la» tragedia.
Pero el lenguaje de las formas técnicas no es casi más que la
mascara de la obra propiamente dicha. El estilo no es, como pensaba
Semper—espíritu superficial, legítimo contemporáneo de Darwin y
del materialismo—, el producto del material, de la técnica y del
fin. Por el contrario, el estilo es algo que la inteligencia
artística no puede captar; es una revelación metafísica, es una
misteriosa constricción, un sino. Y no tiene nada que ver con los
limites materiales de las artes particulares.
Atribuir una importancia fundamental a
la división de las artes según las condiciones de la impresión
sensible es, pues, malograr desde luego el problema de la forma.
¿Es lícito considerar la plástica en general como una especie
artística para deducir luego sus leyes universales? Pero, ¿qué es
la «plástica»? ¡«La» pintura!... no existe. El que no sienta
que los dibujos de Rafael y los dibujos de Ticiano, compuestos
aquéllos de contornos y éstos de manchas de luz y de sombra,
pertenecen a dos artes diferentes; que el arte de Giotto o de
Mantegna y el arte de Vermeers o de Van Goyen no tienen apenas
relación, pues los unos crean con la pincelada una especie de
relieve y tos otros evocan una a modo de música en la superficie
cromática, mientras que por otra parte un fresco de Polignoto y un
mosaico de Rávena no pueden ni siquiera por su técnica incluirse en
la especie pintura; el que no sienta esto no comprenderá nunca los
problemas más profundos del arte. ¿Qué tiene que ver un aguafuerte
con el arte de Fra Angélico? ¿Qué una figura de los vasos
protocorintios con una vidriera gótica? ¿Qué un relieve egipcio
con un relieve del Partenón?
Si las artes tienen limites—límites
de su alma convertida en forma—habrán de ser históricos,
pero no técnicos o fisiológicos [2]. Un arte es un organismo, no un
sistema. No hay un género artístico que atraviese los siglos y las
culturas. Aun en aquellos casos en que, como en el Renacimiento,
ciertas supuestas tradiciones técnicas confunden al pronto la
visión, pareciendo demostrar que las leyes del arte antiguo
conservan una eterna validez, existe en el fondo una completa
diferenciación.
En el arte grecorromano no hay nada que
tenga la menor afinidad con el lenguaje de las formas que nos hablan
una estatua de Donatello, un cuadro de Signorelli, una fachada de
Miguel Ángel. Quien tiene afinidad íntima con el Quattrocento es
exclusivamente el gótico de la misma época. Sin duda, los retratos
egipcios han «influido» sobre el tipo arcaico del Apolo griego y
las pinturas sepulcrales etruscas sobre las representaciones toscanas
primitivas. Pero esto no tiene mayor significación. Es como cuando
Bach escribe una fuga sobre un tema ajeno, para mostrar lo que puede
expresar con él. Todo arte singular, el paisaje chino como la
plástica egipcia y el contrapunto gótico, vive una sola vez, y
nunca se repite con su alma y su simbolismo típicos.
El concepto de la forma adquiere
aquí un sentido de enorme amplitud. No sólo el instrumento
técnico, no sólo el lenguaje de las formas, sino también la
elección del género artístico es un medio de expresión. En la
vida de los artistas hay creaciones de obras maestras que hacen
época; v. gr.: en Rembrandt, la Ronda de noche; en Wagner, los
Maestros cantores.
De igual modo, en el ciclo vital de una
cultura hay creaciones de géneros artísticos que, concebidos como
un todo, hacen época también. Cada uno de estos géneros constituye
un organismo en sí, que no tiene ni predecesores ni sucesores, si
prescindimos de los aspectos puramente externos. Toda teoría, toda
técnica y convención forma parte de su carácter propio, sin nada
de perdurable, sin valor alguno universal. Asi, pues, podemos
investigar cuándo una de estas artes comienza a vivir y cuándo se
extingue y desaparece; podemos preguntarnos si efectivamente se
extingue o si se convierte en otra; podemos indagar por qué tal o
cuál arte falta o predomina en tal o cuál cultura. Y todos estos
problemas son problemas de la forma, en el más alto sentido; no de
otro modo que esos otros problemas de por qué tal o cuál pintor o
músico renuncia—inconscientemente—a emplear determinados matices
o armonías y prefiere usar de otros hasta el punto de podérsele
identificar por ello.
La teoría del arte no ha reconocido
todavía la importancia de este grupo de problemas. Y sin embargo,
este aspecto de una fisiognómica de las artes es el que nos da la
clave para llegar a comprenderlas. Hasta ahora, sin examinar la grave
cuestión que aquí planteamos, se ha creído que todas las artes
—partiendo de la ya citada «división»—eran posibles siempre y
en todas partes; y cuando se advertía la falta de alguna de ellas
achacábase a la ausencia fortuita de personalidades creadoras, o de
circunstancias favorables, o de Mecenas capaces de promover «el
progreso del arte». Pero esto es justamente lo que yo llamo
trasladar el principio de causalidad desde el mundo de lo
producido al mundo del producirse. No teniendo ojos capaces de
penetrar en la muy diferente lógica y necesidad de la vida, del
sino, con sus posibilidades expresivas, que ni pueden evitarse ni
pueden repetirse nunca, hubieron de acudir los historiógrafos a las
causas palpables, situadas en el primer plano para construir una
secuencia superficial de acontecimientos históricoartisticos.
Ya al principio de este libro nos hemos
referido a esa torpe imagen de una progresiva evolución de «la
humanidad», en línea recta, pasando por la Antigüedad, la Edad
Media y la Edad Moderna, imagen que nos ha impedido llegar a una
visión verdadera de la historia y de la estructura de las culturas
superiores. La historia del arte nos ofrece ahora un ejemplo
especialmente claro de esa errónea concepción. Después de haber
admitido como evidente la existencia de ciertos géneros artísticos
constantes y bien definidos, se ha bosquejado la historia de todos
ellos, siguiendo el esquema también evidente de Antigüedad, Edad
Media y Edad Moderna. Claro está que en esa historia no podían
encontrar acomodo ni el arte de la India y del Asia Oriental, ni el
arte de Axum y de Saba, ni el arte de los Sasánidas y de Rusia, las
cuales, por lo tanto, fueron tratadas como un apéndice o en absoluto
olvidadas, sin que nadie, ante tamaña consecuencia, comprendiese lo
absurdo del método.
A toda costa había que llenar el
esquema con hechos; y, sin reparo alguno, se persiguió una serie
absurda de alzas y bajas.
Las épocas de inmovilidad fueron
calificadas de «pausas naturales». Se dijo «épocas de decadencia»
para designar los momentos en que, en realidad, fallecía un arte
grande. Se llamaron «épocas de resurrección» a aquellas en que,
claramente, para la mirada imparcial, nacía un arte nuevo en otro
paisaje, como expresión de otra humanidad. Todavía se enseña hoy
que el Renacimiento fue una resurrección del arte antiguo. Y de todo
ello se saca por último la consecuencia de que es posible y legítimo
dar nuevos impulsos a ciertas artes que se encuentran moribundas o ya
muertas—el momento presente es un verdadero campo de batalla—,
empleando para lograrlo conscientes renovaciones, programas o
«resurrecciones» violentas.
El carácter orgánico de esas grandes
artes se manifiesta muy a las claras en el problema que su brusca
muerte nos plantea. En efecto, las artes mayores suelen acabar de una
manera súbita—el drama ático, con Eurípides; la plástica
florentina, con Miguel Ángel; la música instrumental, con Liszt,
Wagner y Bruckner—. ¿Por qué? Estos finales repentinos producen
la impresión de un verdadero símbolo. Si bien se mira, se verá que
nunca se ha intentado de veras «resucitar» una sola de las artes
importantes.
Nada del estilo de las pirámides ha
pasado al dórico. No hay nada que una el templo antiguo a las
basílicas orientales, pues aunque las basílicas emplearon la
columna antigua como elemento arquitectónico—que es lo más
importante para la mirada superficial—, este hecho no tiene mayor
importancia que el empleo por Goethe de la mitología antigua en su
noche clásica de la Walpurgis. Creer que en el siglo XV resucitó en
Occidente un arte antiguo, es una fantasía bien extraña. La
antigüedad, en su periodo posterior, hubo de renunciar a una
música de gran estilo, cuyas posibilidades se habían dado en
la edad primera del dórico, como lo demuestra la significación que
tuvo la vieja Esparta—en ella actuaron Terpandro, Thaletas, Alkman,
cuando el arte de la estatua empezaba a brotar en otras tierras—para
toda la música que se produjo después. De igual modo, el arabesco
anuló todos los ensayos que la cultura mágica hiciera al principio
en el retrato de frente, en el huecorrelieve y en el mosaico.
Asimismo la pintura al óleo de los venecianos y la música
instrumental del barroco hizo desaparecer toda la plástica que había
nacido a la sombra de las catedrales góticas de Chartres, Reims,
Bamberga, Naumburgo y finalmente en la Nuremberga de Peter Vischer y
en la Florencia de Verrocchio.
Entre el templo de Poseidon, en
Poestum, y la catedral de Ulm, obras maduras del dórico y del
gótico, hay la misma diferencia que entre la geometría euclidiana
de las superficies limitantes y la geometría analítica de las
posiciones ocupadas por los puntos en el espacio relativamente a los
ejes. La arquitectura antigua comienza por fuera. La arquitectura
occidental, por dentro. También la arquitectura árabe comienza por
dentro; pero dentro se queda. Sólo el alma fáustica necesitó para
expresarse un estilo que, a través de los muros, pugnase por
irrumpir en el espacio cósmico sin límites, convirtiendo el
interior y el exterior en imágenes correspondientes de uno y el
mismo sentimiento cósmico. La basílica y la iglesia cupular pueden
muy bien ostentar por fuera un decorado; pero esa su parte exterior
no constituye su arquitectura. Lo que se ve al acercarse a ellas
produce el efecto de una protección, de algo que oculta un misterio.
El lenguaje de las formas, en la penumbra de la cueva, se dirige
sólo a la comunidad de los fieles, y en esto consiste
precisamente la afinidad entre los más altos ejemplos de
este estilo y las mitreas y catacumbas más humildes.
Tal fue la primera expresión fuerte de
un alma nueva. Pero tan pronto como el espíritu germánico se hubo
adueñado de ese tipo basilical, todos los elementos constructivos
comenzaron a cambiar maravillosamente de posición y de sentido. En
el norte fáustico, la figura externa de los edificios,
desde la catedral hasta la sencilla vivienda, se amolda siempre
al sentido con que ha sido hecha la distribución del espacio
interior. La mezquita nada nos dice de su espacio interior; y en el
templo antiguo no le hay. En cambio el edificio fáustico tiene un
«rostro», no sólo una fachada—mientras que el
frontispicio de un perípteros es simplemente un lado del cuerpo
arquitectónico, y la cúpula central, por su idea misma, carece de
frente y fachada—; y a ese rostro, a esa cabeza va unido un
tronco estructurado que se tiende sobre la amplia llanura, como en la
catedral de Speier, o se encumbra hacia el cielo, como en la de
Reims, con las innumerables flechas de su proyecto primitivo.
El motivo de la fachada, que mira hacia
el espectador y le explica el sentido interno de la casa, predomina
no solamente en nuestros grandes edificios, sino también en esa
imagen, moteada de ventanas, que ofrecen nuestras calles, nuestras
plazas y nuestras ciudades [3].
La gran arquitectura primitiva es la
madre de todas las artes subsiguientes. Ella determina su selección
y su espíritu.
Por eso la historia de la
plástica «antiguas» es un esfuerzo incesante por elevar a
la perfección un ideal único, la conquista del cuerpo humano
aislado, como compendio y cifra del presente puro, corpóreo. La
escultura antigua erige un templo al cuerpo desnudo; como la música
fáustica, desde el contrapunto primitivo hasta la frase
instrumental del siglo XVIII, levanta una catedral de voces. Nadie
ha comprendido el pathos de esa tendencia que el alma apolínea
desarrolla durante varios siglos, porque nadie ha sentido nunca que
el fin a que tendían el relieve arcaico, la pintura de los vasos
corintios y el fresco ático no era otro que el cuerpo puramente
material, el cuerpo sin alma, pues el templo del cuerpo humano
tampoco tiene «interior». Policleto y Fidias consiguieron al fin
dominarlo enteramente. Con extraña ceguera, se ha considerado este
género de plástica como universalmente válido, como posible en
todas partes, como la plástica en absoluto. Y se ha escrito su
historia y su teoría, en la que se han hecho figurar todos los
pueblos y todos los tiempos. Nuestros escultores, bajo la
influencia de doctrinas renacentistas, recibidas sin crítica,
siguen diciendo todavía que el cuerpo desnudo del hombre es el
objeto más noble y propio «del» arte plástico. Pero la verdad es
que ese arte de la estatua, que consiste en plantar el cuerpo desnudo
aislado sobre un plano y en modelarlo por todos sus lados, no ha
existido más que una vez, justamente en la cultura antigua y sólo
en ella; porque sólo ha habido una cultura, la antigua, que se haya
negado por completo a trascender de los límites sensibles en pro del
espacio. La estatua egipcia estaba labrada por delante; era, pues,
una especie de relieve. Y las estatuas del Renacimiento, que tienen
en apariencia un sentido antiguo—a quien se le ocurra contarlas,
le admirará su escaso número [4] —, son en realidad
reminiscencias semigóticas.
La evolución de este arte, que excluye
inflexiblemente el espacio, llena los tres siglos que van de 650 a
350, desde la plenitud del dórico, momento en que comienza a
manifestarse la tendencia a eliminar de las figuras la frontalidad
egipcia—en la serie de las imágenes de Apolo [5] se ve muy bien
los esfuerzos hechos para plantear el problema—hasta los
primeros síntomas del helenismo y su pintura de ilusión, con que
termina el gran estilo. Nunca se podrá apreciar bien esta plástica
si no se la concibe como el arte definitivo y más elevado de la
antigüedad, como un arte que nace de las representaciones artísticas
sobre superficies y que batiendo empezado
por someterse a la pintura al fresco acaba superándola al
fin. Sin duda, su origen técnico puede encontrarse en los ensayos de
tratar como figuras la columna arcaica o las lápidas que servían
para revestir las paredes de los templos [6]; a veces también
fueron imitadas obras egipcias (las figuras sentadas del
Didimeo de Mileto), aunque son poquísimos los artistas griegos que
pudieron verlas. Pero como ideal de forma, la estatua procede de la
pintura arcaica de los vasos, pasando por el relieve. De esa pintura
cerámica se origina asimismo el fresco, que también está adherido
a una superficie corpórea. La plástica puede considerarse,
hasta Mirón, como un relieve desprendido de la pared.
La figura se convierte, por último, en
un cuerpo aislado, tratado por sí mismo junto al cuerpo del
edificio, pero que sigue siendo una silueta delante de un muro [7].
Excluye la dirección en la profundidad, y se extiende de frente ante
el espectador; todavía el Marsias de Mirón puede, sin dificultad y
sin notables escorzos, reproducirse en vasos y monedas [8]. Por eso,
de las dos artes mayores que se desenvuelven en la época posterior,
desde 650, es el fresco el que lleva sin duda alguna la voz cantante.
El caudal de tipos artísticos, bastante exiguo, está siempre dado,
al principio, por las figuras de los vasos, a las que muchas veces
corresponden exactamente esculturas de época muy posterior. Sabemos
que el grupo de los centauros, en el frontón occidental de Olimpia,
fue tomado de un cuadro.
En el templo de Egina, la evolución
del pontón oeste al pontón este significa un gran paso en el
sentido de desentenderse de la pintura al fresco y afirmar el valor
propio del cuerpo libre.
Este cambio se realiza definitivamente
en 460 con Policleto.
A partir de este momento, ya son los
grupos plásticos los que sirven de modelo a la pintura. Pero el
modelado cúbico, el modelado que trabaja la estatua para ser
contemplada desde todos los puntos de vista, no llega a su perfección
hasta Lisipo, en el sentido verista, como
«un hecho». Hasta entonces, e
incluso aun en Praxiteles, vemos en las estatuas un
desarrollo lateral, con contornos acusados, de suerte que la figura
no adquiere todo su valor sino cuando es contemplada desde uno o dos
puntos de vista.
Un testimonio permanente, que
demuestra que la plástica de bulto tiene, en efecto, su origen en
la pintura, es la policromía del mármol—que el Renacimiento y el
clasicismo ignoraban y que hubieran considerado como bárbara [9] –y
el empleo del oro y el marfil en las estatuas y los esmaltes que
adornaban el bronce brillante, usado en su tono dorado natural.
La fase correspondiente del arte
occidental llena los tres siglos que van de 1500 a 1800, desde el
final del gótico posterior hasta la caída del rococó, y, por lo
tanto, hasta el término del gran estilo fáustico. En estos siglos
la voluntad de trascender al espacio va penetrando en la conciencia
con fuerza cada vez mayor; y, correspondiendo a ello, desarróllase
la música instrumental hasta convertirse en el arte predominante.
Al principio, en el siglo XVII, la
música es todavía como una pintura; pinta por medio del colorido
característico que evocan los timbres de los instrumentos,
contraponiendo los de cuerda a los de viento, las voces humanas a los
sonidos de los cuerpos vibrantes. Inconscientemente, la música
aspira a igualar a los grandes maestros, desde Ticiano hasta
Velázquez y Rembrandt. Compone cuadros. Cada frase es un tema de
contornos definidos que se destacan sobre el fondo del basso
continuo. Tal es el estilo de la sonata, desde Gabrielli (+ 1612)
hasta Corelli (+ 1713). La música pinta paisajes heroicos en la
cantata pastoral; dibuja un retrato de líneas melódicas en las
lamentaciones de Ariadna, de Monteverdi (1608). Pero luego, con los
maestros alemanes, todo esto se acaba. Ya no es la pintura la que
lleva la dirección. La música se torna absoluta y ahora es ella la
que— también inconscientemente — domina sobre la pintura y la
arquitectura del siglo XVIII. La plástica va siendo eliminada
resuelta y progresivamente de las posibilidades profundas
contenidas en ese mundo de formas.
Lo que distingue la pintura florentina
de la pintura veneciana; lo que caracteriza como dos artes totalmente
diferentes la pintura de Rafael y la de Ticiano, es que la primera
está imbuida de un espíritu plástico, que empareja sus cuadros con
el relieve, mientras que la segunda está animada de un espíritu
musical y emplea una técnica de pinceladas visibles y efectos de
profundidad atmosférica, que pueden parangonarse con el cromatismo
de los violines y de las flautas. Esas dos pinturas forman
en verdad una oposición, no una transición. Comprender esto
bien es condición decisiva para la inteligencia del organismo de
esas artes. Aquí justamente es donde debemos precavernos contra la
hipótesis de que el arte obedece a «leyes eternas». La pintura es
una palabra. La pintura de las vidrieras, en el arte gótico, formaba
parte integrante de la arquitectura. Hallábase al servicio del
severo simbolismo arquitectónico como la pintura egipcia
primitiva, como la pintura árabe primitiva, como todo arte, en
el estadio primitivo, sirve siempre al idioma de la piedra. Las
figuras vestidas se construían como las catedrales. Los pliegues
eran un ornamento, de expresión sumamente pura y severa. Y se
equivoca mucho el que, partiendo de un punto de vista
naturalista-imitativo, critique su «rigidez».
La música también es una palabra
vana. (Músicas ha habido siempre, en todas partes, antes de toda
cultura propiamente dicha y aun entre los animales. Pero la música
«antigua» de gran estilo no era mas que una plástica del oído.
Los grupos de cuatro tonos, el cromatismo y la enarmonía [10],
tenían un sentido tectónico, no armónico. Reaparece aquí la
diferencia entre cuerpo y espacio. La música antigua era monótona.
Existían pocos instrumentos, y esos
pocos se desenvolvieron en el sentido de dar a los sonidos un
carácter plástico. Por eso rechazó la «antigüedad» el arpa
egipcia, cuyo timbre no debía ser muy distinto del de nuestro
clavicémbalo. Pero sobre todo, la melodía antigua—como el verso
antiguo, desde Homero hasta la época de Adriano—era un
cómputo de cantidades, no una composición de acentos; es decir, que
para los antiguos las sílabas eran cuerpos y la extensión de estos
cuerpos silábicos determinaba el ritmo. Los encantos sensibles de
este arte resultan incomprensibles para nosotros, como lo demuestran
los escasos restos que aun nos quedan. Y esto justamente debiera
hacernos reflexionar sobre la impresión que se proponían y
conseguían producir los frescos y las estatuas.
Comprenderíamos entonces que
nosotros no podemos jamás revivir la emoción que al
contemplarlos sentían los ojos antiguos.
También la música china es
ininteligible para nosotros y, según dicen los chinos ilustrados,
nosotros somos incapaces de distinguir los pasajes alegres de los
pasajes tristes [11]. En cambio, toda nuestra música occidental, sin
distinción, le produce al chino la sensación de una marcha. Este
hecho expresa con superior acierto la impresión que el dinamismo
rítmico de nuestra vida produce en el tao del alma china, que carece
de todo acento rítmico. Pero cualquier extraño percibiría en
esa, misma forma toda nuestra cultura: la energía de
dirección que hay en las naves catedralicias y en la división por
pisos de nuestras fachadas, la perspectiva en profundidad de nuestros
cuadros, el curso de nuestra tragedia y de nuestra narración, de
nuestra técnica y de toda nuestra vida pública y privada.
Llevamos ese ritmo en la sangre y por
eso nosotros no lo notamos. Pero al entrar en contacto con el ritmo
de una vida extraña tiene forzosamente que producir en ella un
efecto de insoportable desarmonía.
Otro mundo, muy diferente, es también
el de la música árabe. Hasta ahora sólo hemos prestado atención a
la música de la seudomórfosis: himnos bizantinos y salmodias
judaicas, y aun sólo en aquella parte que ha logrado penetrar en la
iglesia del Occidente remoto en forma de antífonas, responsorios y
canto ambrosiano. Pero bien se comprende que no solamente las
religiones al oeste de Edessa (cultos sincretísticos, sobre todo la
religión siria del Sol, la de los gnósticos y la de los mandeos)
han tenido música sacra de idéntico estilo, sino también las
religiones orientales: mazdeístas, maniqueos, sectarios de Mithra,
las sinagogas del Irán y más tarde los nestorianos. Y junto a esta
música religiosa se desarrolló también una música alegre y
mundana que floreció sobre todo entre los «caballeros» [12]
sasanídicos y de la Arabia meridional. Ambas llegaron a su
perfección en el estilo árabe, que se extiende desde España hasta
la Persia.
De toda esta riqueza, el alma fáustica
sólo recogió algunas formas de la Iglesia occidental. Y en seguida,
ya en el siglo X —Hucbaldo, Guido d'Arezzo—, empezó a operar
sobre ellas, alterándolas interiormente y convirtiéndolas en
«marchas» y símbolos del espacio infinito. Lo primero, por medio
del ritmo y del compás de la melodía; lo segundo, por medio de la
polifonía (y al mismo tiempo, en la poesía, por medio de la rima).
Para comprender esto bien es preciso distinguir en la música el
aspecto ornamental y el aspecto imitativo [13]; y aunque el carácter
transitorio de todas las creaciones sonoras [14] es causa de que sólo
conozcamos la cultura musical de Occidente, basta ésta para
distinguir con claridad los dos aspectos de la evolución, sin los
cuales no es posible comprender la historia del arte. La imitación
es alma, paisaje, sentimiento; la ornamentación es forma rigurosa,
estilo, escuela. La imitación se manifiesta en ese elemento que nos
permite reconocer la música de los diferentes compositores, de los
distintos pueblos y razas. La ornamentación se revela en las reglas
de la frase musical.
Existe en la Europa occidental una
música ornamental de gran estilo, que es la que corresponde a la
plástica antigua propiamente dicha. Esa música vive en íntima
relación con la historia de las catedrales; se asemeja mucho a la
escolástica y a la mística y sus leyes han nacido en el paisaje
materno del alto gótico, entre el Sena y el Escalda. El contrapunto
se desarrolla al mismo tiempo que el sistema de los contrafuertes y
tiene su origen en el estilo «románico» del discanto y falso
bordón, con sus sencillos movimientos paralelo y contrario. Es una
arquitectura de voces humanas que, como los grupos de estatuas y las
vidrieras, sólo cabe imaginar entre bóvedas de piedra. Es un arte
soberano del espacio, de ese mismo espacio que Nicolás de
Oresme, obispo de Lisieux [15], concibió matemáticamente
por medio de las coordenadas. He aquí la verdadera
rinascita y reformatio, tal como la vio Joaquín de Floris [16]
hacia 1200, el nacimiento de un alma nueva, reflejado en el lenguaje
de formas de un arte nuevo.
Junto a esa música sacra surge en las
aldeas y los castillos una música profana, imitativa, música de
trovadores, minnesingers, juglares, ars nova de las cortes
provenzales, que penetra en los palacios de Toscana— hacia
1300, en la época de Dante y Petrarca—. Consiste en melodías
de acompañamiento muy sencillo, cuyos sostenidos y bemoles llegan
hasta el mismo corazón; en cancioncillas, madrigales, caccias, e
incluso cuenta entre sus producciones una a modo de opereta galante,
el Juego de Robín y Marión, de Adán de la Halle. A partir de 1400,
esta música da origen a formas de frases a varías voces, el rondo y
la balada. Es un «arte» hecho para un público, con escenas que
representan la vida, el amor, la caza, los héroes. Lo
importante en esta música es la invención melódica, no el
simbolismo del desarrollo temático.
Asi, pues, podemos diferenciar
musicalmente la catedral y el castillo. La catedral es
música. En el castillo se hace música. Aquélla empieza con la
teoría, ésta con la improvisación; así se distinguen la vigilia y
la existencia, el cantor religioso y el cantor caballero. La
imitación se halla más próxima a la vida, a la dirección, y por
eso comienza con la melodía. El simbolismo del contrapunto
pertenece en cambio a la extensión e interpreta el espacio
infinito por medio de la polifonía. De esta manera se constituye un
tesoro da reglas «eternas» y un tesoro de melodías populares
indestructibles, de los cuales se nutre todavía el siglo XVIII. Esta
oposición se expresa también artísticamente en la diferencia de
clases que existe entre el Renacimiento y la Reforma [17]. El gusto
cortesano de Florencia contradice el espíritu del contrapunto.
La evolución de la frase musical estricta, desde el motete
hasta la misa a cuatro voces, fue obra de Dunstaple, Binchois y Dufay
(hacia 1430) y permaneció encerrada en el estrecho círculo de la
arquitectura gótica. Desde Fra Angélico hasta Miguel Ángel, son
exclusivamente los grandes neerlandeses los que imperan en la música
ornamental. Y Lorenzo de Médicis tuvo que llamar a Dufay porque no
había en Florencia quien conociese bien el estilo severo de la
Iglesia. En la época en que Leonardo y Rafael pintaban en Italia,
actuaban en el Norte Okeghem (+ 1495) con su escuela y Joaquín Després,
elevando la polifonía vocal a la cumbre de su perfeccionamiento
formal.
En Roma y Venecia es donde empieza a
iniciarse el tránsito al periodo posterior. Con el barroco, la
hegemonía musical pasa a los italianos; pero al mismo tiempo ya la
arquitectura deja de ser el arte que lleva la dirección general. Se
constituye un grupo de artes fáusticas independientes, en cuyo
centro se sitúa la pintura. Hacia 1560, con el estilo a capella, de
Palestrina y de Orlando Lasso (ambos + en 1594), se acaba
la supremacía de la voz humana. El sonido de la voz humana,
encerrado en limites estrechos, resulta insuficiente para expresar el
apasionado afán de infinito y cede la preeminencia a las resonancias
de los coros formados por los instrumentos de cuerda y de
viento. Simultáneamente nace en Venecia el estilo ticianesco
del nuevo madrigal, cuya agitación melódica reproduce el
sentido del texto de un modo que se parece más bien a la pintura. La
música gótica era arquitectural y vocal; la barroca es pictórica e
instrumental. Aquélla construye; ésta trabaja los motivos. Tal es
la diferencia entre la forma impersonal y la expresión personalísima
de los grandes maestros. En efecto, las artes todas se han convertido
en artes cubanas, y por lo tanto profanas. El arte del basso
continuo, que nace en Italia poco antes de 1600, necesita virtuosos,
no ascetas.
El gran problema consiste ahora en
dilatar hasta el infinito el cuerpo sonoro, o mejor dicho, en
disolverlo en un espacio infinito de sonoridades. El gótico había
desarrollado los instrumentos por familias de determinado timbre;
ahora aparece la «orquesta», que ya no obedece a las condiciones de
la voz humana, sino que incorpora la voz humana a las demás voces.
Esto corresponde al tránsito, que
simultáneamente se verifica, del análisis geométrico de Fermat al
puramente funcional de Descartes [18]. En la Teoría de la armonía,
por Zarlino (1558), puede verse ya una verdadera perspectiva del puro
espacio musical. Comienzan a distinguirse los instrumentos
fundamentales de los instrumentos de adorno. El nuevo «motivo» nace de la melodía y la
fioritura y su desarrollo conduce a un renacimiento del espíritu
contrapuntístico, el estilo fugado, cuyo primer maestro es
Frescobaldi y cuya más alta cumbre es Bach.
Frente a la misa y al motete, que eran
composiciones cantadas, tenemos ahora las grandes formas barrocas,
concebidas en sentido puramente instrumental: el oratorio
(Carissimi), la cantata (Viadana), la ópera (Monteverdi). Ya sea la
melodía del bajo la que «concierte» con las voces altas, ya éstas
las que se destaquen sobre el fondo del basso continuo, siempre son
mundos sonoros, de expresión característica, que se entrecruzan en
la infinitud del espacio musical, apoyándose unos en otros,
alzándose, anulándose, iluminándose, amenazándose, haciéndose
sombra; juego que casi podría explicarse intuitivamente mediante las
representaciones del análisis contemporáneo.
Después de estas formas, que
pertenecen al primer período, al periodo pictórico del
barroco, vienen en el siglo XVII las diferentes especies de la
sonata, la suite, la sinfonía, el concerto grosso, con una
estructura interior cada vez más firme en las frases, en
el desarrollo temático y en la modulación. Así queda fijada por
fin la gran forma, con cuyo poderoso dinamismo Corelli, Händel y
Bach hacen de la música un arte perfectamente incorpóreo, que afirma su hegemonía
sobre todo el mundo artístico de Occidente. Cuando Newton y
Leibnitz, en 1670, descubrieron el cálculo infinitesimal, estaba ya
plenamente desenvuelto el estilo fugado. Y cuando en 1740 empezó
Euler a formular la concepción definitiva del análisis funcional,
hallaron Stamitz y su generación la forma última y más perfecta
de la ornamentación musical, la frase en cuatro partes, como
pura movilidad infinita. Porque entonces aun quedaba un último
paso que dar. El tema de la fuga es, mientras que el de la nueva
frase «deviene». En la fuga, el desarrollo tiene por resultado un
cuadro; aquí, un drama. En vez de una serie de imágenes, se produce
ahora una secuencia cíclica [19].
El origen de este lenguaje musical
hállase en las posibilidades, ahora ya realizadas, de nuestra
música más profunda e íntima, la de los instrumentos de cuerda. El
violín es, sin disputa, el más noble de todos los instrumentos
inventados y construidos por el alma fáustica para poder declarar
sus últimos secretos.
Por eso los momentos más trascendentes
y sublimes de nuestra música, los instantes de total
transfiguración, se encuentran en los cuartetos de cuerda y en las
sonatas de violín. Con la música de cámara llega, el arte
occidental a su más alta cima, El símbolo primario del espacio
infinito recibe aquí una expresión tan cumplida y perfecta como el
símbolo de la plena corporeidad en el Doríforo de Policleto. Esas
melodías de los violines, llenas de indecible anhelo, vagando por
el espacio sonoro que los quejidos de la orquesta
acompañante extienden en derredor; esas melodías de Tartini, de
Nardini, de Haydn, de Mozart, de Beethoven, ese es el único arte que
puede emparejarse con las grandes obras del Acrópolis.
Así la música fáustica afirma su
hegemonía sobre todas las demás artes. Elimina la plástica
estatuaria y sólo tolera el arte menor de la porcelana, arte
perfectamente musical, refinado, contrario al espíritu antiguo y
al Renacimiento, arte inventado en el tiempo en que la música de
cámara alcanzaba su definitivo predominio. La plástica gótica es
un ornamento enteramente arquitectónico; es, por decirlo así,
hojarasca humana.
En cambio las estatuas del rococó nos
ofrecen el ejemplo notable de una seudoplástica que en realidad vive
sometida por completo al lenguaje de las formas musicales. Aquí se
ve hasta qué punto la técnica predominante en los primeros planos
de la vida artística puede hallarse en contradicción con el
verdadero lenguaje de las formas, oculto tras ella. Compárese
la Venus en cuclillas, de Coysevox (1686), en el Louvre, con su
modelo antiguo en el Vaticano. En aquélla, la plasticidad
es musical; en ésta, la plasticidad es verdaderamente
plástica. Para describir en aquélla la calidad del movimiento, la
cadencia de las líneas, la fluidez esencial de la piedra misma que,
como la porcelana, semeja haber perdido su compacta y sólida
firmeza, habría que emplear expresiones musicales como staccato
decelerando, andante, allegro. Por eso ante una estatua como ésta se
experimenta la sensación de que el mármol granulado no es el
material conveniente. El artista, con un sentido enteramente
contrario a la antigüedad, ha calculado los efectos de luz y de
sombra, acomodándose al principio director que orienta la pintura
desde Ticiano. Lo que en el siglo XVIII se llama colorido—de un
aguafuerte, de un dibujo, de un grupo plástico—significa en realidad música. La música impera
en la pintura de Watteau y de Fragonard, en el arte de los Gobelinos,
en los pasteles. ¿No hablamos desde entonces de tonalidades en el
color y de coloridos en la sonoridad, consagrando así la
homogeneidad de dos artes en apariencia tan diferentes? Y esas
expresiones, ¿no serian absurdas si se aplicasen a cualquiera de las
artes antiguas? La música ha transformado igualmente la
arquitectura del barroco berniniano, infundiéndole su
espíritu y convirtiéndola en el rococó, sobre cuya
ornamentación trascendente se cierne una «sinfonía» de luces—de
sonidos—que resuelve en polifonía y armonía todos los elementos
constructivos y reales, artesonados, paredes, arcos. Hay aquí
trinos, cadencias, melodías arquitectónicas.
Existe una perfecta identidad entre el
lenguaje de las formas de esas salas y galerías y el de esta música,
compuesta para ser ejecutada en ellas. Dresde y Viena son el centro
de ese postrer mundo que se extingue bien pronto, mundo
maravilloso de músicas visibles y muebles retorcidos, de espejos
brillantes, poesías pastoriles y grupos de porcelana. El alma
occidental encuentra en él su última expresión perfecta, de
superior estilo, al declinar el sol de su otoño. Y ese mundo
desaparece para siempre en los días del Congreso de Viena.
El arte del Renacimiento, considerado
desde este punto de vista—que no basta, ni mucho menos, para
agotarle [20]—, significa una reacción contra el espíritu
de esa música fáustica, que es como el rumor de la selva; de esa
música del contrapunto, que se preparaba a asentar su predominio
sobre todo el lenguaje de formas de la cultura occidental. El
Renacimiento procede directamente del gótico ya maduro, en el cual
esa voluntad musical se había manifestado sin rebozo. Y nunca ha
negado este origen, ni tampoco el carácter de un simple movimiento
de oposición, cuya índole especial siguió dependiendo de las
formas del movimiento primitivo. El arte del Renacimiento representa
la reacción negativa que como consecuencia de la corriente gótica
se produce en el alma vacilante e indecisa. Por eso Justamente carece
de verdadera profundidad, en los dos sentidos de esta palabra:
profundidad en la idea y profundidad en las formas manifestativas.
Por lo que se refiere a la idea, basta recordar la pasión
desenfrenada con que el sentimiento cósmico del arte gótico inundó
todo el paisaje occidental, para comprender qué clase de movimiento
es este que, hacia 1420, se inicia en un estrecho círculo de
espíritus selectos, sabios, artistas, humanistas [21]. En el gótico
se trata nada menos que de la existencia misma de un alma nueva,
mientras que el Renacimiento es una cuestión de gusto. El gótico
abraza la vida entera, penetrando hasta en sus más íntimos
repliegues. El gótico crea un hombre nuevo, un mundo nuevo; imprime
por doquiera un simbolismo coherente, en la idea del catolicismo como
en el pensamiento político de los emperadores alemanes; en los
torneos caballerescos, como en el panorama de las nacientes ciudades;
en la catedral, como en la choza aldeana; en la estructura del
idioma, como en los adornos nupciales de las campesinas; en el cuadro
al óleo, como en la canción del juglar. El Renacimiento, en cambio,
se adueña de algunas artes plásticas y verbales, y nada más.
No altera para nada el modo de pensar, el sentimiento vital
del Occidente europeo. Llega hasta el traje y el gesto; pero no hasta
las raíces de la vida, pues la concepción
del mundo en la época del barroco sigue siendo aún en
Italia, por su substancia, una
continuación del gótico
[22]. Entre Dante y Miguel Ángel, que
caen ya fuera de sus limites, el Renacimiento no ha producido ninguna
personalidad enteramente grande. Y por lo que se refiere a sus formas
manifestativas, no llegó ni en la misma Florencia a influir sobre el
elemento popular, por cuyas capas más profundas—y sólo asi se
explica la figura de Savonarola y su imperio sobre los ánimos—siguió
fluyendo la corriente gótico-musical hasta verter en el barroco.
Hay en la antigüedad un movimiento que
corresponde a este sentir renacentista, antigótico y contrario al
espíritu de la música polifónica; es el movimiento dionisiaco, que
también es antidórico y contrario al sentimiento cósmico de la
plástica apolínea. El movimiento dionisiaco no nació del culto
tracio de Dionysos, sino que elevó este culto a la categoría de una
religión olímpica, para emplearlo como arma y símbolo de
contradicción. No de otro modo en Florencia el culto de la
antigüedad sirvió para legitimar y robustecer el sentimiento
de quienes lo propalaban. En Grecia, esa gran repulsa tuvo lugar en
el siglo VII; por lo tanto, en Occidente hubo de verificarse en el
siglo XV. Trátase en ambos casos de un disentimiento en el seno
mismo de la cultura, disentimiento que encuentra su expresión
fisiognómica en toda una época del cuadro histórico,
principalmente en el mundo de las formas artísticas. El alma, al
comprender su sino y contemplarlo en toda su amplitud, se rebela
contra él. Las potencias que interiormente se resisten, la segunda
alma de Fausto, que quiere separarse de la primera, se afanan por
desviar la orientación de la cultura; es preciso negar, anular,
eludir la inflexible necesidad. En todo esto actúa latente el terror
a ver cumplidos los destinos históricos en el jónico y en el
barroco. En la antigüedad ese terror se abrazó al culto de
Dionysos, con su orgiasmo musical, desrealizador, que derrite el
cuerpo; en el Renacimiento, a la tradición de la «antigüedad»,
con su adoración del elemento corpóreo y plástico.
Pero en ambos casos aquel culto y esta
tradición fueron conscientemente empleados como recursos expresivos
extraños, para utilizar el vigor de su contradictorio lenguaje de
formas, como centro de gravedad, como pathos propio del sentimiento
reprimido, y obstruir asi el camino a la corriente que en la cultura
antigua parte de Homero y del estilo geométrico para llegar a Fidias
y en la cultura occidental arranca de las catedrales góticas para
rematar en Beethoven, habiendo pasado por Rembrandt.
En todo movimiento de oposición,
justamente por serlo, resulta fácil definir lo que combate,
pero muy difícil determinar el fin que se propone. Por eso
precisamente es tan complicado el estudio del Renacimiento. En
cambio, en el gótico y en el dórico sucede lo contrario. El
gótico lucha por y no contra algo. Pero el arte del
Renacimiento es propiamente un arte antigótico. Hablar de música
renacentista es una contradicción. La música de la corte medicea
era la ars nova de la Francia meridional. La música que se ejecutaba
en la catedral de Florencia obedecía a las reglas del contrapunto
neerlandés. Ambas, empero, eran por igual góticas y pertenecían a
todo el Occidente.
La concepción habitual del
Renacimiento nos ofrece un ejemplo característico de cómo puede
contundirse la intención expresamente manifiesta con el sentido
profundo de un movimiento. Desde Burckhardt la crítica ha ido
refutando una por una todas las manifestaciones que los espíritus
directores del movimiento renacentista hicieron acerca de sus
propias tendencias; y sin embargo se ha seguido después
usando la palabra Renacimiento, esencialmente en su sentido
tradicional. Sin duda, cuando se pasan los Alpes se advierte una
notable diferencia en la arquitectura y, en general, en todo el
aspecto artístico. Pero justamente esta sensación, harto
popular, hubiera debido provocar la sospecha de que la diferencia
que existe entre el norte y el sur, dentro de uno y el mismo mundo de
las formas, puede muchas veces confundirse falsamente con una
diferencia entre lo gótico y lo «antiguo». Hay en España
muchas cosas que dan la impresión de «antigüedad» sólo porque son
meridionales. Si a uno que no sea perito en estas materias se le
pregunta: ¿pertenece al gótico el gran claustro de Santa María
Novella o la fachada del palacio Strozzi?, es seguro que contestará
erróneamente. De lo contrario, esa repentina sensación de
diferencia se produciría no desde el instante mismo en que se
franquean los Alpes, sino después de haber atravesado los Apeninos,
porque la Toscana constituye una isla artística, dentro de la misma
Italia. Toda la Italia del Norte pertenece a un gótico teñido de
bizantinismo; Siena, sobre todo, es una ciudad del
contrarrenacimiento, y Roma es ya la patria del barroco. Pero el
cambio de impresión se produce precisamente en el momento mismo en
que varía el paisaje.
En realidad, Italia no vivió
íntimamente la génesis del estilo gótico. Hacia el año 1000
hallábase bajo el dominio absoluto del gusto bizantino, en la parte
occidental, y del gusto árabe en la parte meridional. El
gótico, cuando arraigó en Italia, estaba ya en plena
madurez; y arraigó con una interioridad y un vigor que no posee
ninguna de las grandes creaciones renacentistas -recuérdese el
Stabat máter, el Dies irae, obras italianas; recuérdese a
Catalina de Siena, a Giotto, a Simón Martini—, Pero el gótico
italiano tiene claridades meridionales; es, por decirlo asi, un
elemento extraño, suavizado por el clima del país. Hubo de asimilar
o rechazar no unos supuestos epígonos de la antigüedad, sino un
lenguaje de formas exclusivamente bizantinosarracenas que a cada
instante y por doquiera hablaban a los sentidos, no sólo a través
de los edificios de Venecia y Rávena, sino mucho más aún en la
ornamentación de los tejidos, de los vasos, de las armas importados
de Oriente.
Si el Renacimiento fuera una renovación
del sentimiento cósmico de la antigüedad—pero
¿qué significa esto?—-hubiera
substituido el símbolo del espacio cubierto y rítmicamente
distribuido por el símbolo del cuerpo arquitectónico cerrado. Pero
jamás pensó en tal cosa. Al contrario. El renacimiento cultivó
exclusivamente una arquitectura del espacio, prescrita ya por el
gótico; sólo que su aliento, su serenidad equilibrada y clara, bien
distinta de la tormentosa impetuosidad nórdica, es genuinamente
meridional, luminosa, llena de descuido y abandono. Esta y no otra es
la diferencia. No hay en la arquitectura renacentista una nueva idea
constructiva; toda ella puede reducirse casi a patios y fachadas.
El hecho de que la expresión de los
edificios se oriente hacia el «rostro», hacia la parte que da a la
calle o al patio, con sus numerosas ventanas, reflejando siempre el
espíritu de la estructura interior, es típicamente gótico y se
relaciona, por modo muy profundo, con el arte del retrato. Mas el
patio, con su pórtico de columnas, desde el Templo al Sol, de
Baalbek, hasta el Patio de los Leones, de la Alhambra, es
genuinamente árabe. El templo de Poestum, todo cuerpo, permaneció
perfectamente solitario en medio de este arte. Nadie en Italia lo
vio; nadie intentó imitarlo. La plástica florentina no es tampoco
la escultura exenta de los atenienses. Todas
las estatuas florentinas tienen detrás una hornacina
invisible, el nicho en el cual la plástica gótica componía
sus imágenes, que son los verdaderos modelos de la escultura
florentina. El maestro de Las cabezas de reyes en la catedral de
Chartres y el maestro del Coro de San Jorge en la catedral de
Bamberga muestran en su modo de relacionar la figura con el fondo y
de estructurar el cuerpo una compenetración de recursos expresivos
«antiguos» y góticos que Giovanni Pisano, Ghiberti e incluso
Verrocchio en su modo de expresarse no han superado y, por supuesto,
no han contradicho jamás.
Si de las obras que sirvieron de modelo
al Renacimiento restamos todas las que proceden del imperio, esto es,
todas las que pertenecen al mundo de las formas mágicas, no nos
quedará nada. Es más; en los mismos edificios romanos de
la época posterior, el Renacimiento elimina uno por uno todos los
rasgos procedentes de la gran época, de la época que antecede
al comienzo del helenismo. El motivo predominante en
el Renacimiento, el que por su meridionalismo nos parece el más
típico representante del Renacimiento, es la unión del arco redondo
con la columna. Pues bien—y este hecho es decisivo—, ese motivo,
que sin duda no tiene nada de gótico, no existe tampoco en el estilo «antiguo»; es más bien el motivo
fundamental de la arquitectura mágica y tiene su origen en Siria.
Y ahora justamente es cuando llegan del
Norte las influencias decisivas, que ayudaron al Sur primero a
emanciparse por completo de Bizancio y luego a dar el paso que del
gótico conduce al barroco. En la comarca que se extiende entre
Ámsterdam, Colonia y París [23]- polo opuesto de la Toscana en la
historia del estilo de nuestra cultura—nacieron, además de la
arquitectura gótica, el contrapunto y la pintura al óleo. Dufay
pasó en 1428 a la capilla pontificia y Willaert en 1516.
Este fundó en 1527 la escuela de
Venecia, que tiene una capital importancia para el estilo barroco de
la música; y en esa escuela veneciana fue su sucesor de Rore, que
era natural de Amberes. Un florentino encargó a Hugo van der Goes el
altar de Portinari para Santa María Nuova y a Memling un Juicio
final. Muchos otros cuadros holandeses, sobre todo retratos, fueron
adquiridos en Italia y ejercieron una influencia extraordinaria.
Hacia 1450 Rogier van der Weyden esturo en Florencia, en donde su
arte fue admirado e imitado. Hacia 1470
Justo van Gent llevó a la Umbría la
pintura al óleo y Antonello de Mesina, formado en Holanda, la
importó en Venecia. ¡Cuántos elementos holandeses y cuan pocos
«antiguos» hay en los cuadros de Filippino Lippi,
Ghirlandajo, Botticelli, y sobre todo en las aguasfuertes de
Pollaiuolo y hasta en Leonardo!
Apenas si comienza hoy a afirmarse
claramente el gran influjo que el norte gótico ejerció sobre la
arquitectura, la música, la pintura, la plástica del renacimiento
[24].
En esta época Justamente fue cuando
Nicolás Cusano, cardenal y obispo de Brixen (1401-
1464), introdujo en la matemática el
principio infinitesimal, método de cálculo contrapuntístico, que
su inventor derivó de la idea de Dios, como ente infinito. El dió a
Leibnitz la impulsión decisiva que le condujo al desarrollo del
cálculo diferencial. Así quedaban forjadas las armas con que la
física dinámica, barroca, de Newton pudo vencer definitivamente la idea estática de
una física meridional enlazada con Arquímedes y latente aún en las
concepciones de Galileo.
El alto Renacimiento es el momento en
que aparentemente la música es expulsada del arte fáustico. En
Florencia, único punto en donde el paisaje de la cultura antigua
confina con el de la cultura occidental, en Florencia, durante
algunos decenios, y merced a un esfuerzo grandioso de reacción
propiamente metafísica, pudo mantenerse intacta una imagen de la
antigüedad cuyos más profundos rasgos se derivaban todos de una
negación del gótico. Esta imagen de la antigüedad sigue sin
embargo, siendo válida—para nuestro sentimiento, no para nuestra
crítica—todavía hoy, después de Goethe. La Florencia de Lorenzo
de Médicis, la Roma de León X, eso es lo (antiguo» para nosotros;
ese es el eterno ideal de nuestros más recónditos anhelos; eso es
lo único que nos liberta de toda pesadumbre, de toda lejanía, por
la sencilla razón de que eso es lo antigótico. Así queda
fuertemente sellada la oposición entre el alma apolínea y el alma
fáustica.
Pero no nos engañemos sobre la
amplitud de esta ilusión. En Florencia se cultivaba el fresco y el
relieve para oponerse a la vidriera gótica y al mosaico bizantino
de fondo dorado.
El Renacimiento ha sido la única época
de la cultura occidental en que la escultura ha ocupado el lugar
preeminente en el arte. En los cuadros dominan los cuerpos bien
proporcionados, los grupos ordenados, los elementos tectónicos
de la arquitectura. Los fondos no tienen valor propio y sirven para
rellenar el espacio entre las figuras del primer plano y detrás de
ellas; y estas figuras del primer plano están colmadas,
saturadas de presente. En verdad, la pintura aquí estuvo algún
tiempo bajo la influencia dominante de la plástica. Verrocchio,
Pollaiuolo y Botticelli fueron orífices. Y, sin embargo, estos
frescos no tienen nada del espíritu de Polignotos. Basta contemplar
una numerosa colección de vasos antiguos—la pieza aislada o la
reproducción adulteran la impresión y los vasos pintados son
las únicas obras del arte antiguo que podemos contemplar juntas en
número suficiente para obtener una imagen penetrante de la voluntad
artística—para palpar, por decirlo así, con nuestras manos el
espíritu, perfectamente extraño a la antigüedad, que anima la
pintura del Renacimiento.
La gran hazaña de Giotto y de
Masaccio, la creación de una pintura al fresco, es sólo en
apariencia una renovación del sentir apolíneo. La experiencia
intima de la profundidad, el ideal de la extensión, que le sirve de
fundamento, no es el cuerpo apolíneo, separado del espacio,
encerrado en sí mismo, sino mas bien la, imagen gótica del espacio.
Pueden, sin duda, atenuarse los fondos; pero siguen existiendo. Una
vez más, la luminosidad, la transparencia, la magna quietud
meridiana del Sur es la que, en Toscana y sólo en Toscana,
transforma el espacio dinámico en un espacio estático, cuyo maestro
fue Piero della Francesca. Los florentinos, sin duda, pintaban
espacios; pero los vivían no cual realidades ilimitadas, afanosas de
profundidades y estremecimientos musicales, sino por el lado de su
limitación sensible. Les daban, por decirlo asi, cuerpo. Los
ordenaban en capas de superficies sucesivas. Con una aparente
afinidad con el ideal helénico, cultivaban el dibujo, los contornos
acusados, las superficies limitantes de los cuerpos.
Sólo que aquí es el espacio único de
la perspectiva el que confina con las cosas, mientras que en Atenas
son las cosas singulares las que confinan con la nada; y a medida que
fue decreciendo la ola renacentista, fue perdiéndose igualmente la
dureza, de esa tendencia, desde los frescos de Masaccio en la capilla
de Brancacci hasta las estancias de Rafael. El sfumato de Leonardo,
esa confusión de los contornos con el fondo, significa ya el ideal
de una pintura musical en vez de la pintura inspirada en el
relieve. Tampoco puede desconocerse el oculto dinamismo de la
escultura toscana. En vano se buscaría una escultura
ateniense comparable a la estatua ecuestre de Verrocchio. Este arte
fue un disfraz, el gusto de una sociedad selecta, a veces una
comedia; pero no ha habido nunca comedia mejor representada. Ante la
pureza de la forma, indeciblemente íntima, se olvida aquí lo que el
gótico le aventaja en potencia primitiva y en profundidad. Pero hay
que repetirlo una vez más: el gótico es el fundamento único sobre
que se desenvuelve el Renacimiento. El Renacimiento no sólo no
comprendió, no sólo no «reanimó» la antigüedad verdadera, pero
ni siquiera entró en contacto con ella. El espíritu de aquella
selecta sociedad florentina, actuando bajo el influjo de la
literatura, forjó un nombre seductor para dar al aspecto negativo
del movimiento un sentido afirmativo. Y ese nombre demuestra cuan
poco saben de sí mismas estas corrientes artísticas. No se hallará
en el Renacimiento una sola obra que los contemporáneos de Perícles
y aun los de César no hubiesen rechazado por extraña a su íntimo
sentir. Esos patios son todos árabes. Esos arcos redondos sostenidos
por finas columnas son de origen Sirio. Cimabue enseñó a su siglo
el arte de imitar con el pincel los mosaicos bizantinos. De las dos
famosas cúpulas del Renacimiento, el domo de Florencia y San Pedro,
es la primera una obra maestra del gótico posterior y la segunda del
barroco incipiente. Y cuando Miguel Ángel se jactaba de «amontonar
el Panteón sobre la basílica de Majencio», nombraba precisamente
dos edificios del más puro estilo árabe primitivo. ¿Y la
ornamentación? ¿Existe una ornamentación auténticamente
renacentista? Desde luego, nada que pueda compararse con el vigor
simbólico de la ornamentación gótica. Pero ¿de dónde procede ese
decorado alegre y distinguido, lleno de unidad interna y cuyo encanto
fascinó a toda la Europa occidental? Hay una notable diferencia
entre la patria origen de un gusto y la de los medios expresivos que
ese gusto emplea. En los motivos florentinos primitivos del Pisano,
de Majano, de Ghiberti, de della Quercia, hay muchos elementos
septentrionales. En todos esos pulpitos, sepulcros, nichos,
portales, debe distinguirse la forma exterior, transmisible—en
este sentido la misma columna jónica es de procedencia egipcia—, y
el espíritu del lenguaje de las formas a que aquélla se incorpora,
como medio y signo expresivo. Nada importa que el Renacimiento
emplee elementos «antiguos» si le sirven para expresar algo
completamente ajeno al sentir antiguo. Pero aun en la obra de
Donatello esos elementos son mucho más raros que en el alto barroco.
En todo el Renacimiento no se encuentra un capitel que sea
rigurosamente «antiguo».
Y, sin embargo, en algunos momentos el
Renacimiento llega a producir cosas maravillosas, que la música no
hubiera podido expresar: un sentimiento de venturosa inmersión en la
perfecta proximidad, una emoción de puros, serenos, redentores
efectos espaciales, cuya sencilla estructura permanece exenta de la
apasionada movilidad del gótico y del barroco. Esto no es «antiguo»;
pero es un ensueño de la existencia antigua, el único que el alma
fáustica ha podido soñar, el único en que el alma fáustica ha
podido olvidarse de sí misma.
En el siglo XVI se verifica la
transformación decisiva de la pintura occidental. Pierden su
hegemonía la arquitectura, en el Norte, y la escultura, en
Italia. La pintura se torna polifónica, «colorista»; es algo
que navega por el espacio infinito. Los colores se convierten en
sonidos. El arte del pincel se hermana con el estilo de la cantata y
del madrigal. La técnica del óleo acaba por ser la base de un arte
cuya aspiración es conquistar el espacio, en el cual están
sumergidas las cosas. Con Leonardo y Giorgione comienza el
impresionismo.
En los cuadros se verifica, pues, una
transvaloración de todos los elementos. El fondo, que hasta
entonces había sido tratado con indiferencia, considerado
como un relleno, disimulando casi su cualidad de espacio, adquiere
ahora una significación decisiva. En este momento se inicia una
evolución que no tiene semejante en ninguna otra cultura, ni
siquiera en la cultura china, tan íntimamente afín a la nuestra por
múltiples aspectos. El fondo, como signo del infinito, vence al
primer plano sensible y palpable. Y se llega, por último—éste es
el estilo colorista, contrapuesto al dibujo—, a concentrar en el
movimiento del cuadro la experiencia íntima de la profundidad, que
caracteriza el alma fáustica. Ese «espacio en relieves» que vemos
en Mantegna, ese espacio de superficies sucesivas, de capas
superpuestas, Tintoretto lo convierte en la energía de la dirección.
Ahora los cuadros tienen un horizonte, símbolo magno del espacio
cósmico, del espacio sin límites, en el cual las cosas
particulares, visibles, hacen el efecto de meros accidentes. Tan
evidente ha parecido la representación del horizonte en el cuadro de
paisaje, que a nadie se le ha ocurrido hacer estas preguntas
decisivas: ¿En qué casos falta esa representación? ¿Qué
significa el hecho de que falte? Pero ni el relieve egipcio, ni el
mosaico bizantino, ni los vasos y frescos antiguos, ni siquiera
los de la época helenística con su espacialidad de los
primeros términos, ofrecen la más mínima indicación del
horizonte. Esa línea, en cuya irreal vaporosidad se abrazan los
cielos y la tierra; esa línea, esencia y símbolo máximo de la
lejanía, esa línea representa el principio infinitesimal en la
pintura. De las lontananzas del horizonte avanza hacia el espectador
la música del cuadro. Por eso los grandes paisajistas holandeses
pintan en realidad sólo fondos, atmósfera, al revés
de los maestros «antimusicales», como Signorelli,
y sobre todo Mantegna, que no pintaron mas que primeros
términos— «relieves»—. En el horizonte, la música vence a la
plástica, la pasión del espacio vence a la substancia de la
extensión. Y puede decirse que en los cuadros de Rembrandt no hay
nunca un plano «delantero». En el Norte, en la patria del
contrapunto, encontramos muy pronto una profunda comprensión de lo
que significa el horizonte, la lejanía iluminada por puras
claridades. En cambio, en el Sur sigue predominando durante mucho
tiempo aún el fondo dorado uniforme de los cuadros arábigo
bizantinos. El sentimiento puro del espacio aparece por vez primera
hacia 1416 en los libros de horas del duque de Berry—el de
Chantilly y el de Turín—y en los primitivos alemanes de la región
renana.
Y luego conquista lentamente el cuadro
al óleo.
Igual sentido simbólico tienen las
nubes. Los antiguos desconocieron por completo este motivo
artístico, y los pintores del Renacimiento lo trataron con
cierta superficialidad juguetona. En cambio la pintura del
Norte gótico nos ofrece bien pronto entre las masas de nubes
visiones lejanas de un misticismo maravilloso, y los
venecianos, sobre todo Giorgione y Pablo Veronés, nos descubren el
infinito encanto de ese mundo atmosférico, de esos espacios celestes
habitados por seres luminosos que flotan, galopan y estallan en rayos
de mil colores. Grünewald y los holandeses sublimaron las nubes
hasta llegar a la tragedia. El Greco introdujo en España ese gran
arte del simbolismo meteorológico.
En el arte de la jardinería, que
también por esta época llegó a su madurez, al mismo tiempo que la
pintura al óleo y el contrapunto, vemos aparecer igualmente los
estanques espaciosos, las alamedas, las avenidas, los panoramas, las
galerías. En el cuadro de la libre naturaleza representan estos
elementos la misma tendencia que la perspectiva lineal en la pintura,
esa perspectiva que los holandeses primitivos concibieron como el
problema fundamental de su arte y que Brunellesco, Alberti y Piero
della Francesca estudiaron en su aspecto teórico. Dijérase que la
perspectiva fue entonces Justamente objeto de una representación en
cierto modo intencionada, como una consagración matemática
del espacio estético—ya sea paisaje, ya interior—limitado
lateralmente por el marco y poderosamente sublimado en la
profundidad. Aquí se manifiesta ya el símbolo primario. El punto
hacia el cual convergen todas las líneas de la perspectiva se halla
situado en el infinito. La pintura antigua no tuvo perspectiva,
justamente porque evitó ese punto, porque no reconoció, no admitió
la lejanía. Por consiguiente, el parque, la consciente composición
de la naturaleza, en el sentido de producir efectos de lejanos
espacios, resulta igualmente imposible en el arte de la antigüedad.
Ni en Atenas ni en Roma existieron jardines de importancia
significativa. La época imperial fue la primera que empezó a sentir
gusto por los jardines orientales, de términos próximos y muy
acentuados, como lo demuestran a primera vista las trazas que aún se
conservan [25]. El primer teórico de la jardinería en Occidente, L.
B. Alberti, explicó ya en 1450 la relación que existe entre el
jardín y la casa, es decir, entre el jardín y los que lo contemplan
desde dentro de la casa. Si comparamos sus bosquejos con los parques
de la villa Ludovisi y de la villa Albani, podremos ver cómo ha ido
aumentando cada vez más la importancia de las perspectivas lejanas.
Los jardineros franceses, a partir de Francisco I, les añadieron los
estanques, las fuentes, las cascadas (Fontainebleau).
El elemento más importante en el
cuadro del jardín occidental es pues, el point de vue de los grandes
parques estilo Rococó. En ese punto de vista se abren las avenidas,
los caminos de flores; por él la mirada va a perderse en lontananzas
de amplias ondulaciones. Y ese centro justamente es el que falta en
los demás jardines, incluso en los jardines chinos. Hay aquí un
perfecto paralelismo con ciertos «colores lejanos», claros,
argentinos, de la música pastoril, al principio del siglo XVIII, en
Couperin, por ejemplo. El point de vue es el que nos da la clave para
comprender esa extraña manera humana de someter la naturaleza al
lenguaje simbólico de un arte. Aquí se aplica un principio
semejante al de la división de los elementos numéricos finitos en
series infinitas. En esta operación, la fórmula del resto nos
descubre el sentido último de la serie; de igual modo, en el jardín
barroco, la mirada, perdiéndose en lo ilimitado, descubre a los ojos
del hombre fáustico el sentido íntimo de la naturaleza. Nosotros,
no los helenos, no los hombres del alto Renacimiento, hemos sentido
el valor y el atractivo de los panoramas ilimitados que se contemplan
desde las cumbres de las montañas. Es éste un anhelo fáustico. El
occidental apetece la soledad en el espacio infinito. La gran hazaña
de los jardineros franceses ha consistido en sublimar este símbolo, llevándolo a su máxima potencia. En
este sentido hacen época las creaciones de Fouquet en
Vaux-le-Vicomte y, sobre todo, las de Le Nôtre. Compárese el parque
renacentista, de la época medicea, jardín que la mirada abarca de
una vez, conjunto de proximidades y redondeces placenteras, líneas,
contornos y grupos conmensurables, compárese, digo, con aquel
misterioso disparo hacia la lejanía, que pone en movimiento
los estanques, las cascadas, las estatuas, los bosquecillos, los
laberintos. Este período de la historia de la jardinería reproduce
típicamente el sino de la pintura occidental.
Pero la lontananza es al mismo tiempo
una sensación histórica. En la lontananza, el espacio se convierte
en tiempo. El horizonte significa el futuro. El parque barroco es el
parque de la última estación del año, del fin próximo, de
las hojas que caen. El parque del Renacimiento está pensado
para el verano y el mediodía. Es intemporal. En el lenguaje de sus
formas no hay nada que nos recuerde lo transitorio, lo efímero. La
perspectiva es la que evoca en nosotros la sensación de algo
que pasa, que fluye, que muere. La palabra «lontananza» tiene en la lírica
occidental de todos los idiomas un matiz de melancolía otoñal, que
en vano buscaríamos en la lírica latina y griega. Ese matiz se
encuentra ya en los cantos osiánicos de Macpherson, en Hölderlin;
más tarde también en los ditirambos a Dionysos, de Nietzsche, y
finalmente, en Baudelaire, Verlaine, George y Droem. La poesía
decadente de las alamedas otoñales, de las interminables calles
rectas de nuestras urbes cosmopolitas, de las bóvedas catedralicias
con sus hileras de pilares, de las cumbres lejanas en la sierra,
revela que nuestra experiencia íntima de la profundidad, por medio
de la cual nos creamos el espacio cósmico, es en última instancia
la certidumbre interna de un sino, de una dirección prefijada, del
tiempo, de lo irrevocable. Cuando vivimos el horizonte como si fuera
el futuro, sentimos inmediatamente que el tiempo es idéntico a la
«tercera dimensión» del espacio vivido, de la dilatación
viviente. Este rasgo fatídico del parque versallesco lo hemos
extendido por último al panorama urbano de las grandes ciudades,
disponiéndolas en calles rectas, que van a perderse en la lejanía,
aun sacrificando para ello, si es preciso, viejos barrios históricos,
cuyo simbolismo ahora cede la preeminencia al simbolismo del espacio.
En cambio, las urbes antiguas enrevesaban con temerosa precaución el
laberinto de sus callejuelas sinuosas, para que el hombre apolíneo
se sintiese en ellas como un cuerpo entre cuerpos [26].
La necesidad práctica ha sido, en
esto, como en todo, la máscara que sirve para ocultar una tendencia
intima.
A partir de este momento concéntrase
en el horizonte la forma más profunda, la plena significación
metafísica del cuadro El contenido palpable, expresado en el titulo,
ese contenido que la pintura del Renacimiento había reconocido y
acentuado se convierte ahora en un medio, en un simple sustentáculo
de la significación, que las palabras ya no pueden agotar. En
Mantegna y Signorelli, el mero dibujo, sin colores, podría muy bien
subsistir como cuadro. Y algunas veces fuera de desear que la labor
del artista no hubiese pasado de los cartones. En las composiciones
que se inspiran en la estatua, el color no es mas que un suplemento.
Pero ya a Ticiano le acusa Miguel Ángel de no saber dibujar. El
«objeto», esto es, lo que el dibujo del contorno capta y fija, lo
próximo, lo material, ha perdido su realidad artística; y a partir
de ahora, la teoría del arte, que siguió sometida a las impresiones
del Renacimiento, no cesa de reproducir la extraña e inacabable
disputa sobre la «forma» y el
«contenido» de la obra artística.
Esta manera de plantear el problema obedece a un equívoco que ha mantenido oculto el
sentido importantísimo de la cuestión. Lo primero que había que
investigar es si la pintura debe concebirse en sentido
plástico o en sentido musical, como estática de las cosas o como
dinámica del espacio—que en esto consiste la profunda oposición
entre la pintura al fresco y la pintura al óleo—.
Luego podía plantearse el problema de
la oposición entre los dos sentimientos de la forma, el apolíneo y
el fáustico. El contorno limita la materia. Los tonos de color
interpretan el espacio [27]. Aquél posee una naturaleza sensible
inmediata; es narrativo. El espacio, en cambio, es por esencia
trascendente. Habla a la imaginación. En las artes, que están
dominadas por el simbolismo del espacio, el aspecto narrativo
rebaja y obscurece la tendencia más profunda. Y un teórico que
sienta aquí latente una misteriosa desproporción, sin alcanzar a,
comprenderla, se aferrará a la oposición superficial entre el
contenido y la forma. Este problema es un problema puramente
occidental, que revela como pocos la perfecta inversión que se ha
producido en el significado de los elementos pictóricos, a partir
del instante en que termina el Renacimiento y surge una música
instrumental de gran estilo. La Antigüedad no podía plantearse
problemas como el del contenido y la forma en este sentido. En una
estatua ática, ambas cosas son perfectamente idénticas; son
el cuerpo humano. Pero el caso de la pintura barroca se complica
todavía más con la lucha entre el sentimiento popular y el
sentimiento elevado. Las cosas palpables, euclidianas, son
populares; el arte «antiguo» es, por lo tanto, el arte popular en
sentido propio. Los espíritus fáusticos percibimos vagamente en la
«antigüedad» ese carácter popular, y a ello obedece en gran parte
el encanto indecible que todo lo «antiguo» ejerce sobre nosotros.
El espíritu fáustico, en cambio, necesita conquistar su
propia expresión, ganarla en lucha con el mundo. Para
nosotros, la contemplación de la voluntad artística «antigua»
constituye el gran descanso. Hada hay que conquistar en ella. Todo se
nos entrega fácilmente. Y en realidad la tendencia antigótica de
los florentinos ha producido algo semejante. En muchos aspectos de su
creación, Rafael es popular, Rembrandt en cambio no puede serlo
nunca. A partir del Ticiano, la pintura ha ido haciéndose cada vez
más esotérica; y otro tanto le ha sucedido a la poesía y a la
música. El arte gótico lo fue ya desde sus comienzos— Dante,
Wolfram—. La muchedumbre de los fieles no estuvo nunca capacitada
para entender las misas de Okeghem, de Palestrina, e incluso de
Bach. La multitud se aburre oyendo a Mozart y Beethoven.
La música actúa sobre el vulgo sólo
por cuanto ejerce algún influjo sobre su estado de ánimo. En los
conciertos y en los museos la masa se figura sentir interés hacia
aquellas cosas porque las teorías sobre la educación popular han
puesto en circulación el tópico del arte para todos. Pero un arte
fáustico no puede ser un arte para todos. Le es esencial el no
serlo; y si la pintura contemporánea se ofrece exclusivamente a un
pequeño circulo de entendidos, círculo que se va reduciendo cada
día más, no hace sino confirmar su aversión por el objeto vulgar y
fácil. Al «contenido» se le niega todo valor propio; y la realidad
se atribuye al espacio, por el cual—según Kant—existen las
cosas. Ha penetrado en la pintura desde entonces un elemento
metafísico, de difícil acceso, que no se entrega a la
comprensión del lego. Mas para Fidias la palabra lego no
hubiera tenido sentido. La plástica de Fidias se ofrecía a los
ojos del cuerpo, no a los del espíritu. Un arte inespacial es, «a
priori», un arte afilosófico.
Hay un principio importante que se
halla en relación con todo esto: es el principio de la composición.
En el cuadro, las cosas pueden agruparse por modo inorgánico, unas
sobre otras, unas junto a otras, unas detrás de otras, sin
perspectiva, sin mutua relación, es decir, sin destacar el hecho de
que su realidad depende de la estructura del espacio; lo cual no
quiere decir que se niegue esa dependencia. Así dibujan los salvajes
y los niños antes de que la experiencia íntima de la profundidad
haya sometido sus impresiones sensibles del universo a un orden más
profundo. Pero este orden, que depende del símbolo primario, es
diferente en cada cultura. Nuestra manera de componer las cosas,
ordenándolas en perspectivas, resulta evidente para nosotros; sin
embargo, constituye un caso único que la pintura de las restantes
culturas ni conoce ni quiere. El arte egipcio gustaba de representar
sucesos simultáneos, disponiéndolos en series superpuestas. De esta
suerte suprimía en la impresión del cuadro la tercera dimensión.
El Arte apolíneo representaba figuras y grupos aislados, evitando
deliberadamente las relaciones de espacio y tiempo en la superficie
del cuadro. Los frescos de Colignotos, en el vestíbulo de Delfos
constituyen un ejemplo bien conocido. No había en ellos un fondo que
pusiera en mutua relación las diferentes escenas; pues semejante
fondo hubiera menoscabado la significación de las cosas como única
realidad—frente al espacio, que es la nada—. El frontón del
templo de Egina, la procesión de dioses en el vaso François y el
friso de los gigantes de Pérgamo ostentan una serie meándrica de
motivos aislados, intercambiables, pero en modo alguno un organismo.
Hasta la época helenística—el friso de Telefos en el altar de
Pergamo es el ejemplo más viejo que se conserva—no aparece el
motivo de la serie uniforme, motivo contrario al espíritu de la
antigüedad. También en esto el sentir del Renacimiento fue
puramente gótico. Llevó la composición de los grupos a tal altura,
que ha seguido siendo un modelo para los siglos posteriores. Mas ese
orden nacía del espacio, y en sus últimos fundamentos era como una
música suave de la extensión, impregnada de luminosos colores; una
música que con su ritmo invisible acompaña en la lejanía
todas las resistencias de la luz que la mirada inteligente
concibe como cosas, como seres. Pero establecer en el espacio ese
orden, que insensiblemente convierte la perspectiva lineal en
perspectiva aérea y luminosa, era ya superar interiormente el
Renacimiento.
A partir del Renacimiento se
suceden en compacta serie los grandes músicos, desde Orlando
Lasso y Palestrina hasta Wagner; y los grandes pintores, desde
Ticiano hasta Manet, Marees y Leibl. La plástica, en cambio, decae
hasta sumirse en la más completa insignificancia. La pintura al
óleo y la música instrumental recorren una evolución
orgánica, cuyo término, implícito ya en el arte gótico, fue
alcanzado por el barroco. Ambas artes, que son fáusticas en el
sentido más alto de la palabra, constituyen dentro de esos límites
dos protofenómenos. Tienen un alma, una fisonomía, y, por lo tanto,
una historia; una historia de ellas solas. La escultura, en cambio,
se limita a dos o tres hermosas obras, casos fortuitos que nacen a la sombra
de la pintura, de la jardinería o de la arquitectura. Pero en el
cuadro del arte occidental se puede muy bien prescindir de ellas. Ya
no existe el estilo plástico en el sentido en que decimos que existe
el estilo pictórico y musical. Ni hay una tradición cerrada ni se
ve una conexión necesaria entre las obras de un Maderna, un Goujon,
un Puget y un Schlüter. Leonardo empieza ya a manifestar un
verdadero desprecio por la escultura. A lo sumo admite el
vaciado en bronce, a causa de sus cualidades pictóricas. En
cambio, el elemento propio de Miguel Ángel es el mármol blanco.
Pero este artista mismo, cuando llega a la vejez, comienza también
sentir que le fallan las obras de carácter plástico. Y ninguno de
los escultores que le suceden es grande en el sentido en que son
grandes Rembrandt y Bach. Sin duda se encuentran en la escultura
moderna obras sólidas y de buen gusto. Pero no hay ninguna
que pueda parangonarse con la Ronda nocturna o la Pasión de San
Mateo; ninguna que, como éstas, sea la expresión profunda de toda
una humanidad. La plástica ha dejado de representar el sino de su
cultura. Su lenguaje ya no tiene sentido. Es completamente imposible
expresar en un busto el contenido de un retrato de Rembrandt. Si
alguna vez surge un escultor de importancia, como Bernini o los
maestros de la escuela española de la misma época, o Pigalle o
Rodin—naturalmente, ninguno de ellos ha podido trascender de lo
decorativo para llegar a un simbolismo profundo—, resulta o un
retrasado imitador del Renacimiento, como Thorwaldsen, o un pintor
disfrazado, como Houdon y Rodin, o un arquitecto, como Bernini y
Schlüter, o un decorador, como Coyzevox; y su misma aparición
demuestra claramente que este arte de la escultura, que ya no puede
tener contenido fáustico, carece de problemas y, por lo tanto, de
alma, de historia vital, en el sentido de una evolución completa del
estilo. A la música de la antigüedad le sucede lo mismo que a la
plástica de Occidente. Después de haber producido en el dórico
primitivo algunas obras iniciales que acaso no carecían de
importancia, la música antigua hubo de dejar el campo libre a
las dos artes típicamente apolíneas, la plástica y la pintura
al fresco, en los siglos maduros del jónico (650-350). Al renunciar
a la armonía y a la polifonía tuvo que renunciar asimismo el
rango de un arte mayor, de evolución orgánica propia.
La pintura antigua, en su estilo
riguroso, usaba una paleta limitada al amarillo, al rojo, al negro y
al blanco. Hace mucho tiempo que se ha hecho notar esta circunstancia
extraña. Para explicarla se ha apelado a motivos harto superficiales
y notoriamente materialistas o a hipótesis absurdas, como la de una
supuesta ceguera de los griegos para los demás colores. El mismo
Nietzsche habla de esto (Aurora, 426).
Pero ¿por qué la pintura antigua, en
la época de su mayor florecimiento, evita el azul y aun el verde
azulado, iniciando la escala de los colores lícitos en los tonos
amarillo verdoso y rojoazulado? [28]. No hay duda de que en esta
limitación se expresa el símbolo primario del alma euclidiana.
El azul y el verde son los colores del
cielo, del mar, de la campiña fértil, de las sombras al sol del
mediodía, de los atardeceres, de las montanas lejanas.
Son colores que esencialmente pertenecen a la atmósfera, no a
las cosas mismas, colores fríos que anulan los cuerpos y producen
impresiones de lejanía, de amplio horizonte, de infinito.
Por eso, mientras que Polignotos los
evita cuidadosamente en sus frescos, en cambio la pintura al óleo,
la pintura de perspectiva, emplea como elementos creadores del
espacio unos azules y unos verdes «infinitesimales» que
durante toda su historia, desde los venecianos hasta el siglo
XIX, constituyen el matiz fundamental de rango preeminente, el tono
que sustenta el sentido todo del colorido, el basso continuo con el
que armonizan los tonos calientes, amarillos y rojos, más escasos y
supeditados a aquéllos. No me refiero a ese verde intenso, alegre,
próximo, que Rafael o Durero emplean a veces—pocas veces—en los
paños, sino a un verde azulado indefinible, que aparece en mil
matices de blanco, gris y pardo, a un color profundamente musical en
que está inmersa toda la atmósfera, sobre todo en los Gobelinos.
Este color es el elemento principal de eso que se ha llamado
perspectiva aérea, por oposición a la perspectiva lineal, y que
hubiera debido llamarse perspectiva barroca, por oposición a la
perspectiva del Renacimiento.
Se le encuentra en Italia; el vigor
con que produce la impresión de la profundidad va creciendo en
Leonardo, Guercino, Albani. Se le encuentra en Holanda
(Ruysdael, Hobbema).
Se le encuentra, sobre todo, en los
grandes franceses, desde Poussin, Lorena y Watteau, hasta Corot. El
azul, que también es color de perspectiva, se relaciona siempre con
lo obscuro, lo apagado, lo irreal. No penetra, sino que arrebata
hacia la lejanía. Goethe, en su teoría de los colores, lo ha
llamado «una nada encantadora».
El azul y el verde son colores
trascendentes, espirituales, suprasensibles. No se dan en la pintura
al fresco de estilo ático; y por eso mismo predominan en la pintura
al óleo. El amarillo y el rojo, colores «antiguos», son los
colores de la materia, de la proximidad, de las emociones sanguíneas.
El rojo es el color propio de la sexualidad; por eso es el único que
actúa sobre los animales. Es el que más se aproxima al símbolo del
falo—y, por lo tanto, de la estatua y de la columna dórica—,
mientras que el azul purísimo sirve para transfigurar el manto de la
Virgen. Esta relación se ha impuesto por sí misma en todas las
escuelas, con necesidad profunda. El violeta—que es un rojo
superado, vencido por el azul—es el color de las mujeres que han
perdido su fertilidad y de los sacerdotes que viven en el celibato.
El amarillo y el rojo son colores
populares, los colores de multitudes, de los niños, de las mujeres y
de los salvajes.
En España y Venecia el hombre
distinguido prefiere—por el afán inconsciente de mantenerse
apartado y distante—un negro o un azul suntuoso. El amarillo y
el rojo— colores euclidianos, apolíneos, politeístas—son, por
último, los colores del primer plano social, de las ruidosas
aglomeraciones, de los mercados, de las fiestas populares, de la vida
ingenua y atropellada, del fatum antiguo, del azar ciego, de la
existencia punctiforme. El azul y el verde—colores fáusticos,
monoteístas—son los colores de la soledad, de la solicitud, de la gran curva que una el
presente con el pasado y el futuro, del sino como decreto inmanente
en el cósmico conjunto.
Más arriba hemos establecido la
relación que une el sino de Shakespeare al espacio y el sino de
Sófocles al cuerpo aislado.
Todas las culturas profundamente
trascendentes, todas las culturas cuyo símbolo primario exige una
superación de las apariencias visibles, una vida de lucha y de
conquista, que no se abandona a lo que adviene, todas estas culturas
sienten hacia el espacio la misma propensión metafísica que hacia
el azul y el negro. En los estudios de Goethe acerca de los colores
entópticos de la atmósfera se encuentran profundas observaciones
sobre la relación que existe entre la idea del espacio y el sentido
de los colores. El simbolismo de los colores que derivamos aquí de
las ideas del espacio y del sino coincide perfectamente con el
expuesto por Goethe en su Teoría de los colores.
El empleo más importante del verde
sombrío, como color del sino, se encuentra en Grünewald, cuyas
«noches» tienen una indescriptible potencia de espacialidad que
sólo Rembrandt ha podido después alcanzar. Al contemplarlas, se
recibe la impresión de que ese verde azulado, que es el mismo color
en que está a veces envuelto el interior de las grandes catedrales,
podría denominarse el color específico del catolicismo, suponiendo
que se dé este nombre única y exclusivamente al cristianismo
fáustico, con la eucaristía como centro, al cristianismo fundado
en 1215 por el Concilio lateranense y perfeccionado por el
Tridentino. Ese color, con su silenciosa grandeza, dista seguramente
tanto del fastuoso fondo dorado de las imágenes cristiano
bizantinas como de los colores chillones, alegres, «paganos», de los templos y
estatuas griegas. Adviértase que ese color, para producir
impresión, necesita que el cuadro esté expuesto en un
«espacio interior», es decir, lo contrario del amarillo y del
rojo. La pintura antigua es resueltamente pintura de la calle; en
cambio la pintura occidental es un arte de taller. En toda la gran
pintura al óleo, desde Leonardo hasta el final del siglo XVIII, no
hay una obra pensada para ser vista a la luz cruda del día.
Reaparece aquí la oposición entre la música de cámara y la
estatua aislada, al aire libre. Algunos han querido explicar este
hecho por el clima. Pero esta explicación superficial quedaría
refutada—si fuere necesario refutarla—por el caso de la
pintura egipcia.
Para el sentimiento vital de los
antiguos, el espacio infinito era una perfecta nada; por lo tanto, el
azul y el verde, con su poder anulador de la realidad y creador de la
lejanía, hubieran hecho vacilar la omnipotencia de los primeros
términos, de los cuerpos aislados, menoscabando asi el sentido
propio de las obras del arte apolíneo. Para los ojos de un
ateniense, un cuadro con el colorido de Watteau seria algo sin
esencia, sin realidad, algo falso, vacío, de una vacuidad interna
que difícilmente podría expresarse con palabras. Ese colorido da
a las superficies sensibles, a los planos que reflejan la
luz, el valor de testimonios y límites no de las cosas, sino del
espacio circundante. Por eso lo rechazó la antigüedad. Por eso
predomina en nuestra cultura occidental.
El arte árabe ha expresado el
sentimiento mágico del universo por medio del fondo dorado de sus
mosaicos y sus tablas. Para conocer sus efectos de fabuloso
confusionismo y por lo tanto desentrañar su intención simbólica,
es preciso estudiar los mosaicos de Rávena, los maestros primitivos
de la región renana y, sobre todo, de la Italia septentrional, que
trabajan aún bajo la influencia de modelos lombardo bizantinos; pero
también es necesario estudiar las ilustraciones de los manuscritos
góticos, a los que sin duda sirvieron de modelo los códices
purpúreos de Bizancio. Ahora podemos contemplar las almas de las
tres culturas, empeñadas en problemas muy semejantes, y examinar lo
que cada una da de sí. El alma apolínea no reconocía como real
nada más que lo presente, con presencia inmediata en lugar y tiempo,
y por eso hubo de excluir el fondo de sus imágenes. El alma
fáustica, superando todo límite sensible, aspiraba a lo infinito;
por eso hubo de trasladar a la lejanía el centro de su idea plástica
por medio de la perspectiva. El alma mágica sentía todo
acontecimiento como la expresión de ciertas potencias misteriosas
que llenaban la caverna cósmica con su substancia espiritual; por
eso hubo de cerrar la escena por medio de un fondo dorado, es decir,
por medio de un elemento que está más allá de todo colorido
natural. El dorado, en efecto, no es un color. Si lo comparamos con
el amarillo, veremos que la impresión sensible, muy compleja,
que el dorado produce, es debida al reflejo metálico difuso de
un medio transparente que cubre la superficie. Los
colores—la substancia cromática del muro liso, en los frescos, o
el pigmento depositado por el pincel— son naturales. Pero el brillo
metálico [29] es sobrenatural; no se presenta casi nunca en la
naturaleza; recuerda los demás símbolos de esta cultura, la
alquimia y la cábala, la piedra filosofal, el libro sagrado, el
arabesco, la forma interna de los cuentos de Las mil y una noches. En
el simbolismo de estos fondos, misteriosamente hieráticos, están
contenidas todas las teorías que enseñaban Plotino y los gnósticos
sobre la esencia de las cosas, su independencia del espacio, sus
causas fortuitas—opiniones que para nuestro sentimiento cósmico
resultan harto paradójicas y casi incomprensibles—. La esencia de
los cuerpos fue un importante tema de discusiones entre los neo
pitagóricos y los platónicos, como más tarde entre las escuelas de
Bagdad y Basra. Suhrawardi distinguió entre la extensión, que para
él era la esencia primaria del cuerpo, y la altura,
anchura y profundidad, que consideraba como accidentes. Nazzam
negaba que los átomos fuesen substancias corpóreas y llenasen el
espacio. Todas estas opiniones metafísicas, que se suceden desde
Pilón y San Pablo hasta los últimos grandes pensadores de la
filosofía islámica, revelan el sentimiento cósmico de la cultura
árabe. Su importancia es decisiva en las discusiones de los
concilios sobre la substancia de Cristo [30]. El fondo dorado de
aquellos cuadros, en el territorio de la Iglesia occidental, tiene,
pues, una significación dogmática muy acentuada. Expresa la esencia
y la providencia del espíritu divino.
Representa la forma árabe de la
conciencia cristiana; y ésta es la razón profunda de que los fondos
dorados de las representaciones tomadas de la leyenda cristiana hayan
sido considerados durante mil años como el único tratamiento
posible y digno, en sentido metafísico y hasta ético. Cuando, en el
gótico naciente, aparecieron los primeros fondos «reales», con cielos verdeazulados,
amplios horizontes y perspectivas de profundidad, produjeron al
principio el efecto de cosa profana y mundana. Se sintió muy bien,
aunque sin conocerlo, el profundo cambio dogmático que esas
novedades manifestaban. Lo demuestran claramente esos fondos de
tapices, en los cuales se oculta con sagrado temor la profundidad
propiamente dicha. Los espíritus góticos vislumbran ya la
profundidad; pero no se atreven aún a ponerla de manifiesto. Ya
hemos visto que justamente en esta época, cuando el cristianismo
Fáustico-germanocatólico llega a la conciencia clara de sí mismo,
estableciendo el sacramento de la penitencia (nueva religión bajo el
manto de la anterior), aparece en el arte de los franciscanos la
tendencia hacia la perspectiva y el colorido, el afán de conquistar
el espacio aéreo; y esta tendencia transforma por completo el
sentido de la pintura. El cristianismo occidental está con el
oriental en la misma relación que el símbolo de la perspectiva con
el símbolo del fondo dorado. Y el cisma definitivo se produce casi
al mismo tiempo en la iglesia y en el arte. El paisaje empieza a
concebirse como fondo de la escena; y simultáneamente las almas
religiosas comienzan a comprender la infinitud dinámica de
Dios. Y cuando los fondos dorados desaparecen de los cuadros
religiosos, desaparecen también de los concilios
occidentales aquellos problemas ontológicos, mágicos, acerca
de la divinidad, aquellos problemas que conmovieran, con honda
pasión, todos los concilios orientales, el de Nicea, el de Efeso, el
de Calcedón.
Los venecianos son los que
han descubierto la técnica de la pincelada visible
introduciéndola en la pintura al óleo como motivo musical, creador
de espaciosidades. Los maestros florentinos conservaron la manera
«antigua», aunque poniéndola al servicio del sentimiento gótico,
aquella manera que consistía en pulir las transiciones, en
crear superficies cromáticas puras, bien delimitadas, inmóviles.
Los cuadros florentinos tienen algo de permanente, de estático, en
oposición clara y consciente a la movilidad hípica de los medios
expresivos que el arte gótico traía de allende los Alpes. La
pincelada del siglo XV es una negación del pasado y del futuro. El
sentido histórico aparece en la pintura, cuando la labor del pincel
se hace continuamente visible y se conserva, por decirlo así, en
perpetuo trance de realización; en la obra del pintor se desea ver
no sólo algo que ha llegado a ser, sino también algo que
está siendo. Esto precisamente es lo que el Renacimiento
había querido evitar. Unos paños del Perugino no nos dicen nada de
su nacimiento artístico; están terminados, dados, absolutamente
presentes. En cambio las pinceladas sueltas, que por primera vez
aparecen en las obras de la vejez del Ticiano, como un lenguaje de
formas perfectamente nuevo, son los acentos de un temperamento
personal, acentos tan característicos como los colores orquestales
de Monteverdi, un flujo y reflujo melódico comparable al de los
madrigales venecianos de la misma época, unas rayas y manchas que
se suceden sin transición, se cruzan, se tapan, se
confunden, dando al elemento cromático una movilidad infinita. El
análisis geométrico contemporáneo de esta pintura representa
también los objetos produciéndose, no producidos. Cada uno de esos
cuadros tiene una historia y no la oculta. Ante ellos siente el
hombre fáustico que su alma realiza una evolución. Ante los
grandes paisajes de los maestros barrocos es licito pronunciar la palabra «histórico»,
para percibir en esos paisajes un sentido que permanece extraño por
completo a las estatuas áticas. En la melodía de esas pinceladas
inquietas e infinitas reside el eterno devenir, el tiempo
progrediente, el sino dinámico de los mundos. Se suele oponer en el
estilo de la pintura el color y el dibujo. Desde este punto de vista,
esa oposición significa la oposición entre la forma histórica y
la forma ahistórica, entre la afirmación y la negación del
desarrollo interno, entre la eternidad y el momento. La obra de arte
«antigua» es un suceso; la occidental es una hazaña. Aquélla es
el símbolo de la hora punctiforme; ésta es un transcurrir orgánico.
La fisonomía de la pincelada es un ornamento puramente musical,
completamente nuevo, infinitamente rico y personal, desconocido de
todas las demás culturas. Al allegro feroce de Franz Hals puede
oponerse el andante con moto de Van Dyck; a las tonalidades en bemol
de Guercino, los sostenidos de Velázquez. Desde ahora, el concepto
de tempo forma parte de la Pintura y nos recuerda que este arte es el
arte de un alma que, contrariamente al alma antigua, no olvida nada,
no quiere olvidar nada de lo que ha sido una vez. La trama aérea de
las pinceladas volatiliza al mismo tiempo las superficies sensibles
de las cosas. Los contornos se desvanecen en el claroscuro. Es
preciso que el espectador mire el cuadro desde lejos para que esos
valores de espacios cromáticos le produzcan impresiones corpóreas.
El aire, saturado de colores inquietos, es el que engendra siempre
las cosas.
Y a partir de ahora, aparece en la
pintura occidental un símbolo de importancia suprema, ese color
denominado «pardo de taller», que poco a poco va esfumando la
realidad de todos los demás colores. Los viejos florentinos no lo
conocían, ni tampoco los primeros maestros holandeses y renanos.
Pacher, Durero, Holbein, aunque apasionados por la profundidad del
espacio, no lo empleaban todavía. La época de su triunfo es el
final del siglo XVI. El pardo de taller no oculta su procedencia de
aquel verde «infinitesimal» con que están hechos los fondos de
Leonardo, Schongauer y Grunewald; pero tiene un poder sobre las cosas
incomparablemente mayor. El es el que da al espacio la victoria
definitiva sobre la materia, superando también los recursos
primitivos de la perspectiva lineal, con su carácter renacentista,
que se advierte en el empleo de motivos arquitectónicos. El pardo de
taller mantiene continuamente con la técnica impresionista de la
pincelada visible una relación enigmática. Este color y esta
técnica son los dos elementos que volatilizan la existencia palpable
del mundo sensible —del mundo del instante y del primer
plano—y la transforman definitivamente en apariencia atmosférica.
La línea desaparece del cuadro colorista. El fondo dorado del alma
mágica había soñado con una potencia misteriosa que en esta cueva
del universo domina y quiebra a su sabor las leyes del mundo
corpóreo. El pardo de estas pinturas descubre en cambio a la mirada
una infinitud pura, saturada de forma. En la evolución del estilo
occidental, su descubrimiento señala una altura máxima. Por
oposición al verde precedente, el pardo del taller tiene algo de
protestante. Es una anticipación del panteísmo septentrional, de
ese panteísmo del siglo XVIII que navega por las regiones de lo
ilimitado, y que tan bien expresan los versos de los arcángeles en
el prólogo del Fausto de Goethe. La atmósfera del rey Lear y de
Mácbeth es muy parecida a la suya. La música instrumental de esta
época se afana igualmente por hallar armonías cada vez más ricas
(de Rore y Lucas Marenzio) y por estructurar el cuerpo sonoro
de los instrumentos de cuerda y de viento, afán que corresponde
exactamente a la nueva tendencia de la pintura, que quiere crear un
cromatismo pictórico, partiendo de los colores puros, mediante un
sinnúmero de matices parduscos y el contraste entre las
pinceladas yuxtapuestas. Estas dos artes, la pintura y la música,
extienden por sus mundos de colores y de sonidos—sonidos cromáticos
y colores sonoros—una atmósfera de purísima
espacialidad, una atmósfera que envuelve no al hombre como figura y
cuerpo, sino al alma desnuda, una atmósfera que es símbolo del
alma misma. Estas dos artes llegan a una interioridad tal, que en
las obras más profundas de Rembrandt y de Beethoven no hay
misterio que no esté descubierto. Esa interioridad justamente es la
que el hombre apolíneo quiso eliminar con su arte rigurosamente
somático.
Los viejos colores del primer plano, el
amarillo y el rojo—las tonalidades «antiguas»—, se emplean cada
vez menos a partir de ahora y siempre en contraste deliberado con las
lejanías y las profundidades, para acentuarlas y sublimarlas
(sobre todo en Rembrandt y en Vermeer). Ese pardo atmosférico,
extraño por completo al Renacimiento, es el color más irreal que
existe.
Es el único «color fundamental» que
no se da en el arco iris. Hay luz blanca, luz amarilla, luz verde,
luz roja, luz azul de la más perfecta pureza. Pero una luz parda que
sea pura es cosa que excede las posibilidades de nuestra naturaleza.
Todas esas tonalidades de matiz pardo verdoso, plateado, pardo
húmedo, dorado, que aparecen en el Giorgione en suntuosas
variedades, que los grandes holandeses emplean cada vez con más
audacia y que al fin se pierden al terminar el siglo XVIII, despojan
a la naturaleza de su realidad palpable. Hay en esto como una
confesión religiosa. Se perciben próximos los espíritus de
Port-Royal y de Leibnitz. Constable, que es el fundador de una
pintura civilizada, manifiesta ya una voluntad artística
diferente, una voluntad que busca su expresión. Ese mismo pardo que
había aprendido de los holandeses y que significaba entonces el
sino, Dios, el sentido de la vida, significa en él algo muy
distinto, mero romanticismo, sensibilidad, añoranza de algo
desaparecido, recuerdos del gran pasado de la pintura moribunda. Los
últimos maestros alemanes, Lessing, Marees, Spitzweg, Diez, Leibl
[31], cuyo arte retardatario es un trozo de romanticismo, una
retrospección, un eco, conservaron esa tonalidad parda como
exquisita herencia del pasado y reaccionaron contra las tendencias
conscientes de su generación—la pintura al aire libre, pintura sin
alma que mata las almas, pintura de una generación
haeckeliana—porque no pudieron abandonar interiormente esa
última característica del gran estilo. Todavía no se ha
comprendido bien esa lucha entre el pardo de Rembrandt, de la escuela
vieja, y el aire libre de la nueva escuela. Esa lucha significa en
realidad la reacción desesperada del alma frente a los avances del
intelecto, de la cultura frente a la civilización; es la oposición
entre un arte lleno de necesidad simbólica y una industria
artística, que se cultiva en las grandes urbes en forma de
arquitectura, pintura, escultura o poesía. Desde este punto de vista
se siente bien lo que significa ese color pardo, con el cual expira
todo un arte.
Los más profundos de entre los grandes
maestros son los que mejor han comprendido ese color; sobre todo
Rembrandt.
Las misteriosas tonalidades pardas de
sus mejores obras son hijas legitimas de las vidrieras góticas, de
los crepúsculos que envuelven las altas bóvedas catedralicias. Ese
color saturado de oro que vemos en los grandes venecianos, Ticiano,
Veronés, Palma, Giorgione, nos recuerda constantemente el viejo
arte, ya muerto, de las vidrieras septentrionales, arte que esos
pintores habían olvidado casi por completo. El Renacimiento, con su
predilección por los colores corpóreos, es en este sentido
también un simple episodio, un resultado de tendencias superficiales, harto
conscientes; no el producto de los afanes inconscientes profundamente
fáusticos del alma occidental. En este brillante pardo dorado de la
pintura veneciana se dan la mano el gótico y el barroco, el arte de
aquellas vidrieras primitivas y la música sombría de Beethoven; es
el momento en que los holandeses Willaert y de Rore, con Gabrielli el
viejo, inauguran en la escuela de Venecia el estilo barroco de la
música colorista.
El color pardo se ha convertido ahora
en el color propio del alma, de un alma templada históricamente.
Creo que Nietzsche ha hablado una vez de la música parda de Bizet.
Pero el calificativo cuadra mejor a la
música que Beethoven compuso para los instrumentos de cuerda [32] y
últimamente a la orquesta de Bruckner, que a veces llena el espacio
de tonalidades pardas y doradas. Todos los demás colores quedan
reducidos a una función adjetiva: el amarillo claro y el cinabrio de
Vermeers que, con insistencia verdaderamente metafísica, penetran en
el espacio como sí vinieran de otro mundo, o las luces
amarilloverdosas y rojas de Rembrandt, que parecen casi estar
Jugueteando con el simbolismo del espacio. En Rubens, artista
brillante, pero pobre pensador, el pardo casi carece de idea; es una
sombra de color. (El verde azulado, el color «católico» le disputa
al pardo la preeminencia en Rubens y en Watteau.) Bien se ve aquí
cómo uno y el mismo medio artístico puede tener el valor de un
símbolo si es empleado por un hombre profundo, y entonces crea la
inaudita trascendencia de los paisajes de Rembrandt; y en cambio,
para otros grandes maestros puede ser simplemente un recurso técnico.
Asi, como ya hemos observado, resulta
patente que la «forma» artístico técnica, si se piensa por
oposición a un «contenido», no tiene la menor relación con la
forma verdadera de las grandes obras.
He dicho que el color pardo es un color
histórico. Convierte la atmósfera del espacio plástico en un
signo de la dirección, del futuro. Su voz apaga, en la
representación, el lenguaje de lo momentáneo. Pero el mismo
sentido puede dársele igualmente a los restantes colores de la
lejanía, y así llegamos a una amplificación muy extraña del
simbolismo occidental. Los helenos habían preferido últimamente
para sus estatuas el bronce dorado al mármol policromado; porque el
resplandor del bronce bajo el cielo azul expresaba mejor la idea de
que todo lo corpóreo es singular y único [33]. Pero el Renacimiento
desenterró esas estatuas, cubiertas de una pátina secular negra
y verde, y lleno de respeto y añoranza saboreó largamente esta
impresión histórica. Desde entonces nuestro sentimiento de
la forma ha santificado ese negro y ese verde «remotos»; y hoy,
para que el bronce produzca impresión sobre nuestra pupila, es
indispensable la pátina, como para corroborar maliciosamente el
hecho de que ese género artístico ya no nos interesa por sí mismo.
¿Qué significa para nosotros una cúpula, una figura de bronce, sin
esa pátina que en vez del brillo inmediato nos ofrece una tonalidad
de antaño y de allá? ¿No hemos llegado incluso al extremo de
producir artificialmente la pátina?
Pero esa elevación del moho a la
categoría de un medio artístico, con significación propia,
encierra un sentido todavía más profundo. ¿No hubieran los griegos
considerado esa producción artificial de la pátina como una
destrucción de la obra artística? Los griegos, por motivos
espirituales, rechazaron el color verde de las lejanías espaciales.
Mas no sólo el color. La pátina es símbolo de lo
transitorio y, por lo tanto, se halla en relación notable con los
símbolos del reloj y del sepelio. Más arriba hemos hablado del afán
con que el alma fáustica cultiva las ruinas, los testimonios del
remoto pasado.
Esta tendencia, que se manifiesta en
las colecciones de antigüedades, de manuscritos, de monedas, en las
excursiones al foro romano y a Pompeya, en las excavaciones y
estudios filológicos, se inicia ya en la época del Petrarca. A un
griego no se le hubiera ocurrido Jamás preocuparse de las ruinas de
Knossos y Tirinto. Todos conocían la Ilíada. A ninguno le pasó por
las mientes la idea de hacer excavaciones en la colina de Troya. En
cambio nosotros, movidos de un profundo respeto por las
ruinas mismas, conservamos los acueductos de la Campaña, los
sepulcros etruscos, los restos de Luxor y Karnalk, los
castillos derrumbados a orillas del Rin, el Limes romano, Hersfeld y
Paulinzella. Y los conservamos en el estado ruinoso en que se
encuentran; porque un obscuro sentimiento nos advierte que toda
restauración haría perder a esas ruinas algo difícil de
expresar en palabras, algo definitivamente irrecobrable. En cambio,
nada más lejos del hombre antiguo que ese respeto por los testigos
ruinosos del antaño y del entonces.
Los antiguos apartaban de su vista lo
que ya no les hablaba en el lenguaje del presente. Nunca lo viejo se
conservó por viejo. Después de la destrucción de Atenas por los
persas, los atenienses derribaron todo el Acrópolis: columnas,
estatuas, relieves, sin fijarse en si estaban enteros o no; y lo
reconstruyeron de nuevo. Esta escombrera es Justamente la más rica
mina de que disponemos para el arte del siglo VI. Ese acto encaja muy
bien en el estilo de una cultura que elevó a la categoría de
símbolo la cremación de los cadáveres y no se preocupo jamás de
regir su vida cotidiana por un horario preciso.
Nosotros en cambio hemos elegido la
actitud contraria. El paisaje heroico, en el estilo de Claudio de
Lorena, es inimaginable sin ruinas. El parque inglés, con sus
emociones atmosféricas, substituyó hacia 1750 al
parque francés; sacrificó las grandiosas perspectivas en
aras de la «naturaleza» sensitiva de Addison y Pope e introdujo el
motivo de las ruinas artificiales que dan al paisaje una mayor
profundidad histórica [34].
Nunca se ha imaginado nada más
extraño. La cultura egipcia restauraba los edificios de la época
primitiva; pero nunca se hubiera atrevido a construir ruinas,
como símbolo del pasado.
Lo que nos deleita en la estatua
antigua no es propiamente la estatua, sino más bien el torso. El
torso ha sufrido un sino; llega a nosotros envuelto en cierta
atmósfera de lejanía; y la pupila busca gustosa el espacio vacío
de los miembros ausentes, para rellenarlo con el compás y el ritmo
de unas líneas invisibles. Supongamos que se llegase a completar con
acierto una estatua antigua mutilada; esto sería matar el encanto
misterioso de las infinitas posibilidades. Y me atrevo a afirmar que
si los restos de la escultura antigua pueden a veces aproximarse a
nuestra alma es debido exclusivamente a esa transposición en
musicalidad. El bronce verdoso, el mármol ennegrecido, los mutilados
miembros de una figura anulan ante nuestra mirada las limitaciones de
lugar y tiempo. Todas esas cosas se han llamado pintorescas—en
cambio las estatuas «terminadas», los edificios, los
parques muy arreglados no son pintorescos—, y en realidad
corresponden a la significación más honda del pardo de taller [35];
pero, en último término, el calificativo de pintoresco se refiere
en realidad al espíritu de la música
instrumental. Si el doríforo de Policleto estuviese ante nuestra
vista en bronce fulgurante, con sus ojos de esmalte y su
cabellera de oro, ¿produciríanos la misma impresión
que la estatua ennegrecida por los años? El torso de Hércules
vaticano ¿no perdería mucho de la poderosa impresión que hoy nos
produce si encontrásemos algún día los miembros que le faltan? Las
torres y cúpulas de nuestras viejas ciudades ¿no perderían su
profundo encanto metafísico si las recubriéramos de metal
nuevo? La vejez, para nosotros, como para los egipcios, lo ennoblece
todo; en cambio, para el «antiguo» lo degrada todo.
Por último, hay otro hecho que guarda
relación con lo que venimos diciendo. La tragedia occidental, movida
por el mismo sentimiento, ha preferido los temas históricos; y al
decir históricos me refiero no a que los asuntos sean
demostradamente reales o posibles—que tal no es el sentido propio
de la palabra histórico—, sino a que tengan lejanía, pátina. En
efecto, un acontecimiento de contenido puramente momentáneo, sin
lejanía en el espacio y en el tiempo; un hecho trágico, tal como
los antiguos concebían los hechos trágicos; un mito intemporal, no
puede expresar lo que el alma fáustica ha querido, ha debido
expresar. Nosotros tenemos, pues, tragedias del pasado y tragedias
del futuro—a éstas, que son las que nos presentan el hombre
futuro como sujeto del sino, pertenecen en cierto modo
Fausto, Peer Gynt, el Crepúsculo de los dioses—; pero no tenemos
tragedias del presente, si se prescinde de los dramas sociales del
siglo XIX, que carecen de importancia.
Cuando Shakespeare quiere expresar
algo de importancia en el presente, elige siempre países extraños,
en donde no estuvo nunca, y de preferencia Italia; y los poetas
alemanes eligen Inglaterra y Francia. De esta manera queda excluida
la proximidad en el espacio y en el tiempo, proximidad que el
dramático acentuaba aun en el mito.
II
EL DESNUDO Y EL RETRATO
Se ha dicho que la cultura «antigua»
es una cultura del cuerpo y la septentrional una cultura del
espíritu, no sin la intención tácita de desvalorar la una en
provecho de la otra. Harto trivial es, sin duda, esa oposición, de
gusto renacentista, entre lo antiguo y lo moderno, lo pagano y lo
cristiano, tal como se entiende comúnmente; sin embargo, hubiera
podido conducir a resultados decisivos si tras la fórmula se hubiese
sabido descubrir el origen.
Si el mundo, que circunda al hombre, es
en efecto—prescindiendo de lo que además sea— un macrocosmos
que se refiere a un microcosmos, un inmenso conjunto de
símbolos, entonces el hombre mismo, en tanto que pertenece a la
trama de la realidad, en tanto que es una forma manifestativa, debe
caer bajo el imperio de ese simbolismo. Pero en la impresión que el
hombre produce sobre sus semejantes, ¿qué elemento puede aspirar al
rango de un símbolo? ¿En dónde se halla compendiada la esencia del
hombre y el sentido de su existencia? ¿En dónde se hallan esa
esencia y sentido expuestos a la contemplación? La respuesta a todas
estas preguntas nos la da el arte.
Pero esa respuesta ha tenido que ser
distinta en cada cultura. Cada cultura recibe de la vida una
impresión diferente, porque cada una vive de manera
diferente. La imagen de lo humano, tanto la imagen metafísica
como la ética y la artística dependen esencialmente de que el
individuo se sienta vivir como un cuerpo entre cuerpos o como el
centro de un espacio infinito; de que en sus reflexiones conozca la
soledad de su yo o su participación substancial en el consenso
universal de que por el ritmo y curso de su vida afirme o niegue la
dirección. En todas estas actitudes se manifiesta el símbolo
primario de las grandes culturas. Son sentimientos cósmicos; pero
los ideales vitales coinciden perfectamente con ellos. Del ideal
antiguo se siguió la aceptación integral de la apariencia sensible;
del ideal occidental, en cambio, su no menos
apasionada superación. El alma apolínea, euclidiana, punctiforme,
sintió el cuerpo empírico, visible, como la expresión perfecta de
su modo de ser; el alma fáustica, errante por todas las lejanías,
halló esa expresión no en la persona, no en el soma, sino en la
personalidad, en el carácter o como se le quiera llamar. «El alma»
era para el griego auténtico, en última instancia, la forma de su
cuerpo. Así la definió Aristóteles. «El cuerpo» es para el
hombre fáustico el vaso del alma. Asi sentía Goethe.
La consecuencia de todo esto es,
empero, que para representar la imagen del hombre cada cultura elige
y construye artes muy diferentes. El sufrimiento de Armida lo expresa
Gluck por medio de una melodía que los instrumentos
acompañan con un inconsolable y penetrante quejido; en cambio,
las esculturas de Pergamo lo expresan por el lenguaje de todos los
músculos. Los retratos helenísticos quieren representar un tipo
espiritual mediante la estructura de la cabeza. En China las cabezas
de los santos de Ling-yan-si revelan una vida interior personalísima
por la mirada y el juego de las comisuras labiales.
La tendencia de los antiguos a hacer
hablar solamente el cuerpo no proviene de una superabundancia racial.
No es la consagración de la sangre—el hombre de la svfposænh no
tenia sobrantes que desperdiciar [36]—; no es, como creía
Nietzsche, el goce orgiástico de la energía indomable, de la pasión
rebosante. Esto pertenecería más bien a los ideales de la
caballería andante germánico católica e india. Lo único
que le interesa al hombre apolíneo y a su arte es la apoteosis
de la manifestación corpórea, en el sentido literal de esta
palabra: la proporción rítmica del cuerpo y el desarrollo armónico
de la musculatura. Esto, empero, no es pagano, por oposición a
cristiano, sino ático, por oposición a barroco. El hombre del
barroco, cristiano o pagano, racionalista o fraile, rechaza ese culto
del soma tangible, hasta el extremo de caer en la más extraordinaria
suciedad, como la que imperaba en la corte de Luis XIV [37], cuyos
trajes, desde la peluca hasta los puños de encaje y los zapatos de
bucles, envolvían todo el cuerpo en lazadas ornamentales.
Asi, la plástica antigua, cuando hubo
logrado cortar toda relación entre la figura y la pared trasera—real
o imaginada—; cuando hubo conseguido erigir sobre el pedestal la
imagen libre, sin ninguna referencia al contorno, para poderla
considerar desde todos los puntos de vista como un cuerpo entre
cuerpos, se desenvolvió consecuentemente en el sentido de no
representar mas que el cuerpo desnudo. Y lo que la distingue de todas
las demás especies de plástica, en la historia universal de las
artes, es el haber tratado las superficies limitantes del cuerpo con
entera fidelidad anatómica. De esta suerte quedaba sublimado el
principio fundamental del mundo euclidiano. El menor velo
hubiese significado una leve contradicción de la apariencia
apolínea, una alusión—todo lo indecisa que se quiera—al espacio
circundante.
El elemento ornamental, en el sentido
más elevado de la palabra reside todo en las proporciones de la
construcción [38] y el equilibrio de los ejes según el peso y el
sostén. El cuerpo de pie, sentado o yacente, está siempre afirmado
en si mismo y como el perípteros, carece de interior, es decir,
de «alma». La columnata exterior que rodea el perípteros
significa lo mismo que el relieve muscular modelado en todas sus
partes; ahí está todo el lenguaje de formas que la obra nos habla.
Una razón de carácter puramente
metafísico, la necesidad de crearse un símbolo vital de primer
orden, fue lo que condujo a los griegos del periodo posterior a
este arte, cuya estrechez ha quedado salvada y encubierta tan sólo
por la maestría de las producciones. Porque no es verdad que este
lenguaje de las superficies externas sea el más perfecto, el más
natural, ni siquiera el más inmediato, de que dispone el hombre para
su representación. Más bien sucede lo contrario. Si el
Renacimiento, con todo el pathos de su teoría y la tremenda
equivocación acerca de sus propias tendencias, no hubiese
violentado nuestro juicio en los momentos mismos en que la plástica
se hacia íntimamente extraña a nosotros, hubiéramos advertido hace
tiempo cuan excepcional es el estilo ático. A los escultores
egipcios y chinos no se les ocurrió nunca hacer de la estructura
anatómica exterior la base de la expresión que querían dar a sus
obras. Y en las esculturas góticas, por último, nunca interviene
para nada el lenguaje de los músculos. Esa hojarasca humana que se
ciñe a la trama poderosa de la piedra en un sinfín de estatuas y
figuras de relieve—hay más de diez mil en la catedral de
Chartres—no es solamente un ornamento; desde 1200 sirve ya de
expresión para creaciones portentosas, ante las cuales desaparece
aun lo más grande de la plástica antigua. Porque esas legiones de
seres forman una unidad trágica. En ellas el Norte, anticipándose a
Dante, ha poetizado en un drama universal, el sentimiento histórico
del alma fáustica, que encuentra su expresión espiritual en el
sacramento primario de la penitencia [39] y al mismo tiempo su
gran escuela en la confesión. En esta época justamente,
Joaquín de Floris, en la soledad de su claustro apúlico,
contemplaba la imagen del universo no como un cosmos, sino como la
historia de la salvación, la sucesión de las tres edades del mundo.
Esa misma idea es la que representan en Chartres, Reims, Amiéns y
París la serie de las imágenes que van desde el pecado original
hasta el Juicio final. Cada una de las escenas, cada una de las
grandes figuras simbólicas ocupa su lugar significativo en el
sagrado edificio. Cada una de ellas representa su papel en el poema
inmenso del mundo. E igualmente cada hombre, cada individuo
particular sentía entonces que el curso de su vida era a modo de un
ornamento que formaba parte del plan divino que se desarrolla en la
historia de la salvación; y vivía esa conexión personal en las
formas de la penitencia y de la confesión. Por eso aquellos cuerpos
de piedra no están solamente al servicio de la arquitectura;
significan algo más profundo, más único, algo que los sepulcros, a
partir de las tumbas regias de Saint-Denis, van expresando con
intimidad creciente; hablan de una personalidad. Lo que para el
hombre antiguo significaba el perfecto modelado de la
superficie corpórea—que éste es el sentido último de todo el
prurito anatómico de los artistas griegos: agotar la esencia de la
manifestación viviente, figurando, modelando sus planos límites—,
eso mismo significa para el hombre fáustico el retrato. Y se
comprende bien; porque, en efecto, el retrato es la expresión más
característica de su sentimiento vital, la única que lo agota. La
manera griega de tratar el desnudo constituye la gran excepción; y
sólo en el caso de Grecia ha conseguido elevarse a la categoría de
un arte de primer orden [40].
¡Desnudo y retrato! He aquí dos
aspectos del hombre, que nadie hasta ahora ha sentido como
contrapuestos y que, por lo tanto, nadie ha comprendido en toda la
profundidad de su manifestación hístóricoartistica. Y, sin
embargo, en la lucha de esos dos ideales de la forma se manifiesta la
total oposición de dos mundos. Allí, el porte de la estructura
externa es una. realidad esencial que se ofrece a la contemplación.
Aquí, la estructura interior del hombre, el alma, es la que nos
habla por medio del «rostro»; como el espacio interior de una
catedral nos habla por medio de la fachada, verdadero «rostro» del
edificio.
La mezquita no tiene rostro; por eso la
iconoclastia de los muslimes y de los pauliquianos cristianos, que
llegó hasta Bizancio en la época de León II, hubo de extirpar toda
figura del arte plástico, que en este momento ya tenia asegurado un
tesoro de arabescos humanos. En Egipto, el rostro de la estatua
es como el pílono del templo, algo que se destaca
enérgicamente sobre la masa pétrea del cuerpo; asi, por
ejemplo, en el retrato de Amenemhet III—la esfinge del Hycso de
Tanis—. En China, el rostro es como un paisaje, lleno de arrugas y
pequeños detalles que significan algo. Pero para nosotros el retrato
es música. La mirada, el juego de la boca, el porte de la cabeza,
las manos, todo esto es una fuga de sentido delicadísimo, una fuga
de varias voces que se desprende del cuadro y viene a sonar a los
oídos del espectador inteligente.
Mas para conocer bien lo que el retrato
occidental significa, por oposición al egipcio y al chino, hace
falta tener en cuenta una profunda transformación que se
verifica en los idiomas de Occidente y que, desde la época
merovingia, anuncia ya el nacimiento de un nuevo modo de sentir la
vida. La transformación a que me refiero se extiende por igual al
antiguo alemán y al latín vulgar; pero tanto en uno como en otro
alcanza solo a las lenguas que se están desarrollando en el paisaje
materno de la naciente cultura, es decir, que llega al noruego y al
español, pero no al rumano. La citada transformación no puede
explicarse por el espíritu de las lenguas y la «influencia» de
unas sobre otras; es debida exclusivamente al espíritu de los
hombres, que elevan el uso de las palabras a la categoría de un
símbolo. En lugar de sum, que en gótico es im, se dice ich bin, I
am, je suis, en lugar de fecisti, se dice tu habes factum, tu as
fait, du habes gitan; y asi sucesivamente daz wíp, un homme, man
hat. Este fenómeno misterioso [42] no ha podido explicarse hasta
ahora porque las familias lingüísticas se consideraban como seres.
Pero cesa el misterio tan pronto como se descubre que la estructura
de la frase es el retrato del alma. El alma fáustica comienza ya a
imprimir su sello en los estados gramaticales de las más distintas
procedencias.
Esa aparición del «yo» es la aurora
de la idea de la personalidad, que creará más tarde el sacramento
de la penitencia y la absolución personal. Ese «ego habeo factum»,
esa intercalación del verbo auxiliar (haber o ser) entre un agente y
un acto, en vez del feci, que es como un cuerpo en movimiento,
significa que el mundo de los cuerpos es ahora substituido
por un mundo de funciones entre centros de fuerza, esto es, la
estática de la frase por una dinámica gramatical. Ese «yo» y ese
«tú» nos descubren el secreto del retrato gótico. Un retrato
helénico representa el tipo de una postura; no es un «tú», no es
una confesión ante el que lo crea o lo comprende. Nuestros retratos,
en cambio, reproducen algo único, algo que fue una vez y no torna a
ser, la historia de una vida en la expresión de un instante, un
centro cósmico para quien lo demás es su mundo, como el «yo» es
el centro dinámico de la frase fáustica.
Hemos visto ya que la experiencia
intima de la extensión toma su origen de la dirección viva, del
tiempo, del sino. La realidad integral del cuerpo desnudo y
libre cercena la experiencia íntima de la profundidad; en cambio,
la «mirada» de un retrato la lanza en las regiones infinitas de lo
suprasensible. Por eso la plástica antigua es un arte de las cosas
próximas palpables, intemporales, y prefiere los motivos que
expresan la breve, brevísima quietud entre dos movimientos: el
último instante que antecede al lanzamiento del disco, el primer
momento que sigue al vuelo de la Victoria, de Paionios, cuando el
impulso del cuerpo ha terminado ya y los paños flotantes no han
caído aún, actitud que está tan lejos de la duración como de la dirección y
que parece suspensa entre el pasado y el futuro. El veni, vidi, vici
es una actitud semejante. En cambio, las palabras yo-vine,
yo-vi, yo-vencí expresan un devenir, en la estructura misma de la
frase.
La experiencia íntima de la
profundidad es un producirse que da lugar a un producto. Significa
el tiempo y suscita el espacio. Es a la vez cósmica e histórica. La
dirección viva va hacia el horizonte como hacia el futuro. En el
futuro sueña ya la Virgen de la puerta de Santa Ana, de Notre-Dame
(1230), y más tarde la Virgen con los guisantes en flor, del maestro
Wilhelm (1400). Sobre el sino medita, mucho antes que el Moisés de
Miguel Ángel, el Moisés de Klaus Sluter en el pozo de Dijón
(1390); y las Sibilas de Giovanni Pisano en el pulpito de Pistoja
(1300) son muy anteriores a las de la capilla Sixtina.
Por último, las figuras de los
sepulcros góticos descansan de un largo sino, mientras que, por el
contrario, las estelas funerarias de los cementerios áticos
representan escenas graves y juguetonas, pero siempre intemporales
[42].
El retrato occidental desde 1200, en
que nace de la piedra, hasta el siglo XVII, en que se convierte en
pura música, es infinito en todos los sentidos. Enfoca al hombre no
sólo como centro del universo natural, cuyas manifestaciones
perceptibles reciben de él su forma y su sentido, sino,
principalmente, como centro del universo histórico. La estatua
antigua es un pedazo de naturaleza presente, y nada más. La poesía
antigua es una escultura de palabras. Por eso a nosotros nos produce
la impresión de que los griegos se entregaban pura y
simplemente a la naturaleza. Nunca conseguiremos borrar de nuestra
alma la sensación de que el estilo gótico, comparado con el griego,
es innatural, es decir, más que «naturaleza». Pero no nos
confesamos a nosotros mismos que, en último término, eso
significa que percibimos en los griegos un defecto. El lenguaje de
las formas occidentales es más rico. El retrato pertenece a la
naturaleza y a la historia. Un sepulcro de esos grandes maestros
holandeses que trabajan desde 1260 en las tumbas regias de
Saint-Denis; un retrato de Holbein, Ticiano, Rembrandt o Goya, es una
biografía; un autorretrato es una confesión histórica. Confesarse
no significa declararse autor de un acto, sino descubrir al juez la
historia interna de ese acto. El acto es público; pero sus raíces
son las que constituyen el secreto personal.
Cuando el protestante y el
librepensador se pronuncian en contra de la confesión auricular, no
se dan cuenta de que lo que rechazan no es la idea, sino solamente su
manifestación externa. No consienten en confesarse con el
sacerdote; pero, en cambio, se confiesan consigo mismos, con el
amigo o con la multitud. Toda la poesía del Norte es un arte de
confesiones en voz alta; y lo mismo el retrato de Rembrandt y la
música de Beethoven. Lo que Rafael, Calderón y Haydn confesaban a
sus confesores, lo han vertido en el idioma de sus obras. Y el que
tenga que callarse, porque le vede hablar su impotencia para dominar
la grandeza de esa forma, ése está perdido, como Hölderlin. El
hombre occidental vive con plena conciencia del devenir, con la vista
puesta en el pasado y el futuro. El griego, en cambio, lleva una vida
punctiforme, ahistórica, somática. Ningún griego hubiera sido
capaz de verdadera autocrítica. Y esto también se expresa en
el tipo de la estatua desnuda, reproducción perfectamente
ahistórica de un hombre. El autorretrato es el correlato exacto de
la autobiografía, a la manera de Werther y Tasso; y ambas especies
artísticas son por completo extrañas al alma antigua.
Nada hay más impersonal que el arte griego, y no es posible ni
imaginar siquiera a Scopas o a Praxiteles haciéndose un
autorretrato.
Estudiemos a Fidias, a Policleto,
a cualquier maestro de los posteriores a las guerras médicas.
Veremos que la bóveda frontal, los labios, la nariz, las órbitas
ciegas de los ojos, todo es expresión de una vitalidad impersonal,
vegetativa, inánime. ¿Hubiera podido este lenguaje de formas
expresar aun siquiera aludir a un hecho de la vida interior? No ha
habido nunca un arte más exclusivamente limitado a las superficies
visibles de los cuerpos. En Miguel Ángel, a pesar de su pasión por
la anatomía, la apariencia corporal es siempre expresiva del trabajo
que rinden los huesos, los tendones, los órganos del interior; la
vida se transparenta bajo la piel, aun sin que el escultor lo haya
deseado. Las creaciones de Miguel Ángel constituyen una
fisiognómica, no un sistema de la musculatura. Pero esto significa
justamente que para Miguel Ángel el punto de partida del sentimiento
de la forma no es el cuerpo material, es el sino personal. Más
psicología—y menos «naturaleza»—hay en el brazo de uno de sus
esclavos que en la cabeza del Hermes de Praxiteles, En el
discóbolo de Mirón, la forma exterior existe por sí misma, sin la
menor referencia a los órganos interiores, y no digamos al «alma».
Si comparamos con las mejores obras de esta época las viejas
estatuas egipcias, por ejemplo, la del alcalde aldeano o la del rey
Fiops o, por otra parte, el David, de Donatello, comprenderemos lo
que quiere decir eso de no reconocer en el cuerpo mas que los límites
materiales. Los griegos evitan cuidadosamente todo cuanto pueda dar a
la cabeza la expresión de algo interno y espiritual. Bien se
advierte en las estatuas de Mirón. Si nos fijamos bien, veremos que,
consideradas desde el punto de vista de nuestro sentimiento cósmico,
opuesto al antiguo, las mejores cabezas de la mejor época del arte
griego nos parecerán, al cabo de un rato de contemplación,
estúpidas y romas. Es porque les falta justamente el elemento
biográfico, el sino. No en vano regía en esta época la prohibición
de ofrendar estatuas icónicas. Las estatuas de los vencedores en los
juegos olímpicos representaban una actitud de lucha. Hasta Lisipo no
hay una sola cabeza de carácter. Todas son máscaras. Considérese
el conjunto de la figura y se verá con qué maestría el artista ha
procurado no dar la impresión de que la cabeza sea la parte
preferente del cuerpo. Por eso son tan pequeñas estas cabezas, tan
insignificantes en la postura, tan poco trabajadas en el modelado.
Siempre están tratadas como una parte del cuerpo, como el brazo y el
muslo; nunca como el asiento y símbolo de un yo.
Por último, esa impresión de
feminidad y aun de afeminamiento que producen muchas de estas cabezas
del siglo V y más aún las del siglo VI [43], es, si bien se mira,
el resultado desde luego involuntario de ese afán por evitar toda
característica personal. Quizá sea lícito afirmar, en conclusión,
que el tipo ideal del rostro, en este arte—tipo que de seguro no
era el del pueblo griego, como lo demuestran al punto los retratos
naturalistas posteriores—se produjo sumando simples negaciones de
los caracteres individuales e históricos, esto es, limitando la
plástica del rostro a los elementos puramente euclidianos.
El retrato de la gran época
barroca—compuesto con todos los recursos del contrapunto
pictórico, que hemos estudiado ya como elementos productores de
lejanías espaciales históricas, envuelto en una atmósfera saturada
de tonos pardos, sometido a la perspectiva, hecho de pinceladas
fugaces, de matices y luces temblorosos—trata el cuerpo como algo
que en sí mismo es irreal, como envoltura expresiva de un yo que
domina el espacio. (La técnica de la pintura al fresco es euclidiana
e incapaz por completo de resolver semejante problema.) Todo el cuadro se reduce a
un solo tema: el alma. Obsérvese la manera cómo Rembrandt (por
ejemplo, en et aguafuerte del burgomaestre Six, o en el
retrato del arquitecto, de Cassel) y últimamente Marees y Leibl (en
el retrato de la señora Gedon) pintan las manos y la frente,
espiritualizándolas hasta volatizar la materia, con un lirismo de
visionario; y compárese con las manos y la frente de un Apolo o de
un Poseidon de la época de Perícles.
El arte gótico sintió profunda y
certeramente su misión estética al cubrir el cuerpo de vestiduras.
Lo hizo no por causa del cuerpo, sino para desenvolver en la
ornamentación de los paños un lenguaje de formas, en consonancia
con el lenguaje de las cabezas y de las manos, como una fuga de la
vida.
No de otro modo se combinan las voces
en el contrapunto, o el basso continuo y las notas altas de la
orquesta, en el barroco.
En Rembrandt es siempre el traje una
melodía del bajo, sobre la cual se destacan los motivos de la
cabeza.
Las viejas estatuas egipcias, como las
figuras vestidas del arte gótico, niegan también el valor propio
del cuerpo. Pero las figuras góticas lo niegan mediante los
vestidos, que están tratados en sentido ornamental y cuya fisonomía
vigoriza el lenguaje del rostro y de las manos. En cambio, las
estatuas egipcias lo niegan reduciendo el cuerpo—como la pirámide
y el obelisco—a un esquema matemático y circunscribiendo lo
personal a la cabeza, con una concepción tan grandiosa que, al menos
en la escultura, no ha sido nunca alcanzada por nadie.
Los pliegues del ropaje en la estatua
ateniense quieren manifestar el sentido del cuerpo; en la escultura
del Norte, por el contrario, anularlo. El vestido, en el arte griego
se transforma en cuerpo; en cambio, en el arte fáustico se convierte
en música. He aquí la oposición profunda que en las obras del alto
Renacimiento provoca una lucha sorda entre el ideal consciente del
artista y el ideal que inconscientemente se manifiesta en él. El
primero, el ideal antigótico, permanece muchas veces en las regiones
superficiales, mientras que el segundo, el que conduce del
goticismo al barroquismo, arraiga siempre en las
profundidades.
Vamos a resumir ahora la oposición
entre el ideal humano de la cultura fáustica y el de la cultura
apolínea. El desnudo y el retrato están entre sí en la misma
relación que el cuerpo y el espacio, el instante y la historia, lo
superficial y lo profundo, el número euclidiano y el número
analítico, la medida y la relación. La estatua arraiga en la
tierra. La música—y el retrato occidental es música, es alma
tejida de coloridos sonoros—atraviesa el espacio ilimitado. La pintura al fresco está
adherida al muro, hecha con el muro. La pintura al óleo, el cuadro,
está libre de limitaciones locales. El idioma de las formas
apolíneas es la manifestación de algo ya producido.
El idioma de las formas fáusticas es,
ante todo, la manifestación de un producirse.
Por eso el arte occidental cuenta entre
sus mejores y más íntimas creaciones retratos de niños y cuadros
de familia.
Pero a la plástica ateniense estos
motivos le estaban vedados; y si en la época helenística aparece el
motivo juguetón del putto no es porque represente un sentimiento del
devenir, sino porque representa algo distinto de lo común. El niño
enlaza el pasado con el futuro. En todo arte de la figura humana que
aspire a tener significación simbólica, el niño caracteriza la
duración en la transición de las cosas, la infinitud de la vida.
Pero la vida antigua se agotaba en la plenitud del momento y los
hombres antiguos cerraban los ojos a las lejanías del tiempo. El
antiguo sólo pensaba en los hombres de su misma sangre que veía a
su lado, no en las generaciones venideras. Por eso nunca ha habido un
arte que como el griego haya evitado tan resueltamente la
representación profunda de los niños. Recordemos la multitud de
tipos infantiles que se han producido desde el gótico
incipiente hasta el rococó moribundo, incluso en la época
del Renacimiento. En cambio en la antigüedad no se encuentra
hasta después de Alejandro una sola obra importante que represente
deliberadamente junto al cuerpo ya desarrollado del hombre o de la
mujer, el cuerpo del niño cuya existencia se halla todavía en el
futuro.
En la idea de maternidad se comprende
el devenir infinito. La mujer madre es el tiempo, es el sino. Así
como el acto místico de sentir la profundidad es el que convierte la
sensación en extensión y por lo tanto en mundo, asi la maternidad
produce el cuerpo humano como miembro singular de ese mundo, el que
el hombre desde que nace tiene un sino. Todos los símbolos del
tiempo y de la lejanía son también símbolos de la maternidad. La
solicitud es el sentimiento primigenio que mira hacia el futuro; y
toda solicitud es maternal. Se refleja en las formas y en las ideas
de la familia y del Estado, como también en el principio de la
herencia, que es el fundamento de una y otro. Cabe afirmar o
negar la solicitud; los hombres pueden vivir preocupados o
despreocupados del futuro. Y cabe también concebir el tiempo bajo el
signo de la eternidad o bajo el signo del momento presente;
empleando, por lo tanto, los recursos todos del arte para dar forma
sensible, cual símbolo de la vida en el espacio, bien al espectáculo
de la generación y alumbramiento, bien al de la maternidad con el
niño prendido del pecho. Los antiguos y los indios adoptaron el
primero de estos símbolos; los egipcios y los occidentales, el
segundo [44]. El falo y el lingam tienen el carácter de la pura
presencia y actualidad, sin relaciones; algo de este carácter
posee igualmente la forma de la columna dórica y de la estatua
ática. La madre lactante en cambio alude al futuro. Pero el arte
antiguo no conoce este tema; y puede decirse incluso que el estilo
de Fidias es incompatible con él. Aquí se siente que la
forma artística antigua contradice y anula el sentido del motivo
maternal.
En el arte religioso de Occidente no ha
habido, empero, tema mas sublime que el de la madre con el niño. El
gótico incipiente convierte la María Theotokos de los mosaicos
bizantinos en Mater dolorosa, en madre de Dios, en madre por
antonomasia. En el mito germánico aparece la madre—sin duda no
antes de la época carolingia—bajo las figuras de Trigga y Frau
Holle [45]. El mismo sentimiento reaparece en bellas expresiones de
los minnesinger, como Frau Sonne [46], Frauwelte [47], Frau
Minne [48]. Una emoción maternal, solicita, resignada, se cierne
sobre el mundo de la humanidad gótica; y cuando el cristianismo
germanocatólico llega a la plena conciencia de sí mismo, con la
concepción definitiva de los sacramentos y, simultáneamente, del
estilo gótico, no sitúa en el centro de su imagen cósmica al
Salvador doliente, sino a la madre que sufre. En 1250, en la catedral
de Reims, magna epopeya de piedra, el lugar preferente en medio de la
portada principal no lo ocupa ya la imagen de Cristo, como en París
y en Amiéns, sino la Virgen madre. Y en esta misma época, la
escuela toscana de Arezzo y Siena—Guido da Siena—comienza a
insinuar en el tipo bizantino de la Theotokos la expresión del amor
maternal. Vienen luego las Madonnas rafaelescas, que sirven de
tránsito al tipo barroco, a esa mezcla de la amada con la madre que
hallamos en Ofelia y Margarita, cuyo secreto se descubre en la
transfiguración, al final del segundo Fausto, en la fusión con la
Maria gótica.
La imaginación helénica, en cambio,
creó diosas que fueron o amazonas como Athene o hetaíras como
Afrodita. Tal es, en electo, el tipo antiguo de la feminidad
perfecta, que arraiga en el sentimiento fundamental de una fertilidad
vegetativa. Aquí también la voz soma— cuerpo— expresa
íntegramente el sentido de esta manifestación. Pensemos en la obra
maestra de este género, los tres poderosos cuerpos de mujer en el
frontón oriental del Partenón y comparémoslos con la imagen más
sublime de la madre, la Madonna de la Sixtina, por Rafael. En ésta
no hay ya nada corpóreo; es toda ella lejanía y espacio. La Helena
de la Ilíada, comparada con Kriemhilda, maternal compañera de
Sigfredo, es una hetaíra; Antígona y Clitemnestra son amazonas. El
mismo Esquilo, en la tragedia de su Clitemnestra, pasa en silencio la
tragedia de la madre. La figura de Medea es enteramente la inversión
mítica del tipo fáustico de la Mater dolorosa; no vive para el
futuro, no vive para sus hijos; con el amado, símbolo de la vida
como puro presente, desaparece todo para ella. Kriemhilda venga sus
hijos nonatos; le han matado su futura maternidad, y de eso se venga.
En cambio Medea venga una felicidad pretérita. Cuando la plástica
antigua—que es un arte posterior, pues la época órfica [49]
contemplaba los dioses, pero no los veía—dio el paso decisivo
hacia la representación mundana de las divinidades [50], creó una
figura ideal de la mujer antigua que, como la Afrodita de Knido, es
simplemente un cuerpo hermoso; no un carácter, no un yo, sino un
trozo de naturaleza. Por eso Praxiteles osó al fin representar una
diosa completamente desnuda.
Esta novedad fue duramente censurada,
porque se sentía en ella un signo de la decadencia del sentimiento
cósmico antiguo. Es cierto que correspondía al simbolismo erótico;
pero en cambio era contraria a la dignidad de la vieja religión
griega. Mas en esta época justamente es cuando empieza a
desarrollarse un arte del retrato, al amparo de una forma nueva,
recién descubierta y que desde entonces no ha sido lamas olvidada;
el busto. También en este punto la investigación sobre historia del
arte ha cometido el error de considerar que éstos son «los»
comienzos «del» retrato en general. En realidad, un rostro gótico
manifiesta el sino de un individuo, y un rostro egipcio, a pesar del
esquematismo de la figura, ostenta los rasgos recognoscibles de una
persona determinada, porque sólo asi puede servir de morada al alma superior del muerto, al Ka. En
cambio en Grecia se trata de cierta afición a las figuras de
carácter, como en la comedia ática de la misma época, en la que
aparecen sólo tipos de hombres y de situaciones, a los que se les
da un nombre. El «retrato» no se caracteriza por los rasgos
personales, sino sólo por el nombre que lleva escrito debajo. Es
ésta una costumbre general entre los niños y los hombres
primitivos, costumbre que guarda una estrecha relación con la magia
del nombre. El nombre pone en el objeto un poco de la esencia del
nombrado y cada espectador la percibe a su vez. Asi debieron ser las
estatuas de los tiranicidas en Atenas, las estatuas—etruscas—de
los reyes en el Capitolio y las imágenes «icónicas» de los
vencedores en Olimpia; no «parecidas», sino nombradas, intituladas.
Luego hay que añadir la afición al género y el afán industrial de
una época que produjo la columna corintia. Se elaboraron en mármol
los tipos que aparecen en el teatro de la vida, el ·yow, que
erróneamente solemos traducir por carácter, siendo así que más
bien se trata de modos y costumbres de la actitud pública: «el»
general grave, «el» poeta trágico,
«el» orador consumido por la pasión,
«el» filósofo ensimismado. Así es como hay que comprender los
famosos retratos de la época helenística, a los cuales falsamente
se atribuye la expresión de una vida profunda espiritual. Poco
importa que la obra lleve el nombre de un personaje fallecido hace
mucho tiempo—la estatua de Sófocles es de 340—o el de un
contemporáneo, que vive aún, como el Perícles de Kresilas. Hasta
después del año 400 no llegó Demetrios de Alopeke a acentuar las
características individuales en la estructura externa, de un
hombre; y Plinio cuenta que su contemporáneo Lisistratos, hermano
de Lisipo, hacía los retratos vaciando en yeso el rostro del modelo
y corrigiendo levemente luego el vaciado. Entre estos retratos y el
arte de Rembrandt no hay la menor relación. Falta aquí el alma. El
brillante verismo de los bustos romanos se ha confundido con la
hondura físiognómica. Lo que eleva a las obras de superior rango
sobre estos trabajos de obrero y de virtuoso es justamente lo
opuesto a la voluntad artística de Marees o de Leibl. Lo
significativo no resulta de la obra, sino que se imprime a la obra
desde fuera. Un ejemplo de ello es la estatua de Demóstenes, cuyo
autor quizá haya visto realmente al gran orador. Las
particularidades externas del cuerpo están muy acentuadas, acaso
exageradas—a esto se le llamaba entonces naturalismo—; pero sobre
esta base primera se ha impreso luego el tipo característico del
«orador serio», tal como nos lo presentan los retratos de Esguines
y de Lisias en Nápoles, retratos que reproducen el mismo tipo,
aunque injerto en una «base» distinta. Estas estatuas tienen la
verdad de la vida; pero a la manera antigua, esto es, una verdad
típica e impersonal. Nosotros hemos visto esas obras con nuestros
ojos, y por eso es por lo que las hemos comprendido mal,
interpretándolas a nuestro modo.
En la pintura al óleo, desde el final
del Renacimiento, puede medirse la profundidad de un artista por el
valor de sus retratos. Esta regla no sufre apenas excepción. Todas
las figuras del cuadro, aisladas o en grupos, escenas y masas [51],
son retratos por su sentimiento fisiognómico fundamental, aunque la
intención del pintor no haya sido esa. Para el artista no cabe en
esto elección. Nada hay más instructivo que ver el desnudo
mismo transformarse en estudio de retrato, entre las manos de un
artista verdaderamente fáustico [52]. Tomemos dos maestros alemanes,
como Lucas Kranach y Tilmann Riemenschneider, que permanecieron
intactos de toda teoría y trabajaron con entera ingenuidad, en lo
cual se contraponen a Durero, cuya tendencia a las sutilezas
estéticas hizo de él una victima fácil de extrañas influencias.
En sus desnudos—rarísimos—muestran una total incapacidad de
poner la expresión de sus creaciones en la corporeidad
inmediata y presente, en las superficies limitantes. El sentido
de la forma humana, y, por lo tanto, el de toda la obra, se condensa
con regularidad en la cabeza; es totalmente fisiognómico y no
anatómico. Y otro tanto puede decirse de la Lucrecia, de Durero, a
pesar de la contraria voluntad de este artista, nutrido de estudios
italianos. Un desnudo fáustico es una contradicción, Así se
explican esas cabezas de carácter sobre malogrados desnudos, como la
Hiobe de la vieja plástica de las catedrales francesas. Asi se
explica lo forjado, lo vacilante y extraño de esos ensayos que
representan a las claras un sacrificio en aras del ideal
grecorromano, sacrificio ofrendado sólo por el intelecto artístico,
no por el alma. A partir de Leonardo, no hay en toda la pintura una
obra significativa o característica cuyo sentido tenga por base la
realidad euclidiana de un cuerpo desnudo. Y el que cite a Rubens,
parangonando el dinamismo desenfrenado de sus robustos cuerpos con
el arte de Praxiteles y aun de Scopas, es que no comprende la pintura
del maestro flamenco. Justamente esa suntuosa sensibilidad en él tan
característica le mantuvo alejado de la estática que Signorelli
imprime a sus cuerpos. Si hay un artista que en la belleza de los
cuerpos desnudos haya sabido poner un máximum de devenir,
escribiendo la historia de su florecimiento y carnación,
infundiéndoles el resplandor antihelénico de una infinitud
interna, ese es Rubens. Compárense los caballos del Partenón con
los de su Batalla, de las amazonas, y se verá cuan
profunda es la oposición metafísica en la manera de
concebir el mismo elemento. Para Rubens— recordemos una vez
más la oposición entre la matemática fáustica y la apolínea—el
cuerpo no es magnitud, sino relación. No la proporción clara de los
miembros, sino la abundancia de la vida fluyente, el tránsito de la
juventud a la vejez, es el motivo que, en su Juicio final— cuerpos
convertidos en llamas—, se une con la movilidad del espacio
cósmico, formando una síntesis absolutamente contraria al
sentimiento antiguo, síntesis que en cierto modo reaparece en las
ninfas de Corot, cuyas figuras están como a punto de deshacerse en
manchas de color, en reflejos del espacio infinito. No es ésta la
inspiración del desnudo antiguo. No confundamos el ideal griego de
la forma—una existencia plástica encerrada en sí misma—con el
simple virtuosismo en la representación de los bellos cuerpos.
Estos desnudos, desde Giorgione hasta Boucher, abundan
extraordinariamente; pero no son más que «naturalezas muertas» de
la carne, pinturas de género, expresiones de una alegre sensualidad.
Consideradas en el aspecto de su valor
simbólico, estas obras desmerecen grandemente [53]
—muy en oposición al ethos elevado
de los desnudos antiguos.
Por eso estos—excelentes—pintores
no han llegado a la cumbre de su arte ni en el retrato ni en la
representación de hondos espacios por medio del paisaje. Sus tonos
pardos y verdes y su perspectiva carecen de «religión», de futuro,
de sino.
No son maestros mas que en el terreno
de la forma elemental, en cuya realización se agota su arte. El
enjambre de estos artistas constituye propiamente la substancia de la
evolución histórica en que se manifiesta un gran arte. Pero
imaginemos un gran artista encumbrado hasta aquella otra forma que
comprende en sí el alma entera y el sentido total del universo; entonces, si perteneció a la cultura
antigua, habrá tenido forzosamente que labrar cuerpos desnudos, y si
a la occidental, no habrá podido hacerlo. Rembrandt no ha pintado
nunca un desnudo, en ese sentido de primer plano; Leonardo,
Ticiano, Velázquez, y entre los modernos, Mengel, Leibl, Marees,
Manet, raras veces, y cuando lo han pintado, ha sido siempre en un
sentido que yo diría de paisaje. El retrato sigue siendo la piedra
de toque infalible [54].
Pero hay maestros como Signorelli,
Mantegna, Botticelli y aún Verrocchio, que no pueden medirse por la
importancia de sus retratos. El monumento ecuestre del Can grande
(1330) es retrato en un sentido mucho más elevado que la estatua de
Bartolomé Colleoni. Los retratos de Rafael—el mejor, el del
Papa Julio II, fue creado bajo la influencia del veneciano
Sebastián del Piombo—-pueden dejarse a un lado al apreciar su
obra. Hasta Leonardo no aparecen los retratos importantes.
Entre la técnica de la pintura al
fresco y la técnica de la pintura de retrato hay una sutil
contradicción. El primer gran retrato al óleo es en realidad el Dux
Loredan, por Giovanni Bellini. También en esto se revela el carácter
del Renacimiento como una repulsa frente al espíritu fáustico
occidental. El episodio de Florencia significa el intento de adoptar
como símbolo de lo humano el desnudo, en vez del retrato gótico—no
del retrato idealista de la antigüedad posterior, conocido
principalmente por los bustos cesáreos—. Si, pues, el arte del
Renacimiento hubiese sido consecuente con su sentido fundamental,
habría eliminado por completo los rasgos fisiognómicos. Pero
la fuerte corriente de profundidad que caracteriza la voluntad
intima del arte fáustico bastó para mantener no sólo en las
pequeñas ciudades y escuelas de la Italia central, sino hasta en las
tendencias inconscientes de los grandes pintores, una tradición
ininterrumpida de goticismo. El sentido fisiognómico del goticismo
llegó incluso a imponerse sobre el elemento extraño del desnudo
meridional. Lo que aquellos pintores del Renacimiento producen no
son propiamente cuerpos que nos hablen por la estática de sus
superficies limitantes, sino . - juegos de ademanes que se propagan
por todas las partes del, cuerpo y que para los ojos
inteligentes hacen las desnudeces toscanas profundamente idénticas
a los ropajes góticos.
El cuerpo de estos desnudos no es un
limite, sino una envoltura Las figuras desnudas y quietas de Miguel
Ángel en la capilla de Médicis son como rostros que nos hablan de
un alma.
Pero sobre todo las cabezas pintadas o
modeladas se transforman por sí mismas en retratos, aunque sean
cabezas de dioses y de santos. Los retratos de Rossellino, Donatello,
Benedetto da Majano, Mino da Fiesole están por el espíritu tan
próximos a Van Eyck, Memling y los primitivos renanos, que llegan a
veces a confundirse con éstos. Yo sostengo que no existe en realidad
un solo retrato verdaderamente renacentista; ni puede existir, si
por retrato renacentista se entiende un rostro era donde esté
condensado el sentimiento artístico que separa el patio del Palazzo
Strozzi de la Loggia dei Lanzi y a Perugino de Cimabue. En la
arquitectura una creación antigótica era posible, bien que
desprovista de todo espíritu apolíneo. Pero en el retrato, no; pues
el retrato, por sí mismo, como género, es ya un símbolo fáustico.
Miguel Ángel eludió el problema. Perseguidor apasionado de un ideal plástico, hubiera creído descender
ocupándose de retratos. Su busto de Bruto no es un retrato, como no
lo es tampoco su Giuliano de Médicis; en cambio el que hizo
Botticelli de este mismo personaje, ése si, es un verdadero
retrato, y, por lo tanto, una producción marcadamente gótica. Las
cabezas de Miguel Ángel son alegorías en el estilo del barroco
incipiente y sólo muy superficialmente pueden compararse a
ciertas obras de la época helenística.
Por mucho que se estime el valor del
busto de Uzzano por Donatello, acaso la creación más importante de
esta época y de este circulo, hay que reconocer que, comparado con
los retratos venecianos, apenas si puede tomarse en cuenta.
Conviene advertir también que esta
tendencia a substituir el retrato gótico por el desnudo antiguo—o
al menos considerado como antiguo—; esta tendencia a reemplazar una
forma profundamente histórica y biográfica por otra del todo
ahistórica aparece justamente en un momento en que la facultad
introspectiva de confesión artística, en el sentido de Goethe,
mengua y decae. El hombre cuya alma es verdaderamente
renacentista no sabe de evoluciones espirituales. Vive hacia
fuera. En esto consiste la gran ventura del
Quattrocento.
Entre la Vita nuova, de Dante y los
sonetos de Miguel Ángel no se ha producido ninguna confesión
poética, ningún autorretrato de alto rango. El artista del
Renacimiento y el humanista han sido en la cultura occidental los
únicos espíritus para quienes la voz soledad es una palabra vana.
Sus vidas transcurren en luminosidades cortesanas. Sienten y perciben
públicamente, sin íntima insatisfacción, sin pudorosidad. En
cambio, las vidas de los grandes holandeses de la misma época
transcurren a la sombra de sus obras. Por eso no es de extrañar que
el otro símbolo de la lejanía histórica, de la solicitud, de la
duración, de la reflexión, el Estado, en suma, haya desaparecido
igualmente del campo visual renacentista, desde Dante hasta Miguel
Ángel. Ved a «Florencia la vacilante», que todos sus grandes hijos
criticaron con acritud y cuya incapacidad para producir formas
políticas sólidas raya en lo increíble, si se compara con otros
Estados de Occidente. Ved asimismo a esas otras ciudades en donde el
espíritu antigótico—que desde este punto de vista podría
llamarse antidinástico— desarrolló una actividad vivaz en el arte
y en la vida pública. En ninguna de ellas existe un verdadero
Estado. Todas ofrecen un espectáculo calamitoso y
verdaderamente helénico: Médicis, Sforza, Borgia, Malatesta,
repúblicas desenfrenadas. Hubo una ciudad, empero, en donde la
plástica no tuvo talleres, en donde la música meridional encontró
su albergue más propicio, en donde goticismo y barroquismo se dieron
la mano por obra del pintor Giovanni Bellini, una ciudad en la cual
el Renacimiento fue objeto de muy efímera afición: Venecia. Pero
Venecia tuvo retratos y con ellos una diplomacia refinada y una gran
voluntad de duración política.
El Renacimiento resulta de una
oposición. Por eso le falta la profundidad, la amplitud, la certeza
de los instintos creadores. Es la única época que ha sido
en la teoría más consecuente que en las obras. Es también la
única en donde—contrariamente a lo que sucede en el gótico y en
el barroco—la fórmula teórica de la voluntad artística precede y
muchas veces excede a la potencia creadora. Pero la forzada
sumisión de las artes particulares a una plástica
seudoantigua no podía transformar ni alterar la esencia y
raigambre profunda de la producción artística, y lo único que
consiguió en realidad fue reducir el número de sus posibilidades
internas. Para espíritus de amplitud mediana, el tema del
Renacimiento era suficiente y hasta favorable, a causa de la
claridad con que se manifiesta; por eso no hay aquí luchas como
en el gótico, que acomete con los problemas más grandes e informes,
esas luchas que caracterizan las escuelas del Rin y de Holanda. La
facilidad, la claridad seductora del Renacimiento provienen en gran
parte de la destreza con que supo eludir las resistencias
profundas, aplicando una regla harto simple. ¡Fatal tendencia
para los que nacen en este mundo de las formas toscanas, con la
intimidad de un Memling y la potencia de un Grünewald! En efecto, no
podrán desenvolver sus fuerzas en ese mundo ni por él, sino
justamente en contra de él. Propendemos a estimar excesivamente el
carácter humano de los pintores renacentistas sólo porque no
descubrimos flaquezas en la forma. Pero en el gótico y el barroco,
el artista verdaderamente grande cumple su misión profundizando y
perfeccionando su lenguaje artístico. En cambio, en el Renacimiento
se ve forzado a destruirlo.
Tal es, en efecto, el caso de Leonardo,
de Rafael, y de Miguel Ángel, los únicos hombres verdaderamente
grandes que aparecen en Italia desde Dante. ¿No es bien extraño que
entre los maestros góticos—mudos obreros del arte, silenciosos
creadores de lo más alto a que puede llegarse en esta convención y
dentro de estos límites—y los venecianos y holandeses de 1600
—también sencillos trabajadores—se hallen esos tres que no sólo
fueron pintores, no sólo escultores, sino pensadores y
pensadores por necesidad, que además de manifestarse en
todas las especies posible de la expresión artística se ocuparon de
mil otras cosas, eternamente inquietos, insatisfechos, buscando sin
cesar la esencia y fin último de su vida, que sin duda no podían
encontrar en los supuestos espirituales del Renacimiento? Estos tres
genios intentaron, cada uno a su manera y por su camino, trágicamente
errado, realizar el ideal «antiguo» de la teoría medicea, y los
tres hubieron de rasgar el sueno renacentista por tres lados
diferentes: Rafael, por el de la línea; Leonardo, por el de la
superficie; Miguel Ángel, por el del cuerpo. El alma extraviada
torna en ellos a su punto de partida fáustico. Quisieron medida y no
relación, dibujo y no efectos de luz y aire, cuerpo euclidiano y no
espacio puro. A pesar de lo cual no hubo en Italia plástica
euclidiana, estática. Sólo una vez fue este arte posible: en
Atenas. En cambio, en todas las obras del Renacimiento se percibe una
música misteriosa. Todas las figuras están en movimiento; todas
manifiestan una tendencia a la lejanía y profundidad; todas se
orientan, no en el sentido de Fidias, sino en el de Palestrina; todas
proceden, no de las ruinas romanas, sino de la música silenciosa que
las catedrales envían al cielo. Rafael anula la pintura al fresco;
Miguel Ángel, la estatua; Leonardo sueña ya con el arte de
Rembrandt y de Bach. Cuanto más serio y grave es el afán por
realizar el ideal de esta época, más inapresensible se ofrece este
ideal al espíritu.
El gótico y el barroco son, pues, algo
que existe. El Renacimiento, empero, es siempre un ideal que se
cierne sobre la voluntad de una época y que resulta irrealizable,
como todos los ideales. Giotto es un artista gótico; Ticiano es un
artista barroco. Miguel Ángel quiso ser un artista del Renacimiento;
pero no lo consiguió. A pesar de todas sus ambiciones plásticas. la
pintura mantuvo indiscutible su predominio, con todos los
supuestos de la perspectiva septentrional del espacio; lo cual pone
bien de manifiesto la contradicción entre lo deseado y lo
conseguido. La bella medida, la regla depurada, el premeditado
carácter «antiguo» se consideraba ya en 1520 como sequedad y
formalismo. Miguel Ángel, y otros muchos con él, eran de opinión
que su cornisa del Palazzo Farnese—la cual, desde el punto de vista
renacentista, echaba a perder la fachada de Sangallo—superaba con
mucho las creaciones de los griegos y los romanos.
Si Petrarca fue el primero, Miguel
Ángel fue el último hombre de Florencia que sintió pasión por
la antigüedad. Pero en la pasión de Miguel Ángel
mezclábanse ya otros elementos.
Tocaba a su fin el cristianismo
franciscano de Fra Angélico, con su delicada dulzura, su
comedimiento, su tierna devoción; y hay que advertir que a este
cristianismo franciscano se debe, en mayor parte de lo que suele
creerse, esa claridad meridional que ilumina los productos más
maduros del Renacimiento [55]. El espíritu mayestático
de la contrarreforma, con su gravedad, su movimiento y sus
suntuosidades, alienta ya en las obras de Miguel Ángel. Hay algo
que en aquella época llamaban «antiguo» y que era sólo una forma
noble del sentimiento cristianogermánico; ya hemos visto que
el motivo predilecto de Florencia, la unión del arco redondo con
la columna, es de origen sirio. Pero comparad los capiteles
seudocorintios del siglo XV con los de las ruinas romanas conocidas
entonces. Miguel Ángel fue el único que no admitió en esto ningún
término medio. Quería claridad. Para él la cuestión de la forma
era una cuestión religiosa; se trata, para él y sólo para él, de
todo o nada. Asi se explican los tremendos combates solitarios de
este hombre, el más desventurado de los artistas occidentales; así
se explica lo fragmentario, lo torturado, lo insaciable, lo terribile
de sus formas, que fueron la pesadilla de sus contemporáneos. Una
parte de su ser le arrastraba ha la antigüedad, esto es, hacia la
plástica. Bien sabida es la influencia que ejerció sobre su ánimo
el grupo de Laocoonte, recién descubierto. Nadie con más sinceridad
ha intentado abrirse camino con el cincel hacia un mundo
desaparecido.
Todas sus creaciones tienen intención
plástica en este sentido, que él solo representa. «El mundo,
representado en el gran Pan», lo que Goethe quiso realizar en la
segunda parte del Fausto al introducir la figura de Helena; el mundo
apolíneo en toda su poderosa actualidad sensible y corpórea, eso es
lo que Miguel Ángel, con una voluntad y una fuerza por nadie
igualadas, quiso evocar y conjurar en forma artística cuando pintaba
el techo de la capilla Sixtina. Todos los recursos de la pintura al
fresco, los grandes contornos, las superficies poderosas, la
inmediata proximidad de las figuras desnudas, la materialidad de los
colores, los ha empleado aquí Miguel Ángel por última vez,
llevándolos a su máxima tensión, para dar rienda suelta al paganismo—en el
más alto sentido renacentista—que en él había. Pero se opuso su
otra alma, el alma gótica y cristiana, dantesca y musical, el alma
de los espacios infinitos, que claramente eleva su voz y nos habla en
la disposición metafísica del boceto.
Miguel Ángel ha sido el último
artista que obstinadamente ha intentado una y otra vez condensar la
plenitud de su rica personalidad en el idioma del mármol, del
material euclidiano. Pero la piedra se negaba a servirle, porque ante
ella Miguel Ángel tenía una actitud bien distinta de la de los
griegos. La estatua cincelada contradice, por la índole misma de su
existencia, un sentimiento cósmico que busca algo en las obras de
arte en vez de poseerlo. Para Fidias es el mármol una materia
cósmica que anhela forma. La leyenda de Pigmalión nos revela la
esencia del arte apolíneo. Para Miguel Ángel el mármol es el
enemigo que hay que vencer, el calabozo de donde hay que sacar la
idea, como Sigfredo saca a Brunhilda de su cautiverio. Sabemos con
qué pasión atacaba el bloque informe. No iba amoldándolo poco a
poco a la figura deseada, sino que entraba en la piedra como en un
espacio y hacía surgir la figura, arrancando el material por capas
a partir de la frentes internándose en las profundidades del mármol,
de manera que las masas de los miembros aparecían lentamente como
nacidas del bloque mismo. No es posible expresar mejor el terror
cósmico, que quiere conjurar el producto, la muerte, mediante una
forma en movimiento. En todo el Occidente no hay otro artista que
haya trabajado en tan profunda y al mismo tiempo tan violenta
relación con la piedra, símbolo de la muerte, principio hostil que
su naturaleza demoníaca quería dominar una y otra vez, bien
arrancándole estatuas, bien aplastándolo bajo el peso de poderosas
construcciones [56]. Fue el único escultor de su época para quien
sólo el mármol era materia digna. El vaciado en bronce, que admite
la transacción con las tendencias pictóricas, fue ajeno siempre a
su temperamento; en cambio, los demás artistas del Renacimiento y
los griegos, más blandos, lo usaron con frecuencia.
El escultor antiguo fijaba en piedra
una actitud momentánea del cuerpo, cosa que el hombre fáustico no
puede hacer, porque en esto le sucede lo mismo que en el amor, que no
es para él, en primer término, el acto de acoplamiento de los
sexos, sino el amor grande, el amor de Dante, y aun más allá
todavía, la idea de la madre solicita. El erotismo de Miguel Ángel—
el de Beethoven—era completamente contrario al de los antiguos;
estaba orientado en el sentido de la eternidad, de la lejanía, y no
en el de la sensualidad del instante fugaz. En los desnudos de Miguel
Ángel—sacrificio ante el altar de su ídolo helénico—el alma
niega y anula la forma visible. Aquélla aspira a la infinidad; ésta
quiere medida y regla; aquélla enlaza el pasado con el futuro; ésta
se encierra en el presente.
La mirada «antigua» absorbe la forma
plástica. Pero Miguel Ángel veía con los ojos del espíritu y
rompía la apariencia superficial de la sensibilidad inmediata. Por
último, llegó a aniquilar las condiciones mismas de este arte. El
mármol resultó harto mezquino para su voluntad de forma. Miguel
Ángel abandona entonces la escultura y se hace arquitecto. A edad
muy avanzada, cuando ya no producía sino fragmentos salvajes, como
la Madonna Rondanini, cuando apenas si diseñaba ya sus figuras en la
piedra bruta, irrumpe al fin la tendencia musical de su arte.
Abrióse libre campo la voluntad de una forma
contrapuntística, y su necesidad de expresión, eternamente
insaciada, profundamente insatisfecha con el arte a que dedicara su
vida, quebró la regla arquitectónica del Renacimiento y creó el
barroco romano. En lugar de la relación entre materia y forma
estableció la lucha entre fuerza y masa. Agrupa las columnas en
haces o las embute en nichos; atraviesa los pisos por
poderosas pilastras; la fachada se torna ondulante, apremiante;
la medida retrocede ante la melodía, la estática ante la dinámica.
La música fáustica se convierte en la primera y más eficaz de las
artes.
Con Miguel Ángel termina la historia
de la plástica occidental. Lo que le sigue no son mas que errores o
reminiscencias. Su heredero legitimo es Palestrina.
Leonardo habla un lenguaje distinto del
de sus contemporáneos. En cosas esenciales, su espíritu alcanza al
siglo próximo; no estaba, como Miguel Ángel, atado por todas las
fibras de su corazón al ideal de la forma toscana. No
tenía la ambición de ser escultor ni arquitecto. Cultivaba
sus estudios anatómicos —extraña equivocación del Renacimiento,
que quería acercarse al sentimiento vital de los helenos y
su culto de las superficies externas del cuerpo—no como Miguel
Ángel, en sentido plástico, en el sentido de anatomía topográfica
de las superficies y los planos exteriores, sino en un sentido
fisiológico, para descubrir los misterios del interior. Miguel
Ángel quería reducir el sentido todo de la existencia humana
al idioma del cuerpo visible; los bosquejos y bocetos de
Leonardo manifiestan la intención contraria. Su admirable
sfumato es el primer síntoma de una negación de los limites
corpóreos en pro del espado. El impresionismo arranca de aquí.
Leonardo empieza por lo interior, por lo espiritual y espacial, no
por las líneas ponderadas de un contorno; y en último término—si
es que, en efecto, lo hace y no deja el cuadro inacabado—pone la
substancia cromática como una especie de hálito sobre el cuadro,
que propiamente es algo incorpóreo e indescriptible. Las
pinturas de Rafael se dividen en «planos» con grupos bien ordenados y
distribuidos, y el conjunto está armoniosamente cerrado por un
fondo. Pero Leonardo no conoce mas que el espacio único, amplísimo,
infinito, en el cual sus figuras flotan, por decirlo así. Aquél nos
presenta dentro del marco del cuadro una suma de figuras singulares y
próximas; éste un corte en el infinito.
Leonardo descubrió la circulación
de la sangre. El impulso que le llevó a tal
descubrimiento no fue ciertamente una emoción renacentista. Sus
pensamientos le destacan, le aíslan de sus contemporáneos. Ni
Miguel Ángel ni Rafael hubieran podido concebir esa idea, pues la
anatomía pictórica se atiene a la forma y a la posición de las
partes, sin escudriñar su función; es, dicho en términos
matemáticos, una anatomía estereométrica, no analítica, hasta el
punto de considerar suficiente el estudio de los cadáveres para la
representación de las grandes escenas pictóricas. Pero esto
significa justamente sacrificar el devenir, el producirse, en favor
de lo ya producido, pedir auxilio a los muertos para hacer la fuerza
creadora de Occidente capaz de realizar la atarajÛa antigua.
Leonardo, en cambio, busca la vida en el cuerpo, como Rubens; no el
cuerpo en sí, como Signorelli. Su descubrimiento tiene una
afinidad profunda con el de Colón, su contemporáneo; es la
victoria del infinito sobre la limitación material de lo presente y
palpable. ¿Cómo iba un griego a sentir gusto por tales cosas?
Al griego no le importaba el interior
del cuerpo, como no le importaban tampoco las fuentes del Nilo.
Interesarse por estas cosas hubiera sido para él como poner en
cuestión su concepción euclidiana de la existencia. En cambio, la
época barroca es la época propia de los grandes
descubrimientos. La misma palabra «descubrimiento»
manifiesta algo totalmente contrario al sentir antiguo. El hombre
antiguo se guardaba muy bien de des- cubrir ninguna realidad
cósmica, esto es, quitarle la envoltura corpórea o aun
solo imaginarla sin ella. Y justamente este
afán de descubrir es la tendencia propia de una naturaleza fáustica.
El descubrimiento del nuevo mundo, de la circulación de la sangre y
del sistema copernicano ocurrieron casi al mismo tiempo y con un
sentido idéntico; poco antes había sido descubierta la pólvora, o
sea el arma de largo alcance, y la imprenta, o sea la escritura de
largo alcance.
Leonardo fue un descubridor. Tal es la
esencia de su naturaleza. El pincel, el cincel, el bisturí, el
lápiz, el compás, tenían para él la misma significación, lo que
para Colón tenía la brújula. Cuando Rafael llena de color un
boceto de preciso contorno, cada pincelada afirma la apariencia
corpórea. Ved, en cambio, los dibujos y los fondos de Leonardo: cada
rasgo es el descubrimiento de un secreto atmosférico. Fue el primero
que meditó sobre aviación. Volar, libertarse del encierro
terrestre, perderse en las dificultades del espacio cósmico, este es
un sentimiento fáustico en grado sumo. Hasta nuestros sueños están
llenos de imágenes de esta clase. ¿No ha observado nadie cómo la
leyenda cristiana en la pintura occidental se ha convertido en una
maravillosa transfiguración de ese motivo?
Todas esas ascensiones, todos esos
descensos al infierno, el volar sobre nubes, las beatificas
asunciones de ángeles y santos la liberación de todo peso terrenal,
constituyen otros tantos símbolos que expresan el vuelo del alma
fáustica y que son totalmente extraños al estilo bizantino.
La transformación de la pintura al
fresco del Renacimiento en la pintura al óleo de Venecia es un trozo
de la historia de un alma. Los atisbos dependen todos aquí de los
rasgos más delicados y más ocultos. En casi todos los cuadros,
desde el Tributo, de Masaccio, en la capilla de Brancacci, hasta la
Entrega de la llave, de Perugino, pasando por el fondo flotante
de los retratos de Federico y Bautista de Urbino, por Fiero
della Francesca, percíbese la lucha entre la técnica al fresco
y la nueva forma incipiente. El desarrollo pictórico de Rafael en
el tiempo en que trabajaba en las estancias del Vaticano es casi el
único ejemplo claro de esa lucha. El fresco florentino busca la
realidad en cosas singulares y presenta una suma de ellas dentro del
marco que le ofrece la arquitectura. El cuadro al óleo, en cambio,
con creciente firmeza de expresión, reconoce en la extensión un
todo, y cada objeto es para él solamente una representación
del espacio total. El sentimiento cósmico del alma fáustica se
creó una nueva técnica para su propio uso. Rechazó el estilo del
dibujo, como rechazó la geometría de las coordenadas de la
época de Oresme. Transformó la perspectiva lineal, sujeta a
motivos arquitectónicos, en una perspectiva puramente atmosférica,
que trabaja con imponderables diferencias de matices. Pero este
tránsito fue grandemente entorpecido y obscurecido por la base
artificiosa sobre que se alzaba el Renacimiento, por la
incomprensión de su propia tendencia profunda, por la
imposibilidad de realizar el principio antigótico. Cada artista se
ensayaba a su manera. Unos pintaban con colores al óleo sobre la
pared húmeda; por eso la Cena de Leonardo ha sucumbido a la
destrucción del tiempo.
Otros pintaban sobre tablas como si se
tratase de frescos. Es el caso de Miguel Ángel. Por doquiera
hallamos audacias, atisbos, derrotas, renuncias. Por doquiera
percibimos la lucha entre la mano y el alma, entre los ojos y el
instrumento, entre la forma que el artista quiere y la forma que
quiere el tiempo; esta lucha es en todos siempre la misma; es la
lucha entre la plástica y la música.
Ahora podemos comprender, al fin, ese
gigantesco boceto de Leonardo que se llama La adoración de los tres
reyes en los Uffici. Es el más grande atrevimiento pictórico del
Renacimiento. Hasta Rembrandt no se ha sospechado siquiera cosa
semejante. Más allá de toda medida óptica, más allá de todo lo
que entonces se llamaba dibujo, contorno, composición, grupo, quiere
Leonardo postrarse en adoración ante el espacio eterno, en el que lo
corpóreo flota como los planetas en el sistema de Copérnico, como
los sonidos de una fuga de Bach en las penumbras de una vieja
catedral; quiere Leonardo, en suma, pintar un cuadro de tal dinamismo
y lejanía que, dadas las posibilidades técnicas de la época, había
de quedar por fuerza en estado de torso.
La Madonna de la Sixtina, de
Rafael, resume el Renacimiento en aquella línea del contorno,
que absorbe el contenido integro de la obra. Es la última gran línea
del arte occidental.
Su poderosa intimidad, que llega al
último extremo de misteriosa contradicción con lo convencional,
hace de Rafael el menos comprendido de los artistas del Renacimiento.
No luchaba con problemas. Ni siquiera sospechaba los problemas. Pero
condujo el arte hasta el mismo umbral de los problemas, a un punto en
donde era ya forzoso el decidirse. Falleció cuando dentro de aquel
mundo de las formas había realizado lo más alto y definitivo. A la
multitud le parece superficial; la multitud no puede sentir lo que
hay en sus bosquejos. ¿Se han notado bien esas nubecillas
matutinas que, transformándose en cabecitas de niños, rodean la
radiante figura? Es la tropa de los nonatos, que la Madonna trae a la
vida. Esas nubes luminosas aparecen también, con el mismo sentido,
en la escena mística final del segundo Fausto. Justamente la
repulsa, la impopularidad, en su sentido más bello, revela aquí la
interior superación del sentimiento renacentista. A Perugino
se le entiende en seguida; a Rafael se cree haberle entendido.
Aunque al pronto la línea plástica, el dibujo, manifiestan una
tendencia «antigua», sin embargo, esa línea flota en el espacio,
es una línea supra terrestre, beethoveniana. Rafael es en esta obra
más hermético que en cualquier otra, más aún que el mismo Miguel
Ángel, cuyas intenciones se revelan en lo fragmentario de sus
trabajos. Fra Bartolomeo dominaba todavía la línea material del
contorno, que es toda primer plano y cuyo sentido se agota en la
limitación de los cuerpos. Pero en Rafael la línea enmudece,
aguarda, se esconde, y en los momentos supremos parece ya a
punto de disolverse en infinito, en espacio y en música.
Leonardo está más allá del límite.
El boceto de La adoración de los reyes es ya música. Y hay un
sentido profundo en el hecho de que este cuadro, como el San
Jerónimo, lo dejara Leonardo sin terminar después de haber colocado
la primera capa de color pardo, es decir, en el «estadio de
Rembrandt», en el pardo atmosférico del próximo siglo. Para él el
cuadro, en este estado, llegaba ya a la máxima perfección y
revelaba su intención con suprema claridad. Un paso más en el
tratamiento de los colores, cuyo espíritu estaba todavía sujeto a
las condiciones metafísicas del estilo al fresco, hubiese aniquilado
el alma del bosquejo. Justamente porque presentía el simbolismo del
óleo en toda su profundidad tuvo miedo al estilo del fresco, que
siguen todos los pintores «muy acabados», pero que hubiese
empobrecido su idea. Los estudios para este cuadro demuestran
las disposiciones de Leonardo para el grabado en cobre, a la
manera de Rembrandt, arte que nació en la patria del contrapunto y
que en Florencia era desconocido. Los venecianos, extraños al
convencionalismo florentino, lograron, al fin, lo que Leonardo
buscaba: un mundo de colores al servicio del espacio, no de las
cosas.
Por las mismas razones dejó Leonardo
inacabada—tras infinitos ensayos—la cabeza de Cristo en la Cena.
Los hombres de esta época no estaban aún maduros para concebir un
retrato en el sentido grandioso de Rembrandt, esto es, como la
historia de un alma escrita con pinceladas fugaces, con luces y
matices. Pero Leonardo era el único bastante grande para sentir esta
limitación como un sino. Los otros aspiraban a pintar cabezas según
las reglas de la escuela. Pero Leonardo, que por vez primera hizo
aquí hablar a las manos con una maestría fisiognómica, alcanzada a
veces más tarde, pero nunca superada por nadie, quería
infinitamente más. Su alma vivía lejos en el futuro; pero su
humanidad, sus ojos, sus manos, obedecían al espíritu de su tiempo.
Seguramente fue Leonardo, por modo fatal, el más libre de los tres
grandes. Muchos de los obstáculos contra los cuales luchaba en vano
la poderosa naturaleza de Miguel Ángel no llegaron ni a tocarle
siquiera. Estaba familiarizado con los problemas de la química, del
análisis geométrico, de la fisiología—también era la suya
aquella «naturaleza viviente» de Goethe—, de la técnica de las
armas de largo alcance. Más hondo que Durero, más audaz que
Ticiano, más amplio que cualquier otro hombre de su tiempo, fue, sin
embargo, el tipo del artista fragmentario [57]; pero lo fue por bien
distintas razones que Miguel Ángel, retardado en la plástica y muy
en oposición a Goethe, que ya tenia tras sí todo lo que para el
creador de la Cena era aún inaccesible.
Miguel Ángel quiso resucitar un mundo
de formas muertas; Leonardo presintió en el futuro un mundo nuevo;
Goethe adivinó que ya no había nuevos mundos que descubrir. Entre
ellos transcurren los tres siglos maduros del arte fáustico.
Réstanos aún perseguir en sus grandes
rasgos el proceso que lleva a su perfección el arte occidental.
Aquí actúa la interior necesidad de toda historia. Ya hemos
aprendido a concebir las artes como protofenómenos. Ya no buscamos
causas y efectos, en sentido físico, para dar conexión a su
desarrollo.
Hemos restablecido en su derecho el
concepto del sino de un arte. Hemos reconocido que las artes son
organismos; que ocupan su lugar determinado en el organismo más
amplio de una cultura; que nacen, maduran, envejecen y mueren para
siempre.
Terminado el Renacimiento—postrera
equivocación—, el alma occidental llega a la conciencia madura
de sus fuerzas y posibilidades. Ha elegido su arte. Las
épocas postrimeras, el barroco como el jónico, saben bien lo que
tiene que significar el idioma de las formas artísticas. Hasta
entonces fue una religión filosófica. Ahora se convierte en una
filosofía religiosa.
Se torna urbano y mundano. En lugar de
las escuelas anónimas aparecen ahora los grandes maestros. En la
cúspide de cada cultura se ofrece el espectáculo de un suntuoso
grupo de artes mayores, bien ordenado y unificado por el símbolo
primario que les sirve a todas de fundamento.
El grupo apolíneo, al que
pertenecen la pintura de los vasos, el fresco, el relieve, la
arquitectura de columnas, el drama ático, la danza, tiene en su
centro la escultura de la estatua desnuda. El grupo fáustico se
forma en torno al ideal de la pura infinidad del espacio. Su centro
es la música contrapuntística. De este centro arrancan hilos
finísimos que envuelven en su trama los distintos mundos de la forma
e incorporan en un conjunto la matemática infinitesimal, la física
dinámica, la propaganda de los jesuitas, el dinamismo del famoso
lema de la ilustración, la técnica de la maquinaria moderna, el
sistema de crédito y la organización dinástico diploma tica
del Estado, formando así una ingente totalidad de expresión
anímica. Iniciada en el ritmo interior de las catedrales, rematada y
conclusa en el Tristán y Parsifal de Wagner, la superación
artística del espacio infinito llega a su perfecto cumplimiento
hacia 1550. La plástica se extingue con Miguel Ángel en Roma,
justo cuando la planimetría, que hasta entonces había
predominado en las matemáticas, empieza a ser el capitulo menos
importante de ellas. Y al mismo tiempo, con la Armonía y la Teoría
del contrapunto de Zarlino (1558), y con el método del basso
continuo, que también nace en Venecia—ambos son una perspectiva y
análisis del espacio sonoro—, comienza a desarrollarse su hermano,
el cálculo infinitesimal, hijo del Norte.
La pintura al óleo y la música
instrumental, artes del espacio, inauguran su hegemonía. En la
antigüedad, por justa correspondencia, el primer plano lo ocupan
simultáneamente, en época pareja—hacia 600—, las artes
materiales euclidianas, la pintura al fresco sobre superficies y la
estatua de bulto. Y las dos clases de pintura son las primeras en
florecer, porque el idioma de sus formas es el más comedido y
accesible. La pintura al óleo tiene su buena época entre 1550 y
1650, del mismo modo que la pintura al fresco y la pintura de los
vasos en el siglo VI. El símbolo del espacio y el del cuerpo,
expresados con los recursos artísticos de la perspectiva occidental
y de la proporción, «antigua», aparecen simplemente indicados en el lenguaje mediato de la
pintura. Estas artes—la pintura al óleo y la pintura al fresco—,
que sólo pueden fingir su respectivo símbolo primario en la imagen,
es decir, que sólo representan posibilidades de la extensión,
pudieron, si, significar, evocar el ideal antiguo y el ideal
occidental, pero no cumplirlo. En el camino que sigue la época
posterior aparecen como preliminares de la alta cumbre. Cuanto más
se acerca el gran estilo a su perfecta realización, tanto más
decisivo se hace el impulso hacia un idioma ornamental de inflexible
claridad en su simbolismo. Ya no basta la pintura- El grupo de las
artes se simplifica más todavía. Hacia 1670, precisamente cuando
Newton y Leibnitz descubren el cálculo diferencial, llega la
pintura al extremo límite de sus posibilidades. Los últimos
grandes maestros van muriendo: Velázquez, en 1660; Poussin, en 1665;
Franz Hals, en 1666; Rembrandt, en 1669; Vermeer, en
1675; Murillo, Ruysdael y Lorena, en 1682. Basta nombrar a los
pocos sucesores importantes, Watteau, Hogarth, Tiepolo, para
sentir claramente el descenso, el término de un arte. Y
ahora justamente es cuando mueren también las grandes formas de:
la música pictórica; con Heinrich Schütz(1672), Carissimi (1674),
y Purcell (1695) desaparecen los últimos maestros de la cantata, que
variaba hasta el infinito sus temas plásticos mediante el
juego cromático de las voces y de los instrumentos y que
diseñaba verdaderos cuadros, desde los paisajes más delicados hasta
las más sublimes escenas de la leyenda. Con Lully (1687) se agota
interiormente el tipo de la ópera barroca heroica, creado por
Monteverdi. Y otro tanto puede decirse de las formas de la vieja
sonata clásica para orquesta, órgano o trío de cuerdas, que
también eran variaciones de temas plásticos en estilo fugado. La
música se liberta del último resto corpóreo que aun quedaba en el
sonido de la voz humana. Se torna absoluta. El tema deja de ser una
forma plástica para convertirse en una función penetrante cuya
existencia consiste en el desarrollo; el estilo fugado de Bach no
puede caracterizarse mejor que llamándolo una infinita
diferenciación e integración. Las etapas que preceden a la victoria
definitiva de la música sobre la pintura son las pasiones de
Heinrich Schütz—obras de su vejez— en las que ya se anuncia,
remoto aún, el nuevo lenguaje de formas, las sonatas de Dall'Abaco y
de Corelli, los oratorios de Händel y la polifonía barroca de Bach.
A partir de este momento esta música es el arte fáustico por
antonomasia; puede decirse que Watteau es un Couperin de la pintura y
Tiepolo un Händel.
Idéntica transición se verifica en la
antigüedad hacia el año 460, cuando el último gran pintor al
fresco, Polignotes, entrega a Policleto, esto es, a la plástica de
bulto, la herencia del estilo sublime. Hasta entonces la estatua
misma había sufrido la influencia del lenguaje de formas propio de
un arte de superficies puras; esto se ve incluso en los
contemporáneos de Polignotes, en Mirón y los maestros del pontón
de Olimpia. La pintura al fresco había desenvuelto un ideal de forma
que consistía en la silueta coloreada y realzada por un dibujo
interior, no habiendo casi ninguna diferencia entre el relieve
policromado y la pintura de superficie. Del mismo modo, en
la escultura, el contorno frontal, ante el espectador,
significaba el propio símbolo del ethos, es decir, del tipo mora!
que debía representar la figura. El frontón de un templo es un
cuadro que requiere ser visto desde la distancia necesaria,
exactamente como las figuras de los vasos, pintadas de rojo, de la
misma época. Con la generación de Policleto, el cuadro monumental
pintado sobre una pared cede el puesto al cuadro de tabla,
pintado al temple o con cera. Esto significa, empero, que el gran
estilo ya no encuentra su lugar propio en este género de arte. La
pintura sombreada de Apolodoro, con su modelado y redondeado de las
figuras—pues aquí no se trata de sombras atmosféricas—, aspira
a igualarse a la obra del escultor; y Aristóteles dice expresamente de Zeuxis que a las obras
de este artista les falta ethos. Esta pintura amable e ingeniosa se
sitúa, pues, junto a la pintura de nuestro siglo XVIII. A las dos
les falta grandeza interior; las dos, con su virtuosismo, siguen las
huellas del único arte, del último arte que representa la
ornamentación de máxima valía. Por eso Policleto y Fidias deben
emparejarse con Bach y Händel; y asi como estos dos músicos
supieron libertar la frase de los métodos pictóricos, así aquellos
escultores libertaron definitivamente la estatua de la tendencia al
relieve.
Esta plástica y esta música logran,
pues, el fin deseado.
Ahora ya se ha hecho posible un
simbolismo puro, un simbolismo de exactitud matemática; esto es lo
que significa el Kanon, el libro de Policletos sobre las proporciones
del cuerpo humano. Le corresponde en el Occidente el Arte de la fuga
y el Clave bien templado de Bach. Estas dos artes realizan la máxima,
la suprema claridad e intensidad de la forma pura.
Puede parangonarse el cuerpo sonoro de
la música instrumental fáustica—y en él la cuerda, y en Bach
además los instrumentos de viento, que actúan como una unidad—con
el cuerpo de las estatuas áticas. Compárese lo que Haydn y lo que
Praxiteles llamaban una figura, esto es, la de un motivo rítmico en
la trama de las voces o la de un atleta. Figura es un término tomado
de la matemática, que demuestra que el fin logrado ahora no es otro
que el de una unión del espíritu artístico con el matemático;
pues al mismo tiempo que la música y la plástica, llegan el
análisis de lo infinito y la geometría de Euclides a una concepción
clara de sus problemas y del sentido último que encierra su lenguaje
numérico. Ya son inseparables la matemática de lo bello y la
belleza de lo matemático. El espacio infinito de los sonidos y el
cuerpo aislado, de mármol o bronce, son una interpretación
inmediata de la extensión. Pertenecen al número como relación y al
número como medida. En el fresco, como en el óleo, las leyes de la
proporción y de la perspectiva son solamente alusiones a la
matemática. Pero la escultura y la música, artes definitivas y
rigurosas, son la matemática misma. En esta cumbre llegan a su
perfección el arte fáustico y el arte apolíneo.
Terminada la hegemonía del fresco y
del óleo, empieza la compacta serie de los grandes maestros de la
plástica y de la música absolutas. Después de Policleto
vienen Fidias, Paionios, Alkamenes, Scopas, Praxiteles,
Lysippos. Después de Bach y Händel vienen Gluck, Stamitz, los
hijos de Bach, Haydn, Mozart, Beethoven. Surge ahora en el Occidente
la multitud de esos maravillosos instrumentos, hoy ya mudos, todo un
mundo encantado de espíritus inventivos y descubridores, que van en
busca de nuevas sonoridades y coloridos para enriquecer y elevar la
expresión musical. Surge ahora la muchedumbre de formas grandes,
solemnes, graciosas, ligeras, satíricas, rientes, acongojadas, todas
ellas de severa estructura y que ya hoy nadie conoce bien. Hubo
entonces, sobre todo en Alemania, durante el siglo XVIII, una
verdadera cultura de la música, que penetraba y colmaba la vida
entera.
Puede citarse como su tipo
característico la figura del maestro Kreisler, de Hoffmann. Pero de
aquella época y su música apenas nos queda hoy mas que el recuerdo.
Por último, hacia 1800, muere a su vez
la arquitectura. También ella se disuelve, se ahoga en la música
del rococó.
Todo lo que se ha censurado en este
último, maravilloso y frágil retoño de la arquitectura
occidental—por no haber comprendido que tenia su origen en el
espíritu del contrapunto—: lo desmedido, lo informe, lo retorcido,
lo ondulante, lo chispeante, lo descoyuntado de la superficie y de la
distribución, todo eso es la victoria del sonido, de la melodía
sobre la línea y el muro, el triunfo del puro espacio sobre la
materia, del producirse absoluto sobre lo producido. Esas abadías,
esos castillos, esas iglesias con sus fachadas ampulosas, sus
portalones, sus patios, sus incrustaciones de concha, sus enormes
escaleras, galerías, salas y gabinetes no son ya edificios; son en
realidad sonatas, minuetes, madrigales y preludios de piedra; son
suites de estuco, mármol, marfil y maderas raras, cantilenas de
volutas y cartuchos, cadencias de escalinatas y tejadillos. El
torreón de Dresde es la más perfecta pieza de música que hay en
toda la arquitectura del mundo, con ornamentos que parecen el sonido
de un noble y viejo violín; es un allegro fugitivo para pequeña
orquesta.
Alemania ha producido los grandes
músicos y, por lo tanto, también los grandes arquitectos de este
siglo—Pöpelmann, Schlüter, Bähr, Neumann, Fischer von Erlach,
Dinzenhofer—.
En la pintura al óleo no representa
ningún papel. En la música instrumental, el primero.
Hay una palabra que no obtuvo carta de
naturaleza hasta la época de Manet y que empezó siendo una censura
burlona, como barroco y rococó, pero que resume muy felizmente la
índole especial de la manifestación artística fáustica, tal como
se ha desarrollado poco a poco, partiendo de los supuestos
implícitos en la pintura al óleo. Se habla de
impresionismo, sin sospechar siquiera la extensión y profundidad que
tiene este concepto, cuando se comprende rectamente. Ha sido derivado
de los últimos retoños de un arte, que todo él es, en
realidad, impresionista. ¿Qué significa eso de imitar la
«impresión»? Significa, sin duda, algo netamente occidental, algo
muy afín a la idea del barroco y aun a los fines inconscientes
que perseguía la arquitectura gótica, algo
rigurosamente contradictorio con los propósitos del Renacimiento.
Significa la tendencia de un alma
vigilante que, con la más profunda necesidad, siente el espacio puro
infinito, como realidad absoluta de orden máximo, y todas las
concreciones sensibles «en él», como secundarias y condicionadas;
una tendencia que puede manifestarse en creaciones artísticas,
pero que conoce mil otras posibilidades de abrirse paso. «El
espacio es la forma a priori de la intuición» Esta fórmula de Kant
¿no parece el programa mismo de ese movimiento, que arranca de
Leonardo? El impresionismo es lo contrario del sentimiento
euclidiano. Trata de alejarse lo más posible del lenguaje
plástico, para acercarse al musical. Las cosas iluminadas que
reflejan la luz no nos impresionan por cuanto existen, sino como
si «en sí mismas» no existieran. No son cuerpos, sino
resistencias luminosas en el espacio, cuya mendaz densidad volatiliza
la pincelada. Lo que recibimos y devolvemos no es sino la
impresión de esas resistencias, que, en último término,
valoramos como meras funciones de una extensión trascendente.
Atravesamos los cuerpos con nuestra mirada interior,
que rompe el encanto de los límites materiales y los ofrece en
holocausto a la majestad del espacio. Con esa impresión y bajo ella
sentimos una infinita movilidad del elemento sensible, que constituye
la más vigorosa contradicción a la estatuaria ŒtarajÛa del
fresco. Por eso no hay impresionismo helénico. Por eso la
escultura antigua es un arte que a priori excluye el impresionismo.
El impresionismo es la expresión
amplia de un sentimiento cósmico; y se comprende bien que esté
grabado en la fisonomía de nuestra cultura posterior. Hay una
matemática impresionista que traspasa los limites ópticos con
intención deliberada: el análisis, desde Newton y Leibnitz. A ella
pertenecen esas visiones formales de los cuerpos numéricos, de las
colecciones, de los grupos de transformación, de las geometrías
pluridimensionales. Hay una física impresionista que en lugar de
cuerpos «ve» sistemas de puntos-masas, unidades- que aparecen
como relación constante de actuaciones variables. Hay
una ética impresionista, una tragedia impresionista, una lógica
impresionista. En el pietismo hay también un cristianismo
impresionista.
Desde el punto de vista pictórico y
musical consiste el arte en crear con rayas, manchas o sonidos una
imagen de inagotable contenido, un microcosmos para los ojos y los
oídos de un hombre fáustico; es decir, conjurar artísticamente la
realidad del espacio infinito por medio de la más fugaz e incorpórea
alusión a una cosa objetiva que en cierto modo le obligue a
revelarse en una apariencia real. Ninguna otra cultura ha osado crear
este arte, que es el movimiento de lo inmóvil. Desde las obras de la
vejez de Ticiano, hasta Corot y Menzel, tiembla y fluye la materia
vaporosa, bajo el secreto impulso de la pincelada, de las luces y
colores quebrados. Y lo mismo quiere expresar el «tema» de la
música barroca— a diferencia de la melodía propiamente dicha—.
El tema es una forma sonora en cuya producción colaboran todos los
estímulos de la armonía, del colorido instrumental, del ritmo,
del tiempo, una forma sonora que empieza su desarrollo en la
construcción de los motivos imitativos, en la época de Ticiano, y
lo remata en el leitmotiv de Wagner; una forma sonora que encierra
en su seno todo un mundo de sentimientos y experiencias
íntimas. Desde la altitud de la música alemana, ese arte penetra en
la lírica del idioma alemán—es imposible en el francés—y
produce tras el primer Fausto de Goethe y las últimas poesías de
Hölderlin una serie de obras maestras breves, a veces de pocas
líneas, que nadie ha notado y mucho menos recopilado todavía. El
impresionismo es el método de los más sutiles descubrimientos
artísticos. Repite, en lo pequeño y en lo mínimo, continuamente
las hazañas de Colón y de Copérnico. No hay en ninguna otra
cultura un lenguaje ornamental de tanto dinamismo expresivo y tan
escaso gasto de elementos. Cada punto de color, cada franja
cromática, cada sonido, por breve e imperceptible que sea, revela
encantos sorprendentes y añade a la imaginación nuevos elementos
para robustecer la energía que crea el espacio. En Masaccio y
Piero della Francesca, los cuerpos son cuerpos reales
envueltos en aire. Leonardo es el que descubre las
transiciones del claroscuro atmosférico, los bordes blandos, los
contornos disueltos en profundidad, los imperios de la luz y de la
sombra, de los cuales las figuras particulares no pueden
desprenderse. Finalmente, en Rembrandt, los objetos se convierten en
meras impresiones de color; las figuras pierden lo específico humano
y hacen el efecto de franjas y manchas cromáticas en un ritmo de
apasionada profundidad. Esta profundidad significa también
futuro. El impresionismo fija el instante fugaz que existe una vez y
no vuelve nunca. El paisaje no es algo estante y
permanente, sino un momento efímero de su historia. Así como un
autorretrato de Rembrandt no reconoce el relieve anatómico
de la cabeza, sino el segundo rostro, evocado en el ornamento de
las pinceladas, no por los ojos, sino por la mirada; no por la
frente, sino por la emoción; no por los labios, sino por la
sensibilidad, así también el cuadro impresionista no nos
presenta la naturaleza del primer plano, sino también un
segundo rostro, la mirada, el alma del paisaje. Ya se trate del
paisaje católicoheroico de Lorena, ya del «paysaje intime» de
Corot, ya del mar, de los ríos y las aldeas de Cuyp y Van Goyens,
siempre es un retrato en sentido fisiognómico, algo único, algo
nunca antes visto, algo que sale a la luz por primera y última vez.
La predilección por el paisaje—el paisaje fisiognómico, el
paisaje de carácter—, la predilección por un motivo que en el
estilo al fresco es inimaginable y que permaneció inaccesible a los
antiguos, da al arte del retrato una amplitud mayor; su contenido no
es ya solamente lo humano inmediato, sino también lo mediato; ahora
es una representación del mundo entero, como una parte del yo, del
universo en que el artista se entrega y el espectador se reconoce.
Porque esas amplitudes de la naturaleza tendida en la lejanía
reflejan un sino. Hay en este arte paisajes trágicos, demoníacos,
risueños, quejumbrosos; los hombres de otras culturas no tienen idea
de esto ni órganos adecuados para percibirlo. Quien coloque frente a
este mundo de las formas la pintura ilusionista del helenismo no
conoce la diferencia esencial que existe entre una ornamentación
de primer orden y una imitación sin alma, remedo simiesco
de la apariencia visible. Si Lisipo dijo—como Plinio refiere—
que él representaba los hombres tal como le aparecen, demostró una
ambición de niño, de lego o de salvaje, pero no de artista. Aquí
se echa de menos el gran estilo, la significación, la profunda
necesidad. Asi también pintaban los hombres de las cavernas. Pero
los pintores helenísticos, en realidad, podían más de lo que
querían. Las mismas pinturas murales de Pompeya y los paisajes de la
Odisea en Roma encierran un símbolo: representan cada uno un grupo
de cuerpos, entre los cuales están las rocas, los árboles, e
incluso, como cuerpo entre otros cuerpos..., ¡el mar! No hay aquí
profundidad, sino serie.
¡Algo ha de ocupar el puesto menos
próximo! Pero esta necesidad técnica no tiene nada que ver con la
transfiguración fáustica de la lejanía.
He dicho que la pintura al óleo se
extinguió a fines del siglo XVII, cuando los grandes maestros
murieron en poco tiempo uno tras otro. Pero el impresionismo en
sentido estricto¿no es una creación del siglo XIX? La
pintura—se dirá, pues—ha seguido floreciendodoscientos años más y aun sigue
floreciendo hoy. Pero no nos engañemos. Entre Rembrandt y
Delacroix o Constable lo que hay es el vacío, la muerte, y lo que
comienza con estos últimos pintores es, a pesar de las relaciones
técnicas, algo muy distinto de lo que con el primero murió. Aquí
tratamos de un arte vivo, de alto simbolismo; en este sentido no
cuentan para nada los artistas del siglo XVIII, que son puramente
decorativos. No nos engañemos tampoco acerca del
carácter de ese episodio pictórico moderno que,
trasponiendo 1800, año límite entre la cultura y la civilización,
pudo reavivar la efímera ilusión de una gran cultura pictórica.
Esta pintura ha denominado su lema propio «el aire libre»—le
plein air-, descubriendo asi a las claras el sentido de su aparición
transitoria. El aire libre es la negación consciente, intelectual,
brutal de eso que de pronto dio en llamarse la «salsa parda» y
que, como hemos visto, constituye, en los cuadros de los
grandes maestros, el color propiamente metafísico. Sobre ese color
se edificó la cultura artística de las escuelas, sobre todo de la
holandesa, cultura que desapareció definitivamente al venir al mundo
el estilo rococó. Ese color pardo, símbolo de la infinitud del
espacio, que para el hombre fáustico daba al cuadro un sentido
espiritual, ese color pareció de pronto antinatural. ¿Qué
había ocurrido? ¿No demuestra este hecho justamente que se había
desvanecido aquella alma- para la cual ese color transfigurado era
algo religioso, un signo del anhelo, el sentido todo de una
naturaleza viviente? El materialismo de las urbes europeas
occidentales sopló sobre las ascuas apagadizas y produjo ese
extraño y breve retoño de dos generaciones de pintores—pues
con la generación de Manet todo había terminado-—. Hemos
caracterizado el verde sublime de Grünewald, Lorena, Giorgione,
como el color católico del espacio; y el pardo trascendente de
Rembrandt como el color del sentimiento protestante. Pues bien, la
pintura del aire libre que desarrolla una nueva escala cromática es
el signo de la irreligión [58]. El impresionismo es el regreso a la
tierra tras un viaje por las esferas de la música beethoveniana y
por los espacios estrellados de Kant. Ese espacio es conocido, pero
no vivido; visto, pero no contemplado; hay en él emoción, pero no
sino. Lo que Courbet y Manet ponen en sus paisajes es el objeto
mecánico de la física, no el mundo emotivo de la música pastoral.
Lo que Rousseau profetizó con expresión trágicamente exacta, el
retorno a la naturaleza, se realiza en este arte moribundo. Así, el
anciano, día por día, «retorna a la naturaleza». El artista
moderno es un obrero, no un creador. Coloca unos Junto a otros los
colores intactos del espectro. La fina rúbrica, la danza de las
pinceladas queda reemplazada por hábitos groseros. Unos puntos, unos
cuadrados, unas grandes masas inorgánicas se tienden sobre la tela
mezcladas y revueltas. AI fino y ancho pincel añádese ahora, como
instrumento técnico, la espátula. El fondo de la tela se incorpora
también al efecto y permanece por trechos descubierto y sin color.
Arte peligroso, penoso, frío, enfermizo, hecho para nervios
refinados; pero también científico en extremo, enérgico en todo lo
que sea vencer obstáculos técnicos, lleno de intención
programática; es como el drama satírico tras la pintura
grande que va de Leonardo a Rembrandt. Su hogar natural es el
París de Baudelaire. Los paisajes argentinos de Corot, con sus tonos
gris-verdosos y pardos soñaban aún con aquel elemento espiritual de
los viejos maestros. Pero Courbet y Manet van a la conquista del
espacio físico, del espacio como un «hecho». El pensativo
descubridor, Leonardo, deja el puesto al experimentador de la
pintura. Corot, eterno niño, francés, pero no parisiense, hallaba
sus paisajes trascendentes dondequiera. Pero Courbet, Monet, Manet,
Cézanne, retratan siempre el mismo paisaje, una y otra vez,
penosamente, trabajosamente, con pobreza de alma; es el
bosque de Fontainebleau o las orillas del Sena en Argenteuil o aquel
extraño valle cerca de Arles.
Los poderosos paisajes de Rembrandt
están en el espacio cósmico; los de Manet, cerca de una estación
de ferrocarril. Los pintores del aire libre, hombres de la capital,
de la gran urbe, tomaron de los más fríos españoles y holandeses,
Velázquez, Goya, Hobbema y Franz Hals, la música del espacio, para
traducirla luego—con ayuda de los paisajistas ingleses y más tarde
de los japoneses, espíritus intelectualistas y muy civilizados—a
lo empírico, a lo físico, a la ciencia natural. Esta es
la diferencia que existe entre la experiencia intima de la naturaleza
y la ciencia de la naturaleza, entre el corazón y la cabeza, entre
la fe y el saber.
En Alemania sucede algo muy diferente.
La pintura francesa concluye una gran tradición; la alemana tenia
que reincorporarse a ella. El estilo pictórico, desde Rottmann,
Wasmann, K. D. Friedrich y Runge hasta Marees y Leibl, presupone
todos los tramos de la evolución; éstos se hallan implícitos en la
técnica, y toda escuela, aun cuando quiera cultivar el nuevo estilo,
necesita una tradición cerrada, interna. De aquí la debilidad y la
fuerza de la última pintura alemana.
Los franceses tenían una tradición
propia, desde el barroco primitivo hasta Chardin y Corot. Entre Cl.
Lorena y Corot, Rubens y Delacroix, se mantiene viva la conexión.
Pero los grandes alemanes que, en el siglo XVIII, tuvieron almas de
artista se dedicaron todos a la música. Esta música, desde
Beethoven, se transforma otra vez en pintura, sin alterar en nada su
íntima esencia; y éste es el aspecto típico del romanticismo
alemán. Aquí es donde ha tenido su más continuado florecimiento y
ha dado sus mas jugosos frutos. Todas esas cabezas y paisajes son
música, una música íntima y llena de anhelos. En Thoma y Böcklin
hay aún algo de Eichendorff y Möricke. Pero era menester una teoría
extranjera para suplir la falta de tradición propia. Todos esos
pintores fueron a París. Mas al mismo tiempo que estudiaban y
copiaban como Manet y los pintores de su circulo, los viejos maestros
de1670, recibían influencias nuevas y
muy distintas. En cambio los franceses sólo sentían los recuerdos de algo que estaba desde
hacia mucho tiempo incorporado a su arte. Por eso la plástica
alemana, que vive separada de la música, aparece—desde
1800—como un fenómeno retardado, precipitado, temeroso, confuso,
indeciso en sus fines y sus medios. No había tiempo que perder. Lo
que la música alemana y la pintura francesa habían llegado a ser al
cabo de siglos, era preciso realizarlo en una o dos generaciones de
pintores. El arte moribundo corría precipitadamente hacia su última
concepción, y esto le obligaba a repasar como en un raudo sueño
todo el pretérito. Así surgen naturalezas extrañamente fáusticas,
como Marees y Böcklin, de una incertidumbre en todo lo formal, que
seria enteramente imposible en nuestra música, con su segura
tradición—piénsese en Bruckner—. El arte de los impresionistas
franceses tenia un programa claro y por lo mismo un contenido pobre;
en cambio no conoció esa tragedia de la pintura alemana. Otro tanto
puede decirse de la literatura alemana, que desde Goethe quiere ser
en cada obra grande el fundamento de algo nuevo y resulta en realidad
la conclusión de algo viejo. Así como Kleist sentía en si a la vez
a Shakespeare y a Stendhal, y con desesperado esfuerzo, cambiando y
destruyendo, eterno descontento, quiso forjar la unidad de doscientos
años de arte psicológico; así como Hebbel condensó en un tipo
dramático todo el problematismo de Hamlet hasta Rosmersholm, así
también Menzel, Leibl, Marees intentaron reunir en una forma única
los modelos viejos y los modelos nuevos, Rembrandt, Lorena, Van
Goyen, Watteau y Delacroix, Courbet, Manet. Los pequeños
interiores de la primera época de Menzel anticipan todos los
descubrimientos del círculo de Manet; y Leibl ha logrado muchas
cosas en que Courbet fracasara. Pero, por otra parte, en los cuadros
de los dos pintores alemanes el pardo y el verde metafísicos de
los viejos maestros siguen siendo la plena expresión de una
experiencia intima. Menzel ha revivido y resucitado realmente
un trozo del rococó prusiano; Marees tiene algo de Rubens, y
Leibl en su retrato de la señora Gedon revive y resucita algo del
arte de Rembrandt. El pardo de taller, tan en boga durante el siglo
XVII, fue acompañado de una manifestación artística, llena de
espíritu fáustico: el grabado en cobre. Rembrandt ha sido en ambas cosas
el primer maestro de todos los tiempos. También el cobre tiene algo
de protestante y no va bien a los pintores meridionales, católicos,
a los pintores de la atmósfera verde-azulada y de los Gobelinos.
Leibl, que fue el último pintor de colores pardos, fue también
el último grabador en cobre; tienen sus planchas esa
infinitud rembrandtiana que permite al contemplador ir descubriendo a
cada paso nuevos secretos. Marees sentía con poderosa intuición el
gran estilo barroco, que Guéricault y Daumier supieron evocar de
nuevo en forma cerrada y rotunda; pero faltándole la fuerza de la
tradición occidental no pudo conseguir realizarlo en el mundo de las
formas pictóricas.
Con Tristán muere el último arte
fáustico. Esta obra es la piedra gigantesca que cierra la música
occidental. La pintura no ha logrado morir en tan grandioso final.
Manet, Menzel y Leibl, cuyos estudios de aire libre parecen sacar de
su tumba la pintura de gran estilo, producen un efecto de pequeñez,
comparados con el Tristán.
El término del arte apolíneo fue la
plástica de Pérgamo.
Pergamo se corresponde con Bayreuth. El
famoso altar es una obra posterior y acaso no la más importante de
la época. Debemos suponer una larga evolución—desaparecida hoy—
quizá entre 330 y 220. Pero todo lo que Nietzsche ha dicho contra
Wagner y Bayreuth, contra el Anillo y Parsifal, puede aplicarse
igualmente, y empleando los mismos términos de decadencia y
teatralismo, a aquella plástica que nos ha dejado una obra maestra
en el friso de los gigantes del gran altar—que es una especie de
Anillo—. Igual teatralidad, igual propensión a los motivos viejos,
místicos, en que ya nadie cree; igual empleo implacable de las masas
para sacudir los nervios, pero también igual gravedad y pesadez
conscientes, igual grandeza y sublimidad que sin embargo no logran
ocultar la falta de fuerza interior. El Toro Farnesio y el más viejo
modelo del Laocoonte proceden seguramente de este circulo.
Lo característico de una fuerza
plástica en decadencia es la necesidad en que se halla el artista de
apelar a lo informe e inmenso para producir algo rotundo y completo.
No me refiero solamente a ese gusto por lo gigantesco, que no es,
como en el gótico o en el estilo de las pirámides, la expresión de
una grandeza interior, sino más bien su remedo, para engañar y
ocultar la vacuidad interna; esa ostentación de dimensiones vacías
es común a todas las civilizaciones incipientes y predomina en el
altar de Pérgamo, como en la estatua de Helios, por Chares, conocida
con el nombre de Coloso de Rodas, como en los edificios romanos de la
época imperial, como en Egipto al comenzar el nuevo imperio y como
hoy en América. Mucho más característico es el capricho exuberante
que violenta y deshace el convencionalismo de muchos siglos. La
regla impersonal, la matemática absoluta de la forma, el sino del
idioma lentamente perfeccionado de un arte grande, eso es lo
que entonces como hoy resultaba intolerable. Lisipo, en esto, viene
tras de Policleto; y los autores del grupo de los galos tras Lisipo.
Es el camino mismo que, partiendo de Bach y pasando por Beethoven,
desemboca en Wagner. Los anteriores artistas se sienten maestros, dueños de la forma grande; los
artistas posteriores son sus esclavos. Praxiteles y Haydn supieron
expresarse con perfecta libertad y alegría dentro de la más
estricta convención; ya Lisipo y Beethoven necesitan emplear la
violencia. El signo característico de todo arte vivo es la pura
armonía entre la voluntad, la necesidad y la capacidad; es la
evidencia del fin, la inconsciencia de la realización, la unidad de
arte y cultura. Todo esto, empero, ha pasado ya. Corot y Tiepolo,
Mozart y Cimarosa dominaban todavía el idioma materno de su arte. A
partir de ellos empieza el balbuceo; y nadie lo nota porque nadie
sabe hablar con soltura. Libertad y necesidad eran antaño idénticas.
Pero ahora se entiende por libertad desenfreno. En la época de
Rembrandt y de Bach es inimaginable el fenómeno, tan conocido hoy,
de «fracasar en el intento». El sino de
la forma residía en la raza, en la escuela y no en las tendencias
privadas del individuo. En la corriente de una gran tradición
aun el artista pequeño logra la perfección, porque el arte vivo
guía al mismo tiempo al hombre y la labor. Pero hoy los artistas
tienen que querer lo que ya no pueden realizar y trabajan con el
intelecto, computando y combinando, porque el instinto de la escuela
ya no los ilumina. Todos han vivido esa tragedia. Marees no ha
llegado a realizar ninguno de sus grandes planes. Leibl no se atrevía
a dejar de la mano sus últimos cuadros, hasta que de tanto
trabajarlos se habían tornado fríos y duros. Cézanne y Renoir
dejaron inacabadas muchas de sus mejores obras, porque a pesar de sus
afanes y esfuerzos no podían llegar más lejos. Manet estaba ya
exhausto cuando hubo pintado treinta cuadros. Su Fusilamiento del
emperador Maximiliano le costó infinito trabajo, como en efecto se
advierte en el menor rasgo de la pintura y de los bocetos; y a
duras penas logró lo que su modelo, Goya, consigue Jugando en su
Fusilamientos de la Moncloa. Bach, Haydn, Mozart y mil otros músicos
desconocidos del siglo XVIII escribían composiciones perfectas en la
rápida labor diaria. Wagner, en cambio, sabía que para llegar a la
cumbre necesitaba concentrar toda su energía y aprovechar con
cuidado los mejores instantes de su talento artístico.
Entre Wagner y Manet hay una profunda
afinidad que pocos sienten, sin duda, pero que un gran conocedor de
lo decadente, como Baudelaire, advirtió pronto. El último y más
sublime arte del impresionismo consistió en evocar en el espacio,
como por encanto, un mundo compuesto de rayas y manchas de color. Eso
mismo lo consigue Wagner en tres compases que condensan todo un mundo
espiritual. Los colores de la media noche estrellada, de las nubes
galopantes, del otoño, de los amaneceres temblorosos y
melancólicos; las sorprendentes visiones de lontananzas soleadas,
la angustia cósmica, la inminente fatalidad, la desesperación, la
apasionada lucha, la súbita esperanza, todos estos momentos
que ningún músico anterior hubiese creído nunca poder expresar,
píntalos Wagner con claridad perfecta en dos notas de un motivo.
He aquí el polo contrario de la
plástica griega. Todo se sumerge en una incorpórea
infinitud; las mismas melodías lineales no se destacan sobre la masa
vaga de los sonidos, que en extrañas oleadas evocan un espacio
imaginario. El motivo emerge de obscuras y terribles profundidades,
iluminado a trechos por una agria claridad. De pronto, helo aquí, en
horrenda proximidad, riendo, acariciando, amenazando; ora desaparece
en el reino de los instrumentos de cuerda, ora torna de infinitas
lejanías, acercándose de nuevo entre tenues variaciones de un oboe,
con plenitudes de anímicos colores.
Esto no es ni pintura ni música, si se
compara con las obras anteriores, con las obras de estilo riguroso.
Preguntado Rossini qué pensaba de la música de los Hugonotes,
contestó:
«¿Música? No he oído tal». Es el
mismo juicio que merecía a los atenienses la nueva pintura de las
escuelas asiáticas y sicyónicas; y no de otro modo debieron
pensar los egipcios de Tebas sobre el arte de Knossos y
Tell-eI-Amarna.
Todo lo que Nietzsche ha dicho de
Wagner es aplicable a Manet. Este arte, que al parecer significa un
retorno a lo elemental, a la naturaleza, frente a la pintura de
contenido y a la música absoluta, es en realidad un
desfallecimiento, un abandono: entrégase a la barbarie de las
grandes urbes, a la disolución incipiente, que se manifiesta en lo
material por una mezcla de brutalidad y refinamiento. Este paso era
necesario y es necesariamente el último. Un arte artificioso no
puede ya tener evolución orgánica. Es el signo del final.
De aquí se sigue—¡amarga
confesión! — que el arte plástico occidental ha terminado
irrevocablemente. La crisis del siglo XIX ha sido el estremecimiento
de la muerte. El arte fáustico, como el arte «antiguo», como el
arte egipcio, como todo arte, muere de vejez, después de haber
realizado sus posibilidades internas, después de haber
cumplido sus destinos en el ciclo vital de la cultura a que
pertenece.
Lo que hoy se hace bajo el nombre de
arte es pura impotencia y mentira; y esto es aplicable a la música
después de Wagner, como a la pintura después de Manet, Cézanne,
Leibl y Menzel.
Señálense si no las grandes
personalidades que pudieran justificar la afirmación de que existe
todavía un arte de interna necesidad. Dígase cuáles son los
problemas evidentes y necesarios que aguardan solución.
Recorriendo exposiciones, conciertos y teatros, ¿qué vemos?
Industriosos artífices y necios tonitruantes que se dedican
a aderezar para el mercado cosas harto conocidas ya por
superfinas e inútiles. ¡A qué nivel de dignidad interna y
externa ha descendido lo que hoy llamamos arte y artistas! En
cualquier asamblea general de accionistas o entre los ingenieros de
una fábrica cualquiera hallaremos más inteligencia, más gusto,
más carácter y aptitud que en toda la pintura y la música de la
Europa actual.
Siempre ha sucedido que por un gran
artista ha habido cien pequeños artistas superfluos que hacían
arte. Pero cuando existía una gran convención y por tanto un
verdadero arte, esos cien pequeños artistas producían también
cosas buenas y podía perdonárseles, porque al fin y al cabo, en el
conjunto de la tradición, eran como el pavés sobre que el grande se
encumbraba. Pero hoy todos son de esta especie—diez mil trabajando
«para vivir»—cuya necesidad no se comprende; y puede decirse con
seguridad que si se cerraran hoy todos los institutos de arte, el
verdadero arte no sufriría por ello en lo más mínimo.
Basta trasladarnos a la Alejandría del año 200 para oír el
característico rumor de estética con que una civilización
cosmopolita sabe engañarse a sí misma y ocultarse la muerte de su
arte. Allí entonces, como hoy en las grandes urbes europeas,
presenciamos una carrera abierta tras la ilusión de una evolución
artística, de una personalidad, de un «nuevo estilo», de «insospechadas posibilidades»;
oímos una abundante charla teórica, vemos pretenciosas actitudes de
artistas a la moda, que parecen acróbatas, haciendo juegos malabares
con pesas de cartón; tenemos al literato en lugar del poeta, la
indecente farsa del expresionismo organizada por los vendedores como
un momento de la historia del arte, el pensamiento, el sentimiento y
las formas convertidas en industria. Alejandría tenía también sus
dramaturgos de tesis y sus directores de escena,
que eran preferidos a Sófocles, y sus pintores que descubrían
nuevas direcciones y embaucaban al público. ¿Qué es lo que hoy
llamamos «arte»? Una música mendaz,
artificioso estruendo de masas instrumentales; una pintura mendaz
llena de efectismos idiotas y exóticos, más propios de los carteles
de anuncios; una arquitectura mendaz que cada diez años saquea el
tesoro de las formas pretéritas, para «fundar» un nuevo estilo, en el que
cada cual hace lo que le viene en gana; una plástica mendaz hecha de
los robos perpetrados en Asiría, en Egipto o en Méjico. Y, sin
embargo, el gusto de los mundanos considera esto como la expresión
del tiempo actual. Todo lo demás, lo que permanece adicto a los
viejos ideales, es deleznable ocupación provinciana.
La gran ornamentación del pasado
se ha convertido en una lengua muerta, como el sánscrito y
el latín de iglesia [59].
En lugar de ponerse al servicio de su
simbolismo, los artistas utilizan el cadáver, la momia del arte,
el caudal de las formas ya usadas, para
recomponerlas, mezclándolas, cambiándolas por modo totalmente
inorgánico. Toda modernidad confunde variación con evolución. En
lugar de un verdadero desarrollo presenciamos resurrecciones y
mixturas de viejos estilos, También tuvo Alejandría sus payasadas
prerrafaelistas en los vasos, sillones, cuadros y teorías; también
tuvo sus simbolistas, sus naturalistas, sus expresionistas. En Roma
hubo modas grecoasiáticas, grecoegipcias, arcaicas y—por influjo
de Praxiteles— neoáticas. El relieve de la XIX dinastía, que es
la época moderna de Egipto, cubre y guarnece de masas absurdas e
inorgánicas los muros, las estatuas, las columnas; es como una
parodia del arte del antiguo imperio. El templo de Horus en
Edfú, de la época ptolemaica, es insuperable en punto a
vacuidad de formas, amontonadas a capricho. Es el estilo fanfarrón e
insistente de nuestras calles y plazas monumentales, de nuestras
Exposiciones universales; y, sin embargo, nosotros estamos todavía
al comienzo de esa evolución.
Por último, se extingue hasta la
fuerza misma de querer otra cosa. Ya el gran Ramsés se apropiaba los
edificios de sus antepasados, mandando borrar los viejos nombres de
las inscripciones y relieves para poner el suyo. Es la misma
confesión de impotencia artística que indujo a Constantino a
adornar sus arcos de triunfo en Roma con esculturas arrancadas de
otros edificios. Mucho antes, hacia 150 a. de J. C., comenzó en el
arte «antiguo» la técnica de las copias, reproducciones de
viejas obras maestras. Y no es que aquellos hombres
comprendieran y sintieran estas obras; es que ya no tenían capacidad
para producir originales. Porque debe advertirse que estos copistas
eran los artistas de su tiempo. Sus trabajos en este o aquel
estilo, según la moda, representan el máximum de la fuerza
creadora en aquella época. Todas las estatuas-retratos de Roma, sean
de hombre o de mujer, reproducen un pequeño número de tipos
helénicos en la actitud y los ademanes; copiábase el torso con
mayor o menor fidelidad estilística y la cabeza era modelada
buscando «el parecido» con la seguridad de un artífice primitivo.
La famosa estatua de Augusto revestido de la coraza es una
reproducción del Doríforo de Policleto. Esta misma relación, poco
más o menos, es la que existe hoy—para citar ya
los primeros signos del estadio correspondiente en la
civilización occidental—entre Lenbach y Rembrandt o entre Makart y
Rubens. Durante mil quinientos años, desde Ahmosis I hasta
Cleopatra, el egipticismo ha ido amontonando, del mismo modo, estatua
sobre estatua. En lugar del gran estilo que se desenvuelve desde el
antiguo imperio hasta el final del imperio medio, aparecen ahora las modas que resucitan la afición, bien
por esta bien por aquella dinastía. Entre los hallazgos de Turfan se
encuentran restos de dramas indios, de la época de Jesucristo, que
son exactamente iguales a los de Kalidasa, varios siglos
después. La pintura china que conocemos ofrece el espectáculo
de más de mil años de alzas y bajas y cambios de modas, sin
evolución verdadera; y así debía ser ya en la época Han. El
último resultado es un tesoro de formas inmutables que los artistas
copian infatigablemente, como vemos hoy en el arte indio, chino y
arábigopersa.
Los cuadros y los tejidos, los
versos y los vasos, los muebles, los dramas y las
composiciones musicales reproducen invariables los mismos
modelos; y no es posible determinar la época en que aparece una
obra, por el lenguaje de su ornamentación, ni siquiera con un error
de siglos y no digamos de decenios. Esta determinación de las fechas
es, en cambio, siempre posible, en todas las culturas en los periodos
que preceden a su decadencia.
Notas:
[1] Cuando la palabra—signo que sirve
para comunicar la intelección—llega a convertirse en un elemento
de expresión artística, la conciencia humana vigilante deja
entonces de constituir un conjunto expresivo o que recibe
impresiones. Los sonidos verbales, incluso cuando se emplean
artísticamente— y no hablemos de la palabra leída, que en las
culturas superiores es el medio de que se vale la literatura
propiamente dicha—, separan insensiblemente la audición de la
intelección, pues el sentido habitual de las palabras entra también
en juego; y bajo la creciente influencia del arte verbal llegan
asimismo las artes no verbales a emplear recursos expresivos
que dan a los motivos artísticos ciertas
significaciones verbales. Así nace la alegoría, que no es otra
cosa que un motivo, con significación verbal, como en la escultura
barroca desde Bernini. Así la pintura muchas veces se convierte en
una especie de escritura hecha con figuras (como sucede en Bizancio
desde el segundo Concilio de Nicea (787), en un arte, por tanto, que
le arrebata al artista la facultad de elegir y ordenar las figuras.
Así también se distinguen las arias de Gluck, cuyas melodías
brotan del sentido del texto, de las arias de Alessandro Scarlatti,
cuyos textos, en sí mismos indiferentes, sirven sólo para sostener
la voz. El contrapunto del alto gótico, en el siglo XIII, no
tiene para nada en cuenta la significación de las palabras;
es pura y simplemente una arquitectura de voces humanas, con
varios textos, incluso de distintos idiomas, textos espirituales y
profanos, que se cantaban a la vez.
[2] El resultado de nuestros métodos
eruditos es una historia del arte, de la cual queda excluida la
historia de la música. La historia del arte constituye un elemento
esencial de toda buena educación; en cambio la historia de la música
es cosa de especialistas. Pero esto es lo mismo que si quisiéramos
escribir la historia de Grecia, excluyendo a Esparta. Así, la
historia «del» arte se convierte en una falsificación de buena fe.
[3] Véase parte II, Cap. II, núm. 3.
Las calles del antiguo Egipto debieron de tener un aspecto semejante,
a juzgar por las tablillas de casas que se han encontrado en Knossos
(H. Bossert: AIt-Creta [Vieja Creta] 1921, Fig. 14). El pílono es
una verdadera fachada.
[4] Ghiberti y aun Donatello están
todavía llenos de goticismo, y Miguel Ángel tiene ya un sentimiento
barroco, esto es, musical.
[5] Véase Déonna; Les Apullons
archaiques, 1909.
[6] Véase Woermann: Geschichte der
Kunst [Historia del arte], I (1915). página 236. Pueden
servir de ejemplos de los primeros la Hera de Cheramyés y la
constante tendencia a convertir las columnas en Cariátides; y de lo
segundo, la Artemis de Nicandro y su relación con la vieja técnica
de las metopas.
[7] La mayor parte de las obras son
grupos de frontón o metopas. Pero las mismas figuras de Apolo y las
«vírgenes» del Acrópolis no pueden haber estado aisladas.
[8] Véase von Salís: Kunst der
Griechen [Arte de los griegos]. 1919. Paginas 47, 98 y siguiente.
[9] Justamente la decidida
predilección por la piedra blanca es característica de la
oposición entre el sentimiento antiguo
y el sentimiento renacentista.
[10] Estos términos están tomados en
el sentido alejandrino. En nuestra terminología actual significan
cosas muy distintas.
[11] La música rusa nos parece toda
ella infinitamente triste, y, sin embargo, los rusos aseguran que a
ellos no les produce tal impresión.
[12] Véase parte II, cap. III, núm.
3.
[13] En la música barroca, «imitar»
significa algo muy distinto; significa reproducir un motivo con otro
colorido (en otra tonalidad).
[14] En efecto, lo único que queda son
las notas, las cuales hablan únicamente a quien aun conoce y domina
el tono y la ejecución de los medios expresivos correspondientes.
[15] 1323-1382, contemporáneo de
Machault y Felipe de Vitry, en cuya generación quedaron
definitivamente establecidas las leyes y prohibiciones del
contrapunto riguroso.
[16] Véase tomo I, pág. 35, y parte
II, cap. III, núm. 17. [17] Véase parte II, cap. III, núm. 18.
[18] Véase tomo I, pág. 119.
[19] Einstein: Geschichte der Musik
[Historia de la música], pág. 67. [20] Véase parte II, cap. III,
núms. 17 y 18.
[21] No es solamente un movimiento
italiano, nacional—que el gótico italiano también lo es—, sino
más aún, puramente florentino, y hasta en la misma Florencia
constituye el ideal de una sola clase social. Lo que en el Trecento
se llama Renacimiento, tiene su centro en la Provenza, sobre todo en
la corte de los Papas, en Aviñón, y no es sino la cultura cortesana
y caballeresca de la Europa meridional, desde la Italia del norte
hasta España, que se hallaba sometida a las fortísimas influencias
de la sociedad distinguida de los moros en España y Sicilia.
[22] El ornamento renacentista es un
mero adorno, una invención artística inconsciente. Hasta el estilo
barroco no se vuelve a encontrar una «necesidad» de alto
simbolismo.
[23] Paris se halla resueltamente en
esa comarca. En el siglo XV se hablaba en París tanto flamenco como
francés, y por las partes más viejas de su aspecto arquitectónico
París se parece más a Brujas y Gante que a Troyes y Poitiers.
[24] A. Schmarsow: Gotik in der
Renaissance [El gótico en el Renacimiento], 1921. B. Haendke: Der
niederländische Einfluss auf die Malerei Toscana-Umbriens [La
influencia holandesa sobre la pintura de la Toscana y la Umbría].
Monatsheft für Kunstwissenschaft [Revista mensual de la ciencia del
arte], 1913.
[25] Svoboda; Römische und romanische
Paläste [Palacios romanos y románicos], 1919. Rostowzew:
Pompejanische Landschaften und römische villen [Paisajes
pompeyanos y villas romanas]. Röm. Mitt [Comunicaciones romanas],
1904.
[26] Véase parte II, cap. II, núm. 5.
[27] En la pintura antigua, el primero
que empleó luces y sombras con regularidad fue Zeuxis. Pero las usó
simplemente como sombreado de las cosas mismas, para substraer la
plástica de los cuerpos pintados al estilo de relieve y sin la
menor relación con la hora del día. En cambio, desde los primeros
holandeses las luces y las sombras son ya tonalidades de color y
tienen un sentido netamente atmosférico.
[28] Los artistas antiguos conocían
muy bien el azul y sus efectos. Las metopas de muchas templos tenían
un fondo azul porque debían dar la impresión de profundidad frente
a los triglifos. La pintura industrial empleó en la antigüedad
todos los colores que sus recursos técnicos le permitieron producir,
se sabe que en la obras arcaicas del Acrópolis y en las pinturas
funerarias de Etruria había caballos azules.
Era muy corriente el color azul chillón
en la cabellera.
[29] La pulimentación brillante de la
piedra en el arte egipcio tiene también una profunda significación
simbólica, de índole muy semejante. Obliga la mirada a seguir el
movimiento de la parte exterior de la estatua, anulando de esa suerte
la impresión de la corporeidad. En cambio la escultura griega, que
pasando por el mármol de Naxos llega a emplear el translúcido de
Paros y del Pentélico, manifiesta a las claras su propósito de
hacer penetrar la mirada en la esencia material del cuerpo.
[30] Véase parte II, cap. III, núm.
13.
[31] Su retrato de la señora Gedon,
inmerso en un tono de color parduzco, es el último que se hace en
Occidente a la manera de los grandes maestros; está pintado
enteramente en el estilo del pasado.
[32] Los instrumentos de cuerda
representan en la orquesta los colores de la lejanía. El verde
azulado de Watteau se encuentra ya en el bel canto napolitano,
hacia 1700, en Couperin, en Mozart y en Haydn. EI tono pardo de
los holandeses lo hallarnos en Corelli, Haendel y Beethoven.
También los instrumentos de madera evocan claras lejanías. En
cambio el amarillo y el rojo, colores de la proximidad, colores
populares constituyen el timbre de los instrumentos de cobre, que
producen un efecto lejano en la ordinariez. El sonido de un violín
viejo es perfectamente incorpóreo. Vale la pena de observar que la
música Griega a pesar de su insignificancia, evoluciona en el
sentido de preferir, a la Lira dórica la flauta jónica—aulos y
siringa—y que los dorios puros censuraban esta tendencia a la
molicie y bajeza, aun en la época de Perícles.
[33] No debe confundirse la tendencia
que se manifiesta en el brillo dorado de un cuerpo al aire libre con
la tendencia arábiga a poner fondos dorados brillantes detrás de
las figuras, en la penumbra del espacio interior.
[34] Home, filósofo inglés del siglo
XVIII, dice, en unas consideraciones sobre los parques ingleses, que
las ruinas góticas representan el triunfo del tiempo sobre la
fuerza, y las griegas el de la barbarie sobre el buen gusto. En esta
época fue cuando se descubrió la belleza del Rin, con sus ruinosos
castillos. Desde entonces es el Rin el río histórico de los
alemanes.
[35] Para nuestro sentimiento, los
cuadros viejos, al ennegrecerse aumentan de valor, aunque el
intelecto artístico se pronuncie en contra. En cambio si los óleos
empleados por los viejos maestros hubiesen emblanquecido los cuadros,
habríamos considerado este hecho como una destrucción.
[36] En este sentido suelen citarse
solamente artistas griegos junto a Rubens y Rabelais.
[37] Una de sus amantes quejábase de
qu'il puait comme une chatogne. Es de notar que justamente los
músicos no han tenido nunca fama de limpios.
[38] Desde el canon solemne de
Policleto hasta el canon elegante de Lisipo señálase un
aligeramiento de la construcción semejante al progreso que va del
orden dórico al corintio. El sentimiento euclidiano comienza a
destruirse.
[39] Véase parte II, cap. III, núm.
17.
[40] En otras comarcas, como el Egipto
y el Japón—y con esto nos anticipamos a refutar una explicación
particularmente mezquina y absurda—, el espectáculo de
hombres y mujeres desnudos era mucho más frecuente que en
Atenas, y sin embargo, el japonés
aficionado al arte considera hoy como
trivial y ridicula la representación insistente del desnudo. Hay,
sin duda, desnudos en su arte, como hay los desnudos de Adán y Eva
en la catedral de Bamberg; pero están tratados como un objeto,
sin especiales posibilidades significativas.
[41] Kluge: Deutsche Sprachgeschichte
[Historia de la lengua alemana], 1920, págs. 202 y siguientes.
[42] A. Conze: Die Attischen
Grabreliefs [Los relieves funerarios de
Atenas], 1893.
[43] El Apolo con la cítara, de
Munich, fue admirado y alabado por Winckelmann y su tiempo, creyendo
ver en él una musa. Una cabeza de Athene, de la escuela de Fidias,
que hay en Bolonia, pasaba no hace mucho por la de un general. En un
arte fisiognómico, como el barroco, tales errores serían
imposibles.
[44] véase tomo I, pág. 208, y parte
II, cap. III, núm. 17. [45] Señora Hogar.
[46] Señora Sol.
[47] Señora Mundo. [48] Señora Amor.
[49] Véase parte II cap. II, núm.
17.
[50] La poesía aristocrática de
Homero, que en esto se parece a las cortesanas narraciones de
Boccacio, había comenzado ya a mundanizar las deidades, pero los
círculos religiosos, durante toda la antigüedad consideraron esto
como una profanación; bien se advierte en el culto sin imágenes,
que Homero mismo a veces defiende, y sobre todo en la ira de los
pensadores que, como Heráclito y Platón, comulgaban en las
tradiciones del templo. Mucho después se impuso una libertad sin
límites en la representación de los dioses –aún los mas
encumbrados- por medio del arte. Esta libertad se parece en cierto
modo al catolicismo teatral de Rossini y de Liszt, que ya anuncia en
Corelli y Haendel y que en 1564 casi habría llegado a prohibir la
música de iglesia.
[51] Los paisajes barrocos empiezan
por ser una composición de fondos y acaban en retratos de una
comarca determinada, cuya alma se trata de reproducir.
[52] El arte helenístico del retrato
podría caracterizarse como el proceso inverso.
[53] La decadencia del arte occidental,
desde 1850, se manifiesta a las claras en la estúpida masa de
desnudos; se ha perdido por completo el profundo sentido del
desnudo y su significación como motivo pictórico.
[54] Rubens, y entre los modernos,
sobre todo, Böcklin y Feuerbach, van perdiendo. En cambio Goya,
Daumier y, en Alemania, Oldach, Wasmam, Rayski y muchos otros
artistas del principio del XIX, hoy casi olvidados, van ganando.
Marees entra a formar entre los más grandes.
[55] Es la misma «noble sencillez y
tranquila grandeza»- como dicen los clasicistas alemanes—que
imprime un sello de «antigüedad» en los edificios de
Hildesheim, Gernrode, Paulinzella, Hersfeld. Justamente el claustro
en ruinas de Paulinzella realiza en gran parte la emoción que
Brunellesco perseguía en sus patios. Pero el sentimiento creador que
dio vida a esos edificios no procede de la existencia antigua; lo
hemos proyectado nosotros en la representación que nos
forjamos de la antigüedad. La paz infinita, la amplitud de
ese sentimiento de descanso en el Señor, que caracteriza todo lo
florentino, cuando no hace resaltar la gótica obstinación de
Verrocchio, no tiene la menor relación con la svfrosænh, de Atenas.
[56] Nadie ha observado cuan trivial
resulta, después de Miguel Ángel, la relación que los pocos
escultores posteriores mantienen con el mármol, relación que
aparece aún más mezquina si se compara con la profunda, íntima
adhesión de los grandes músicos a sus instrumentos preferidos.
Recuérdese la historia del violín de Tartini, que se hizo pedazos a
la muerte del maestro. Y como ésta hay cien más, que corresponden
en Occidente a la leyenda de Pigmalión en la antigüedad. Conviene
recordar asimismo la figura del maestro Kreisler, creación de
Hoffmann, que puede parangonarse con el Fausto, el Werther y el Don
Juan. Para sentir su valor simbólico y su necesidad interna hay que
comparar esa figura de músico con los tipos teatrales de los
pintores en el romanticismo de la misma época; esos pintores no
guardan la menor relación con la idea de la pintura. El pintor no
puede representar el sino del arte fáustico. Esto basta para juzgar
todas esas novelas de artistas que el siglo XIX ha producido.
[57] En las obras del Renacimiento, lo
demasiado acabado producen a veces una penosa impresión. Sentimos
en ello como una falta de «infinidad». No hay secretos ni
descubrimientos.
[58] Por eso es imposible una pintura
religiosa fundada en el aire libre. El sentimiento que anima el
impresionismo es de tal manera irreligioso, de tal modo
circunscrito a una
«religión racional», que los
numerosísimos ensayos intentados honradamente para introducirlo en
la Iglesia hacen el efecto de cosa vana y falsa (Uhde, Puvis de
Chavannes).
Un solo cuadro de «aire libre»
basta para «mundanizar» el interior de una iglesia,
rebajándola hasta convertirla en una sala de exposición.
[59] Véase parte II, cap. II, núm. 7.