CAPÍTULO V
LA IDEA DEL ALMA Y EL SENTIMIENTO DE LA
VIDA
I
DE LA FORMA DEL ALMA
1
Todo filósofo de profesión está
obligado a creer, sin serio examen, en la realidad de algún objeto
al que puedan aplicarse los métodos intelectualistas. En
efecto, la existencia espiritual del filosofo depende toda de
esa posibilidad. Asi, pues, para todo lógico y psicólogo,
por escéptico que sea, hay un punto en donde la critica
enmudece y la fe comienza, un punto en donde el más severo
analítico cesa de aplicar su análisis; y este punto es precisamente
su propia existencia personal como lógico y psicólogo, esto es, la
posibilidad de resolver su problema, la realidad misma del problema
que le ocupa. La proposición siguiente: es posible determinar
mediante el pensamiento las formas del pensamiento, no ha sido nunca
puesta en duda por Kant, aunque al no filósofo le pueda parecer
harto dudosa. La proposición siguiente: hay un alma, cuya estructura
es científicamente investigable, o la siguiente: lo que yo por
observación critica de mis actos conscientes consigo aislar en
forma de «elementos» psíquicos, «funciones» psíquicas,
«complejos» psíquicos, esa es mi
alma—estas proposiciones no han sido jamás puestas en duda por
ningún psicólogo. Y, sin embargo, hubieran debido surgir aquí las
más fuertes dudas. ¿Es posible, en general, una ciencia abstracta
del alma? ¿Es lo que por este camino se encuentra idéntico a lo que
se busca? ¿Por qué toda psicología, entendida no como
conocimiento de los hombres, no como experiencia de la vida, sino
como ciencia, ha sido siempre y sigue siendo la más superficial e
inválida de las disciplinas filosóficas, coto de caza
lamentablemente vacío, para uso exclusivo de los ingenios
medianos y los sistemáticos infecundos? El motivo es fácil de
descubrir. La psicología «empírica» tiene la desgracia de no
poseer siquiera un objeto, en el sentido de la técnica científica.
Su incesante busca y resolución de problemas es una lucha contra
sombras y fantasmas. ¿Qué es el alma? Si el mero entendimiento
pudiese dar la respuesta, sería superflua la ciencia.
Ni uno solo de los miles de psicólogos
de nuestros días ha logrado hacer un verdadero análisis o
definición de «la» voluntad, del arrepentimiento, del terror, de
los celos, del capricho, de la intuición artística. Y es natural,
porque sólo lo sistemático es analizable; sólo los conceptos son
definibles por otros conceptos. Y las finezas del espíritu en su
juego de distinciones intelectuales, las supuestas observaciones de
una relación entre los estados corporales-sensibles y los «procesos
interiores» no tocan para nada al problema que aquí se plantea. La
voluntad no es un concepto; es un nombre, un término primario, como
Dios, un signo que designa algo de que tenemos inmediatamente
certeza interior, sin poderlo describir Jamás.
Aquello a que aludimos aquí
permanece por siempre inaccesible a la investigación
científica. No en vano todas las lenguas con sus
innumerables e inextricables denominaciones nos advierten cuan
absurdo seria dividir teóricamente, ordenar sistemáticamente lo
psíquico. Aquí no hay nada que ordenar. Los métodos críticos—
analíticos—son aplicables solamente al mundo como naturaleza. Más
fácil sería disecar un tema de Beethoven con el bisturí o
disolverlo en un ácido que analizar el alma con los medios del
pensamiento abstracto.
El conocimiento de la naturaleza y el
conocimiento de los hombres no tienen nada de común, ni en el
propósito ni en el método. El hombre primitivo vive «el
alma» primeramente en los otros hombres y luego en si mismo, como
numen, semejante a los numina que conoce en el mundo exterior, e
interpreta sus impresiones en forma mítica. Las palabras que usa
para ello son símbolos, sones que sugieren al ser inteligente algo
indescriptible, que evocan imágenes, metáforas. Todavía no hemos
aprendido a manifestar nuestra intimidad psíquica en otro idioma.
Rembrandt puede comunicar algo de su alma, por medio de un
autorretrato o de un paisaje, a los que tengan con él cierta
afinidad interna. Un Dios confirió a Goethe el don de expresar lo
que sufría su alma. Podemos comunicar a otros cierto sentimiento de
algunas emociones, inefables por medio de una mirada, de una melodía,
de un movimiento casi imperceptible. Este es el verdadero lenguaje de
las almas, lenguaje incomprensible para el extraño. La palabra, como
sonido, como elemento poético, puede establecer esa relación; pero
la palabra, como concepto, como elemento de la prosa científica, no.
Cuando el hombre no se limita a vivir y
a sentir, sino que además atiende y observa, el alma es para él una
representación,, una idea que se origina en experiencias primigenias
de la vida y de la muerte; y esa idea es tan vieja como la reflexión,
que por medio de los idiomas verbales se separa de la visión, a la
cual sigue. Vemos el mundo circundante; y como todo ser que se mueve
libremente tiene que comprender ese mundo para no perecer, asi
resulta que de la pequeña, técnica, táctil experiencia diaria se
deriva un conjunto de notas permanentes que se compendian, para el
hombre habituado a la palabra, en una imagen de todo lo comprendido,
el mundo como naturaleza [60]. Lo que no es mundo exterior, no lo
vemos; pero rastreamos su presencia en otros y en nosotros mismos.
Por el modo de su manifestación fisiognómica, despierta en nosotros
terror o afán de conocimiento; y así se produce la imagen reflexiva
de un contramundo, en la cual nos representamos y, por decirlo así,
proyectamos ante nosotros lo que eternamente permanece extraño a la
visión. La idea del alma es mítica, es objeto de cultos psíquicos,
cuando la idea de la naturaleza permanece en el terreno de la
contemplación religiosa; pero se convierte en una
representación
científica y en objeto de la critica
erudita tan pronto como la «naturaleza» cae bajo el poder de la
observación crítica. Asi como el tiempo es un contraconcepto [61]
del espacio, asi también «el alma» es un contramundo de la
«naturaleza» y se halla en todo momento codeterminada por la
concepción de la naturaleza. Ya hemos explicado cómo la noción del
tiempo surge del sentimiento de la dirección, que empuja a
la vida en su eterno movimiento, de la certidumbre íntima de
un sino; ya hemos dicho cómo el tiempo se constituye en
pensamiento negativo de una magnitud positiva, en encarnación
de todo cuanto no sea lo extenso; ya hemos visto que todas las
«propiedades» del tiempo, en cuyo análisis abstracto creen los
filósofos hallar la solución del problema, han ido formándose y
ordenándose poco a poco en el espíritu por inversión de las
propiedades del espacio. Pues por el mismo camino exactamente
nace la representación del alma, como inversión y negación
de la representación del mundo, merced a la polaridad espacial, que
señalan las palabras «dentro y fuera», y por una traducción
subsiguiente de los caracteres. Toda psicología es una contrafísica.
Es absurda la pretensión de fijar una
«ciencia exacta» del alma, arcano eterno. Pero el instinto
posterior de las grandes urbes, que empuja el hombre al pensamiento
abstracto, obliga al «físico del mundo interior» a explicar un
mundo aparente de representaciones por otras representaciones y cada
concepto por otros conceptos. Al pensar lo no externo lo transforma
en extensión; y para determinar la causa de lo que sólo se
manifiesta por modo fisiognómico construye un sistema en el cual
cree hallar la estructura del «alma». Pero las palabras mismas que
en todas las culturas se emplean para comunicar esos resultados de la
labor científica delatan el engaño. Se habla de funciones, de
complejos sentimentales, de motivaciones, de umbrales de la
conciencia, de transcurso, de anchura de intensidad, de paralelismo
en los procesos psíquicos.
Pero todos estos términos proceden del
círculo de representaciones en que se mueve la ciencia de la
naturaleza. «La voluntad se refiere a objetos.» Esta proposición
es realmente una imagen en el espacio. La oposición entre lo
consciente y lo inconsciente reproduce evidentemente el esquema de la
oposición entre lo supra terrestre y lo infra terrestre. En las
teorías modernas de la voluntad se puede reconocer todo el
lenguaje de formas de la electrodinámica. Hablamos de las
funciones de la voluntad y de las funciones de la inteligencia
exactamente en el mismo sentido en que hablamos de la función de un
sistema dinámico. Analizar un sentimiento significa substituir
a ese sentimiento una sombra espacial y someter ésta luego a un
tratamiento matemático, limitándola, dividiéndola, midiéndola.
Toda investigación psicológica de este estilo, por mucho que
se ufane de superar a la anatomía cerebral, está llena siempre de
localizaciones mecánicas y, sin darse cuenta, emplea un sistema
imaginario de coordenadas en un espacio psíquico imaginario. El
psicólogo «puro» no advierte que está copiando al físico. No es
maravilla, pues, que su método coincida tan horriblemente bien con
los más necios procedimientos de la psicología experimental. Las
circunvoluciones cerebrales y los filamentos asociativos corresponden
exactamente, por la índole de sus representaciones, al esquema
óptico del «curso de la voluntad» o «el curso del sentimiento»,
y, en efecto, ambos métodos estudian fantasmas afines, esto es,
espaciales. No hay en principio una gran diferencia entre deslindar
por conceptos una facultad psíquica o delimitar gráficamente una
región correspondiente de la corteza cerebral. La psicología
científica ha elaborado un sistema cerrado de
representaciones, en el cual se mueve con perfecta evidencia.
Examínense uno por uno los
enunciados de cualquier psicólogo y no
se hallará otra cosa que variaciones de ese sistema, en el estilo
del mundo exterior entonces conocido.
El pensamiento claro, abstraído de la
visión, presupone el espíritu de un idioma culto como medio que,
creado por el alma de una cultura para ser parte y fundamento de su
expresión [62], viene a constituir como una «naturaleza» de
significaciones verbales, un cosmos del idioma en el cual los
conceptos, los juicios, los raciocinios abstractos—copias de la
causalidad, del número y del movimiento—poseen una existencia
determinada mecánicamente. La imagen que el hombre se forja
del alma depende, pues, en cada momento del uso del idioma y su
profundo simbolismo. Los idiomas cultos de Occidente— con su
espíritu fáustico—tienen todos el concepto de «voluntad»,
magnitud mítica que aparece simbolizada al mismo tiempo por la
transformación del verbo, que establece una decisiva oposición al
uso antiguo y, por lo tanto, también a la antigua idea del alma-
Cuando feci se convierte en ego habeo factum [63], surge un numen del
mundo interior. Por consiguiente, en la idea científica del alma,
que exponen todas las psicologías occidentales, aparece, determinada
por el idioma, la figura de la voluntad como una facultad bien
delimitada que cada escuela define, sin duda, a su manera, pero cuya
existencia misma no es objeto de la más leve crítica.
2
Yo sostengo, pues, que la
psicología científica, lejos de descubrir y ni aun siquiera
vislumbrar la esencia del alma—hay que añadir que cada uno de
nosotros, sin saberlo, hace psicología de esa clase cuando intenta
«representarse» las emociones del alma, ya propias, ya ajenas—,
es un símbolo más que se añade a todos los símbolos que
constituyen el macrocosmos del hombre culto. Como todo lo ya
realizado que se substituye a lo que se está realizando, esa idea
del alma representa un mecanismo en lugar de un organismo. Falta en
ella lo que llena nuestro sentimiento de la vida, lo que debiera ser
precisamente el
«alma»»; falta el sino, la
espontánea dirección de la existencia, la posibilidad que la vida
realiza en su curso.
No creo que la palabra «sino»
aparezca en ningún sistema de psicología; y es bien sabido que no
hay nada en el mundo más extraño a la verdadera experiencia de la
vida y conocimiento de los hombres que esos sistemas de
psicología. Asociaciones, apercepciones, emociones, motivos,
pensamientos, sentimientos, voluntad, todos éstos son mecanismos
muertos, cuya topografía constituye el insignificante contenido de
la ciencia del alma. Buscando la vida, han tropezado los psicólogos
con una ornamentación de conceptos. El alma sigue siendo lo que era,
lo que no puede ni pensarse ni representarse, el misterio, el eterno
devenir, la pura experiencia intima.
Ese imaginario cuerpo psíquico—sea
dicho aquí por vez primera—no es nunca otra cosa que el fiel
reflejo de la forma en que el hombre culto, llegado a la madurez,
contempla su mundo exterior. La experiencia intima de la profundidad
es en ambos casos la que realiza el
mundo extenso [64] El misterio, a que
alude el término primario tiempo, crea el espacio tanto en la
sensación de lo externo como en la representación de lo interno.
También la imagen del alma tiene su dirección en
profundidad, su horizonte, su limitación o su infinitad. Una
«mirada interior» ve; un oído interior oye. Existe una
representación clara de un orden interno que, como el externo,
ofrece el carácter de necesidad causal.
Así, después de lo que llevamos dicho
en este libro sobre el fenómeno de las grandes culturas, resulta
enormemente amplificada y enriquecida la investigación sobre el
alma.
Todo cuanto dicen y escriben hoy
los psicólogos—y no se trata sólo de la ciencia
sistemática, sino también del conocimiento fisiognómico de los
hombres, en el más amplio sentido de la palabra—se refiere al
estado actual del alma occidental; la opinión, hasta ahora evidente,
de que esas experiencias valen para «el alma humana» en general, no
está fundada.
La idea del alma es siempre la idea de
un alma determinada. Ningún observador puede escapar a las
condiciones de su círculo y de su tiempo, y sea cual fuere el objeto
que conozca, cada uno de esos conocimientos es una expresión de
su propia alma, por la elección, la dirección y la forma
interior. El hombre primitivo se forja una idea del alma con los
hechos de su propia vida, y en la elaboración de esa idea actúan
las experiencias primigenias de la conciencia vigilante—distinción
entre el yo y el mundo, entre el yo y el tú—y de la
existencia—distinción entre cuerpo y alma, entre vida sensible y
reflexión, entre vida sexual y percepción—. Ahora bien: los
que meditan sobre estas cosas son hombres reflexivos, y por eso
siempre establecen una oposición entre un numen interior—
espíritu, logos, Ka, Ruach—y todo lo demás.
Pero la división y distribución de
las partes, la manera de representarse los elementos psíquicos, ya
en capas sucesivas, ya como fuerzas, ya como substancias, ya en
unidad, o en polaridad o en pluralidad, esto precisamente es
lo que caracteriza a la persona del meditador y la clasifica
entre los miembros de una cultura determinada. Y los que se
figuran conocer el elemento psíquico de culturas extrañas
por sus efectos, es porque insinúan en él su propia idea del
alma; asimilan las nuevas experiencias a un sistema actual y no es
maravilla que así crean al fin haber descubierto sus formas eternas.
Pero en realidad cada cultura tiene su
propia psicología sistemática, como tiene su propio estilo en el
conocimiento de los hombres y experiencia de la vida. Y asi como cada
estadio de una cultura, la época de la escolástica, de la
sofística, de la ilustración, compone su idea del número, del
pensamiento, de la naturaleza, idea que sólo es adecuada para
él, así finalmente cada siglo se refleja en su propia idea del
alma. El más penetrante conocedor de hombres en Europa se equivoca
cuando intenta comprender a un japonés o a un árabe, y viceversa. Y
lo mismo se equivoca el sabio al traducir a su propio idioma los
términos fundamentales de los sistemas árabes o griegos. Nephesch
no significa animus; âtmân no es alma. Eso que nosotros llamamos
voluntad y descubrimos por doquiera, no lo hallaba el
«antiguo» en su idea del alma.
Después de lo dicho, nadie dudará de
la alta significación que poseen las distintas ideas del alma en la
historia universal.
El hombre antiguo, apolíneo, entregado
a la realidad euclidiana, punctiforme, contemplaba su alma como un
cosmos ordenado en grupo de bellas partes. Platón las llamaba noèw,
yumñw, ¤piymÛa [65], y las comparaba con el hombre, el animal y la
planta y una vez las comparó incluso con el hombre del Sur, del
Norte y de la Helade. Esta imagen reproduce la naturaleza tal como se
desenvolvía ante los ojos del hombre antiguo: ordenada suma de cosas
palpables, frente a las cuales el espacio era sentido como el no ser.
¿Dónde, en esta imagen, se encuentra la voluntad? ¿Dónde la
representación de conexiones funcionales?
¿Dónde las demás creaciones de
nuestra psicología? O ¿es que se cree que Platón y Aristóteles no
entendían de análisis y no veían lo que ve cualquiera hoy? ¿No
será más bien que falta aquí la voluntad como en la matemática
antigua falta el espacio y en la física la fuerza?
En cambio tomemos una cualquiera de las
psicologías occidentales. Siempre encontraremos un orden funcional,
nunca corpóreo.
Y = F(x): tal es la protoforma de todas
las impresiones que recibimos de nuestra intimidad, porque tal es el
fundamento de nuestro mundo exterior. Pensar, sentir, querer—de
esta tríade no sale ningún psicólogo occidental por mucho que se
afane—. Y la disputa de los pensadores góticos sobre el primado de
la voluntad o el de la razón demuestra que el alma era ya entonces
considerada como una relación entre fuerzas.
(Lo mismo da que estas doctrinas
aparezcan como propias o como interpretaciones de San Agustín y
Aristóteles.) Asociaciones, apercepciones, procesos volitivos o como
quiera que se llamen los elementos de la idea del alma, todos sin
excepción reproducen el tipo de las funciones matematicofísicas y
son, por lo tanto, de forma totalmente opuesta a la «antigua». Como
no se trata de interpretar el sentido fisiognómico de ciertos rasgos
vitales, sino de considerar «el alma» como un objeto, por eso la
vacilación de los psicólogos comienza justamente en el problema del
movimiento. Para los antiguos hubo un problema eleático también en
el mundo interior; y en la disputa escolástica sobre el primado
funcional de la razón o de la voluntad anunciase ya la peligrosa
debilidad de la física barroca, que no puede encontrar una relación
indudable entre la fuerza y el movimiento. La idea del alma que
compusieron los antiguos y los indios niega la energía de
dirección—en esa idea todo está ordenado y redondeado—; la de
los egipcios y occidentales la afirma—aquí hay complejos de
efectuación y medios de fuerza—; pero justamente porque el tiempo
queda incluido en esta imagen del alma, el pensamiento, que es
extraño al tiempo, entra en contradicción consigo mismo.
La idea fáustica y la idea apolínea
del alma son radicalmente contrarias. Vuelven a surgir aquí todas
las oposiciones que antes hemos estudiado. La unidad imaginaria puede
caracterizarse en la cultura antigua con el nombre de «cuerpo
psíquico»; en la nuestra, con el de «espacio psíquico». El
cuerpo tiene partes; en el espacio se verifican procesos. El hombre
antiguo siente su mundo interior plásticamente. Ello se ve muy bien
en el lenguaje de Homero, que quizá refleja antiquísimas teorías
religiosas, como la de las almas en el Hades, que son una
reproducción fácilmente recognoscible del cuerpo.
La filosofía presocrática ve las
almas de esta misma manera. Sus tres partes bien ordenadas-
logistikñn, ¤piyumhtikñn, yumoeid¡w, [66] —recuerdan
el grupo de
Laocoonte. Nosotros, en cambio, tenemos
del alma una impresión musical; la sonata de la vida interior tiene
por tema principal la voluntad; el pensamiento y el sentimiento son
temas secundarios; la frase se acomoda a las reglas estrictas de un
contrapunto psíquico y el problema de la psicología consiste en
descubrir esas reglas.
Los elementos más simples se
diferencian como tos números antiguos se diferencian de los
occidentales: allí son magnitudes, aquí relaciones. La estática
psíquica de la existencia apolínea—ideal estereométrico de la
svfrosænh y de la tarajÛa— se opone a la dinámica,
psíquica de la vida fáustica.
La idea apolínea del alma—el tronco
de caballos que Platón describe con el noèw [67] cochero—se
evapora en seguida al acercarse al alma mágica de la cultura árabe.
Pierde color en los estoicos posteriores, cuyos jefes eran en
su mayoría oriundos del oriente arameo. Y en la primera época
imperial aparece ya en la literatura romana como simple
reminiscencia.
La idea mágica del alma tiene el
carácter de un estricto dualismo de dos substancias enigmáticas,
el espíritu y el alma [68].
No mantienen entre sí estas
substancias ni la relación estática, antigua, ni la relación
funcional, occidental, sino otra de muy distinta índole, que sólo
cabe caracterizar con el nombre de mágica. Piénsese, por oposición
a la física de Demócrito y de Galileo, en la alquimia y en la
piedra filosofal. Esta idea del alma, específicamente oriental,
constituye necesariamente la base de todas las consideraciones
psicológicas y sobre todo teológicas, que llenan la época
primitiva, la época «gótica» de la cultura árabe (del año 0 al
año 300). El Evangelio de San Juan forma parte de esa literatura, no
menos que los escritos de los gnósticos, de los padres de la
Iglesia, de los neoplatónicos y maniqueos, los textos
dogmáticos del Talmud y el Avesta y el sentimiento senil de tinte
religioso con que se manifiesta el Imperio romano que tomó del
Oriente joven, Siria y Persia lo poco vivo que hay en su filosofía.
Ya el gran Poseidonio, que a pesar del cariz «antiguo» de su
inmenso saber era un verdadero semita, lleno del espíritu árabe,
sintió como verdadera esa estructura mágica del alma, en íntima
oposición al sentimiento apolíneo de la vida. Una substancia que
penetra el cuerpo se opone, por clara diferencia de valor,
a otra substancia que desciende sobre la humanidad en la cueva del
mundo, substancia abstracta y divina en la cual descansa el consenso
de todos los que de ella participan [69]. Este «espíritu» es el
que produce el mundo superior, por cuya creación triunfa sobre la
mera vida, sobre la «carne», sobre la naturaleza. Tal es el modelo
que, en sentido religioso, filosófico o artístico— recuérdense
los retratos de la época constantiniana, con los ojos fijos en el
infinito, con esa mirada que representa el- pneèma [70] —, sirve
de base a todo sentimiento del yo. Asi sintieron Plotino y
Orígenes. San Pablo distingue—I. Corin. 15, 44 —entre el
sÇma cuxikñn y el sÇma yneumatikñn [71]. Era corriente entre
los gnósticos la representación de un doble éxtasis, el corporal y
el espiritual, y la división de los hombres en superiores e
inferiores, psíquicos y neumáticos. Plutarco ha tomado de modelos
orientales la psicología corriente en la literatura de la
antigüedad posterior, el dualismo de noès y cux®. Ese
dualismo entró pronto en relación con la oposición entre cristiano
y pagano, entre espíritu y naturaleza; y asi establecieron los
gnósticos, los cristianos, los persas y los judíos el
esquema, aun no superado, de la
historia universal como un drama de la humanidad entre la creación y
el Juicio final, con una intervención divina en el centro.
La idea mágica del alma se perfecciona
científicamente en las escuelas de Bagdad y Basra. Alfarabi y
Aikindi [72] han tratado a fondo los complicados problemas de esa
psicología mágica, poco accesible para nosotros. Su influencia
sobre las primeras teorías abstractas del alma—no sobre el
sentimiento del yo—que se elaboran en Occidente fue mayor de lo que
se cree. Los psicólogos escolásticos y místicos han recibido de
España, Sicilia y Oriente los mismos elementos formales que el arte
gótico. No olvidemos que el arabismo es la cultura de las religiones
reveladas, que suponen todas una idea dualista del alma. Recordemos
la Kabbala; pensemos en la parte que toman los filósofos Judíos en
la llamada filosofía de la Edad Media, es decir, en la filosofía
del arabismo posterior y luego del gótico primitivo. Citaré solo un
ejemplo muy notable, que casi nadie ha advertido; Spinoza [73].
Procedente del Ghetto, es Spinoza, con su contemporáneo
Schirazi, un retrasado, el último representante del
sentimiento mágico, un extraño en el mundo de formas de nuestro
sentimiento fáustico. Prudente discípulo de la época barroca, supo
dar a su sistema los colores del pensamiento occidental; pero en lo
profundo sigue manifestando el dualismo arábigo de las dos
substancias psíquicas. Este es el verdadero y hondo motivo por el
cual falta en él el concepto de fuerza de Galilea y Descartes. Este
concepto es el centro de gravedad de un universo dinámico y, por lo
tanto, resulta extraño al sentimiento mágico del mundo. Entre la
idea de la piedra filosofal—que yace oculta en la idea espinozista
de la divinidad como causa sui—y la de necesidad causal, que
pertenece a nuestra imagen de la naturaleza, no existe punto de
relación. Por eso el determinismo de la voluntad en Spinoza es
exactamente el mismo que defendía la ortodoxia en Bagdad, es el
«Kismet». Aquí es donde hay que buscar la patria del método «more
geométrico» que es común al Talmud, al Avesta y al Kalaam arábigo
[74], pero que, en la Ética de Spinoza forma dentro de nuestra
filosofía una excepción grotesca.
El romanticismo alemán reavivó con
efímera vitalidad esta idea mágica del alma. Encontró en la magia
y en los pensamientos retorcidos de los filósofos góticos el mismo
gusto que en los ideales de las Cruzadas, claustros y castillos y
sobre todo que en el arte y la poesía sarracenos, sin entender en
realidad gran cosa de tan lejanos objetos. ScheIIing, Oken, Baader,
Görres y sus amigos se complacían en especulaciones
infructuosas de estilo arábigo judaico, que ellos
tranquilamente consideraban como obscuras y por lo tanto
«profundas», cosa que no habían sido
para los orientales; ellos mismos no las comprendían en parte y
esperaban confiadamente que los oyentes tampoco las
comprenderían. Lo notable de este episodio es solo el encanto de la
obscuridad que se desprendía de esos pensamientos. Se puede
arriesgar la conclusión de que las más claras y fáciles
exposiciones de los pensamientos fáusticos, como la de Descartes o
los Prolegómenos de Kant, hubieran producido en un metafísico árabe
igual impresión de nebulosidad abstrusa. Lo que para nosotros es
verdadero es para ellos falso y viceversa; y lo mismo puede decirse
tratándose de la idea del alma que se forja cada cultura
que de cualquier otro resultado de la meditación científica.
3
El futuro tendrá que afrontar el
problema difícil de distinguir y analizar los últimos
elementos en la concepción del mundo y filosofía de
estilo gótico, como en la ornamentación de las catedrales y en
la pintura primitiva de entonces, que vacila indecisa entre el fondo
plano dorado y los amplios fondos de paisajes entre el modo mágico y
el modo fáustico de ver a Dios en la naturaleza. En la primitiva
idea del alma, que esta filosofía revela, los rasgos de la
metafísica cristianoárabe el dualismo de espíritu y alma, se
mezclan indecisos, vacilantes con atisbos septentrionales de las
facultades funcionales psíquicas, que aun no aparecen reconocidas
claramente.
Esta duplicidad de elementos es la base
de la disputa sobre el primado de la voluntad o de la razón,
problema central de la filosofía gótica, que ésta intenta resolver
ora en el viejo sentido árabe, ora en el nuevo occidental. Es el
mismo mito intelectual que, en formas constantemente varias, ha
determinado el curso de toda nuestra filosofía, distinguiéndola de
cualquier otra. El racionalismo del barroco posterior, con el orgullo
del espíritu urbano y seguro de sí mismo, se decidió por la mayor
potencia de la diosa Razón—Kant y los jacobinos—. Pero ya el
siglo XIX, sobre todo Nietzsche, ha elegido la fórmula más fuerte;
voluntas superior intellectu, que todos
llevarnos en la sangre [75].
Schopenhauer, el último gran sistemático, lo ha reducido a esta
otra fórmula: «El mundo como voluntad y representación»; y es su
ética, no su metafísica, la que decide en contra de la voluntad.
Aquí se ve inmediatamente cuál es el
motivo misterioso, el sentido de todo filosofar, dentro de una
cultura. El alma fáustica, en esfuerzos centenarios, ha intentado
dibujar de sí misma un retrato, una imagen que armoniza
profundamente con la imagen del mundo. La filosofía gótica, con su
lucha entre razón y voluntad, es en realidad una expresión del
sentimiento vital de aquellos hombres de las Cruzadas, de los
Staufen, de las grandes catedrales. Veían el alma así, porque ellos
eran así.
El querer y el pensar son en la idea
del alma lo que la dirección y la extensión, la historia y la
naturaleza, el sino y la causalidad en la imagen del mundo exterior.
Estos rasgos fundamentales de ambos aspectos revelan que nuestro
símbolo primario es la extensión infinita. La voluntad enlaza el
futuro con el presente; el pensamiento enlaza lo ilimitado con el
aquí. El futuro histórico es la lejanía produciéndose; el
horizonte infinito del mundo es la lejanía producida. Tal es el
sentido de la experiencia intima de la profundidad en el hombre
fáustico.
El sentimiento de la dirección es
representado como esencia, casi como realidad mítica en la
«voluntad»; el sentimiento del espacio, en el «entendimiento»; y
asi nace la imagen que nuestros psicólogos necesariamente abstraen
de la vida interior.
La cultura fáustica es cultura de la
voluntad. Esto quiere decir que el alma fáustica posee una
disposición eminentemente histórica. El «yo» en el
lenguaje usual— ego habeo
factum—, la construcción dinámica
de la frase, reproduce perfectamente el estilo de la acción que se
deriva de aquella disposición interna y que con su energía de
dirección domina no sólo la imagen del «mundo como historia»,
sino nuestra historia misma. Ese
«yo» se yergue en la arquitectura
gótica; las flechas de las torres y los contrafuertes son
«yo»; por eso toda la ética fáustica
es una ascensión— perfeccionamiento del yo, mejoramiento moral del
yo, justificación del yo por la fe y las buenas obras, respeto al tú
del prójimo por causa del propio yo y su bienaventuranza—, desde
Santo Tomás de Aquino hasta Kant. Y por último, la noción suprema:
la inmortalidad del yo.
Esto precisamente es lo que el
auténtico ruso considera vano y despreciable. El alma rusa, sin
voluntad, alma cuyo símbolo primario es la planicie infinita [76],
aspira a deshacerse y perderse, sierva anónima, en el mundo de los
hermanos, en el mundo horizontal. Pensar en el prójimo partiendo
de si mismo, elevarse moralmente por el amor al prójimo,
hacer penitencia de si mismo, es síntoma de vanidad occidental, es
un crimen, como el disparo hacia el cielo de nuestras catedrales tan
contrario a los tejados planos, cubiertos de cúpulas, de las
iglesias rusas. El héroe de Tolstoi, Nekludow, cuida su yo moral
como sus uñas; por eso es por lo que Tolstoi pertenece a la
seudomórfosís del petrinismo. Raskolnikow es simplemente un algo
que forma parte de un «nosotros». Su culpa es culpa, de todos [77].
El que considere su pecado como propio demuestra en ello su
arrogancia y su vanidad. Algo de esto hay también en la idea mágica
del alma. «Si alguno viene a mi—dice Jesús en San Lucas, 14, 26—y
no aborrece a su padre y madre y mujer e hijos y hermanos y hermanas,
y aun también su propio yo (t®n ¤autoè cux®n), no puede ser mi
discípulo.»
Este sentimiento es el que le empuja a
denominarse vástago humano [78], El consenso de los fieles es
igualmente impersonal y condena el «yo» como pecado; lo mismo
sucede en el concepto típicamente ruso de la verdad, como anónima
coincidencia de los elegidos.
El hombre antiguo, todo presente,
carece también de esa energía de la dirección que domina nuestra
imagen del mundo y del alma, que compendia todas las impresiones
sensibles en un disparo hacia la lejanía, todas las experiencias
intimas en el sentido del futuro. El hombre antiguo no tiene
voluntad.
Lo confirma la idea antigua del sino, y
mejor aún el símbolo de la columna dórica. La lucha entre el
pensar y el querer constituye el tema oculto de todos los retratos
significativos, desde Jan van Eyck hasta Marées; en cambio el
retrato antiguo no puede contener nada de eso, porque en la idea
antigua del alma hállanse junto al noèw, junto al Zeus interior,
las unidades ahistóricas de los instintos vegetativos y animales
(yumñw y ¤piymÛa), en forma somática, sin dirección consciente y
tendencia hacia un fin.
Es indiferente el nombre que demos a
nuestro principio fáustico, que sólo a nosotros pertenece. El
nombre es ruido y humo. Espacio es también una palabra que,
con mil matices diferentes, expresa en boca del matemático, del
pensador, del poeta, del pintor, una y la misma cosa indescriptible
que, al parecer, pertenece a la humanidad entera, pero que en
realidad sólo en la cultura occidental tiene esa significación
trascendente y metafísica que nosotros le damos con interior
necesidad. No el concepto de «voluntad», pero si la circunstancia
de que para nosotros exista ese concepto, mientras que los griegos
no lo conocían, tiene la significación de un gran símbolo. En
último término, no hay diferencia
alguna entre el espacio profundo y la
voluntad. En los idiomas «antiguos» falta la denominación de aquél
y, por tanto, también la de ésta [79].
El espacio puro del mundo fáustico no
es la mera dilatación, sino la extensión en la lejanía como
eficiencia, como superación de lo meramente sensible, como oposición
y tendencia, como voluntad espiritual de potencia. Bien sé lo
insuficientes que son estas perífrasis. Es enteramente imposible
indicar por medio de conceptos exactos la diferencia que existe entre
lo que nosotros pensamos, sentimos y nos representamos bajo el nombre
de espacio y lo que como tal sentían los hombres de la cultura árabe
o india. Pero no cabe duda de que son cosas totalmente distintas;
demuéstralo la diferencia entre las intuiciones fundamentales de las
respectivas matemáticas y artes plásticas, y, sobre todo, de las
inmediatas manifestaciones de la vida. Veremos cómo la
identidad del espacio y la voluntad se manifiesta en las
hazañas de Copérnico y de Colón, en las de los Hohenstaufen y
de Napoleón—dominio del espacio cósmico—; pero esa identidad
también está implícita bajo otra forma en ciertos conceptos
físicos como campo de fuerza y potencial, que nadie hubiera
podido hacer comprender a un griego. El espacio, como forma a
priori de la intuición—fórmula en que Kant expresa
definitivamente el pensamiento que la filosofía barroca había
buscado sin cesar—, significa una pretensión de dominio que el
alma enuncia sobre todo lo que no es ella. El yo rige al mundo por la
forma [80].
Esto es lo que expresa la perspectiva
en profundidad de la pintura al óleo, poniendo el espacio infinito
del cuadro en la dependencia del espectador, que lo domina
literalmente, desde la lejanía conveniente. Ese disparo hacia la
lejanía, que conduce al tipo del paisaje heroico de sentido
histórico, tanto en el cuadro como en el parque de la época
barroca, es el mismo que se manifiesta en el concepto
matemático-físico de vector.
Durante siglos ha perseguido la
pintura, con pasión, ese gran símbolo que encierra en sí todo lo
que expresan las palabras espacio, voluntad, fuerza. La tendencia
metafísica correspondiente es ese constante afán por formular
la dependencia funcional entre el espíritu y las cosas mediante
parejas de conceptos, como fenómeno y cosa en sí, voluntad y
representación, yo y no yo, que tienen un contenido
puramente dinámico, opuesto en absoluto a la teoría de
Protágoras, que llamaba al hombre medida, esto es, no creador de
todas las cosas. Para la metafísica «antigua» es el hombre un
cuerpo entre cuerpos y el conocer una especie de contacto que va de
lo conocido al cognoscente, y no viceversa. Las teorías ópticas de
Anaxágoras y Demócrito están bien lejos de conceder al hombre una
actividad en la percepción sensible. Platón no siente nunca el yo
como centro de una esfera de actividad trascendente; en cambio para
Kant esta concepción es una necesidad interior.
Los presos de la famosa cueva platónica
son verdaderos presos, esclavos de las externas impresiones y no
señores; perciben iluminados por el sol universal, no son
soles que alumbren el universo.
El concepto físico de la energía
espacial, representación totalmente contraria al espíritu
«antiguo», representación que hace
de la distancia una forma de la energía y hasta la protoforma de
toda energía—pues tal es el fundamento de los conceptos de
capacidad e intensidad—, aclara también la relación entre la
voluntad y el espacio psíquico imaginario. Sentimos que las dos
imágenes, la imagen dinámica del mundo, trazada por Galileo y
Newton, y la imagen dinámica del alma,
con la voluntad como centro de gravedad y de relación, significan
una y la misma cosa. Ambas son formas barrocas, símbolos de la
cultura fáustica, al llegar a su plena madurez.
No es justo, aunque sí frecuente,
considerar el culto de «la voluntad» como universal mente humano,
o al menos como universalmente cristiano y derivarlo de las
religiones pre arábigas. Esta conexión pertenece
exclusivamente a la superficie histórica; hay ciertas palabras,
como voluntas, que sufren un cambio de sentido profundamente
simbólico, aun que inadvertido por lo general, y es corriente
confundir los sinos de esas palabras con la historia de las ideas
y de las significaciones verbales. Cuando los psicólogos
árabes, Murtada, por ejemplo, hablan de la posibilidad de varias
«voluntades», una «voluntad» que está en conexión con
el hacer, otra que le precede
independiente, otra que no tiene la menor relación con el acto y que
es la que crea el «querer», se refieren en todo esto al sentido
profundo de la palabra árabe, y nos presentan evidentemente una
imagen del alma cuya estructura difiere por completo ce la
fáustica.
Los elementos del alma son para todo
hombre, sea cual fuere la cultura a que pertenece, deidades de una
mitología interior. Lo que Zeus en el Olimpo externo, eso mismo es
para un griego el noèw en el mundo interior presente a su vista con
perfecta claridad; el noèw; preside a todas las demás partes del
alma. Lo que para nosotros es «Dios», Dios como universal aliento,
como fuerza omnipotente, como eficiencia y providencia omnipresentes,
eso mismo es la «voluntad», trasladada del espacio cósmico al
espacio imaginario del alma y sentida necesariamente como una
realidad actual. En el dualismo microcósmico de la cultura mágica,
con su ruach y su nephesch, su pneèma y su cux®, va implícita
necesariamente la oposición macrocósmica de Dios y el diablo, de
Ormuz y Ariman en Persia, de Jahve y Belcebú en Judea, de AIlah e
Iblis en el Islam, del bien absoluto y del mal absoluto. Pero debe
advertirse que en el sentimiento occidental del mundo esas dos
oposiciones palidecen y declinan al mismo tiempo. De la disputa
gótica por el primado del Íntellectus o de la voluntas sale la
voluntad afirmada como centro de un monoteísmo psíquico, y al
mismo tiempo desaparece del mundo real la figura del diablo. El
panteísmo del mundo exterior en la época barroca tiene por
consecuencia inmediata un panteísmo interior, y la oposición de
Dios y el mundo— en cualquier sentido que se tome—significa lo
mismo que la de la voluntad y el alma, significa la fuerza que todo
lo mueve en su imperio [81]. Y cuando el pensamiento religioso se
convierte en un pensamiento rigurosamente científico, la física y
la psicología siguen manteniendo un doble mito intelectual. El
origen de los conceptos fuerza, masa, voluntad, pasión, no está en
la experiencia absoluta, sino en el sentimiento vital. El darwinismo
no es mas que una acepción superficial de este sentimiento. Ningún
griego hubiera empleado la palabra naturaleza en el sentido de una
actividad absoluta y ordenada, como lo hace la biología moderna.
«Voluntad de Dios» es para nosotros un pleonasmo.
Dios—o «la naturaleza»—no es
mas que voluntad. El concepto de Dios, desde el
Renacimiento, ha ido insensiblemente
identificándose con el concepto del espacio cósmico
infinito y perdiendo sus rasgos
sensibles, personales—la omnipresencia y la omnipotencia se han
convertido casi en conceptos matemáticos—; pues del mismo modo
Dios se ha transformado en la voluntad universal, que ninguna
intuición puede darnos a conocer. Por eso es por lo que la música
instrumental pura vence a la pintura en 1700; la música, en efecto,
es el único y último medio de expresar claramente ese sentimiento
de lo divino. Recordemos, en cambio, los dioses homéricos. Zeus no
posee en absoluto poder pleno sobre el mundo; incluso en el Olimpo
es—asi lo exige el sentimiento apolíneo—primus Inter -pares,
cuerpo entre cuerpos. La ciega necesidad, la nŒxk®, que el
pensamiento antiguo encuentra en el cosmos, no depende de Zeus en
manera alguna. Al contrario: los dioses se inclinan ante ella.
Esquilo lo dice claro en un pasaje fortísimo del Prometeo, y en
Homero percibimos el mismo sentimiento cuando habla de la lucha entre
los dioses y en aquel pasaje decisivo en que Zeus levanta la balanza
del sino, no para estatuir, sino para conocer el destino de Héctor.
Asi, pues, los antiguos se representan el alma con sus partes y
potencias como un Olimpo de pequeñas deidades; y el ideal de la vida
helénica consistía en mantener en paz y concordia esa divina
tropa. Tal es el sentido de la svfrosænh y
tarajÛa. Y el hecho de que algunos
filósofos hayan dado el nombre de Zeus a la parte más elevada del
alma, al noèw, demuestra la realidad de esa relación entre la idea
del alma y la idea religiosa. Aristóteles, al pensar la divinidad,
le atribuye por única función , la yevrÛa, la contemplación; es
el ideal de Diógenes: una estática perfecta de la vida, que se
contrapone a la no menos perfecta dinámica del ideal vital en el
siglo XVIII.
Ese misterioso elemento que en nuestra
idea del alma designa la palabra voluntad, esa pasión de la tercera
dimensión, es, pues, propiamente una creación del barroco, como la
perspectiva de la pintura al óleo, como el concepto de fuerza en la
física moderna, como el mundo sonoro de la música instrumental
pura. En todos los casos había presentido el gótico eso mismo que
estos siglos de saturación espiritual llevan a su madurez. Y ya que
nos referimos aquí al estilo de la vida fáustica, por oposición
a otra cualquiera, hemos de afirmar una vez más que los términos
primarios de voluntad, fuerza, espacio, Dios, sustentados y
animados por el sentimiento fáustico, son símbolos,
principios estructuradores de grandes mundos formales muy afines
entre sí y en los cuales esa realidad se expresa y manifiesta. Hasta
ahora se ha creído que éstos eran hechos eternos, hechos que
existían en sí mismos, y que por los métodos de la
investigación crítica podían ser afirmados, «conocidos»,
demostrados de una vez para siempre.
Esta ilusión de la ciencia física ha
sido igualmente la ilusión de la psicología. Pero en verdad esas
realidades «universalmente válidas» pertenecen solamente al estilo
barroco de la contemplación y de la intelección, como formas
expresivas de significación transitoria que son «verdaderas» sólo
para el espíritu occidental; concebidas así varía totalmente el
sentido de aquellas ciencias, que ya no son sólo sujetos de un
conocimiento sistemático, sino también y en más alto grado objetos
de una, consideración fisiognómica.
La arquitectura barroca comenzó, como
ya sabemos, cuando Miguel Ángel substituyó los elementos tectónicos
del Renacimiento: peso y sostén, por los dinámicos de masa y
fuerza.
La capilla Pazzi, de Brunellesco,
expresa un sentimiento de alegre abandono; la fachada de II Gesú,
de Vignola, es voluntad hecha piedra, A este nuevo estilo,
en su aspecto eclesiástico se le ha dado el nombre de
estilo Jesuita, sobre todo después de su
perfeccionamiento por Vignola y Della
Porta; y en realidad hay un íntimo nexo entre la creación de San
Ignacio de Loyola y las formas artísticas de la época. En efecto,
la orden fundada por Loyola representa la voluntad pura, abstracta de
la Iglesia [82]; y su actividad oculta, expandiéndose por el
infinito, puede parangonarse con el análisis y con el arte de la
fuga.
Desde ahora ya no parecerá paradójico
hablar del estilo barroco y hasta del estilo jesuíta en la
psicología, en la matemática y en la física teórica. El lenguaje
de las formas dinámicas, que a la oposición entre materia y
forma—oposición somática y sin voluntad—substituye la enérgica
oposición entre capacidad e intensidad, es común a todas
las creaciones espirituales de estos siglos.
4
Veamos ahora hasta qué punto el hombre
de esta cultura realiza lo que su idea del alma nos hace esperar. Si
es licito caracterizar el tema de la física occidental, en su
generalidad, como el espacio activo, este mismo término habrá de
determinar también la índole, el contenido de la existencia del
hombre contemporáneo. Nosotros, naturalezas de temple fáustico,
estamos acostumbrados a incluir en el conjunto de nuestras
experiencias vitales los individuos considerados en su
manifestación activa, no en su apariencia plástica y estática.
Medimos a los hombres por su actividad, que puede dirigirse
igualmente hacia dentro o hacia fuera; y en esa dirección
valoramos los propósitos, los motivos, los esfuerzos, las
convicciones, los hábitos. El término en que resumimos este modo de
ver la vida es la palabra carácter. Hablamos de cabezas que tienen
carácter, de paisajes que tienen carácter. Continuamente
empleamos locuciones que se refieren al carácter de los
ornamentos, de las pinceladas, de la letra manuscrita; y aun de
artes enteras, de épocas y de culturas. La música del barroco es el
arte propio de lo característico, tanto en la melodía como en la
instrumentación. La palabra carácter designa también algo
indescriptible, algo que separa la cultura fáustica de todas las
demás. Y es indudable su profunda afinidad con la palabra
«voluntad». Lo que la voluntad es en la imagen del alma, eso mismo
es el carácter en la imagen de la vida, que nosotros los europeos
occidentales, y sólo nosotros, construimos con entera evidencia.
El empeño fundamental de todos
nuestros sistemas éticos—por diferentes que sean sus fórmulas
metafísicas o prácticas—es que el hombre tenga carácter. El
carácter—que se forma en el curso del mundo—, la personalidad,
la relación de la vida con la acción, es la impresión que el
hombre produce en el ánimo fáustico. Entre el carácter y la imagen
física del universo existe una importante semejanza. El concepto
vectorial de la tuerza, con su dirección, no ha podido aislarse del
de movimiento, a pesar de las más finas investigaciones teóricas;
del mismo modo es imposible separar estrictamente la voluntad
del alma, el carácter de la vida. En la cumbre de esta
cultura, desde el siglo XVII, sentimos con seguridad una
equivalencia de significación entre la palabra vida y la palabra
voluntad. Los términos de fuerza vital, voluntad de vivir, energía
activa, llenan nuestra literatura moral,
como algo evidente; en cambio esas
expresiones no son ni siquiera traducibles al griego de la época de
Perícles.
Todas las morales han manifestado
siempre la pretensión de valer para todos los tiempos y todas las
latitudes. Esta pretensión es la que ha mantenido oculto el hecho de
que, siendo las culturas individualidades de orden superior,
cada una de ellas posee su propia, concepción moral. Hay
tantas morales como culturas. Nietzsche ha sido el primero en
vislumbrarlo. Y, sin embargo, no ha llegado, ni con mucho, a la
noción de una morfología de la moral, verdaderamente objetiva—más
allá de todo bien y de todo mal—. Ha valorado la moral antigua, la
moral india, la moral cristiana, la moral del Renacimiento, por
comparación con sus propios valores personales, en lugar de
comprender el carácter simbólico de esos estilos diferentes.
Justamente nuestra penetración histórica hubiera debido
concebir el protofenómeno de la moral en su sentido propio. Ya hoy
estamos, al parecer, maduros para ello. Tan necesaria se ha hecho
para nosotros, desde Joaquín de Floris y las Cruzadas, la idea
de la humanidad como conjunto activo, combatiente, progresivo,
que nos cuesta trabajo comprender que esta manera de considerar el
hombre sea exclusivamente occidental y tenga una validez y
duración transitorias. Para el espíritu antiguo, la humanidad es
una masa invariable; por eso la antigüedad concibe una moral muy
distinta de la nuestra, que se extiende desde los tiempos primitivos
de Homero hasta la época imperial. Y en general puede decirse que al
sentimiento vital, altamente activo, de la cultura fáustica, se
acerca bastante el de las culturas china y egipcia; mientras
que al sentimiento pasivo de la antigüedad se asemeja más el de la
cultura india.
Si ha habido en el mundo un grupo de
naciones que haya vivido en continua lucha por la existencia, es sin
duda alguna el de la cultura antigua, en donde todas las ciudades,
grandes y pequeñas, se combatían hasta aniquilarse, luchando sin
plan, sin sentido, sin cuartel, cuerpos contra cuerpos, por instinto
antihistórico. Sin embargo, la ética griega, a pesar de Heráclito,
dista mucho de haber considerado la lucha como principio ético. Los
estoicos, como los epicúreos, enseñaban un ideal de renuncia a la
lucha. En cambio el afán típico del alma occidental consiste en
superar y vencer los obstáculos.
Actividad, decisión, afirmación de sí
mismo, éstas son exigencias occidentales. La lucha contra los
aspectos cómodos de la vida, impresiones de lo momentáneo, próximo,
palpable y fácil; la realización de lo que tiene universalidad y
permanencia, de lo que sirve de enlace espiritual entre el pasado y
el futuro, tal es el contenido de todos los imperativos fáusticos
desde los albores del gótico hasta Kant y Fichte, y más acá
todavía, hasta el ethos de esas inauditas manifestaciones de
fuerza y voluntad que caracterizan hoy nuestros Estados,
nuestras potencias económicas y nuestra técnica. El carpe diem, la
plenitud momentánea del punto de vista antiguo, constituye la más
perfecta contradicción de todo cuanto Goethe, Kant, Pascal, la
Iglesia y el pensamiento libre consideran valioso, a saber: una
realidad activar combatiente, victoriosa [83].
Asi como todas las formas del
dinamismo—pictórico, musical, físico, social, político—
establecen conexiones infinitas y no consideran (como la física
antigua) el caso particular y la suma de éstos, sino el curso típico
y la regla funcional, así también hemos de entender
por carácter le que fundamentalmente
permanece idéntico en el ejercicio de la vida. En el caso contrario
decimos que hay falta de carácter. Carácter es la forma de una
existencia en movimiento, que a la mayor variabilidad en los casos
particulares une la mayor constancia en el principio. El carácter es
lo que hace posible una biografía significativa, como Poesía y
Realidad, de Goethe.
Las biografías de Plutarco, que son
típicamente antiguas, constituyen, comparadas con la de Goethe, una
colección de anécdotas en orden cronológico y no una evolución
histórica. Y Alcibíades, Perícles, y en general cualquier
hombre de pura estirpe apolínea, será susceptible de una
biografía plutarquiana, pero no de una biografía a lo Goethe. No
porque a su vida le fa le masa de hechos, sino porque le falta
relación entre ellos; los sucesos aquí se siguen como átomos.
Refiriéndonos a la imagen física del mundo, podemos decir: no es
que el griego se haya olvidado de buscar leyes generales en la suma
de sus experiencias, es que no podía encontrar tales leyes en su
cosmos.
De aquí se sigue que las ciencias que
estudian el carácter, sobre todo la fisiognómica y la grafología,
hubieran padecido de miseria en la cultura antigua. No conocemos la
escritura antigua; pero la ornamentación, si se compara con
la gótica, es de una sencillez y mezquindad increíbles, por
lo que toca a la expresión característica—recordemos los meandros
y las hojas de acanto—, y en cambio ofrece una
uniformidad en sentido intemporal que no ha sido alcanzada
jamás. Se comprende naturalmente que, si examinamos el
sentimiento antiguo de la vida, habremos de encontrar en él un
elemento fundamental de la valoración ética, contrapuesto al
carácter, como la estatua se contrapone a la fuga, la geometría
euclidiana al análisis y el cuerpo al espacio. Ese elemento es el
gesto. El gesto es el principio fundamental de una estática
psíquica, y las palabras que en los idiomas clásicos substituyen a
nuestra «personalidad» son prñsvpon y persona, que significan
personaje, carátula. En la lengua griega posterior, en la lengua
de la época romana, el término designa propiamente el modo de la
manifestación pública, los gestos y ademanes, y por lo tanto el
núcleo auténtico, la esencia del hombre antiguo. Decíase de un
orador, que hablaba como prñsvpon sacerdotal, como prñsvpon
militar. El esclavo era
prñsvpon, pero no sÅmatow; es
decir, que no tenia una actitud importante como elemento de la vida
pública, pero si un alma.
Cuando el destino le deparaba a
alguien el papel de rey o de general, los romanos expresaban
este hecho con los términos persona regis, imperatoris [84]. En esto
se revela el estilo apolíneo de la vida. No se trata de desenvolver
posibilidades internas mediante un esfuerzo activo, sino de mantener
una actitud cerrada, de acomodarse rigurosamente a un ideal de
realidad, por decirlo asi, plástica. La ética antigua es la única
en que actúa cierto concepto de la belleza. Llámese el ideal
svfrosænh, kalolŒgaÛa o tarajÛa [85], siempre es un
armonioso grupo de rasgos sensibles, palpables, manifiestos al
público, determinados para los demás y no para el propio sujeto. El
hombre antiguo era objeto, no sujeto de la vida externa. El presente
puro, el instante actual, el primer plano de la vida no era nunca
superado, sino constantemente pulido y perfeccionado. La vida
interior, en este caso, resulta un concepto imposible.
El zÒon politilñn [86] de
Aristóteles—término intraducible que de continuo ha sido mal
entendido, porque se le ha interpretado en nuestro sentido europeo
occidental—se refiere a
los hombres que solitarios, aislados,
no son nada y que sólo en pluralidad significan algo.
¡Qué grotesca representación la
de un ateniense en el papel de Robinsón! El hombre antiguo
vive en e ágora, en el foro, donde cada cual se ve reflejado en los
demás, que son propiamente los que le dan realidad. Todo esto está
contenido en la expresión sÅmata pñlevw; los cuerpos de la ciudad,
los ciudadanos. Se comprende bien que el retrato, piedra de toque del
arte barroco, sea la representación del hombre como un carácter; en
cambio, en la época floreciente de Atenas, la representación
del hombre como actitud, como
«persona», había de culminar en el
ideal de la estatua desnuda.
5
Esta diferencia ha dado por resultado
dos formas de tragedia profundamente opuestas en todos los sentidos.
La forma fáustica es el drama de carácter; la apolínea, el drama
del gesto sublime. No tienen de común, en realidad, mas que el
nombre [87].
Es harto significativo el hecho de que
el drama barroco haya buscado su inspiración no en Esquilo y
Sófocles, sino en Séneca [88]—lo que corresponde exactamente a la
arquitectura, inspirada no en el templo de Paestum, sino en los
edificios imperiales—. El drama barroco, con decisión cada vez más
firme, sitúa su centro de gravedad no en el acontecimiento, sino en
el carácter, formando asi una especie de sistema de coordinadas
psicológicas, que es el que determina la posición, el sentido y el
valor de todos los hechos escénicos. Surge de este modo una
tragedia, de la voluntad, de las fuerzas activas, de la movilidad
inferior, no traducida necesariamente en elementos visibles. En
cambio Sófocles saca fuera de la escena el mínimum indispensable de
acontecimientos, empleando el recurso de los mensajeros. La tragedia
antigua se refiere a situaciones generales, no a personalidades
particulares; Aristóteles, expresivamente, la llama mimhsiw oæk
ŒnyrÅtvn llŒ prŒjevw kaÛ bÛou [89]; y lo que este
filósofo en su Poética— que es sin duda alguna el libro que ha
ejercido más fatal influencia, sobre nuestra poesía—designa con
el nombre de ¸yow, a saber, la actitud ideal de un griego ideal en
una situación dolorosa, no tiene nada que ver con nuestro
concepto del carácter como disposición del yo que
determina los acontecimientos; de igual manera que el plano, en la
geometría de Euclides, no tiene nada que ver con el concepto del
mismo nombre, que aparece, por ejemplo, en la teoría de Riemann
sobre las ecuaciones algebraicas. El haber traducido ¸yow; por
carácter, en lugar de acudir a perífrasis como actitud,
gesto, ademán, personaje, para dar idea de este concepto
casi intraducible; el haber traducido igualmente la palabra
mèyow—que en realidad significa acontecimiento intemporal— por
la voz acción, ha perjudicado notablemente durante siglos a la
poesía occidental, como le ha perjudicado asimismo el derivar la
palabra dr ma. del verbo hacer. Otello, Don Quijote, el Misántropo,
Wérther, Hedda Gabler son caracteres.
Lo trágico consiste en la simple
existencia de tales seres en medio de su mundo. Unas veces en lucha
contra ese mundo, otras contra sí mismo, otras contra otros, siempre
es el carácter, nunca un elemento exterior, el que lleva el combate.
Es el destino, el destino de un alma
enredada en una maraña de relaciones contradictorias, que no admite
solución pura.
Mas las figuras del teatro antiguo son
todas personajes, no caracteres. Por la escena pasan siempre los
mismos: el anciano, el héroe, el asesino, el enamorado; cuerpos
idénticos, de movimientos pausados, sobre el alto coturno. Por eso
en el drama antiguo, aun en la época posterior, era la máscara una
necesidad interna de profundo sentido simbólico; en cambio nuestro
teatro no puede «representarse» sin el juego de ademanes y gestos
que desarrolla el comediante. Y no se oponga a esto, como objeción,
la grandeza peculiar del teatro griego; porque máscara usaban
también los mimos y cómicos de ocasión y máscaras son las
estatuas retratos [90]. Si los antiguos hubiesen sentido
profundamente la necesidad de los espacios interiores, hubieran
encontrado sin dificultad la forma arquitectónica adecuada.
Los acontecimientos trágicos, que son
trágicos por su relación con un carácter, son la consecuencia
de una larga evolución interior. Pero en los casos trágicos
de Ayax, de Filoctetes, de Antígona, de Electra, los antecedentes
íntimos—si pudieran existir en un hombre de tipo «antiguo»—son
indiferentes para las consecuencias. El suceso decisivo sobreviene
sin transición; es un accidente casual y externo, que hubiera podido
ocurrirle con iguales efectos a cualquier otro, incluso a un hombre
de otra raza y de otro pueblo.
La oposición entre la tragedia antigua
y la tragedia occidental no queda suficientemente manifiesta si
empleamos para designarla los términos de acción o suceso.
La tragedia fáustica es biográfica; la apolínea es
anecdótica. Esto significa que aquélla abarca la dirección
de toda una vida, mientras que ésta se atiene al instante aislado.
¿Qué relación existe entre el pasado interior de Edipo o de
Orestes y el acontecimiento destructor que de pronto se aparece en su
camino? [91].
Contrapuesto a la anécdota de estilo
antiguo, conocemos nosotros el tipo de la anécdota característica,
personal, antimítica; es la novela corla, cuyos maestros se llaman
Cervantes, Kleist, Hoffmann, Storm. ¡Cuan significativa es la novela
corta si se siente que su motivo, su tema sólo es posible una vez,
en tal tiempo determinado y en tal determinado hombre!
En cambio el valor de la anécdota
mítica—la fábula—esta definido por la pureza de las propiedades
contrapuestas. Aquí tenemos un sino que hiere como el rayo, sin
importarle a quién; allá un sino que, como hilo invisible, entrama
una vida y la destaca y distingue de todas las demás. En el pasado
de Otelo—obra maestra de análisis psicológico—el menor rasgo
guarda relación con la catástrofe. El odio de razas, el aislamiento
del encumbrado entre los patricios, el moro soldado, casi salvaje, el
hombre viejo y solitario, ninguno de estos aspectos carece de
significación. Intentad desarrollar la exposición de Hamlet o de
Lear, comparándola con las tragedias de Sófocles. Hallaréis pura
psicología y no una suma de datos externos. Los griegos no tenían
la más leve idea de lo que nosotros hoy llamamos un psicólogo, es
decir, uno que conoce y sabe dar forma a las épocas internas y que
para nosotros casi se identifica con el concepto de poeta. Los
griegos no eran analíticos en la matemática ni en el estudio del
espíritu; y no podían serlo, tratándose de almas «antiguas».
«Psicología», he aquí
propiamente el término que define la forma de la humanidad
occidental. Conviene a un retrato de Rembrandt como a la música de
Tristán, al Julián Sorel de Stendhal como a la Vita nuova de
Dante. Ninguna otra cultura conoce esto. Y esto
justamente se halla severamente
proscrito del conjunto de las artes «antiguas». «Psicología» es
la forma en que la voluntad, el hombre como encarnación de la
voluntad, no el hombre como sÇma, se capacita para el arte. Quien en
este punto cite a Eurípides, no sabe lo que es psicología. Ved la
riqueza de rasgos característicos que atesora ya la mitología
nórdica, con sus astutos enanos, sus romos gigantes, sus burlones
elfos, con Loki, Baldr y demás figuras. En cambio el Olimpo de
Homero es una colección de formas típicas. Zeus, Apolo,
Poseidón, Ares, son «hombres» y nada más; Hermes es «el
muchacho»; Atene, una Afrodita entrada en años. Y en cuanto a
los dioses menores, la plástica posterior demuestra que sólo se
distinguían por el nombre. Otro tanto puede decirse de las
figuras que desfilaban por la escena ática. En Wolfram de
Eschenbach, en Cervantes, Shakespeare, Goethe, desarróllase la
tragedia de una vida personal, interior, dinámica, funcional, y los
ciclos vitales no son a su vez inteligibles si no se proyectan sobre
el fondo histórico del siglo. En los tres grandes dramaturgos de
Atenas, la tragedia viene de fuera; es estática y euclidiana.
Repitiendo aquí un término, que hemos aplicado ya a la historia
universal, diremos que el acontecimiento destructor allá hace época
y acá constituye un episodio. Incluso el desenlace mortal es un
episodio, el último de una existencia compuesta de simples
casualidades.
Una tragedia barroca no es otra
cosa que el carácter directivo que se manifiesta y
desenvuelve a la luz del mundo, como curva en vez de ecuación, como
energía cinética en vez de potencial. La persona visible es el
carácter posible; la acción es el carácter en trance de
realización. Tal es el sentido integro de nuestra teoría de la
tragedia, que hoy aun padece de «antiguas» reminiscencias y
confusiones. El hombre trágico de la antigüedad es un cuerpo
euclidiano en una posición que ni él ha elegido ni puede cambiar;
ese cuerpo, herido por la eimarmené [92], muéstrase inmutable en la
iluminación de sus planos por los sucesos exteriores. En este
sentido se habla, en las Coéforas, de Agamenón, como «cuerpo regio
conductor de armadas» y dice Edipo en Colonos que el oráculo se
refiere a «su cuerpo» [93]. Todos los hombres significativos de la
historia griega, hasta Alejandro, manifiestan una notable
inflexibilidad. No conozco ninguno que haya desarrollado una
evolución interna en las luchas de la vida, como Lutero y Loyola.
Eso que, con harta superficialidad, se llama en los griegos
manifestaciones de carácter, no es mas que el reflejo de los sucesos
sobre el ·yow del héroe, pero nunca el reflejo de una personalidad
sobre los sucesos.
Asi comprendemos el drama, con Íntima
necesidad, nosotros los hombres de Occidente. El drama es para
nosotros un máximum de actividad. En cambio, para los griegos era,
necesariamente, un máximum de pasividad [94]. La tragedia ática no
contiene «acción». Los misterios antiguos—y Esquilo, que era de
Eleusis, creó el drama elevado sobre el tipo de los misterios con
su peripecia—eran todos dr?mata o drÅmena, celebraciones
litúrgicas. Aristóteles define la tragedia como imitación
de un acontecimiento. Eso justamente, la imitación se identifica
con la tan nombrada profanación de los misterios; y es bien sabido
que Esquilo, que introdujo para siempre en la escena ática el traje
sacro de los sacerdotes eleusinos, fue acusado por ello [95]. Pues el
dr ma propiamente dicho, con su peripecia del quejido al júbilo,
no residía en la fábula que se narraba, sino en la acción del
culto, acción simbólica que el espectador comprendía y
sentía en el sentido más profundo de la palabra. A este
elemento de la religión antigua primitiva, que no se halla
representada por Homero [96], vino a unirse después el elemento
campesino, las escenas burlescas— fálicas, ditirámbicas—de las
fiestas primaverales en honor de Demeter y de
Dionysos. En las danzas de animales
[97] y el canto de acompañamiento tuvo su origen el coro trágico,
que se contrapone al representante, al «respondedor» de Thespis
(534).
La tragedia propiamente dicha se
desarrolló partiendo de la lamentación mortuoria, del treno
(naenia). En cierto momento sucedió que el Juego alegre de las
fiestas dionisiacas— que eran también fiestas de las almas—se
convirtió en un coro quejumbroso de hombres; y el drama satírico
quedó para el final. En 492 representó Phrynichos La toma de
Mileto, que no era un drama histórico, sino las lamentaciones
de las milesias, y fue severamente castigado por haber
rememorado la desgracia de la ciudad. La introducción del segundo
representante, por Esquilo, perfeccionó la esencia de la tragedia
antigua; la lamentación, como tema dado, se destaca ahora sobre la
figura visible de un gran dolor humano, como motivo actual. La fábula
(mèyow) no es «acción», sino la ocasión para los cantos del
coro, que siguen siendo, ahora como antes, la tragoidia propiamente
dicha. El acontecimiento puede ser narrado o representado, no
importa; esto no es lo esencial. El espectador, que no ignoraba el
significado del momento, sentíase aludido él y su sino en las
palabras patéticas. En el espectador se verifica la peripecia, que
es el propio fin de las escenas sagradas. La lamentación litúrgica
sobre la miseria de la raza humana ha sido siempre más o menos
envuelta en referencias y relatos, el centro de todo.
Claramente si ve en Prometeo, Agamenón y Edipo Rey. Pero por
encima de la lamentación se eleva ahora [98] la grandeza del héroe
paciente, su actitud sublime, su ·yow, que se desarrolla en
poderosas escenas entre dos entradas del coro. El tema no es el héroe
activo, cuya voluntad crece e irrumpe en lucha contra la resistencia
de las potencias extrañas o de los demonios en su propio pecho; el
tema es el paciente sin voluntad, cuya existencia somática
es aniquilada—sin fundamento profundo, puede añadirse—, La
trilogía de Prometeo, por Esquilo, comienza justo en el punto en que
Goethe la hubiera probablemente terminado. La locura del rey Lear es
el resultado de la acción trágica. En cambio el Ayax de Sófocles
enloquece por mandato de Athéné, antes de que comience el drama.
Tal es la diferencia entre un carácter y una figura en movimiento.
En realidad, el terror, la piedad son, como los describe Aristóteles,
los efectos necesarios de las tragedias antiguas sobre los
espectado-res antiguos y sólo sobre éstos. Bien claro se ve,
cuando se consideran las escenas que él señala como las más
impresionantes, a saber: las que traen cambios súbitos de fortuna o
reconocimientos inesperados. Las primeras son las que producen la
impresión del fñbow (terror) y las segundas las de ¥leñw;
(conmoción). La catarsis que la tragedia aspira a verificar no puede
sentirse sino partiendo del ideal de la ataraxia. El «alma» antigua
es puro presente, puro sÇma, realidad inmóvil y punctiforme. Lo más
terrible para ella es ver esa realidad puesta en cuestión por la
envidia de los dioses, por el azar ciego, que puede caer imprevisto,
como un rayo, sobre hombre cualquiera. Esto llega a las raíces
mismas de la existencia antigua; y en cambio anima y vivifica al
hombre fáustico que lo osa todo y a todo se atreve. Y el ver
desvanecerse esa terrible calamidad, cual nube tormentosa en el negro
horizonte que el sol de pronto atraviesa; el sentimiento
profundo de alegría al contemplar el gran gesto predilecto;
el suspiro del alma mítica torturada, el goce de la recobrada
armonía, esto es la catarsis. Pero esto supone un sentimiento vital
que nos es perfectamente extraño. Casi nos es imposible traducir la
palabra a nuestro modo de hablar y de sentir. Ha sido necesaria toda
la pesadumbre estética, toda la caprichosidad del barroco y del
clasicismo, sobre el fondo de respeto inconmovible que nos inspiran
los libros antiguos para ilusionamos y
hacernos creer que también nuestra
tragedia se basa en ese fundamento psíquico; siendo así que, en
realidad, la tragedia produce sobre nosotros un efecto diametralmente
opuesto. La tragedia no es para nosotros la liberación de
emociones pasivas y estáticas, sino que provoca, excita y
enciende emociones activas y dinámicas, despierta los sentimientos
primarios de una humanidad enérgica: la crueldad, la alegría del
esfuerzo, del peligro, de la hazaña violenta, de la victoria, del
crimen, la emoción beatifica del que supera y aniquila, sentimientos
que dormitan en el fondo de las almas nórdicas desde los tiempos de
los Wikings, de los Hohenstaufen y de las Cruzadas. Este es
el efecto que produce Shakespeare. Un griego no hubiera podido
soportar Mácbeth, y sobre todo no hubiera comprendido lo que
significa ese poderoso arte biográfico, con su tendencia de
dirección. Figuras como la de Ricardo III, Don Juan, Fausto, Miguel
Kohlhaus, Golo, que son punto por punto opuestas a los tipos
antiguos, producen en nosotros no compasión, sino una profunda y
extraña envidia, no terror, sino una misteriosa delectación en los
sufrimientos, un devorador anhelo de muy diferente com-pasión.
Y que ello es asi lo demuestran aún
hoy—muerta ya la tragedia fáustica incluso en su última forma,
la forma alemana—los motivos constantes de la literatura en las
grandes urbes de Europa occidental, que puede compararse con la
literatura alejandrina correspondiente. Las historias de aventureros
y detectives, que tanto excitan los nervios de nuestros
contemporáneos, y por último el drama cinematográfico,
que representa exactamente lo que el «mimo» de los antiguos, en
la época de decadencia, contienen un resto bien sensible de aquel
anhelo indomable que empuja el hombre fáustico a los descubrimientos
y las superaciones.
A todo lo que llevamos dicho
corresponde igualmente la diferencia entre el cuadro escénico
del drama apolíneo y el del drama fáustico, cuadro que completa la
obra de arte tal como el poeta la pensara. El drama antiguo es una
obra plástica, un grupo de escenas patéticas con carácter de
relieve, una visión de gigantescas marionetas sobre el fondo liso
del muro que cierra el teatro [99]. Es un gesto magnífico y nada
más; los escasos acontecimientos de la fábula más bien son
referidos solemnemente que representados. En cambio la técnica del
drama occidental exige todo lo contrario: ininterrumpida movilidad y
radical exclusión de los momentos estáticos o pobres de acción.
Las famosas tres unidades de lugar, de tiempo y de acción, que si
bien no formuladas fueron elaboradas inconscientemente en Atenas,
circunscriben el tipo de la «antigua» estatua marmórea. E
insensiblemente definen asi el ideal vital del hombre antiguo, que se
atiene a la Polis, al puro presente, al gesto. Las unidades tienen
todas el sentido de negaciones: negación del espacio, negación
del pasado y del futuro, negación de las relaciones psíquicas
en la lejanía.
Podrían compendiarse en la palabra
ataraxia. Y estas exigencias no deben contundirse con otras
superficialmente semejantes en el drama de los pueblos románicos. El
teatro español del siglo XVI se sometió al yugo de las reglas
«antiguas»; pero se comprende que la dignidad castellana de la
época de Felipe II se sintiese atraída por esta contención sin
conocer, sin querer conocer siquiera, el espíritu originarlo de las
reglas.
Los grandes españoles, sobre todo
Tirso de Molina, crearon las «tres unidades» del barroco,
pero no como negaciones metafísicas, sino exclusivamente como
expresión de
costumbres distinguidas y cortesanas; y
Corneille, dócil discípulo de la grandeza española, las tomó con
la misma significación. Aquí comienza la fatalidad. La imitación
florentina de la plástica antigua, que todo el mundo admiraba
desmedidamente, pero que nadie entendía en sus últimas condiciones,
no pudo ser dañosa, porque no había ya entonces plástica
occidental que pudiese padecer por ello. Mas existía la
posibilidad de una poderosa tragedia, netamente fáustica, con
insospechadas formas y audacias. Y esta tragedia no surgió. El
drama germánico, por grande que Shakespeare sea, no ha superado
nunca por completo el obstáculo de una convención mal entendida. La
culpa la tiene la fe ciega en la autoridad de Aristóteles. ¡Qué no
hubiera podido ser el drama barroco, bajo la influencia de la epopeya
caballeresca, de los misterios y autos góticos, y en inmediato
contacto con los oratorios y las pasiones de la Iglesia, si nadie
hubiese sabido nada del teatro griego!
¡Una tragedia inspirada en la música
contrapuntística, sin las trabas de un ligamen plástico, que para
ella no tenia sentido!
¡Una poesía escénica que se habría
desarrollado a partir de Orlando Lasso y de Palestrina y junto a
Heinrich Schütz, Bach, Händel, Gluck, Beethoven, en plena libertad
de formas puras y propias! Todo esto era posible y no se ha
realizado.
A la feliz circunstancia de haberse
perdido toda la pintura al fresco de los griegos debemos la interior
libertad de nuestra pintura al óleo.
6
Pero no eran bastantes las tres
unidades. El drama ático exigía en lugar del juego del rostro la
máscara inmóvil, excluyendo así la caracterización psíquica,
como se excluyeron en la plástica las estatuas icónicas. Exigía
también el coturno y construía las figuras en tamaño mayor que el
natural, forrándolas hasta inmovilizarlas y vistiéndolas de largos
paños que arrastraban por el suelo; así quedaba excluida la
individualidad del personaje. Por último, una especie de canuto en
la boca imprimía a la recitación del actor el son de un canturreo
monótono.
El simple texto, tal como lo leemos
hoy—no sin infundir en él inadvertidamente el espíritu de Goethe
y Shakespeare y toda la fuerza de nuestra visión en perspectiva—,
nos descubre harto poco del sentido profundo que tenia aquel drama.
Las obras antiguas están hechas para
los ojos antiguos, para los ojos del cuerpo. La forma sensible de la
representación es la que desentraña propiamente los secretos
últimos. Y si atendemos a la representación, habremos de advertir
un detalle que seria insoportable en toda tragedia verdadera de
estilo fáustico: la continua presencia del coro. El coro es la
tragedia primaría, pues sin él fuera imposible el ·yow.. Todo
hombre por sí tiene carácter, pero la actitud se toma con relación
a otro que está presente.
Ese coro, esa muchedumbre, oposición
ideal al solitario, al hombre interior, al monólogo de la escena
occidental; ese coro que siempre está presente, que oye todas las
conversaciones del héroe consigo mismo, que excluye también del
cuadro escénico el terror a lo ilimitado y vacío, es un rasgo
netamente apolíneo. La introspección como una actividad pública;
la pomposa lamentación a la faz de todos, en lugar del dolor en la
alcoba solitaria («el que no haya pasado las noches tristes,
sentado, llorando, en la cama»); los gritos quejumbrosos con
abundantes lágrimas, que llenan una serie de dramas
como el Filoctetes y Las Traquinianas: la imposibilidad de
estar solo, el sentido de la Polis, el elemento femenino de esta
cultura, que se revela en el tipo ideal del Apolo del Belvedere, todo
esto se manifiesta en el símbolo del coro. Comparado con
éste, el drama de Shakespeare es un puro monólogo. Incluso
los diálogos y las escenas de grupos dejan sentir la enorme
distancia interior entre estos hombres, cada uno de los cuales, en
realidad, habla sólo consigo mismo. Nada puede atravesar esta
lejanía psíquica que sentimos en Hamlet como en Tasso, en Don
Quijote como en Wérther, y que ha tomado forma ya, con toda su
infinitud, en el Parzeval de Wolfram von Eschenbach. En esto se
diferencia toda la poesía occidental de toda la poesía antigua.
Nuestra lírica, (Desde Walter von der Vogelweide hasta Goethe, hasta
la lírica de las moribundas urbes actuales, es monológica; la
lírica antigua, en cambio, es una lírica coral, lírica ante
testigos. Aquélla es recibida en la intimidad personal, en la
lectura muda, como música imperceptible; ésta es recitada en
público. Aquélla es lírica del espacio silencioso—como libro que
dondequiera tiene su puesto—, ésta posee un lugar fijo, el lugar
en donde resuenan sus cadencias.
El arte de Thespis—aun cuando los
misterios de Eleusis y las fiestas tracias de la Epifanía de
Dionysos eran nocturnas—se desenvuelve por necesidad interna en
representaciones matutinas, a plena luz del sol. En cambio
los juegos populares y las «pasiones» de Occidente, que
tuvieron su origen en los sermones predicados en forma de
personajes diferentes y que fueron representadas primero por clérigos
en la iglesia, luego por legos en la plaza, ante la iglesia, en las
mañanas de las grandes fiestas eclesiásticas (Kirmessen), dieron
nacimiento poco a poco a un arte de la tarde y de la noche. Ya en
tiempos de Shakespeare las representaciones teatrales tenían lugar
al atardecer, y este rasgo místico que tiende a colocar la obra de
arte en la claridad apropiada había alcanzado su término en la
época de Goethe. Todo arte, toda cultura en general tiene su hora
significativa. La música del siglo XVIII es un arte de la
obscuridad, de la hora en que se abren los ojos del espíritu; la
plástica ateniense es el arte de la luminosidad sin nubes.
Lo profundo de estas relaciones se
demuestra en la plástica gótica, envuelta en un eterno crepúsculo
y en la flauta Jónica, instrumento de la siesta soleada. La bujía
afirma, la luz del sol niega el espacio frente a las cosas. De noche,
el espacio cósmico vence a la materia; a mediodía, las cosas
próximas aniquilan el espacio lejano. Asi se distinguen el fresco
ático y la pintura al óleo del Norte. Así son Helios y Pan
símbolos antiguos; el cielo estrellado y los crepúsculos rojizos,
símbolos fáusticos. También las almas de los muertos salen a media
noche, sobre todo en las doce largas noches que siguen a la Navidad.
Las almas antiguas en cambio son diurnas. La Iglesia vieja
hablaba aún del dvdeka®meron, los doce días sagrados; al
despertar la cultura occidental, transformáronse en las «doce
noches».
La pintura antigua al fresco y sobre
vasos no tiene hora —nadie ha advertido aún esta circunstancia—.
No hay en ella sombras que indiquen la altura del sol; no hay cielo
que
muestre la posición de las estrellas;
no hay mañana ni tarde; no hay primavera ni otoño; reina allí una
claridad pura, intemporal [100]. El pardo de taller, usado en la
pintura clásica, se convirtió, con idéntica necesidad, en lo
contrario, en una obscuridad imaginaria, independiente de la hora,
atmósfera característica del espacio psíquico del alma fáustica.
Y esto es tanto más significativo, cuanto que los cuadros desde un
principio pretendieron reproducir el paisaje a la luz de una estación
y de una hora determinada, esto es, con un sentido histórico. Sin
embargo, todos esos amaneceres, esas nubes en el rosa de la tarde,
esas últimas claridades sobre el perfil de la sierra lejana, esas
habitaciones alumbradas por bujías, esos prados en primavera, esos
bosques en otoño, esas sombras largas y cortas de los matorrales y
de los surcos, todo eso estaba impregnado de una obscuridad tamizada,
que no procede del estado atmosférico. En realidad la pintura
antigua y la pintura occidental, como la escena antigua y la escena
occidental, se distinguen por la constante claridad que en aquéllas
reina y la constante luz crepuscular que domina en éstas. Puede
decirse más aún: que la geometría de Euclides es una
matemática diurna y el análisis una matemática nocturna.
El cambio de escena, que para los
griegos hubiera sido seguramente una especie de profanación
criminal, es para nosotros casi una necesidad religiosa, una
exigencia de nuestro sentimiento cósmico. La unidad escénica
del Tasso tiene algo de paganismo. Nosotros sentimos la íntima
necesidad de un drama lleno de perspectivas y amplios fondos, una
escena que suprima todas las limitaciones sensibles y recoja en si
la totalidad del universo. Shakespeare, que nació cuando moría
Miguel Ángel y que cesó de escribir cuando Rembrandt vino al
mundo, ha llegado al máximum de infinitud, de apasionada superación
de todo ligamen estático. Sus bosques, sus mares, sus callejuelas,
sus Jardines, sus campos de batalla están situados en la lejanía,
en lo ilimitado. Los años transcurren en minutos. El rey Lear, loco,
entre el bufón y el pordiosero, en medio de la tormenta, sobre la
llanura envuelta en las sombras de la noche, el yo perdido en la
profunda soledad del espacio; he aquí un sentimiento vital del
alma fáustica. La música veneciana de 1600 conoce ya los
paisajes imaginados, que ve, que siente la visión interna, y el
antecedente de estos paisajes está en el hecho de que la escena de
la época isabelina no tenga decoraciones, sino que indique
simplemente todo eso, pudiendo asi componer para los ojos del
espíritu, con escasas indicaciones, un cuadro del mundo en el que se
suceden escenas que se refieren siempre a acontecimientos lejanos y
que un teatro antiguo no hubiera podido representar. La escena griega
no es nunca Paisaje; en realidad, no es nada. A lo sumo puede
calificarse de base o pedestal de estatuas deambulantes. Las figuras
lo son todo, en el teatro como en el fresco. Cuando a los hombres
antiguos les negamos todo sentimiento de la naturaleza, habla en
nosotros el sentir fáustico, enamorado del espacio y por lo tanto
del paisaje, en tanto que es espacio. Mas para los antiguos
la naturaleza es el cuerpo, y quien sepa sumergirse en este
modo de sentir comprenderá al punto con qué ojos miraría un griego
el relieve muscular de un cuerpo desnudo en movimiento. Esta era su
naturaleza viva, no las nubes, las estrellas y el horizonte.
7
Todo lo próximo y sensible es de fácil
y general comprensión. Por eso, de todas las culturas que han
existido la antigua es la más popular en todas las manifestaciones
de su sentimiento vital, y, en cambio, la occidental es la menos
popular. Fácil y generalmente comprensible es el carácter de una
creación que se ofrece con todos sus misterios a cualquier
espectador a la primera mirada; de una creación cuyo sentido
encarnan las partes y superficies externas. En toda cultura es de
fácil y general comprensión todo aquello que procede intacto de los
estados y formas de la humanidad primitiva, lo que el hombre viene
comprendiendo continuamente desde los primeros días de su niñez sin
necesidad de conquistar para aprehenderlo un nuevo modo
contemplativo, lo que en general se obtiene sin lucha, lo que se
entrega por sí mismo, lo que se ofrece inmediatamente en la
sensación, lo que no hay que descubrir expresamente tras un
esfuerzo que pocos, y a veces sólo algunas personalidades
aisladas, pueden llevar a cabo.
Hay opiniones, obras, hombres,
paisajes, que son populares.
Toda cultura tiene su grado
determinadísimo de esoterismo o popularidad, que encierran sus
producciones en cuanto que poseen una significación
simbólica. Lo fácil y generalmente comprensible anula la
diferencia entre los hombres, tanto por lo que se refiere a la
extensión como a la profundidad de sus almas. El esoterismo, en
cambio, acentúa y refuerza esa diferencia. Finalmente, si nos
referimos a la experiencia íntima primaria de la profundidad,
cuando el hombre despierta a la conciencia de sí mismo, esto
es, si nos referimos al símbolo primario de su existencia y al
estilo de su mundo circundante, diremos que el símbolo primario de
lo corpóreo da lugar a una relación popular «ingenua», y el
símbolo del espacio infinito a una relación netamente impopular
entre las creaciones de una cultura y los hombres correspondientes de
esa cultura.
La geometría antigua es la geometría
del niño y del lego. Los Elementos de Euclides se usan todavía en
Inglaterra como libro de escuela. El entendimiento corriente
considerará siempre la geometría euclidiana como la única
exacta y verdadera. Todas las demás especies de geometría
natural, que son posibles y que—por penosa superación de
la apariencia popular— hemos encontrado nosotros, resultan
inteligibles sólo para un circulo selecto de matemáticos
profesionales. Los famosos cuatro elementos de Empédocles
constituyen la «física innata» del hombre ingenuo. La
representación de los elementos isótopos, representación
elaborada por las investigaciones sobre radiactividad, es casi
incomprensible ya para los científicos de las ciencias vecinas.
Lo antiguo se abarca todo de una sola
mirada: el templo dórico, la estatua, la Polis, el culto divino. No
hay dobles fondos, no hay arcanos. Mas comparad la fachada de una
catedral gótica con los Propileos, un aguafuerte con una pintura
cerámica, la política del pueblo ateniense con la política de los
gobiernos modernos. Ved cómo toda obra moderna que hace época en la
poesía, en la política, en la ciencia, va seguida de una abundante
literatura de explicaciones y comentos, que además obtienen un éxito
muy dudoso. Las esculturas del Partenón están hechas para todos los
griegos; la música de Bach y sus contemporáneos es
música para músicos. Tenemos el tipo
del entendido en Rembrandt, del entendido en Dante, del entendido en
música contrapuntística. Y—con razón—se ha criticado a Wagner
por la amplitud que el gremio de los wagnerianos ha podido alcanzar,
por lo poco que hay en su música de accesible sólo al músico
avezado. Pero ¿se concibe un grupo de entendidos en Fidias, de
peritos en Homero? Ahora ya resultan inteligibles una serie de
fenómenos que son síntomas del sentimiento vital de nuestra
cultura, fenómenos que hasta ahora salían considerarse desde un
punto de vista filosófico-moral o, más exactamente, melodramático,
como desdichadas flaquezas de la humana prole. El «artista
incomprendido», el «poeta hambriento», el «inventor
menospreciado», el pensador «que será entendido dentro de
siglos», todos éstos son tipos de una cultura esotérica. Estos
sinos se fundan en el pathos de la distancia, que oculta en su seno
la tendencia a lo infinito y, por tanto, la voluntad de potencia. Son
tan necesarios en el circulo de la humanidad fáustica, desde la
época gótica hasta el presente, como inconcebibles en la humanidad
apolínea.
Los grandes creadores del Occidente,
desde el primero hasta el último, no han sido comprendidos en sus
verdaderos propósitos mas que por un pequeño círculo de espíritus
selectos. Miguel Ángel decía que su estilo era bueno para castigo
de los necios. Gauss mantuvo oculto durante treinta años su
descubrimiento de la geometría no euclidiana por temor a «la
gritería de los beocios». Empezamos ahora a discernir de entre las
medianías a los grandes maestros de la plástica gótica.
Otro tanto, empero, puede decirse de los pintores, de los
políticos, de los filósofos. Comparad pensadores de las dos
culturas, Anaximandro, Heráclito, Protágoras, con Giordano Bruno,
Leibnitz o Kant. Considerad que no hay un poeta alemán de verdadero
mérito que pueda ser comprendido por el término medio de los
hombres, y que en los idiomas occidentales no existe una obra del
valor y al mismo tiempo de la sencillez de Homero. Los Nibelungos son
un poema rudo y misterioso, y entender a Dante es, por lo menos en
Alemania, en general, algo así como una vanidosa actitud literaria.
Lo que nunca se dio en la antigüedad se da siempre en Occidente: la
forma exclusiva.
Hay épocas enteras, como la de la
cultura provenzal y la del rococó, que son en máximo grado selectas
y distantes. Sus ideas, su lenguaje de formas, existen exclusivamente
para un escaso número de altas personalidades. Y si el Renacimiento,
esa supuesta resurrección de la antigüedad—la antigüedad no
era, en modo alguno, exclusiva y no seleccionaba su público—,
no hace excepción a la regla; si el Renacimiento es todo él
creación de un círculo de espíritus selectos, un gusto que la
muchedumbre desde luego rechazó y que el pueblo de Florencia
presenció indiferente, extrañado o molesto, llegando en
ocasiones, como en el caso de Savonarola, a destruir y quemar
alegremente las obras maestras, ello demuestra cuan profundas raíces
tiene entre nosotros ese alejamiento de las almas.
La cultura ática era patrimonio de
todos los ciudadanos. Nadie quedaba excluido de ella, y por eso no
se conocía allí la distinción entre profundidad y
superficialidad, que para nosotros tiene una importancia decisiva.
Para nosotros las palabras popular y superficial tienen idéntico
sentido en el arte como en la ciencia. Para los antiguos no es así.
Nietzsche ha dicho una vez de los griegos que son «superficiales, de
puro profundos».
Todas nuestras ciencias, sin excepción,
tienen, junto al grupo de los principios elementales, una parte
«superior» que permanece ininteligible para el lego. He aquí otro
símbolo del
infinito y de la energía dirigida. A
lo sumo habrá mil hombres en el mundo capaces de comprender los
últimos capítulos de la física teórica. Algunos problemas de la
matemática moderna son accesibles a menor número todavía. Todas
las ciencias populares son hoy, desde luego, ciencias inválidas,
falsas, apócrifas. No sólo tenemos un arte para artistas, sino
también una matemática para matemáticos, una política para
políticos—de la que no sospecha lo más mínimo el profanum
vulgus de los lectores de periódicos [101], mientras que la política
antigua no rebasó jamás el horizonte espiritual del ágora—, una
religión para
«el genio religioso» y una poesía
para filósofos. La ruina incipiente de la ciencia occidental, que
claramente se deja sentir hoy, puede medirse sólo por la necesidad
que experimenta de actuar en amplios círculos; y si el esoterismo
rígido de la época barroca produce hoy la impresión de algo
intolerable, ello revela que la fuerza decae y que declina el
sentimiento de la distancia, sentimiento que admite y reconoce
respetuoso esas limitaciones. Las pocas ciencias que aun conservan
toda su finura, profundidad y energía de razonamiento y
consecuencias, sin mácula de folletonismo—-pocas son ya: la física
teórica, la matemática, la dogmática católica, acaso también
la jurisprudencia—, se dirigen a un pequeñísimo circulo de
técnicos selectos. Justamente el técnico, con su término opuesto,
el lego, es lo que falta en la antigüedad, donde todos lo saben
todo.
Esa polaridad de técnico y lego tiene
para nosotros el valor de un gran símbolo, y donde empieza a ceder
la tensión de esa polaridad es que comienza a extinguirse el
sentimiento fáustico de la vida.
Esta conexión nos autoriza a
formular la conclusión siguiente respecto a los últimos
progresos de la investigación occidental—es decir, para los
próximos dos siglos y acaso ni dos siquiera—: Cuanto más crezca
la vacuidad y trivialidad urbana de las artes y de las ciencias,
transformadas en manifestaciones «prácticas» y públicas,
tanto más irá recluyéndose el espíritu póstumo de la
cultura en estrechos círculos, actuando sin relación con la
publicidad, en pensamientos y formas que sólo tendrán sentido para
un escasísimo número de hombres selectos.
8
La obra de arte antigua no se pone
nunca en relación con el espectador. Ello significaría, en efecto,
afirmar con su lenguaje de formas el espacio infinito, incorporar al
efecto estético el espacio infinito, en el cual la obra aislada se
pierde. La estatua ática es un perfecto cuerpo euclidiano,
intemporal, sin relación con nada, encerrado en sí mismo. La
estatua ática no habla, no tiene mirada, no sabe nada del espectador
que la contempla. Vive por si sola y no se incorpora a un
ordenamiento arquitectónico superior—lo cual se opone a las
creaciones plásticas de todas las demás culturas—, e igualmente
existe por sí sola, independiente, junto al hombre antiguo, como un
cuerpo junto a otros cuerpos. El antiguo siente su proximidad y nada
más porque de la estatua no dimana fuerza alguna apremiante ningún
efecto que trascienda al espacio. Así es como se manifiesta el
sentimiento apolíneo de la vida.
El arte mágico, al despertar, hubo de
transformar al punto el sentido de estas formas. Los grandes ojos de
las estatuas y retratos de estilo constantiniano miran muy abiertos y
fijos al espectador, representando la más elevada de las dos
substancias psíquicas, el pneuma. Los antiguos habían modelado ojos
ciegos. Ahora el taladro abre la pupila; y los ojos, desmesuradamente
agrandados, se vuelven hacia el espacio al que el arte ático
negara realidad. En las pinturas al fresco de la antigüedad las
cabezas estaban vueltas una hacia otras; ahora, en los mosaicos de
Rávena y en los relieves de los sarcófagos cristianos primitivos
y romanos posteriores, todas se vuelven, hacia el espectador y clavan
en él la mirada. Una penetrante y misteriosa lejanía, totalmente
extraña al sentir antiguo, viene del mundo en donde vive la obra de
arte y entra en la esfera del espectador. Todavía se advierte algo
de esa magia en los cuadros florentinos y romanos primitivos, con su
fondo dorado.
Mas considerad luego la pintura
occidental a partir de Leonardo, esto es, a partir del momento
en que llega a la plena conciencia de su misión. Ved cómo logra
recoger el espacio único infinito, en el cual la obra y el
espectador son dos puntos de la dinámica universal. El sentimiento
fáustico de la vida en toda su plenitud, el apasionamiento de la
tercera dimensión, hace presa en la forma del cuadro, superficie
coloreada, y la transfigura por modo inaudito. La pintura no existe
por si misma ni tampoco se dirige al espectador, sino que lo arrebata
e incluye en su esfera propia. El recorte encerrado en los limites
del marco—la imagen de la cámara obscura, exacto parangón del
cuadro escénico—representa el espacio cósmico. El primer
plano y el fondo pierden su tendencia a la proximidad material,
y en lugar de límites tienen términos. Los horizontes
lejanos profundizan el cuadro en el infinito; el colorido de los
objetos próximos está tratado de manera que anula y suprime el
plano ideal que, a modo de cortina, pudiera separar al espectador del
cuadro, y amplifica el espacio de éste, tanto que el espectador se
siente incluso en él. No es el espectador quien elige el punto de
vista desde el cual la obra produce su mejor efecto; es el cuadro
mismo el que impone al espectador el lugar y la distancia necesarios.
Los recortes por medio del marco, que a partir de 1500 se hacen cada
vez más numerosos y audaces, descalifican asimismo todo límite
lateral. El espectador griego de un fresco de Polignotos se hallaba
ante el cuadro. Nosotros, en cambio, nos «sumergimos» en el cuadro,
es decir, que la fuerza del espacio plástico nos arrebata y nos
incluye en el cuadro. Asi queda afirmada la unidad del espacio
cósmico. En esa infinitud que el cuadro extiende en todas las
direcciones reina la perspectiva occidental [102], de donde
arranca el camino que nos conduce a la inteligencia de nuestra
visión astronómica, con su apasionada compenetración de lejanías
infinitas.
Pero el hombre apolíneo no quiso nunca
percibir el amplio espacio cósmico; ninguno de sus sistemas
filosóficos habla de él. Los filósofos antiguos conocen
exclusivamente los problemas de las cosas reales palpables, y en eso
que está «entre las cosas» no ven nada positivo, nada
significativo. El globo terráqueo en que viven, y que aun en
Hipparco está envuelto por una esfera celeste rígida, es para ellos
el mundo entero, absolutamente dado; y nada produce mayor extrañeza
en quien logra ver aquí los fundamentos más recónditos y secretos,
que los repetidos intentos de coordenar teóricamente esa bóveda
celeste con la tierra, de manera que ésta no sufra en su
prerrogativa simbólica [103].
Recuérdese, en cambio, la
vehemencia conmovedora con que el descubrimiento de
Copérnico—que «corresponde» en la
cultura occidental a Pitágoras—penetró en el alma
de Occidente y la profunda
veneración con que Keplero formuló las leyes de las
trayectorias planetarias, que le parecían una revelación inmediata
de Dios; bien sabido es que no se atrevió a dudar de su forma
circular, porque otra cualquiera le parecía símbolo de harto
inferior dignidad. Manifiéstase aquí el sentimiento nórdico de la
vida, el anhelo (a lo Wiking) hacia lo ilimitado. Esto es lo que da
un sentido profundo a la invención del telescopio, invención
netamente fáustica. Penetrando en espacios que permanecen
cerrados a la simple vista y que la voluntad de potencia sobre el
espacio cósmico percibe como limites, el telescopio amplifica el
universo que «poseemos». El sentimiento verdaderamente religioso
que embarga al hombre actual cuando por primera vez consigue lanzar
su mirada en esos espacios estelares, ese sentimiento de fuerza, el
mismo que provocan las grandes tragedias de Shakespeare, le hubiera
parecido a Sófocles el más vesánico de los crímenes.
Sépase, pues, que la negación de la
«bóveda celeste» no es una experiencia sensible, sino una
decisión. Las ideas modernas sobre la esencia del espacio estelar
o—dicho con más precaución—de una extensión indicada por
signos luminosos, no descansan sobre un conocimiento cierto
proporcionado por la visión en el telescopio. El telescopio sólo
nos muestra pequeños discos claros de diferente tamaño. La placa
fotográfica nos ofrece por su parte una imagen muy distinta, no
mas viva, sino distinta verdaderamente, y hay que someter ambas
imágenes a muchas y muy aventuradas hipótesis, esto es, elementos
de propia creación, como distancia, magnitud y movimiento, para
formar con ellas la representación cósmica unitaria, que para
nosotros es una necesidad. El estilo de esta representación
corresponde al estilo de nuestra alma. En realidad, no
sabemos cuan diferente sea la fuerza luminosa de las estrellas ni si
varía en las distintas direcciones; no sabemos si la luz, en los
inmensos espacios, cambia, disminuye o se apaga; no sabemos si
nuestras ideas terrestres sobre la esencia de la luz con las teorías
y leyes que de ellas se derivan, siguen valiendo más allá de las
proximidades de la tierra. Lo que «vemos» son meros signos
luminosos; lo que «comprendemos» son símbolos de nuestro propio
ser.
El pathos de la conciencia cósmica
copernicana es propiedad exclusiva de nuestra cultura y—me atrevo a
hacer una afirmación que parecerá todavía paradójica—se
transformaría, se transformará en un ingente olvido de aquel
descubrimiento, tan pronto como aparezca peligroso y amenazador al
alma de una cultura venidera. Ese pathos está fundado en la
certidumbre de que ahora el elemento estático corpóreo ya ha sido
eliminado del cosmos, de que ahora ya ha quedado anulada la
preponderancia simbólica del cuerpo plástico terrestre.
Hasta entonces manteníase un
equilibrio polar entre la tierra y el cielo, que era concebido, o por
lo menos sentido, también como una magnitud substancial. Pero ahora
el espacio es el que lo domina todo; «universo» vale tanto como
espacio, y los astros son poco más que puntos matemáticos,
imperceptibles esferas en lo ilimitado, cuya materialidad no entra
para nada en la composición de nuestro sentimiento cósmico.
Demócrito, que en nombre de la cultura apolínea quiso establecer y,
por necesidad, hubo de establecer un límite de las cosas corpóreas,
había imaginado una capa de átomos ganchudos que envolvía el
cosmos como una piel. Frente a esta concepción, nuestra insaciable
sed de infinito busca siempre nuevas
lejanías cósmicas. El sistema de
Copérnico ha recibido en los siglos del barroco una amplificación
incalculable por obra de Giordano Bruno, que veía miles de sistemas
semejantes flotando en el espacio sin límites. Hoy «sabemos» que
la suma de todos los sistemas solares—unos treinta y cinco
millones—forma un sistema estelar cerrado, que— según se
demuestra—es finito [104] y posee la forma de un elipsoide de
rotación, cuyo ecuador coincide aproximadamente con la Vía
Láctea. Enjambres de sistemas solares, como bandadas de pájaros
migradores, atraviesan ese espacio en la misma dirección y con la
misma velocidad.
Un enjambre de esos, cuyo ápice se
halla en la constelación de Hércules, está formado por nuestro Sol
con las brillantes estrellas Capella, Vega, Altair y Betelgeuse. El
eje del enorme sistema, cuyo centro cae en la actualidad no lejos de
nuestro Sol se calcula en 470 millones de veces la distancia del Sol
a la Tierra. En el cielo estrellado vemos simultáneamente luces cuyo
origen en el tiempo está separado por unos tres mil setecientos
años: que eso tarda la luz en llegar desde las más remotas
estrellas hasta la tierra. En el cuadro de la historia que se
despliega ante nuestros ojos, corresponde ese tiempo a toda la
cultura mágica y antigua y llega hasta el punto culminante de la
egipcia, en la época de la XII dinastía. Esta visión— una
imagen, no una experiencia, repito—es sublime [105] para el
espíritu fáustico; para el apolíneo hubiera sido un suplicio, la
anulación total de las más hondas condiciones de su existencia. El
hecho de que se establezca un limite definitivo en lo que para
nosotros es producto y realidad presente, límite situado en el
borde del cuerpo estelar, le hubiera parecido al espíritu
antiguo algo asi como una salvación. Nosotros, empero, proponemos
con intima necesidad un nuevo problema indeclinable: ¿hay algo más
allá de ese sistema?
¿Hay multitudes de esos sistemas en
lejanías tales, que junto a ellas resultan extraordinariamente
pequeñas las dimensiones antes dichas? La experiencia sensible
parece haber hallado un limite absoluto; por esos espacios
vacíos que para nosotros son simplemente una exigencia
intelectual, ni la luz ni la gravitación pueden darnos señales de
otras existencias. Mas la pasión de nuestra alma, que siente de
continuo la necesidad de realizar íntegramente en símbolos nuestra
idea de la existencia, sufre por ese limite de nuestras sensaciones.
9
Por eso las tribus nórdicas, en cuya
alma primitiva comenzaba a alentar el espíritu fáustico,
descubrieron en épocas remotísimas, nebulosas, la navegación a la
vela que las libertaba de la tierra firme [106]. Los egipcios
conocían la vela, pero la empleaban solamente como un medio de
ahorrarse trabajo. Navegaban con sus barcos de remo a lo largo de la
costa, hacia el Ponto y la Siria; pero no tenían la idea de la
navegación en alta mar, no sentían su simbolismo libertador.
En efecto, la navegación a la vela
supera el concepto euclidiano de la tierra firme. A principios del
siglo XIV, casi simultáneamente—y en el tiempo mismo en que
empiezan a desarrollarse la pintura al óleo y el
contrapunto—sobreviene el descubrimiento de la pólvora y de la
brújula, esto es, de las armas de largo alcance y del tráfico
lejano. (Ambas cosas fueron también descubiertas por la cultura
china, que obedeció, al hacerlo, a una necesidad profunda.)
Manifiéstase en ello el espíritu de los Wikings, del Hansa, el
espíritu de aquellos pueblos primitivos que se construían tumbas
gigantescas de tierra amontonada, hitos de las almas solitarias
en la llanura infinita—en vez de la urna cineraria de los
griegos—; que depositaban a sus reyes muertos en barcos ardiendo y
los lanzaban a alta mar, signo conmovedor de ese obscuro anhelo de
infinito que empujó sus frágiles barcos hasta las costas de América
por el año 900, cuando empezaba a anunciarse la cultura
occidental. En cambio la circunnavegación del África, hazaña que
realizaron los egipcios y los cartagineses, dejó completamente
indiferente a la humanidad antigua.
Hay un hecho que revela el carácter
escultórico de la existencia antigua también en lo que se refiere a
las comunicaciones: la noticia de la primera guerra púnica, uno de
]os más grandes hechos de la historia antigua, llegó a Atenas como
un rumor confuso procedente de Sicilia. Las almas de los griegos
reuníanse en el Hades, inmóviles, apacibles, como sombras
(eàdvla), sin energías, sin deseos, sin sensaciones. Las almas
de los hombres nórdicos juntábanse en el «furioso tropel», que
sin descanso vaga por los aires.
La gran colonización griega del siglo
VIII antes de Jesucristo tuvo lugar en el mismo período de
desarrollo cultural que los descubrimientos de los españoles y
portugueses. Pero éstos iban poseídos de un aventurero afán de
lejanías incalculables, anhelo de tierras incógnitas y de
peligros inauditos, mientras que los griegos fueron siguiendo
con precaución punto por punto los rastros conocidos de fenicios,
cartagineses y etruscos, y su curiosidad no traspasó los limites de
las columnas de Hércules o del istmo de Suez, que bien fácilmente
hubieran podido franquear. En Atenas se habló seguramente del camino
hacia el mar del Norte, hacia el Congo, Zanzíbar y la India; en la
época de Heron era conocida la situación de la India meridional y
de las islas de la Sonda. Pero a todo esto, como a la ciencia
astronómica de Oriente, los antiguos se tapaban los oídos.
Cuando Portugal y el actual territorio marroquí fueron convertidos
en provincias romanas, no se restablecieron las comunicaciones por el
Atlántico y las islas Canarias quedaron sepultadas en el olvido. El
anhelo colombino es tan extraño al alma apolínea como el anhelo
copernicano. Aquellos mercaderes helenos, tan acuciosos de ganancias,
sentían un terror metafísico ante la idea de ensanchar su horizonte
geográfico. También en esto los antiguos se mantuvieron en lo
próximo e inmediato. La existencia de la Polis extraño ideal de un
Estado-estatua, no era otra cosa que el refugio en que los
griegos se recluían ante el
«amplio mundo» de aquellos pueblos
marítimos. Y es de notar que la cultura antigua es la única de
todas las aparecidas hasta hoy, cuya comarca madre no radica en un
continente, sino en torno a las costas de un archipiélago; la
cultura antigua se desarrolla alrededor de un mar, que es como su
centro de gravedad.
Sin embargo, ni siquiera el helenismo,
con su afición a los juegos técnicos [107], supo libertarse del uso
de los remos, que mantienen a los barcos en la proximidad de las
costas.
En Alejandría se construyeron
naves gigantescas de 80 metros de largo y se había
descubierto en principio el barco de vapor.
Pero hay descubrimientos que tienen
el pathos de un gran símbolo necesario, que manifiestan algo
muy íntimo, y otros que son simples juegos del ingenio. El barco de
vapor fue esto último para el hombre apolíneo; es aquéllo para el
fáustico.
Un invento, y sus aplicaciones, es
profundo o superficial según el rango que ocupa en el conjunto del
macrocosmos.
Los descubrimientos de Colón y Vasco
de Gama dilataron infinitamente el horizonte geográfico. Entre el
mundo marino y la tierra firme se estableció la misma relación que
entre el espacio cósmico y el globo terráqueo. Y en este momento
descargó la tensión política de la conciencia fáustica. Para los
griegos, la Hélade fue siempre el trozo esencial de la superficie
terrestre; en cambio, con el descubrimiento de América, el
Occidente europeo se transforma en provincia de un conjunto
gigantesco. A partir de este instante, la historia de la cultura
occidental adquiere un carácter planetario.
Cada cultura tiene su propio concepto
del país natal y de la patria, concepto difícil de aprehender, casi
inefable, lleno de obscuras relaciones metafísicas y, sin embargo,
de tendencia inequívoca. El sentimiento antiguo de la patria, que
sujetaba al individuo con fuerza corpórea y euclidiana a la Polis a
la ciudad [108], se contrapone a la misteriosa nostalgia o morriña
del septentrional, que tiene algo de musical, algo de errabundo
y supraterrestre. El hombre antiguo siente por patria lo que su
vista abarca desde el castillo de la ciudad natal. Allí donde
termina el horizonte de Atenas comienza lo extraño, lo hostil, la
«patria» de los otros. El romano,
incluso el romano de los últimos tiempos de la República, no
entendió por patria nunca Italia, ni siquiera el Lacio, sino la urbs
Roma. El mundo antiguo, cuanto más avanza hacia su madurez más se
descompone en innumerables patrias punctiformes, entre las cuales
existe un sentimiento de odio en que se expresa la necesidad de la
separación entre los cuerpos; y tan profundo es ese odio, que
nunca frente a los bárbaros se manifiesta con igual energía. En
este sentido, no hay nada que revele mejor la definitiva extinción
del sentir antiguo y la victoria del sentir mágico que la concesión
por Caracalla (en 212) del derecho de ciudadanía romana a
todos los habitantes de las provincias [109]. Esta medida
anulaba, en efecto, el concepto antiguo, estatuario del ciudadano.
Ahora existe un «Imperio» y, por consiguiente, una nueva
especie de dependencia. Es también muy característico el concepto
correspondiente del ejército entre los romanos. En la época
verdaderamente antigua no había un «ejército romano», como hoy
decimos, v. g., el ejército prusiano; había ejércitos, es
decir, agrupaciones militares («cuerpos de tropa») definidas por
el nombre de un legado, como tales cuerpos limitados, visibles y
presentes: exercitus Scipionis, Crassi, pero no exercitus romanus.
Caracalla, que con su edicto citado anuló en realidad el concepto
del civis romanus y deshizo la religión romana equiparando a las
deidades de la ciudad las de los demás pueblos, fue también el que
creó el concepto—extraño al alma antigua y propio en cambio del
alma mágica—del ejército imperial, cuyas son manifestaciones
las distintas legiones. Los viejos ejércitos romanos, empero,
no significan, no manifiestan, sino que son. A partir de este
momento, cambia el tenor de las inscripciones; ya no dicen fides
exercituum, sino fides exercitus; en lugar de las deidades
aisladas, que eran sentidas como algo corpóreo (la fidelidad,
la
fortuna de la legión), y a las cuales
sacrificaba el legado, aparece ahora el principio de un espíritu
universal. Idéntica transformación semántica se verifica en el
sentimiento patriótico de los orientales— no sólo de los
cristianos—en la época imperial. La patria, para el hombre
apolíneo, mientras sigue alentando en su pecho un resto de su
cósmico sentir, es, en sentido propio, corpóreo, el suelo sobre que
está edificada su ciudad natal. Recordad la
«unidad de lugar» en las tragedias y
las estatuas áticas. Mas para el hombre mágico, para el cristiano,
el persa, el judío, el «griego» [110], el maniqueo, el nestoriano,
el islamita, la patria no tiene relación alguna con realidades
geográficas. Para nosotros la patria es una inaprensible síntesis
de la naturaleza, el idioma, el clima, las costumbres, la historia;
no es la tierra, sino el país; no es una realidad punctiforme, sino
el pasado y el futuro histórico; no es una unidad de hombres,
dioses y casas, sino una idea que se compadece perfectamente
con una peregrinación sin fin, con la más profunda soledad y con
ese anhelo germánico hacia el Sur, que ha sido la ruina de
los mejores alemanes, desde los emperadores sajones hasta
Hölderlin y Nietzsche.
La cultura fáustica se orienta,
pues, en el sentido de la expansión, ya sea política,
económica o espiritual. Los occidentales han franqueado todos los
límites materiales y geográficos; han aspirado, sin fines
prácticos y sólo por el símbolo, a juntar el Sur con el Norte; han
convertido al fin la faz de la tierra en una sola colonia, en un solo
sistema económico. Lo que todos los pensadores, desde el maestro
Eckart hasta Kant, han querido: la sumisión del mundo «como
fenómeno» a las pretensiones y exigencias del yo
cognoscitivo, eso mismo realizaron todos los grandes conductores de
pueblos, desde Otón el Grande hasta Napoleón. El verdadero fin de
su ambición fue siempre lo ilimitado, la monarquía universal de
los grandes Salios y Staufen, los planes de Gregorio VII y de
Inocencio III, aquel imperio de los Habsburgos españoles, «en donde
no se ponía el sol» y el imperialismo, aspiración intima de hoy,
harto manifiesta en la guerra mundial que no está terminada ni mucho
menos. El hombre antiguo, por razones profundas, no podía ser
conquistador; la expedición de Alejandro es una excepción romántica
y confirma la regla, sobre todo si se piensa en la intima resistencia
de sus acompañantes. El alma nórdica ha creado en los enanos, nixos
y coboldos unos seres que con inextinguible anhelo quieren verse
libres de toda contención, con un afán de lejanía y libertad
desconocido por completo de las dríades y oréades griegas. Los
griegos fundaron centenares de factorías en las riberas del mar;
nunca, empero, hicieron el menor esfuerzo por penetrar en el
continente y conquistarlo. Establecerse lejos de la costa hubiera
sido para ellos como perder de vista la patria. Acampar solitario,
como era el ideal de los tramperos en las praderas americanas, y
antes aún de los héroes en las sagas irlandesas, es cosa que yace
fuera de las posibilidades del hombre antiguo.
El espectáculo de las emigraciones a
América—en donde el hombre se vale por sí mismo y siente la
necesidad profunda de estar solo—, los conquistadores españoles,
el torrente de los buscadores de oro en California, el indomable afán
de libertad, de soledad, de independencia absoluta, la gigantesca
negación de todo sentimiento limitado de la patria, he aquí
emociones típicamente fáusticas. Ninguna otra cultura las conoce ni
siquiera la china.
El emigrante griego es como el niño
que camina agarrado a la falda de su madre. Pasar de la ciudad vieja
a otra nueva que es la reproducción exacta de aquélla, con sus
mismos ciudadanos, sus mismos dioses, sus mismos usos; no perder
nunca de vista el mar conocido y surcado por todos; llevar allá la
misma vida de zÇon politikñn en el ágora, tal es el máximo cambio
de escenario que permite la existencia apolínea. Para nosotros, que
consideramos la libertad de movimientos como un derecho humano y un
ideal—por lo menos—, este confinamiento significaría la peor de
las esclavitudes. Desde este punto de vista es como hay que concebir
la expansión romana, que fácilmente se interpreta mal. La expansión
romana no significa, ni mucho menos, una amplificación de
la patria. Mantúvose estrictamente dentro de los limites que los
hombres cultos habían ocupado antes y que ahora saquean como botín
de guerra. Nunca se han concebido en Roma planes dinámicos
mundiales por el estilo de los que ensayaron los Hohenstaufen o los
Habsburgos. El imperialismo romano no puede compararse con el actual.
Los romanos no hicieron el menor intento por penetrar en el
interior de África. Las guerras posteriores de Roma tuvieron
por objetivo exclusivamente la seguridad y conservación de
las posesiones romanas; eran guerras sin ambición, sin afán
simbólico de expansión.
Roma abandonó la Germania y la
Mesopotamia sin manifestar por ello el menor sentimiento.
Si recapitulamos todo lo dicho; si
contemplamos el aspecto de los firmamentos que abarca la visión
copernicana del universo; si consideramos el dominio de la superficie
terrestre por el hombre occidental, siguiendo las huellas de
los descubrimientos colombinos; si recordamos la perspectiva de la
pintura al óleo y de la escena trágica, juntamente con el
sentimiento perespiritualizado de la patria; si a todo esto añadimos
la pasión civilizada del tráfico a gran velocidad, el dominio del
aire, los viajes al polo, la ascensión a las altas cumbres
montañosas, despréndese de todo ello el símbolo primario del alma
fáustica, el espacio ilimitado. Como derivaciones de este símbolo
supremo debemos comprender las formas puramente occidentales del mito
psíquico: la «voluntad», la «fuerza», la «acción».
II
BUDISMO, ESTOICISMO, SOCIALISMO
10
Ahora ya podemos comprender el fenómeno
de la moral [111] como una interpretación espiritual de la vida por
sí misma.
Desde la altitud a que hemos llegado
podemos libremente contemplar esta provincia, la más amplia, la más
escabrosa de la reflexión humana. Pero justamente aquí es donde más
falta hace cierta especie de objetividad que hasta hoy nadie ha
sabido seriamente practicar. Sea la moral, en primer término, lo que
fuere, es ilícito convertir su análisis en una parte de la moral
misma. Para nuestro problema no es lo importante estatuir lo que
debemos hacer, perseguir y valorar, sino comprender que esta posición
del problema es ya por si el síntoma de un sentimiento cósmico
exclusivamente occidental.
Todos los occidentales, sin excepción,
se hallan en esto bajo la influencia de una inmensa ilusión óptica.
Todos exigen algo a los demás. Todos pronuncian un imperativo—«tú
debes»—en la convicción de que realmente hay algo que puede y
debe ser cambiado en sentido uniforme, algo que debe ser formado,
ordenado de cierta manera. Inconmovible es la fe en ello y el derecho
a ello. Se manda y se demanda obediencia a lo mandado. Tal es para
nosotros la moral. En la ética de Occidente todo es dirección,
pretensión de fuerza, actuación deliberada en la lejanía. Sobre
este punto Lutero y Nietzsche, los Papas y los darwinistas, los
socialistas y los jesuitas, están de perfecto acuerdo. Su moral
aparece con pretensión de validez universal y perdurable. Ello
pertenece a las necesidades de la realidad fáustica. El que se
aparta de este pensamiento, de esta enseñanza, de esta voluntad, es
un pecador, un infiel, un enemigo, a quien hay que combatir sin
cuartel. El hombre debe. El Estado debe. La sociedad debe. Esta
forma de la moral es para nosotros evidente y representa para
nosotros el sentido propio y único de toda moral. Pero ni en la
India, ni en la China, ni en el mundo antiguo ha sido así. Buda
ofrecía un libre ejemplo; Epicuro daba
un buen consejo. También éstas son
formas de morales elevadas, morales de la voluntad libre.
No hemos advertido lo típico y
singular de nuestro dinamismo moral. Supongamos que el
socialismo—entendido en sentido ético, no económico—sea el
sentimiento cósmico que persigue la opinión propia en nombre de
todos; entonces hay que decir que todos, sin excepción, somos
socialistas, sepámoslo o no, querámoslo o no. Incluso el
apasionado enemigo de toda «moral de rebaño», Nietzsche, es
incapaz de limitar su celo a sí mismo, en el sentido «antiguo».
Nietzsche piensa en «la humanidad». Ataca a quien opina de otro
modo. Mas a Epicuro le era de verdad indiferente lo que opinasen e
hiciesen los demás. Epicuro no pierde un solo momento en imaginar
una transformación de la humanidad. El y sus amigos se contentaban
con ser como eran. El ideal de la vida antigua consistía en la falta
de interés (?p?yeia) por el curso del mundo. En cambio el afán de
dominar el curso del mundo es justamente lo que constituye el
contenido de la vida en la humanidad fáustica. Aquí tiene su lugar
el importante concepto de la ( di?fora) [112]. También existe en
la Hélade un politeísmo moral; demuéstrase en la pacífica
convivencia de epicúreos, cínicos, estoicos. Pero Zaratustra—aunque
se precia de estar allende el bien y el mal—padece el dolor de ver
a los hombres como no quisiera verlos y siente un profundo afán
totalmente extraño al espíritu «antiguo», de emplear su vida en
cambiarlos, naturalmente, en el sentido que él considera mejor. Y
esto justamente, esta transvaloración universal es monoteísmo ético
y —tomando la palabra en un sentido nuevo y más profundo—
socialismo. Todos los que aspiran a mejorar el mundo son
socialistas. No existió ningún antiguo, pues, que aspirase a
mejorar el mundo.
El imperativo moral, como forma de la
moral, es fáustico y sólo fáustico. ¿Qué importa que
Schopenhauer haya querido ver negada la voluntad de vida y Nietzsche
en cambio haya querido verla afirmada? Estas diferencias son
superficiales; revelan un gusto personal, un temperamento. Lo
esencial es que también Schopenhauer siente el mundo entero como
voluntad, como movimiento, fuerza, dirección; por ello es el
precursor de toda la modernidad ética. Este sentimiento
fundamental constituye toda nuestra ética. Las demás son variedades
de esa especie única. Lo que nosotros llamamos hazaña, acción, no
sólo actividad [113], es un concepto completamente histórico,
repleto de energía directiva. Es la confirmación de la existencia,
la consagración de la existencia en un tipo de hombre cuyo
«yo» posee la tendencia hacia lo
futuro y siente el presente no como realidad plena, sino como época
en la inmensa conexión del devenir; y tanto en la vida personal como
en la vida de la historia toda. La fuerza y claridad de esta
conciencia determinan el rango de un hombre fáustico; pero hasta
el más insignificante tiene algún destello de ella, y esa
conciencia distingue sus más mínimos actos vitales, por el modo y
contenido, de los actos de cualquier «antiguo». Es la diferencia
entre el carácter y la actitud, entre el devenir consciente y la
realidad estatuaria aceptada simplemente, entre el querer
trágico y el padecer trágico.
A los ojos del hombre fáustico todo es
en el mundo movimiento hacia un fin. El hombre mismo vive bajo esa
condición, Vivir significa para él luchar, superar, imponerse. La
lucha por la existencia, como forma de la existencia, pertenece ya a
la época gótica y claramente se expresa en su arquitectura. El
siglo XIX le ha dado una forma mecánico utilitaria. En el mundo del
hombre apolíneo, en cambio, no «hay movimiento» hacía un fin—el
fluir de
Heráclito, que es un juego sin
propósito, sin objetivo, ² õdòw nv k?tv [114], no entra en
cuenta—, no hay «protestantismo», no hay «afanes tempestuosos»,
no hay «revoluciones» éticas, espirituales, artísticas, que
luchen por aniquilar lo existente. El estilo jónico y el corintio
aparecen junto al dórico, sin pretender eliminarlo y dominar solos.
En cambio el Renacimiento rechaza el gótico; el clasicismo
rechaza el barroco y todas las historias literarias de Occidente
están llenas de furiosas luchas sobre los problemas de la forma. El
mundo mismo de los monjes—órdenes de Caballería, franciscanos,
dominicos—aparece en la forma del movimiento de una orden, en lo
cual se opone a la forma cristiana primitiva del ascetismo
anacorético.
Es imposible para el hombre fáustico
negar esa forma fundamental de su existencia, y mucho menos aún
cambiarla. Toda oposición a ella la supone. El que combate
«el progreso» considera su actuación como un progreso. El
que propaga y defiende una
«reacción» entiende por ello una
evolución posterior. «Inmoralismo» es una nueva especie de moral,
con la misma pretensión de prevalencia. La voluntad de potencia es
intolerante. Todo lo que es fáustico aspira a predominio. Para el
sentimiento apolíneo— yuxtaposición de muchas cosas
singulares—la tolerancia es algo evidente; pertenece al
estilo de la ataraxia, de la falta de voluntad. Para el mundo
occidental—espacio psíquico único e ilimitado, espacio como
tensión—la tolerancia es o un engaño de si mismo o un signo de
decadencia. La época de la ilustración, el siglo XVIII, era
tolerante, es decir, indiferente a las distinciones entre las
profesiones de fe cristianas; pero por sí misma, en relación con la
Iglesia y con las iglesias, dejó de serlo tan pronto como
llegó al poderío. El instinto fáustico, activo, de voluntad
robusta, enderezado hacia el futuro y la lejanía, con la
tendencia vertical de las catedrales góticas y esa significativa
conversión del feci en ego habeo factum, exige tolerancia, esto es,
espacio para su propia actuación; pero sólo para ésta. Considerad
la cantidad de tolerancia que la democracia urbana consiente aplicar
a la Iglesia en el empleo que ésta hace de coacciones religiosas,
mientras que para sí misma exige una ilimitada aplicación de sus
propias coacciones y cuando puede acomoda a ellas la legislación
«universal». Todo «movimiento» aspira a vencer; en cambio
la «actitud» antigua sólo quiere existir y se interesa muy poco
por el ethos de los demás. Luchar en pro o en contra de las
corrientes del día; propagar, establecer, desacreditar o destruir
reformas o reacciones, he aquí lo que no conocen ni los antiguos ni
los indios. Y justamente es ésta la diferencia que separa la
tragedia de Sófocles y la tragedia de Shakespeare, la tragedia del
hombre que sólo quiere existir y la del hombre que quiere vencer.
Es un error poner «el»
cristianismo en relación con el imperativo moral. No es el
cristianismo el que ha creado al hombre fáustico; es éste el que ha
transformado el cristianismo, no sólo convirtiéndolo en una
religión nueva, sino orientándolo en el sentido de una nueva moral.
Lo que indica el neutro «elIo», tórnase yo personalísimo, con
todo el pathos de un centro cósmico, como el que constituye la base
del sacramento de la confesión personal. La voluntad de potencia
manifestándose incluso en lo ético; el afán apasionado de elevar
cada uno su moral a la categoría de verdad eterna, e imponerla a los
hombres todos, transformando, venciendo o destruyendo a los que se
muestren disconformes, todo eso es propiedad de nuestra alma
occidental. En este sentido fue transformada interiormente la moral
de Jesús, en la época primera del gótico—hondo proceso que nadie
ha comprendido
aún—; y aquella moral, aquella
conducta estático espiritual, recomendada como salvadora por el
sentimiento mágico del mundo, aquella doctrina cuyo conocimiento era
como una gracia [115] especialmente concedida, convirtióse
durante el gótico en una moral imperativa [116].
Todo sistema ético, sea de origen
religioso o filosófico, tiene, por lo tanto, su lugar en la
proximidad de las artes mayores, sobre todo de la
arquitectura. Es un edificio de proposiciones en que está
estampada la causalidad mecánica. Toda verdad destinada a tener una
aplicación práctica se enuncia con un «porque» o un «pues». Hay
en ella una lógica matemática; la hay en las cuatro verdades de
Buda, en la Critica de la razón práctica, de Kant, en todo
catecismo popular. Nada más extraño a esas teorías, reconocidas
por verdaderas, que la lógica de la sangre, lógica no crítica, que
en cada costumbre establecida y conocida conscientemente sólo
por las infracciones contra ella, nos habla de clases
sociales y hombres reales; por ejemplo, la educación del caballero
en los tiempos de las Cruzadas. Una moral sistemática es como
un ornamento, y se revela no sólo en proposiciones, sino
también en el estilo de la tragedia y aun en los motivos artísticos.
El meandro por ejemplo, es un motivo estoico; la columna dórica
encarna realmente el ideal
«antiguo» de la vida. Por eso es ésta
la única forma de las columnas antiguas, que el estilo barroco hubo
de excluir en absoluto. En el Renacimiento mismo se nota una
tendencia a evitarla por motivos espirituales profundos.
La conversión de la cúpula mágica en
cúpula rusa, con el símbolo del tejado plano (véase tomo I, pág.
304); la arquitectura del paisaje chino con sus intrincados senderos;
la torre gótica de las catedrales, son otros tantos símbolos
de la moral que ha surgido en la conciencia vigilante de una
sola cultura.
11
Y ahora encuentran su solución
antiquísimos enigmas y perplejidades. Hay tantas morales como
culturas, ni más ni menos. Nadie tiene en esto libre elección. Asi
como para todo pintor y todo músico existe algo que, por sustentarse
en el fundamento de una necesidad interna, no llega a su conciencia;
algo que de antemano domina sobre el lenguaje formal de sus obras y
lo distingue de las producciones artísticas de todas las demás
culturas, asi también cada concepción de la vida de un hombre culto
posee de antemano, a priori, en el riguroso sentido de Kant, una
propiedad más honda que todo momentáneo juicio y afán, una
propiedad en que se manifiesta el estilo de una determinada cultura.
El individuo puede obrar moral o inmoralmente, «bien» o «mal»
para el sentimiento primario de su cultura; la teoría, empero, de su
acción está absolutamente dada. Cada cultura tiene su propio
criterio, cuya validez con ella empieza y con ella termina. No existe
una moral universal humana.
Tampoco, pues, existe en el más hondo
sentido una verdadera conversión, ni puede existir. Toda conducta
consciente basada en convicciones es un protofenómeno, es la
dirección fundamental de una existencia, transformada en «verdad
intemporal». Poco importan los
términos e imágenes en que se
exprese: mandamientos de una deidad, resultados de la reflexión
filosófica, proposiciones, símbolos, anunciación de una verdad
nueva o refutación de una idea extraña: basta con que exista. Es
posible despertarla y envolverla en una teoría; es posible asimismo
modificar y aclarar su expresión espiritual. Pero es imposible
crearla. Ni podemos cambiar nuestro sentimiento cósmico—como que
el ensayo mismo de alterarlo se produce en el estilo suyo
característico y más lo confirma que lo supera—ni tenemos poder
sobre la forma ética fundamental de nuestra conciencia vigilante. Se
ha introducido cierta distinción en las palabras, considerando la
ética como una ciencia y la moral como un problema; pero no hay, en
este sentido, problema alguno. Asi como el Renacimiento fue en
realidad incapaz de resucitar la antigüedad y en cada motivo antiguo
expresó justamente lo contrario del sentimiento cósmico
apolíneo, creando así un gótico meridionalizado, un
«gótico antigótico», del mismo modo
es imposible que un hombre se convierta a una moral extraña a su
esencia. Hoy se habla de transvalorar los valores; los modernos
habitantes de las grandes urbes piensan en «retornos» al
budismo, al paganismo o a un catolicismo romántico; el anarquista
aspira a una ética individual; el socialista sueña con una ética
social. En última instancia, todos hacen, quieren y sienten lo
mismo. Las conversiones a la teosofía o al libre pensamiento, que
son los tránsitos actuales de un supuesto cristianismo a un supuesto
ateísmo o viceversa, constituyen una simple mutación de palabras y
conceptos, un cambio de la superficie religiosa o intelectual,
y nada más. Ninguno de nuestros
«movimientos» ha modificado al
hombre.
Una rigurosa morfología de todas
las morales es problema reservado para el futuro. Nietzsche ha
dicho sobre esto también lo esencial, y ha dado el primer paso
decisivo que conduce a la nueva visión. Pero no ha sabido cumplir
él mismo con la exigencia que impone al pensador de situarse por
encima del bien y del mal. Ha querido ser a la vez escéptico y
profeta, crítico de la moral y heraldo de una moral. Son cosas
incompatibles. No se puede ser psicólogo de primer orden cuando se
sigue enredado en las mallas del romanticismo. Por eso Nietzsche en
esto, como en todos sus decisivos atisbos, llega hasta el umbral,
pero no lo franquea. Mas nadie hasta ahora lo ha hecho mejor. Hasta
ahora hemos sido ciegos para la inmensa riqueza que ostentan los
idiomas de las formas morales.
No hemos sabido verla ni comprenderla.
El mismo escéptico no ha entendido su problema; ha elevado a norma
definitiva en último término su propia concepción moral,
determinada por disposiciones personales, por el gusto privado, y por
ella ha medido todas las demás. Los más modernos
revolucionarios, Stirner, Ibsen, Strindberg, Shaw, no han
hecho tampoco otra cosa. Sólo han sabido ocultarse este hecho bajo
nuevas fórmulas y tópicos.
Pero una moral es—como una plástica,
una música o una pintura—un mundo cerrado de formas, la expresión
de un sentimiento vital que está absolutamente dado, que es
inmutable en lo profundo y que se afirma con intima necesidad.
Toda moral es siempre verdadera dentro
de su circulo histórico; es siempre falsa fuera de este círculo
histórico. Ya hemos dicho [117] que asi como para cada poeta, cada
pintor, cada músico hay obras que hacen época en su vida y
desempeñan el papel de grandes símbolos de su existencia, asi
también para esos ingentes individuos, que llamamos culturas,
las especies artísticas, unidades orgánicas, como la pintura al
óleo en su conjunto, la plástica del desnudo en su conjunto, la
música contrapuntística, la lírica rimada. En los
dos casos, en la historia de una
cultura como en la vida individual, trátase de la realización de
posibilidades. El espíritu interior se convierte en el estilo de un
mundo. Junto a esas grandes unidades de forma cuyo transcurso, cuya
plenitud y cuyo término abarcan una serie prefijada de generaciones
humanas y que tras, pocos siglos de duración irrevocablemente
fenecen, hállase el grupo de las morales fáusticas, la suma de las
morales apolíneas, constituyendo igualmente una unidad de orden
superior. Su presencia es un sino que es necesario aceptar; sólo su
concepción consciente es el resultado de una revelación o de una
noción científica.
Hay un elemento, difícilmente
expresable, que reúne en un haz todas las doctrinas
«antiguas», desde Hesíodo y Sófocles
hasta Platón y los estoicos, para contraponerlas a cuanto se ha
profesado en Occidente, desde San Francisco de Asís y Abelardo hasta
Ibsen y Nietzsche. Y la moral de Jesús es sólo la más noble
expresión de una moral general cuyas distintas concepciones se
hallan en Marción y Mani, Filón y Plotino, Epicteto, San Agustín y
Proclo. Toda ética antigua es siempre una ética de la actitud; toda
ética occidental es una ética de la acción. Y, por último, la
suma de todos los sistemas indios, como la de todos los sistemas
chinos, forma también un mundo en sí.
12
Todas las éticas antiguas
imaginables se refieren al individuo estático, considerándolo
como un cuerpo entre cuerpos.
Todas las valoraciones de Occidente se
refieren al hombre, en tanto que es centro dinámico
de una infinita universalidad.
Socialismo ético: he aquí la
disposición moral activa, que actúa por el espacio en la lejanía;
he aquí el pathos moral de la tercera dimensión, cuyo signo, el
sentimiento primario de la solicitud, tanto hacia los convivientes
como hacia los venideros, se cierne sobre toda. nuestra
cultura. Por eso al considerar la cultura egipcia advertimos
en ella algo de socialismo. Por otra parte, la tendencia a la
actitud inmóvil, a la apatía, a la cerrazón estática del
individuo en si, recuerda la ética india y el hombre formado por
ella. A las estatuas sedentes de Buda, «contemplándose el ombligo»,
no les es del todo extraña la ataraxia de Zenón. El ideal ético
del hombre antiguo es ese que la tragedia tiene a la vista. La
catharsis, la expulsión fuera del alma apolínea de todo lo que no
sea apolíneo, de todo lo que no esté libre de «lejanía» y
dirección, revela aquí su más profundo sentido, que se comprende
bien cuando se ha reconocido el estoicismo como su forma madura. Lo
que el drama llevaba a cabo en una hora solemne, eso mismo querían
los estoicos extender sobre toda la vida: una paz estatuaria, un
ethos sin voluntad. Por otra parte, el ideal budista del Nirvana,
fórmula muy posterior, pero completamente india y latente ya en
los tiempos védicos, ¿no es muy afín a la catharsis griega?. Ante
este concepto, ¿no se juntan estrechamente el hombre antiguo ideal y
el hombre indio ideal, cuando los comparamos con el hombre fáustico,
cuya ética se comprende con no menor claridad por la tragedia de
Shakespeare y su dinámica evolución y
catástrofe? En realidad, podríamos muy bien representarnos a
Sócrates, a Epicuro y sobre todo a Diógenes a orillas del Ganges.
En una de nuestras ciudades de Europa Diógenes seria un loco
insignificante. Por otra parte, Federico Guillermo I, modelo de
socialistas en sentido elevado, es representable muy bien en el
Estado egipcio; no empero en la Atenas de Perícles.
Si Nietzsche hubiera observado su
tiempo con mas libertad, menos influido por un entusiasmo
romántico a favor de ciertas creaciones éticas, habría advertido
que no existe en la Europa occidental esa supuesta moral cristiana
especifica de la compasión, en el sentido en que él la combate. El
texto literal de ciertas fórmulas humanas no debe ilusionarnos sobre
su significado real. Entre la moral que se tiene y la que se cree
tener hay una relación difícil de encontrar y muy vacilante. Aquí
precisamente estaría en su punto una psicología sincera y profunda.
Compasión es palabra peligrosa. A pesar de la maestría de Nietzsche
no tenemos todavía una investigación sobre lo que por compasión se
ha entendido y vivida en las diferentes épocas. La moral cristiana
en tiempos de Orígenes es algo completamente distinto de la moral
cristiana en la época de San Francisco de Asís. No es éste lugar
para inquirir lo que sea la compasión fáustica, entendida como
sacrificio o entrega y también como sentimiento racial de una
sociedad caballeresca [118], a diferencia de la compasión
mágico-cristiana, fatalista; ni tampoco para investigar hasta
qué punto debe concebirse como acción en la lejanía, como
dinamismo practico y, por otra parte, como dominio de si, practicado
por un alma orgullosa o también como manifestación de un
sentimiento de la distancia en que se afirma la superioridad. El
tesoro inmutable de matices éticos que guarda el Occidente a partir
del Renacimiento ha de encubrir una inmensa riqueza de sentimientos
distintos, de muy vario contenido. El sentido superficial, al que la
fe se adhiere, el mero conocimiento de los ideales es, en hombres de
tan históricas y retrospectivas disposiciones como nosotros, la
expresión del respeto a lo pretérito, y en este caso a la tradición
religiosa.
Pero las palabras textuales de las
convicciones no son nunca criterio de una verdadera convicción.
Raro es que un hombre sepa lo que cree. Las teorías y los lemas son
siempre algo popular; la realidad espiritual reside en capas mucho
más profundas. La devoción teórica por los preceptos del Nuevo
Testamento está a la misma altura que la admiración teórica del
arte antiguo en el Renacimiento y el clasicismo. Ni aquélla ha
transformado al hombre, ni ésta el espíritu de las obras.
Los repetidos ejemplos de las
órdenes mendicantes, de los hermanos Moravos y del Ejército
de Salvación demuestran por su escaso número y más aún
por su escasa importancia que representan una excepción de algo
muy diferente, a saber: la moral propiamente fáustico-cristiana.
En vano buscaremos su fórmula en Lutero y en el Tridentino;
pero todos los grandes cristianos, Inocencio III y Calvino, Loyola y
Savonarola, Pascal y Santa Teresa, la llevaban en sí, contradiciendo
sus opiniones doctrinales, sin darse cuenta de ello.
Basta tomar el concepto puramente
occidental de esa virtud viril, que se expresa en la virtú
«sin moral» de Nietzsche, la
grandeza, del barroco español y francés, y compararlo con la tan
femenina ?ret® [119] del ideal helénico, cuya práctica siempre se
manifiesta en la capacidad de goce (²don®), en la paz del espíritu
(gal®nh, ?p?yeia), en la falta de necesidades, y sobre todo en la
?trajaÛa. Eso que Nietzsche llamó «la bestia rubia» y que
veía encarnado en el tipo del hombre
del Renacimiento, supervalorándolo (porque éste no es mas que un
epígono felino de los grandes teutones de la época de los Staufen),
es el extremo opuesto del tipo que, sin excepción, todas las éticas
antiguas han querido y todos los hombres significativos de la
antigüedad han encarnado. A aquel tipo pertenecen los hombres de
granito, que la cultura fáustica ofrece en abundante serie y que
faltan por completo en la antigua. Perícles y Temístocles eran
naturalezas blandas, en el sentido de la kalokagayÛa ática;
Alejandro, un soñador que nunca despertó de sus ensueños; César,
un prudente calculador; Aníbal, el extranjero, fue el único
«hombre» entre ellos. Los hombres de las épocas primitivas, según
podemos conjeturar por Homero, aquel UIìses y aquel Ayax hubieran
representado entre los caballeros de las Cruzadas un papel bien
extraño. En las naturalezas femeninas hay también reacciones de
rara brutalidad; tal es la crueldad de los griegos. En el Norte, en
cambio, en el umbral mismo de los primeros tiempos, aparecen los
grandes emperadores sajones, franconios y Staufen rodeados de un
ejército de hombres gigantescos como Enrique el León y Gregorio
VII. Vienen luego los hombres del Renacimiento, de las luchas entre
la rosa blanca y la rosa roja, de las guerras religiosas; vienen los
conquistadores españoles, los príncipes y reyes prusianos,
Napoleón, Bismarck, Cecil Rhodes. ¿Dónde está otra cultura que
pueda ostentar nada semejante? ¿Dónde, en toda la historia de
Grecia, una escena tan grande como aquella de Legnano, cuando irrumpe
la lucha entre los Güelfos y los Staufen? Los héroes de las
migraciones, los caballeros españoles, la disciplina prusiana, la
energía napoleónica, todo esto es harto contrario al espíritu
antiguo. ¿Dónde—si ascendemos a las alturas de la humanidad
fáustica y la consideramos desde las Cruzadas hasta la guerra
mundial—, dónde está esa «moral de esclavos», esa blanda
renuncia, esas caritas en el sentido de las viejas devotas? En las
palabras, ante las cuales nos inclinamos; no en otra parte. Pensemos
en los tipos del sacerdocio fáustico, aquellos magníficos obispos
del imperio germánico, que erguidos en sus cabalgaduras llevaban sus
gentes a la pelea; aquellos Papas que sometieron a Enrique IV y a
Federico II; aquellos caballeros de las Ordenes germánicas en las
marcas del Este; aquel orgullo de Lutero, paganismo nórdico frente a
paganismo romano; aquellos grandes cardenales, Richelieu, Mazarino,
Fleury, que edificaron la Francia. Esta es la moral
fáustica. Ciego hay que estar para no ver en el cuadro de la
historia europea, por doquiera, esa misma fuerza vital indomable. Y
partiendo de estos grandes casos de pasión profana, en que se
manifiesta la conciencia de una misión, es como se comprenden los
casos de pasión divina, de caridad sublime, a la que nada resiste y
que en su dinamismo presentan cariz harto distinto de la «antigua»
mesura y de la precristiana dulzura. Dura es la Índole propia de esa
com-pasión que los místicos alemanes, los caballeros de las Ordenes
alemanas y españolas, los calvinistas franceses e ingleses han
cultivado. La compasión rusa de un Raskolnikow es la fusión de un
espíritu en la masa de los hermanos. La compasión fáustica,
empero, destaca a un espíritu de la masa.
Ego habeo factum: he aquí la fórmula
de esta caridad personal que justifica al individuo
ante Dios.
Este es el motivo por el cual la «moral
de la compasión», en su sentido consuetudinario, atacada por
algunos pensadores y deseada por otros, no ha sido nunca realizada y
puesta en práctica entre nosotros. Kant la rechazó resueltamente;
en realidad se halla en contradicción interna con el imperativo
categórico que encuentra el sentido de la vida en la acción, no en
el abandono a las emociones tiernas. La «moral de esclavos» a que
Nietzsche se refiere es
un fantasma. Su «moral de
señores» es la realidad. No necesitaba Nietzsche
descubrírnosla, pues existe entre nosotros desde hace mucho
tiempo. Arranquémosle a Nietzsche la máscara romántica de
Borgia; prescindamos de sus nebulosas visiones de superhombría y
quedará el hombre fáustico solo, tal como hoy existe, tal como ya
existía en tiempos de las sagas irlandesas esto es, como tipo de
una cultura enérgica, imperativa, dinámica. Haya sucedido en la
antigüedad lo que quiera que sea, para nosotros los grandes
bienhechores son los grandes adores, los grandes activos, cuya
previsión y solicitud abarca a millones de seres; los grandes
estadistas y organizadores. «Una especie de hombres superiores
que, merced a su predominio en voluntad, saber, riqueza e influencia,
se sirvan de la Europa democrática como de un instrumento dócil y
manejable, para tener en sus manos los destinos de la tierra, para
labrar el hombre como «artistas». Basta; llega un tiempo en que
habrá que aprender una nueva política.» Así dice Nietzsche en una
de sus notas póstumas, mucho más concretas que las obras
terminadas. «O cultivamos las capacidades políticas o nos
destruye la democracia que nos han impuesto las viejas y
desgraciadas alternativas», dice Shaw en Hombre y superhombre. Shaw,
que tiene sobre Nietzsche la superioridad de una educación práctica
y de una menor ideología, aunque parezca limitado su horizonte
filosófico, ha vertido el ideal del superhombre—expuesto en su
obra Major Barbara bajo la figura del millonario Undershaft—en el
idioma arromántico del tiempo moderno, que es de donde realmente
Nietzsche lo ha tomado también, dando un rodeo por Malthus y
Darwin. Esos hombres de la acción superior son los que hoy
representan la voluntad de potencia sobre el destino de los demás,
esto es, la ética fáustica. Los hombres de esta clase derraman sus
millones no para satisfacción de una caridad sin limites, no para
los soñadores, los «artistas», los débiles y los
maltrechos, sino para aquellos que constituyen la materia del
futuro. Con éstos de consuno persiguen un fin. Crean para la
existencia de las generaciones un centro de fuerza que rebasa los
límites de la existencia personal. También el dinero puede
desenvolver ideas y hacer historia. Asi Rhodes, en quien se
anuncia un tipo muy significativo del siglo XXI, dispuso su
testamento. Mezquino e incapaz de concebir la historia es el que no
sabe distinguir entre la gritería literaria de los éticos sociales
populares, apóstoles humanitarios, y los profundos instintos morales
que laten en la civilización europea.
El socialismo—en su sentido superior,
no en el sentido de la plaza pública—es, como todo lo fáustico,
un ideal exclusivo.
Y si ha adquirido popularidad es sólo
por un completo error incluso de sus directores, que se creen que
socialismo es un conjunto de derechos y no de deberes, una negación
y no una agudización del imperativo kantiano, un aflojamiento y no
una tensión mayor de la energía directiva. Esa trivial y
superficial tendencia a la bienandanza, la «libertad», la
humanidad, la «felicidad del mayor número» representa sólo la
parte negativa de la ética fáustica; muy en oposición al
epicureismo antiguo, para quien el estado de ventura era núcleo
verdadero y suma de todo lo ético. Justamente aquí vemos dos
emociones muy afines en lo externo, que en un caso no significan nada
y en el otro todo. Desde este punto de vista podemos dar al contenido
de la ética antigua también el nombre de filantropía, una
filantropía que el individuo dirige a sí mismo, a su propio soma.
Y en este caso tenemos a nuestro lado la autoridad de
Aristóteles, que emplea en este
sentido exactamente la palabra fil?nyrvpow, palabra que intentaron
descifrar en vano los mejores ingenios de la época clasicista, sobre
todo Lessing.
Aristóteles dice que el efecto que la
tragedia ática produce sobre el espectador ático es filantrópico.
Su peripecia le libra de la compasión consigo mismo. En el alto
helenismo, en CaIlicles, por ejemplo, hubo también una especie de
teoría sobre la moral de señores y la moral de esclavos; se
comprende que en sentido rigurosamente euclidiano y corpóreo. El
ideal de aquélla es Alcibíades, que hizo exactamente lo que en cada
momento le parecía más conveniente para su persona. Alcibíades
fue sentido y admirado como tipo de la antigua kalok gayÛa.
Más claro es aún Protágoras en su famoso dicho, de
sentido totalmente ético, que el hombre—cada cual por sí—es la
medida de todas las cosas. Esta es la moral de señores, propia de un
alma estatuaria.
13
Cuando Nietzsche escribió por vez
primera las palabras «transvaloración de todos los valores»,
el movimiento espiritual de estos siglos en cuyo centro vivimos había
encontrado al fin su fórmula. «Transvaloración de todos los
valores»; he aquí el más intimo carácter de toda civilización.
La civilización comienza invirtiendo todas las formas de la cultura
antecedente, alterando su inteligencia y su manejo. Ya no crea nada;
se limita a cambiar la interpretación. He aquí la parte negativa de
todas estas épocas. Presuponen el acto propiamente creador. Entran
en posesión de una herencia de grandes realidades. Si consideramos
la antigüedad posterior y buscamos dónde reside en ella el
acontecimiento correspondiente, hallaremos que se ha verificado
dentro del estoicismo helenístico-romano, durante la lenta agonía
del alma apolínea. Entre Epicteto y Marco Aurelio por una parte, y
por la otra Sócrates, padre espiritual de los estoicos y primero en
manifestar el empobrecimiento interno de la vida antigua, ahora ya
urbanizada e intelectualizada, entre esos dos limites se sitúa la
transvaloración de los ideales antiguos. Veamos en la India. En vida
del rey Asoka, hacia 250 años antes de J. C., estaba ya realizada la
transvaloración de la vida bramánica; compárense las partes del
Vedanta anteriores y posteriores a Buda.
¿Y nosotros? El socialismo ético,
en el sentido que aquí le damos, como emoción fundamental
del alma fáustica, enclaustrada entre las masas pétreas de las
grandes urbes, es el que ahora está realizando esa
transvaloración. Rousseau es el progenitor de ese socialismo.
Rousseau se sitúa junto a Sócrates y Buda, los dos portavoces de
dos grandes civilizaciones. Su negación de las grandes formas
cultas, de las convenciones significativas, su famoso «retorno a la
naturaleza», su racionalismo práctico, no permiten duda alguna
sobre este punto. Cada uno de esos hombres ha enterrado una
intimidad de mil años. Predican el evangelio de la humanidad; pero
es la humanidad del hombre inteligente de la urbe, del hombre que
está ya harto de la ciudad postrimera y de la cultura, y cuyo
intelecto
«puro», es decir, inánime, aspira a
libertarse de ella y de su forma imperativa, de su dureza,
de su simbolismo, que ya no es vivido,
y que, por lo tanto, es ahora odiado. La dialéctica destruye la
cultura. Repasemos los grandes nombres del siglo XIX, que son los
nudos para nosotros de ese gran espectáculo: Schopenhauer, Hebbel,
Wagner, Nietzsche, Ibsen, Strindberg, y veremos eso que
Nietzsche, en el prólogo fragmentario de su obra fundamental,
inacabada, llamó por su nombre: la invasión del nihilismo. A
ninguna de las grandes culturas le es extraña. Por íntima necesidad
pertenece a la agonía de esos poderosos organismos. Sócrates fue un
nihilista; Buda también. Hay en la cultura egipcia, en la árabe, en
la china, lo mismo que en la nuestra occidental, un momento en que lo
humano pierde su alma. No se trata de transformaciones políticas y
económicas; ni siquiera de mutaciones religiosas o artísticas. No
se trata de nada palpable, no son hechos; es la esencia de un alma
que ya ha realizado Íntegras todas sus posibilidades. Y no cabe
oponer a esto las grandes producciones del helenismo y de la
modernidad europea. La economía de los esclavos y la industria de
la maquinaria, el «progreso» y la ataraxia, el alejandrinismo
y la ciencia moderna, Pérgamo y Bayreuth, los estados
sociales que presuponen la Política de Aristóteles y el
Capital de Marx, son meros síntomas en el cuadro superficial de la
historia. No se trata de la vida externa, de la conducta, de las
instituciones, de las costumbres, sino de lo más hondo y último; es
el agotamiento interior del cosmopolita y del provinciano [120]. En
la «antigüedad» sucede esto hacia la época romana; para nosotros,
en la que sigue al año 2000.
¡Cultura y civilización, esto es, el
cuerpo vivo y la momia de un ser animado! Así se distinguen las dos
fases de la existencia occidental, antes y después de 1800. Antes
es la vida en toda su plenitud y evidencia, vida cuya forma brota de
dentro, en un único y poderoso trazo, desde los días infantiles del
goticismo hasta Goethe y Napoleón. Después es la vida rezagada,
artificial, desarraigada de nuestras grandes urbes, cuyas formas
dibuja el intelecto. ¡Cultura y civilización, esto es, un
organismo nacido del paisaje y un mecanismo producto del
anquilosamiento! El hombre culto vive hacia dentro; el civilizado,
hacia fuera, en el espacio, entre cuerpos y «hechos». Lo que aquél
siente como un sino, compréndelo éste como una conexión de causas
y efectos. Ahora son los hombres materialistas en un sentido que sólo
vale para los períodos de civilización. Lo son quiéranlo o no y
preséntense o no en formas religiosas las doctrinas budistas,
estoicas, socialistas.
Para el hombre gótico y dórico, para
el hombre del jónico y del barroco, el mundo inmenso de las
formas, en arte, religión, costumbres, política, ciencia,
sociedad, es fácil y espontáneo. Lo lleva todo en si; lo realiza
sin «conocerlo». Frente al simbolismo de la cultura muestra la
misma maestría, sin esfuerzo, que Mozart en su arte. La cultura es
lo evidente. Aparecen, empero, los primeros síntomas de un alma
declinante cuando despunta un sentimiento de extrañeza ante esas
formas, el sentimiento de un peso que anula la libertad creadora,
la obligación de examinar y criticar con el intelecto la realidad
actual, para aplicarla conscientemente, la tiranía de una reflexión
fatal para todo elemento misteriosamente creador. El que siente sus
miembros es porque está enfermo. Construir una religión ametafísica
y rebelarse contra los cultos y los dogmas; oponer un derecho natural
a los derechos históricos; «inventar» estilos artísticos por no
poder ya soportar y dominar el estilo; concebir el Estado como «orden
social» que puede cambiarse, que debe cambiarse— y Junto al
Contrato social, de Rousseau, hay producciones de idéntico sentido
en la época de Aristóteles—, todo esto demuestra que algo se
ha deshecho para siempre. La urbe
mundial, colmo de lo inorgánico, se
extiende en medio del paisaje culto, desarraigando a sus hombres,
aspirándolos, agotándolos.
Los mundos científicos son mundos
superficiales, mundos prácticos, inánimes, puramente extensivos.
Estos mundos sirven de base a las intuiciones del budismo, del
estoicismo, del socialismo [121]. Vivir la vida no con evidencia
indeliberada y apenas consciente, cual un sino providencial, sino
considerándola como problemática, poniéndola en escena sobre una
base de nociones intelectuales, haciéndola «finalista»
«intelectualista», he aquí el fondo común a los tres casos. Rige
el cerebro, porque el alma se ha despedido. Los hombres cultos viven
inconscientes; los civilizados, conscientemente. El aldeano,
arraigado en la tierra, ante las puertas de las grandes ciudades, que
ahora—escépticas, prácticas, artificiales—representan solas la
civilización, no cuenta ya para nada. El «pueblo» es ahora el
pueblo de las urbes, masa inorgánica y fluctuante. El aldeano no es
demócrata—también este concepto pertenece a la existencia
mecánica y ciudadana [122] —; por lo tanto es desatendido,
ridiculizado, menospreciado, odiado.
Es el único hombre orgánico que
queda, desaparecidas las viejas clases nobiliarias y sacerdotales; es
un residuo de la anterior cultura. No encuentra lugar ni en el
pensamiento estoico ni el socialista.
Asi, al Fausto de la primera parte de
la tragedia, al investigador apasionado en las noches solitarias,
sigue consecuentemente el Fausto de la segunda parte, el Fausto del
nuevo siglo, el tipo de una actividad puramente práctica, de amplio
horizonte y orientada hacia fuera. Goethe, psicólogo, ha previsto
el futuro de Europa occidental. He aquí la civilización
ocupando el puesto de la cultura, el mecanismo externo en lugar del
organismo interno, el intelecto, petrificación del alma,
substituyendo al alma extinta. Como Fausto al principio y al final
del poema, así se oponen en la antigüedad el heleno de la época de
Perícles y el romano de la época de César.
14
Mientras el hombre vive
simplemente, naturalmente, evidentemente, una cultura en
plenitud, su vida tiene una actitud indeliberada. Su moral es
instintiva; podrá revestir mil formas discutibles, pero en si misma
no es discutida, porque es hondamente poseída. Pero cuando la vida
declina; cuando—sobre el suelo de las grandes urbes, que son ahora
por sí mismas mundos espirituales—se hace necesaria una teoría
para poner la vida en escena y ordenarla; cuando la vida se
torna objeto de la contemplación, entonces la moral se
convierte en problema. La moral culta es la moral que se posee; la
moral civilizada es la moral que se busca. Aquélla es
demasiado profunda para poderse extraer con los instrumentos de
la lógica; ésta en cambio es función de la lógica. Todavía en
Kant y en Platón la ética es simple dialéctica, juego de
conceptos, redondeamiento de un sistema metafísico. En último
término, hubiérase podido prescindir de ella. El imperativo
categórico no es mas que la concepción abstracta de algo que para
Kant no era problema.
Ya esto no puede decirse a partir de
Zenón y de Schopenhauer. Ahora hay que buscar, hay que inventar, hay
que extraer, para servir de regla a la realidad, algo que el instinto
ya no garantiza. Ahora comienza la ética civilizada, que no es
el reflejo de la vida sobre el conocimiento, sino el reflejo del
conocimiento sobre la vida. En todos estos sistemas inventados, que
llenan los primeros siglos de todas las civilizaciones, se siente no
sé qué de artificioso, inánime y verdadero a medias. No son ya
aquellas creaciones íntimas, casi supra terrestres, que pueden
codearse con las artes mayores.
Ahora desaparece toda metafísica de
estilo grandioso, toda intuición pura, ante la urgencia actual de
establecer una moral práctica que sirva de regla para la vida,
porque la vida no puede ya regularse por si misma. La filosofía
hasta Kant, Aristóteles y las doctrinas Yoga y Vedanta, ha sido una
serie de poderosos sistemas cósmicos en que la ética formal ocupaba
un lugar modesto. Pero ahora la filosofía se convierte en filosofía
moral, con un fondo de metafísica. La pasión gnoseológica
abandona la hegemonía a la necesidad práctica; el socialismo,
el estoicismo, el budismo, son filosofías de este estilo.
Contemplar el mundo no desde la altitud
de un Esquilo, de un Platón, de un Dante, de un Goethe, sino desde
el punto de vista de la necesidad diaria y la realidad apremiante, es
lo que yo llamo cambiar en orden a la vida la perspectiva del pájaro
por la perspectiva de la rana. Justamente éste es el descenso de una
cultura a una civilización. Toda ética formula la visión que el
alma tiene de su sino: heroica o práctica, grande o vulgar, viril o
senil. Y por eso distingo yo una moral trágica y una moral plebeya.
La moral trágica de una cultura conoce y comprende el peso de la
realidad; pero de este conocimiento extrae el sentimiento del
orgullo, para sobrellevarla.
Así sentían Esquilo, Shakespeare y
los pensadores de la filosofía bramánica; asi también
Dante y el catolicismo germánico.
Ello se expresa en el rudo coral bélico
del luteranismo: «Firme castillo es nuestro Dios»; y aun en la
Marsellesa resuena algo de ese sentimiento. La moral plebeya, en
cambio, la moral de Epicuro y de los estoicos, la moral de las sectas
en tiempos de Buda, la moral del siglo XIX, combina un plan de
batalla para eludir el sino. Lo que Esquilo hacia grande, los
estoicos lo hacían pequeño. No es ya la abundancia, es la pobreza,
la frialdad y el vacío de la vida; los romanos han llevado hasta un
punto grandioso esa frialdad y vacío intelectuales. Y la misma
relación existe entre el pathos ético de los grandes maestros
del barroco, Shakespeare, Bach, Kant, Goethe—que tenían la
voluntad viril de dominar interiormente las cosas naturales porque se
sabían superiores a ellas—, y los afanes de la modernidad europea,
que aspira a quitarlas de en medio—bajo la forma de solicitud,
humanidad, paz universal, felicidad del mayor número—porque se
siente en el mismo plano que ellas.
También es esto una manifestación de
la voluntad de potencia opuesta, por tanto, a la sumisión «antigua»
ante lo inevitable; también se manifiesta aquí la pasión y
propensión al infinito; pero hay una diferencia entre la grandeza
metafísica y la grandeza material de la superación. Falta la
profundidad; falta lo que nuestros antepasados llamaban Dios. El
sentimiento cósmico de la acción, que actuó en todo gran hombre,
desde los güelfos y gibelinos hasta Federico el Grande, Goethe y
Napoleón, ha decaído hasta convertirse en una filosofía del
trabajo; y es indiferente para el rango interior de la persona que
ésta
condene o defienda dicha filosofía. El
concepto culto de la acción es al concepto civilizado del trabajo
como la actitud del Prometeo de Esquito a la de Diógenes. Aquél es
un hombre padeciendo y aguantando; éste es un holgazán. Galileo,
Keplero, Newton llevaron a cabo hazañas científicas; el físico
moderno produce trabajo erudito. Y a pesar de las grandes palabras
que se pronuncian desde Schopenhauer hasta Shaw, es moral plebeya,
moral de la existencia consuetudinaria y de la «sana razón» la que
sirve de base a toda reflexión sobre la vida.
15
Cada cultura tiene, pues, su propia
manera de extinguirse espiritualmente: y esa manera de extinguirse no
puede ser más que una: la que necesariamente se derive de toda su
vida anterior. Por eso el budismo, el estoicismo, el socialismo son
manifestaciones finales que se equivalen morfológicamente.
El último sentido del budismo ha sido
siempre hasta hoy mal interpretado. El budismo no es un movimiento
puritano, como el Islam o el jansenismo; no es una reforma, como la
corriente dionisíaca que se opuso al apolinismo; no es una nueva
religión, como la de los Vedas y del apóstol San Pablo [123]; es
una emoción final, puramente práctica, emoción de los hombres
urbanos, cansados, que tiene detrás de sí una cultura completa y
carecen de futuro interior; es el sentimiento fundamental de
la civilización india, y por eso
«corresponde» y equivale al
estoicismo y al socialismo. La quintaesencia de este pensar profano,
nada metafísico, se encuentra en el famoso sermón de Benares, en
las
«cuatro verdades sagradas del
padecimiento», por medio de las cuales el príncipe filósofo ganó
sus primeros partidarios. Las raíces de esta concepción se hallan
en la filosofía racionalista y atea de Sankhya, cuya intuición del
mundo es tácitamente presupuesta; no de otro modo que la ética
social del siglo XIX se origina en el sensualismo y materialismo del
siglo XVIII y la doctrina estoica procede de Protágoras y
los sofistas, a pesar de su superficial apología de Heráclito.
En todos estos casos, el punto de partida de la reflexión moral es
la omnipotencia de la razón. No se menciona para nada la religión,
en tanto que por religión se entiende la fe en ciertas proposiciones
de carácter metafísico.
No hay nada más extraño a la religión
que estos sistemas, en su forma originaria. Aquí no nos referimos a
las transformaciones que hayan sufrido en los estadios posteriores de
la civilización.
El budismo rechaza toda reflexión
sobre Dios y los problemas cósmicos. Para él lo único importante
es el yo, el arreglo de la vida real. Tampoco reconoce el alma. Así
como el psicólogo europeo actual—y con éste el
«socialista»—resuelve el hombre interior en un haz de
sensaciones, en un conjunto de energías químico-eléctricas, asi
también el indio de la época de Buda. El maestro Nagasena demuestra
al rey Milinda que las partes del coche en que viaja no son el coche
mismo y que «coche» es una mera palabra; otro tanto, empero,
sucede con el alma. Los elementos
psíquicos son llamados skandhas, montones, que tienen el carácter
de efímeros. Esto corresponde perfectamente a las representaciones
de la psicología asociacionista. Hay mucho materialismo en la teoría
de Buda [124].
Así como el estoico recoge en
Heráclito el concepto del logos, para descalificarlo en el sentido
material; así como el socialismo, en sus fundamentos darwinistas,
toma en sentido externo el profundo concepto goethiano de evolución
(a través de Hegel), así también el budismo se apropiad concepto
bramánico del carman— representación casi incomprensible para
nosotros de una realidad que en la actividad se perfecciona—,
tratándolo muchas veces en sentido materialista, como una materia
cósmica en constante transformación.
He aquí, pues, tres formas de
nihilismo, usando el término en el sentido de Nietzsche. Los ideales
de ayer, las formas religiosas, artísticas, políticas, fruto de los
siglos, han terminado; pero este último acto de la cultura, su
autonegación, manifiesta una vez más el símbolo primario de su
existencia toda. El nihilista fáustico—Ibsen como Nietzsche, Marx
como Wagner— destruye los ideales; el nihilista apolíneo—Epicuro
como Antístenes y Zenón— los contempla caer; el nihilista indio,
ante ellos, se recoge en sí mismo. El estoicismo endereza su afán
hacia la conducta del individuo, hacia una realidad estatuaria
puramente actual, sin referencia al futuro ni al pasado ni a los
demás. El socialismo es la elaboración del mismo tema, solo que en
sentido dinámico: la misma defensa, referida, no a la actitud, sino
a la actuación de la vida, pero con un poderoso rasgo de alcance
lejano, apuntando al futuro todo y a la masa integra de los hombres,
que deben someterse a un método único. El budismo—que sólo un
diletante de la investigación religiosa puede comparar con el
cristianismo [125]—casi es indefinible con las palabras de los
idiomas occidentales. Pero puede hablarse de un nirvana estoico y
recordar la figura de Diógenes; y también seria justificado el
término de nirvana socialista, refiriéndonos a esa huida ante la
lucha por la vida que el cansancio europeo encubre con los lemas de
paz universal, humanidad y fraternidad de todos los hombres. Pero
nada de esto llega al concepto budista del nirvana, cuya profundidad
desazona. Dijérase que el alma de las viejas culturas, al morir y
pulir sus postreros refinamientos, defiende celosamente su
propiedad más propia, su contenido formal más íntimo, el
símbolo primario que con ella nació. No hay nada en el budismo que
pueda ser «cristiano»; no hay nada en el estoicismo que reaparezca
en el Islam del año 1000 de J. C.; no tiene Confucio nada de común
con el socialismo. La frase si duo faciunt idem, non est idem—esta,
frase debiera servir de divisa a toda consideración histórica, que
se refiere al devenir viviente, nunca repetido, y no a los
productos muertos reductibles a lógica, causalidad y número—vale
muy especialmente para estas manifestaciones que rematan el
movimiento de una cultura. En todas las civilizaciones una realidad
impregnada de alma es aniquilada por otra realidad impregnada de
espíritu; pero este espíritu es en cada caso de estructura
diferente y se halla sometido en cada caso a un lenguaje formal de
diferente simbolismo. Justamente, a pesar de ser única la
realidad que actuando en lo inconsciente crea cada una de esas
formas de la superficie histórica, tiene decisiva significación el
parentesco de todas ellas, situadas en un mismo período histórico.
Distinto es lo que cada una manifiesta; pero el hecho de manifestarlo
así las caracteriza a todas como «correspondientes». La renuncia
de Buda produce una sensación de estoicismo; la renuncia estoica a
la vida plena y resuelta, una sensación de budismo. Ya anteriormente
hemos hecho notar la relación entre la catharsis del drama ático y
la idea del nirvana. El socialismo ético—aunque un siglo entero ha
estado elaborándolo— da la impresión de no
poseer aún la forma clara, dura y
resignada que ha de ser su concepción definitiva. Quizá los
próximos decenios le impriman una fórmula perfecta, corno Crisipo a
las teorías de los estoicos. Sin embargo, esa su tendencia a la
disciplina personal y a la renuncia, arraigada en la conciencia de un
gran destino; sus elementos romanoprusianos e impopulares producen ya
hoy en los círculos más elevados y selectos una impresión
de estoicismo; y su menosprecio del momentáneo placer, del
«carpe diem», recuerdan el budismo. El ideal popular, a quien el
socialismo exclusivamente debe su eficacia hacia abajo y su
extensión; el culto de la ²don® [126], no del individuo por si,
sino de los individuos en nombre de la totalidad, aparecen
seguramente con un marcado acento epicúreo.
Toda alma tiene religión. Religión no
es mas que otra palabra para expresar la existencia de un alma. Todas
las formas vivas en que el alma se manifiesta, todas las artes, las
doctrinas, los usos, todos los mundos de formas metafísicas y
matemáticas, todo ornamento, toda columna, todo verso, toda idea es,
en lo profundo, religioso y tiene que serlo. Pero desde ahora ya no
puede serlo. La esencia de toda cultura es religión; por
consiguiente, la esencia de toda civilización es irreligión.
También estas dos palabras designan una y la misma cosa. El que no
sienta la irreligión en las creaciones de Manet, comparadas con las
de Velázquez; en las de Wagner, comparadas con las de Haydn; en las
de Lisipo, comparadas con las de Fidias; en las de Teócrito,
comparadas con las de Píndaro, es que no sabe discernir las
excelencias del arte. Religiosa es todavía la arquitectura del
rococó, incluso en sus creaciones más profanas. Irreligiosos son
los edificios romanos, incluso los templos de los dioses. El único
trozo de arquitectura realmente religioso que hay en Roma
es el Panteón, la mezquita primitiva, cuyo espacio interior está
lleno de un sentimiento mágico de la divinidad. Las urbes
cosmopolitas, si se comparan con las viejas ciudades cultas—
Alejandría comparada con Atenas, París con Brujas, Berlín con
Nuremberg—, son todas irreligiosas—lo cual no debe confundirse
con antirreligiosas—en todos sus detalles; en el panorama
callejero, en la lengua, en la expresión seca e inteligente de los
rostros [127]. Irreligiosas, inánimes, son, pues, también esas
emociones éticas universales, que pertenecen integras al idioma de
formas de las grandes urbes. El socialismo es el sentimiento vital
fáustico, pero sin religiosidad; otro tanto puede decirse de
ese supuesto («verdadero») cristianismo que el socialista inglés
tanto gusta de exhibir, concibiéndolo como una especie de «moral
sin dogmas». Irreligiosos son el estoicismo y el budismo si los
comparamos con la religión órfica y védica; y nada significa el
hecho de que el estoico romano acepte y practique el culto imperial,
o de que el budista posterior niegue, convencido, su ateísmo, o de
que el socialista se declare adherido a un pensamiento religioso
libre y diga que «cree en Dios».
Esta extinción de la religiosidad
interior viviente, que va cundiendo poco a poco por todas las partes
de la realidad, aun las más insignificantes, es lo que en el
panorama histórico caracteriza el tránsito de la cultura a la
civilización, el climacterium [128] de la cultura, como en otro
lugar lo he llamado, el recodo en que se agota para siempre la
productividad anímica de un tipo humano y en que la construcción
substituye a la creación. Si se toma la palabra improductividad en
su pleno sentido primitivo, es éste Justamente el término que
designa el sino integro del hombre occidental, todo cerebro; y
entre los símbolos más significativos de la historia hay que poner
el hecho de que este cambio se manifiesta no sólo en la extinción
de las artes mayores, de las formas sociales, de los grandes sistemas
intelectuales y, en general, del gran estilo, sino también
en sentido corporal, en la
disminución de los nacimientos, en la
muerte de las razas civilizadas, separadas del campo; fenómeno que
en el Imperio romano y en el chino fue advertido y lamentado, pero
que no pudo remediarse, como se comprende fácilmente [129].
16
Ante estas formas nuevas, puramente
espirituales, no caben dudas sobre el sujeto viviente que las
sustenta. Es el «hombre moderno», el hombre que todas las épocas
de decadencia han concebido como un compendio de ricas esperanzas; es
la plebe informe que se desparrama por las grandes ciudades,
substituyendo al pueblo; es la masa humana desarraigada, oß polloÛ
[130]. como decían en Atenas, que substituye a la humanidad de los
paisajes cultos, humanidad que crece con la naturaleza misma y sigue
siendo aldeana sobre el suelo de las ciudades; es el ocioso
del ágora alejandrina y romana y su
«correspondiente», el moderno lector
de periódicos; es el «hombre educado», que practica el culto de la
medianía espiritual en el tabernáculo de la publicidad, antaño
como hoy; es el hombre de teatros y de placer, de deportes y de modas
literarias, tanto en la antigüedad como en Occidente. El objeto de
la propaganda estoica y socialista es esa masa que se manifiesta
tardíamente, y no «la humanidad». Iguales fenómenos podrían
indicarse en el Imperio nuevo de Egipto, en la India budista, en la
China de Confucio.
A este tipo de hombre corresponde una
forma característica de la actuación pública: la diatriba [131],
Observada primeramente como fenómeno del helenismo, la
diatriba pertenece, en realidad, a las formas de actuación que
aparecen en toda época civilizada. Es dialéctica, práctica,
plebeya; substituye las figuras significativas, ampliamente
influyentes, de los grandes hombres por la agitación ilimitada de
los pequeños, pero sagaces; convierte las ideas en fines, los
símbolos en programas.
La diatriba contiene también el
elemento expansivo de toda civilización, sucedáneo imperialista de
las riquezas interiores del alma, substituidas ahora por el espacio
externo. La cantidad suplanta a la calidad, la propagación a la
hondura. Esta actividad superficial y precipitada no debe confundirse
con la voluntad fáustica de potencia. Revela simplemente que ha
terminado la vida interior creadora y que ahora sólo se conserva una
existencia espiritual externa, material, en el espacio de las grandes
urbes. La diatriba pertenece por necesidad a la «religión de los
irreligiosos»; es su cura de almas. Aparece en la forma del sermón
indio, de la retórica antigua, del periodismo occidental. Se dirige
a los más, no a los mejores. Valora sus medios según el número de
los éxitos. En lugar del grupo grave de pensadores que florecen en
los tiempos pasados, se nos presenta ahora una prostitución
intelectual en los escritos y los discursos, en las salas y plazas de
las grandes urbes. Toda la filosofía del helenismo es retórica; y
el sistema social-ético, como la novela de Zola y el drama de Ibsen,
es periodismo. No debe confundirse esta prostitución espiritual con
la primitiva aparición del cristianismo. La misión cristiana ha
sido casi siempre mal entendida
en su núcleo esencial [132]. Pero el
cristianismo primitivo, la religión mágica del fundador, cuya alma
era incapaz de tan brutales actividades, sin ritmo ni hondura, fue
inducida por la práctica helenística de San Pablo [133]—quien,
como es sabido, hubo de vencer una oposición terminante de la
primitiva comunidad—a actuar en la ruidosa publicidad urbana y
demagógica del Imperio romano. Por leve que haya sido la educación
helenística de San Pablo, ella bastó para hacer del apóstol
un miembro de la civilización antigua. Jesús hablaba a
pescadores y aldeanos; San Pablo sale a la plaza pública, al ágora
de las grandes urbes, y emplea, por lo tanto, la forma urbana de la
propaganda. La palabra pagano revela quiénes fueron los últimos a
quienes alcanzó esa propaganda.
¡Qué diferencia entre San Pablo y San
Bonifacio! Este, con su pasión fáustica, en bosques y valles
solitarios, significa exactamente lo contrario que San Pablo. Y lo
mismo los alegres cistercienses con su agricultura, y los caballeros
de las Ordenes alemanas en el Oriente eslavo. Aquí otra vez se
respira la juventud, el florecimiento, el anhelo, en medio de un
paisaje aldeano. Hasta el siglo XIX no aparece en este suele, ya
envejecido, la diatriba con todos sus elementos esenciales: la gran
urbe como base y la masa como público. El aldeano auténtico queda
excluido de la consideración socialista, como de la estoica y de la
budista. El tipo de San Pablo no encuentra parejo hasta que llegamos
al estadio de las grandes urbes occidentales, ya se trate de
corrientes cristianas o antieclesiásticas, de intereses sociales o
teosóficos, de librepensamiento o de fundaciones del arte industrial
religioso.
Para esta decisiva conversión hacia la
vida externa (único resto que hoy queda), hacia el hecho biológico
que frente al sino aparece en la forma de relaciones causales, nada
es tan característico como el pathos ético con que se proclama una
filosofía de la digestión, de la nutrición, de la higiene. Los
temas del vegetarianismo y del alcoholismo son tratados con seriedad
religiosa. Estos son, a ojos vistas, los más importantes
problemas a que la
«humanidad moderna» puede
encumbrarse.
Tal es la perspectiva batracia de estas
generaciones. En cambio, las religiones que nacen en el umbral de las
grandes culturas, la religión órfica, védica, el cristianismo de
Jesús y el cristianismo fáustico de los germanos
caballeros, hubieran considerado indigno el descender,
siquiera momentáneamente, a cuestiones de esa índole. Ahora el
estudiarlas es una elevación. El budismo es inimaginable sin una
dieta corpórea unida a la dieta psíquica. En el circulo de los
sofistas, de Antístenes, de los estoicos y escépticos,
estos temas adquieren cada día más importancia. Aristóteles ha
escrito sobre el alcohol; hay toda una serie de filósofos que se han
ocupado del vegetarianismo; y entre el método fáustico y el
apolíneo sólo existe esta diferencia: que el cínico se interesa
por su propia digestión y Shaw se interesa por la digestión «de
todos los hombres». Aquél, renuncia; éste, prohíbe. Es sabido que
el mismo Nietzsche, en su Ecce homo, ha tocado con complacencia a
esta clase de temas.
17
Consideremos una vez más el
socialismo, independientemente del movimiento económico que lleva el
mismo nombre.
El socialismo es el ejemplo fáustico
de una ética civilizada. Lo que dicen de él sus amigos y sus
enemigos, a saber: que es la forma del futuro o que es un signo de
decadencia, es por igual exacto. Todos somos socialistas, sepámoslo
o no, querámoslo o no. Aun la oposición al socialismo es
socialista.
Todos los antiguos de la época
postrimera fueron estoicos con la misma forzosidad interna, sin
saberlo. El pueblo romano, como cuerpo, tiene un alma estoica. El
remano auténtico, justamente el que lo hubiera negado con mayor
decisión, es estoico en grado más eminente que ningún griego
hubiera podido serlo. El idioma latino de los últimos siglos
precristianos es la creación más poderosa del estoicismo.
El socialismo ético representa el
máximum posible de un sentimiento vital desde el punto de vista de
los fines [134]. Pues la dirección dinámica de la existencia, que
se revela en las palabras tiempo y sino, transfórmase en el
mecanismo espiritual de los medios y los fines tan pronto como se
torna rígida, consciente y conocida. La dirección es lo viviente;
el fin es lo muerto. La pasión del avance es en general fáustica;
el residuo mecánico, el «progreso», es socialista. Son una a otro
como el cuerpo al esqueleto. Y aquí se expresa al mismo tiempo la
diferencia del socialismo con el budismo y el estoicismo,
cuyos ideales de nirvana y ataraxia son también mecánicos, pero
ignoran la pasión dinámica del espacio, la voluntad de infinito el
pathos de la tercera dimensión.
El socialismo ético—a pesar de
sus ilusiones superficiales—no es un sistema de la
compasión, de la humanidad, de la paz y de la solicitud, sino un
sistema de la voluntad de potencia. Lo demás es ilusión engañosa.
El propósito es por completo imperialista: bienandanza, sí, pero
en sentido expansivo, no de los enfermos, sino de los fuertes, a
quienes se quiere dar la libertad de acción, aunque sea por la
violencia, una libertad no estorbada por los obstáculos de la
propiedad, del nacimiento y de la tradición. Entre nosotros la
moral sentimental, la moral orientada hacia la «felicidad» y el
provecho no es nunca el último instinto, por mucho que se ilusionen
los sujetos de esos instintos. En la cúspide de la modernidad moral
habrá que poner siempre a Kant, que es en este caso el discípulo de
Rousseau. La ética de Kant rechaza el motivo de la compasión y
acuna la fórmula siguiente: «Obra de manera que...» Toda ética de
este estilo quiere ser la expresión de la voluntad de infinito; esta
voluntad, empero, exige la superación del instante, de la
actualidad, de los planos primeros de la vida. En lugar de la fórmula
socrática «Virtud es saber», puso ya Bacon el aforismo «Saber es
poder». El estoico toma el mundo como es. El socialista quiere
reorganizarlo, cambiar su forma y su contenido, henchirlo de su
propio espíritu. El estoico se adapta. El socialista manda. El mundo
entero debe llevar la forma de su intuición; asi puede traducirse a
lo ético la idea de la Critica de la razón pura. Este es el sentido
último del imperativo categórico aplicado a lo político, a lo
social, a lo económico: obra como si la máxima de tu acción
debiera convertirse en ley universal por medio de tu
voluntad. Esta tendencia tiránica
reaparece incluso en las más mezquinas manifestaciones del tiempo.
No la actitud y los ademanes, sino la
actividad es lo que hay que plasmar. Entre nosotros, como en China y
en Egipto, la vida cuenta sólo en tanto que es acción. Y así
resulta que, habiéndose el cuadro orgánico de la acción
transformado en un mecanismo, surge el trabajo, en el sentido
actual, como forma civilizada de la actuación fáustica. Esta moral,
el afán de dar a la vida la forma más activa imaginable, es más
fuerte que la razón, cuyos programas morales, por muy santa, muy
fervorosa que sea la fe en ellos y muy apasionada su defensa, son
sólo eficaces cuando están orientados en la dirección de ese afán
o cuando son traducidos en el sentido de esa tendencia.
Todo lo demás son palabras vanas. Hay
que distinguir en todo lo moderno, por una parte, el aspecto
popular, el dolce far niente, el cuidado de la salud, de
la felicidad, la despreocupación, la paz universal, en suma, el
aspecto llamado cristiano; y por otra parte, el ethos superior, que
sólo estima la acción y que para las masas—como todo lo
fáustico—no es ni inteligible ni deseable, la idealización
grandiosa del fin y -por lo tanto del trabajo. SÍ frente al «panem
et circenses», postrer símbolo vital epicúreo-estoico y,
en última instancia, indio también, queremos contraponer el
símbolo correspondiente del Septentrión e igualmente de la vieja
China y de Egipto, habrá de ser éste el derecho al trabajo, que
sirve ya de fundamento al socialismo de Estado, concebido
por Fichte en sentido enteramente prusiano, hoy europeo, y que en
los próximos y fecundos estadios de esta evolución habrá de
encumbrarse hasta el deber del trabajo.
Por último, el rasgo napoleónico, el
aere perennius, la voluntad de duración. El hombre apolíneo volvía
la mirada hacia una edad de ore; esto le dispensaba de tener que
pensar en lo futuro. El socialista—Fausto moribundo en la segunda
parte- es el hombre de la solicitud histórica, de lo venidero, el
hombre que siente el futuro como un problema y un propósito frente
al cual la felicidad del momento resulta despreciable. El espíritu
antiguo, con sus oráculos y sus augures quería saber el futuro; el
espíritu occidental quiere crear el futuro. El tercer reino es el
ideal germánico, un eterno amanecer al cual han sacrificado su vida
todos los grandes hombres desde Joaquín de Floris hasta Nietzsche e
Ibsen—saetas del anhele lanzadas la otra orilla, como dice en
Zaratustra—. La vida de Alejandro fue una maravillosa borrachera,
un ensueño que evoca la edad de Homero. La vida de Napoleón fue un
trabajo ingente, no para sí, no para Francia, sino para el futuro.
En este punto es preciso retroceder y
recordar cuan distintas representaciones de la historia universal
han forjado las diferentes culturas. El hombre antiguo sólo
veía su propia existencia, su historia, como inmóvil
proximidad, sin preguntar nunca: ¿de dónde?, ¿a dónde?. La
historia universal era para él un concepto imposible. Su
concepción de la historia era estática. El hombre mágico percibe
en la historia el gran drama cósmico entre la creación y la
destrucción, la lucha entre el alma y el espíritu, el bien y el
mal, Dios y el diablo, un suceso rigurosamente circunscrito con
una -peripecia singular a modo de cumbre: la aparición del
Salvador. El hombre fáustico ve en la historia una evolución tensa,
orientada hacia un fin. La serie: Antigüedad, Edad Media, Edad
Moderna es para él una imagen dinámica. No puede representarse la
historia de otro modo. Sin duda, ésta no es la historia universal en
sí misma y en su generalidad, sino simplemente la imagen de una
historia universal de estilo fáustico,
que comienza a ser verdadera y real cuando despierta la conciencia
fáustica y que cesará de serlo cuando se extinga. Pero el
socialismo, en su elevado sentido, es remate lógico y práctico de
esta representación. En el socialismo recibe la imagen la conclusión
que venía preparándose desde la época gótica.
Y aquí surge la tragedia del
socialismo, tragedia que no conocieron ni el estoicismo ni el
budismo. Nietzsche es perfectamente claro y certero—¡qué
profunda significación tiene este hecho!—cuando trata de lo que
debe ser destruido, transvalorado; en cambio, se pierde en nebulosas
generalidades en cuanto se ocupa de la orientación futura, del fin.
Su crítica de la decadencia es irrefutable; su teoría del
Superhombre es una nube inconsistente. Y lo mismo puede decirse de
Visen -Brand y Rosmersholm, Juliano el Apóstata y el arquitecto
Solness—, de Hebbel, de Wagner, de todos. En esto se manifiesta una
profunda necesidad, pues a partir de Rousseau no le queda esperanza
al hombre fáustico, por lo que se refiere al gran estilo de la vida.
Algo se acaba. El alma nórdica ha agotado sus posibilidades
internas; no le queda ya mas que el tormentoso afán de dinamismo,
tal como se manifiesta en las visiones histórico-universales del
futuro, que se tienden sobre milenios; no le queda ya mas que el mero
impulso, la pasión añorando la creación, una forma sin contenido.
El alma fáustica fue voluntad y nada más; necesitaba un
propósito al que orientar sus anhelos colombinos; tenia que
fingir, al menos, un sentido y fin de su actividad, y asi el
observador fino encuentra un rasgo de Hialmar Ekdal en toda
modernidad, aun en sus más elevadas manifestaciones. Ibsen lo ha
llamado la mentira de la vida. Ahora bien: algo de esta mentira vital
hay en toda la espiritualidad de la civilización europea, en tanto
que se orienta hacia un futuro religioso, artístico, filosófico,
hacia un fin ético-social, hacia un tercer reino; pero en el fondo
de todo hay un obscuro sentimiento que no quiere enmudecer, el
sentimiento de que todo ese celo infatigable es simplemente la
ilusión desesperada de un alma que ni puede ni debe inmovilizarse.
De esta situación trágica—inversión del motivo de Hamlet— ha
nacido la poderosa concepción nietzscheana del eterno retorno,
concepción en la que Nietzsche no ha creído nunca con la conciencia
tranquila, pero que hubo de mantener para salvar en su pecho el
sentimiento de una misión. Esa mentira vital es también la base en
que se sostiene Bayreuth, que quiso ser algo, por oposición a
Pérgamo, que fué algo. Y un rastro de esa mentira lleva en si
también todo socialismo, el político, el económico, el ético, que
guarda un silencio violento sobre la gravedad aniquiladora de sus
últimas nociones, para salvar la ilusión de la necesidad histórica
de su existencia.
18
Dos palabras aún sobre la morfología
de la historia de la filosofía.
No hay filosofía en general. Cada
cultura tiene su propia filosofía, que es una parte de su expresión
simbólica. La filosofía, con sus problemas y sus métodos
intelectuales, constituye una ornamentación espiritual que guarda
estrecho parentesco con la de la arquitectura y la del arte plástico.
Consideradas desde la altura y la lejanía, resultan accidentales y
de poca importancia las «verdades» expresadas en palabras por tal o
cual pensador en el seno de su
escuela—pues escuela, convención y
tesoro de formas son aquí, como en las artes mayores, el elemento
fundamental—. Las preguntas son infinitamente más importantes que
las respuestas, y lo son por el sentido con que se verifica su
selección y se plasma su forma interna; pues la especial manera como
un macrocosmos se ofrece a la pupila inteligente del hombre de
determinada cultura es la que de antemano informa la necesidad y la
índole de toda pregunta.
La cultura antigua y la cultura
fáustica, y no menos la india y la china, tienen su propia manera de
plantear sus grandes cuestiones y las plantean todas al principio de
su vida.
No hay problema moderno que el
gótico no haya visto y reducido a forma. No hay problema
helenístico que no haya surgido ya antes en las doctrinas de la
religión órfíca.
Y lo mismo da que esta costumbre de
cavilar nociones intelectuales se manifieste por tradición oral o
en libros; lo mismo da que los escritos sean creaciones personales de
un yo, como sucede en nuestra literatura, o formen una masa anónima
de textos, continuamente vacilante, como en la India; lo mismo da que
surja una serie de sistemas conceptuales o que las últimas nociones
se expresen en las formas del arte y de la religión, como en Egipto.
El curso de esos ciclos de Pensamientos es por doquiera el mismo. Al
principio, en toda época primitiva, la filosofía se da la mano con
la gran arquitectura y la religión; la filosofía, entonces, es el
eco espiritual de una experiencia íntima, profundamente metafísica,
y su fin es confirmar por manera crítica la sagrada causalidad del
cuadro cósmico, tal como lo contemplan los ojos de los fieles
[135]. Las distinciones fundamentales, no sólo de la ciencia
natural, sino aun de la filosófica, dependen de los elementos
religiosos; se han desprendido de la religión correspondiente. En
este período primitivo los pensadores son sacerdotes, no sólo por
el espíritu, sino por la clase y profesión misma a que pertenecen.
Así sucede en la escolástica y la mística de los siglos góticos y
védicos, como de los homéricos [136] y arábigos primeros [137]. Al
irrumpir el período posterior, la filosofía se hace ciudadana y
profana. Se liberta de la servidumbre religiosa y se atreve a
convertir la religión misma en objeto de los métodos gnoseológicos.
El gran tema de la filosofía brahmánica, jónica y barroca es el
problema del conocimiento. El espíritu ciudadano se vuelve hacia su
propia imagen para dejar bien sentado que él es la última instancia
del saber. Por eso el pensar aparece ahora en la proximidad de la
alta matemática, y en vez de sacerdotes encontramos ahora hombres de
mundo, estadistas, comerciantes, descubridores, hombres probados en
los altos cargos y las grandes empresas. Y estos hombres fundan sobre
una profunda experiencia vital su «pensamiento del pensamiento». Es
ésta la serie de las grandes figuras, desde Thales hasta Protágoras,
desde Bacon hasta Hume, la serie de los pensadores preconfucianos y
prebudistas, de los cuales no sabemos apenas otra cosa sino que han
existido.
Al término de esa serie hállanse Kant
y Aristóteles [138].
Lo que comienza después de ellos es
filosofía de época civilizada. En toda gran cultura hay un pensar
ascendente que plantea los problemas primarios y los va agotando con
la potencia creciente de su expresión espiritual, en respuestas
siempre nuevas—respuestas que, como hemos dicho, tienen un sentido
ornamental—; y hay otro pensar descendente, para el cual los
problemas del conocimiento están ya resueltos, pasados,
y se han tornado
insignificantes. Existe un período
metafísico, de acepción primero religiosa y luego racionalista, en
que el pensamiento y la vida son aún caóticos y de su propia
exuberancia extraen formas cósmicas. Sigue a éste un periodo
eticista, en que la vida de las grandes urbes se aparece a si misma
como problemática y aplica a su mantenimiento y conservación el
último resto de potencia creadora filosófica.
En el período metafísico se
manifiesta la vida; el período eticista toma la vida como objeto.
Aquél es teorético, contemplativo en el sentido más elevado de
esta palabra; éste, por necesidad, es práctico. Todavía el
sistema de Kant es intuitivo en sus grandes líneas y solo
posteriormente recibe una ordenación y fórmula de carácter lógico,
sistemático.
Una prueba de esto es la relación de
Kant con las matemáticas. El que no haya penetrado en el mundo de
las formas numéricas, el que no haya vivido los números como
símbolos no puede ser un auténtico metafísico. En realidad, los
grandes pensadores del barroco fueron los que crearon el análisis; y
otro tanto— mutatis mutandis— puede decirse de los presocráticos
y Platón. Descartes y Leibnitz, con Newton y Gauss; Pitágoras y
Platón, con Archytas y Arquímedes, son las cumbres del pensamiento
matemático. Pero ya Kant es, como matemático, insignificante. Ni
penetró en las últimas finezas del cálculo infinitesimal de
entonces, ni se apropió la axiomática leibnitziana.
En esto se parece a su
«correspondiente», a Aristóteles. A
partir de ahora ningún filósofo cuenta ya en la ciencia matemática.
Fichte, Hegel, Schelling y los románticos son completamente
amatemáticos; lo mismo que Zenón y Epicuro. Schopenhauer, en este
terreno, es tan insuficiente que llega a la incapacidad; y de
Nietzsche no hablemos. Con el mundo de las formas numéricas
piérdese una gran convención. Desde entonces no sólo no
hay ya tectonismo en los sistemas, sino que falta eso que
pudiéramos llamar el gran estilo del pensamiento. Schopenhauer se ha
calificado a sí mismo de pensador de ocasión.
La ética se ha desarrollado, rompiendo
los límites de su esfera, que consistía en ser parte de una teoría
abstracta. Ahora ya la ética constituye la filosofía; ella es la
que incorpora a su sistema los demás territorios; la vida práctica
se sitúa en el centro de la consideración. Declina la pasión del
pensamiento puro. La metafísica, señora ayer, es hoy esclava. Su
misión se reduce a proporcionar el fundamento de un sentir práctico.
Y ese fundamento mismo se hace cada día más superfluo. Se olvida,
se ridiculiza lo metafísico, lo impráctico, las «piedras en vez
del pan». En Schopenhauer, los tres primeros libros sirven como de
introducción al cuarto. Kant creía que lo mismo sucedía en su
sistema. Pero en realidad para Kant la razón pura, no la práctica,
es todavía el centro de la creación filosófica. De la misma manera
se divide la filosofía antigua antes y después de Aristóteles.
Antes es una grandiosa concepción del cosmos, apenas enriquecida por
una ética formal; después es la ética misma, tomada en el sentido
de un programa, de una necesidad, y asentada sobre la base de una
metafísica vacilante e insegura. Y cuando vemos la falta de
conciencia lógica con que Nietzsche, por ejemplo, construye rápido
tales teorías, sentimos la impresión de que ello no es motivo
suficiente para rebajar el valor de su filosofía propiamente dicha.
Es sabido que Schopenhauer [139] no
pasó de la metafísica al pesimismo, sino que fue el pesimismo—que
le acometió a los diez y siete años—el que le llevó al
desarrollo de su sistema. Shaw—extraño testimonio—hace notar en
su Breviario de Ibsen que leyendo a Schopenhauer se puede muy bien
—como él dice—admitir su filosofía, aun rechazando su
metafísica. Esta expresión separa muy
exactamente el elemento que hace de Schopenhauer el primer pensador
del tiempo nuevo y el otro elemento que, según una tradición
anticuada, debía haber en toda filosofía completa. Nadie en Kant
percibiría tal distinción. Nadie podría consumarla. En Nietzsche,
en cambio, es fácil demostrar que su «filosofía» fue enteramente
una experiencia íntima, muy pronto sentida, mientras que para
satisfacer sus necesidades metafísicas se sirvió de rápidas
lecturas, defectuosas a veces, y ni siquiera consiguió
exponer con exactitud su teoría ética. En Epicuro y en
los estoicos es también fácil distinguir dos capas superpuestas
de pensamientos: una viva, ética, adecuada a la época, y otra
impuesta por la costumbre, innecesaria, metafísica. Este fenómeno
no deja duda alguna sobre la esencia de toda filosofía civilizada.
La metafísica rigurosa ha agotado sus
posibilidades. La urbe mundial ha vencido definitivamente al campo;
y su espíritu se construye ahora una teoría propia, orientada
necesariamente hacia fuera, una teoría mecanicista, inánime.
Con cierto derecho cabe hablar ahora de
cerebro en vez de alma. Y como en el «cerebro» occidental la
voluntad de potencia, la orientación tiránica hacia el futuro,
hacia la organización de la totalidad, exige una expresión
práctica, por eso la ética, cuanto más va perdiendo de vista su
pasado metafísico más adquiere un carácter éticosocial y
económico. La filosofía del presente, nacida de Hegel y
Schopenhauer, es crítica social cuando representa bien el
espíritu del tiempo; en cambio Lotze y Herbart, por ejemplo,
permanecen fuera de esa caracterización.
La misma atención que el estoico
concede a su cuerpo, concede el pensador occidental al cuerpo
social. No es fortuito el hecho de que la escuela, hegeliana
haya producido el socialismo—Marx, Engels—, el anarquismo—
Stirner— y el problematismo del drama social—Hebbel—. El
socialismo es la economía nacional disfrazada de ética, de ética
imperativa.
Mientras hubo metafísica de gran
estilo, es decir, hasta Kant, la economía nacional fue sólo una
ciencia; pero tan pronto como la «filosofía» significó ética
práctica, la economía vino a ocupar el puesto de la matemática y a
ser la base del pensamiento cósmico. Esta es la significación de
Cousin, Bentham, Comte, Mill y Spencer.
No es libre el filósofo de elegir su
materia, ni la filosofía tiene siempre y dondequiera la misma
materia. No existen problemas eternos; los problemas son sentidos y
planteados por un determinado tipo de existencia. «Todo lo
transitorio es un mero símbolo»; esto mismo puede decirse de toda
filosofía auténtica, que es la expresión espiritual de una
existencia, la realización de posibilidades psíquicas en un mundo
de formas conceptuales, de juicios, de razones, unidas en la viva
realidad de un autor. Cada una de ellas, desde la primera hasta la
última palabra, desde el tema más abstracto hasta el rasgo de
carácter más personal, es un producto, un reflejo del alma en
el mundo, del reino de la libertad en el reino de la
necesidad, de la vida inmediata en la lógica espacial; y por lo
tanto es algo transitorio, con un ritmo y duración determinados.
Por eso hay en la elección de tema una rigurosa necesidad.
Cada época tiene el suyo, que es
significativo para ella y no para otra alguna. No
equivocarse en esto es lo que caracteriza al filósofo nativo. Lo
demás de la producción filosófica es insignificante, mera ciencia
especializada, tedioso montón de sutilezas sistemáticas y
conceptuales.
Por eso la filosofía característica
del siglo XIX: es sólo ética, sólo crítica social en el sentido
productivo, y nada más. Por eso sus representantes más eminentes,
si prescindimos de los prácticos, son los dramaturgos—-y esto
concuerda con la actividad fáustica—, junto a los cuales ningún
filósofo de cátedra significa nada con su lógica, su psicología o
su sistemática.
Estos insignificantes, estos simples
sabios son, empero, los que han escrito una y otra vez la historia de
la filosofía—y ¡que historia! ¡Mera colección de datos y
«resultados»!—; a ello justamente se debe el que nadie sepa hoy
lo que es historia de la filosofía y lo que debiera ser.
La profunda unidad orgánica en el
pensamiento de esta época no ha sido vislumbrada por nadie todavía.
Su núcleo filosófico puede, sin embargo, reducirse a una fórmula.
Preguntémonos hasta qué punto es Shaw el discípulo que
continúa y perfecciona a Nietzsche. Y advierto que esta relación
no tiene en mi pensamiento la menor ironía. Shaw es el único
pensador de altura que ha proseguido consecuente en la dirección del
verdadero Nietzsche, esto es, como critico productivo de la moral
occidental; y, por otra parte, ha sacado como poeta las últimas
consecuencias de Ibsen. En sus obras de teatro ha prescindido
del resto que aun quedaba de forma artística, convirtiéndolas en
discusiones prácticas.
Nietzsche ha sido en todo—cuando el
romántico rezagado que había en él no determina el estilo, el tono
y la actitud de su filosofía—un discípulo de los decenios
materialistas.
Lo que tan apasionadamente le atraía
en Schopenhauer, sin darse él cuenta y sin que nadie se haya dado
cuenta, era aquel elemento de la doctrina schopenhauerniana que
destruye la metafísica de gran estilo y parodia involuntariamente
al maestro Kant; me refiero a la conversión de los profundos
conceptos barrocos en nociones palpables y mecánicas. Kant habla,
en términos insuficientes—tras los cuales se oculta una
intuición poderosa, difícilmente accesible—, del mundo como
apariencia; Schopenhauer dice en cambio; el mundo como fenómeno
cerebral. Aquí se verifica la transformación de la filosofía
trágica en plebeyismo filosófico. Bastará citar un pasaje. En El
mundo como voluntad, y representación (II, cap. 19), dice: «La
voluntad, como cosa en sí, constituye la esencia interior,
verdadera, indestructible del hombre; pero en sí misma es,
sin embargo, inconsciente. Porque la consciencia está condicionada
por el intelecto y éste es un mero accidente de nuestro ser, porque
es una función del cerebro, el cual, con los nervios adyacentes y la
medula espinal, es un simple fruto, un producto y hasta un parásito
del organismo restante, por cuanto no actúa directamente en los
engranajes interiores, sino que sirve a los fines de la conservación,
regulando las relaciones del organismo con el mundo exterior.» Esta
es exactamente la concepción fundamental del materialismo más
mezquino. No en vano Schopenhauer, como antes Rousseau, habla
aprendido la teoría en los sensualistas ingleses. En ellos se
acostumbró a mal interpretar a Kant, en el espíritu de la
modernidad urbana, enderezada al
finalismo. El intelecto como instrumento de la voluntad de vivir
[140], como arma en la lucha por la existencia; eso que Shaw ha
llevado a la escena en forma grotesca [141], ese aspecto de
Schopenhauer es el que, al aparecer la obra capital de Darwin (1859),
hizo de él al punto el filósofo de moda. Al contrario de Schelling,
Hegel, Fichte, fue Schopenhauer el único, cuyas fórmulas
metafísicas penetraron sin dificultad en la clase media espiritual.
Su claridad, que tanto le enorgullecía, linda en cada instante con
la trivialidad. Le fue posible entonces, sin renunciar a esas
fórmulas envueltas en una atmósfera de profundidad y exclusivismo,
apropiarse toda la concepción civilizada del mundo. Su sistema es un
darwinismo anticipado, que se disfraza con el idioma kantiano y los
conceptos indios. En su libro La voluntad en la naturaleza (1835)
encontramos ya la lucha por prevalecer en la naturaleza, vemos ya al
intelecto humano considerado como el arma más eficaz en esa
lucha, hallamos ya el amor sexual concebido como selección
inconsciente [142], por intereses biológicos.
Esta es la opinión que Darwin, pasando
por Malthus, ha introducido con éxito irresistible en su
interpretación del mundo animal. Hay un hecho que demuestra el
origen económico del darwinismo, y es que este sistema, ideado en
vista de la semejanza entre los animales superiores y el hombre, no
se acomoda al mundo vegetal y degenera en verdaderas tonterías
cuando, con su tendencia voluntarista (selección, mimicry),
se aplica seriamente a las formas orgánicas primitivas
[143]. El darwinista entiende por demostración un
ordenamiento de los hechos, una explicación metafórica de los
hechos, que corresponde a su sentimiento fundamental histórico-
dinámico de «evolución». El «darwinismo», es decir, ese
conjunto de opiniones tan diferentes y a veces contradictorias,
que sólo tienen de común la aplicación del principio causal a lo
viviente, esto es, un método y no un resultado, era ya conocido con
todo detalle en el siglo XVIII. Rousseau defiende en 1754 la teoría
del hombre mono. Lo que Darwin ha hecho es solamente construir el
sistema manchesteriano, cuya popularidad se explica por su contenido
político latente.
Y aquí se revela la unidad espiritual
del siglo. Desde Schopenhauer hasta Shaw, todos, sin sospecharlo,
han dado forma al mismo principio. Todos van guiados
por ideas evolucionistas, incluso los que, como Hebbel, ignoran a
Darwin. Pero esas ideas evolucionistas no las toman en su
profunda acepción goethiana, sino en su mezquina acepción
civilizada, unas veces con el cuño biológico, otras con el
económico. La conversión de la cultura en civilización
hubo también de verificarse en la idea evolucionista, que
es íntegramente fáustica.
Y que, en oposición a la entelequia
aristotélica, concepto intemporal, revela un afán apasionado de
futuro infinito, una voluntad, un fin que representa a priori la
forma de nuestra intuición naturalista y no necesita ser antes
descubierta como principio, porque es inmanente al espíritu fáustico
y sólo a este. En Goethe la idea de evolución es sublime; en
Darwin, mezquina. En Goethe es orgánica; en Darwin, mecánica. En
Goethe es una experiencia íntima, un símbolo; en Darwin es
conocimiento y ley. En Goethe se llama realización interna; en
Darwin, «progreso». La lucha por la existencia, que Darwin no
percibió, sino que introdujo en la naturaleza, es la acepción
plebeya de ese sentimiento primario que en las tragedias de
Shakespeare mueve unas junto a otras las grandes realidades.
Lo que en Shakespeare es intuido íntimamente, sentido como el sino y
realizado en figuras, eso mismo es por Darwin concebido como nexo
casual y reducido a un sistema
superficial de finalidades. Y este
sistema, no aquel sentimiento primario, es el que sirve de base a los
discursos de Zaratustra, a la tragedia de Los aparecidos, al
problematismo del Anillo del Nibelungo. Sólo que Schopenhauer,
al que Wagner se mantuvo fiel, fue el primero de la serie y
percibió espantado su propio conocimiento—he aquí la raíz de su
pesimismo, cuya suprema expresión es la música del Tristán—,
mientras que los siguientes, Nietzsche sobre todo, se entusiasmaron
con él, a veces no sin violencia.
La ruptura de Nietzsche con
Wagner—último acontecimiento grandioso del espíritu
alemán—significa su cambio de maestro, su tránsito
inconsciente de Schopenhauer a Darwin; de la fórmula metafísica
a la fórmula fisiológica para uno y el mismo sentimiento cósmico;
de la negación a la afirmación. Ambos reconocen un mismo aspecto, a
saber: la voluntad de vivir, que es idéntica a la lucha por la
existencia. Pero Schopenhauer la niega y Nietzsche la afirma. En
«Schopenhauer como educador» la evolución significa todavía una
madurez interna; pero el superhombre es ya producto de una
evolución mecánica. Zaratustra nace éticamente por oposición
inconsciente a Parsifal; pero su origen artístico está determinado
por Parsifal y se debe a la rivalidad de los dos Mesías.
Mas Nietzsche fue también socialista
sin saberlo. No sus fórmulas, pero si sus instintos eran
socialistas, prácticos; iban dirigidos a la «salud fisiológica de
la humanidad», en la que Goethe y Kant nunca pensaron. El
materialismo, el socialismo, el darwinismo son inseparables; sólo en
la superficie y artificialmente pueden distinguirse. Por eso Shaw,
para obtener en el tercer acto de Hombre y superhombre—una, de las
obras más importantes y significativas al término de la época—
la fórmula propia de su socialismo, sólo necesita introducir una
pequeña modificación, bien consecuente por cierto, en las
tendencias de la moral de los señores y de la selección del
superhombre. Shaw, en esta obra, ha expresado— sin rodeos,
claramente, con la plena conciencia de una trivialidad—lo que las
partes no desarrolladas de Zaratustra debieron haber dicho
primitivamente con el teatralismo de Wagner y la nebulosidad
romántica. Basta con discernir las necesarias condiciones y
consecuencias practicas del pensamiento nietzscheano, implícitas en
la estructura de la vida pública actual. Nietzsche se mueve entre
fórmulas indeterminadas como «nuevos valores»,
«superhombre», «sentido de la
tierra», y evita o teme apretar y precisar la concepción. Shaw, en
cambio, lo hace. Nietzsche advierte que la idea darwinista del
superhombre evoca el concepto de crianza; pero se queda en palabras
sonoras. Shaw sigue preguntando—pues no tiene sentido el hablar de
ello, si no se quiere llevar a cabo—cómo ha de hacerse esta
crianza y llega a la conclusión de que hay que convertir la
humanidad en una yeguada. Esta, empero, es la consecuencia de
Zaratustra; sólo que Nietzsche no tuvo el valor de sacarla, aunque
fuera el valor del mal gusto. Cuando se habla de una
crianza intencionada— concepto perfectamente materialista y
utilitario—hay que contestar a estas preguntas:
¿Quién cría? ¿A quién cría?
¿Dónde y cómo se cría? Pero la aversión romántica de
Nietzsche a sacar las consecuencias sociales prosaicas;
su miedo a exponer los pensamientos poéticos a una
comprobación violenta de los hechos fríos, le indujeron a no decir
que toda su teoría, oriunda del darwinismo, supone también la
coacción socialista como medio; que a toda crianza o
educación sistemática de una clase de hombres superiores
debe preceder un orden social rigurosamente socialista; y que
esta idea
«dionisíaca»-— puesto que se trata
de una acción común y no de un asunto privado, ajeno a los
pensadores vivos—es una idea democrática, sea cual fuere la forma
en que se exprese.
Con esto llega a su cúspide la ética
dinámica del «tu debes». Para imponer al mundo la forma de su
voluntad, el hombre fáustico se sacrifica a sí mismo.
La crianza o educación del
superhombre es la consecuencia del concepto de selección. Desde que
Nietzsche escribió los Aforismos, fue discípulo inconsciente de
Darwin. Pero Darwin mismo había transformado la idea evolutiva del
siglo XVIII fundiéndola con las tendencias económicas que tomó de
su maestro Malthus y que proyectó en el mundo de los animales
superiores. Malthus había estudiado la industria fabril de
Lancaster. Todo este sistema, aplicado a los hombres en vez de a los
animales, se encuentra ya en la Historia de
¡a civilización inglesa, por Buckle
(1857).
Y asi resulta que la «moral de los
señores», la moral de ese último romántico, viene por extrañas
vías, muy características, empero, para el sentido de la
época y nace en el manantial de toda la modernidad espiritual,
en la atmósfera de la industria inglesa. El maquiavelismo, que
Nietzsche preciaba como manifestación del Renacimiento y cuyo
parentesco con el concepto darwinista de la mimicry no se debe
olvidar, es de hecho el tema del Capital de Marx—otro discípulo
famoso de Malthus—. La primera forma de esta obra fundamental del
socialismo político (no del ético), empezada a publicarse en 1867,
está en la Crítica de la economía política, que aparece al mismo
tiempo que el libro de Darwin. Tal es la genealogía de la «moral de
los señores». La «voluntad de potencial», vertida al idioma de la
realidad, de la política y de la economía, encuentra su expresión
más fuerte en Major Barbara, de Shaw.
Sin duda Nietzsche es como personalidad
la cumbre de esta serie de éticos; pero como pensador le alcanza
Shaw, el político de partido. La voluntad de potencia está hoy
representada por los dos polos de la vida pública, la
clase obrera y las grandes personalidades financieras y
cerebrales, mucho mejor que lo fuera antaño por un Borgia. El
millonario Underschaft, en esa excelente comedia de Shaw, es el
superhombre.
Pero Nietzsche, romántico, no hubiera
reconocido en él su ideal. Nietzsche habla sin cesar de una
transvaloración de todos los valores, de una filosofía del futuro,
es decir, ante todo del futuro europeo, no del futuro chino o
africano; pero cuando alguna vez sus pensamientos, perdidos en
lejanías dionisíacas, se condensan en formas palpables, la
voluntad de potencia se le presenta en la imagen del puñal y del
veneno, no en la de una huelga o en la de la energía del dinero. Sin
embargo, ha dicho una vez que la idea se le ocurrió en la guerra de
1870, viendo pasar los regimientos prusianos que marchaban al
combate.
El drama de esta época ya no es
poesía, en el viejo sentido, en el sentido de la cultura. Ahora es
una forma de la propaganda, un debate y una demostración; la escena
se considera como «un instituto moral». Nietzsche mismo propende a
dar a sus pensamientos una forma dramática. Ricardo Wagner ha
expuesto sus ideas sociales revolucionarias en su poema de los
Nibelungos, sobre todo en la primera concepción de 1850. Sigfredo,
pasando por numerosas influencias artísticas y extra-artísticas, es
todavía en la redacción definitiva del Anillo un símbolo de la
cuarta clase; el tesoro de Fafner simboliza el capitalismo; Brunilda,
la «mujer libre». La música de la selección sexual, cuya teoría,
el Origen de las especies, apareció en 1859, se encuentra justamente
en el tercer acto de Sigfredo y en Tristán. Y no
es fortuito el hecho de que Wagner,
Hebbel e Ibsen hayan emprendido casi al mismo tiempo la tarea de
dramatizar el tema de los Nibelungos. Hebbel, al conocer en París
los escritos de F. Engels, expresa su admiración (carta del 2
de abril de 1844) por haber concebido el principio social de la
época—que quería exponer entonces en un drama intitulado En un
tiempo cualquiera—del mismo modo que el autor del
manifiesto comunista; y cuando conoce por primera vez a Schopenhauer
(carta de 29 de marzo de
1857) le sorprende el parentesco de El
mundo como voluntad y representación con algunas
tendencias importantes que él había
expresado en su Holofernes y en Herodes y Mariene. El Diario de
Hebbel, cuya parte capital fue escrita entre 1835 y 1845, es una de
las mas profundas producciones filosóficas del siglo, sin que su
autor se haya dado cuenta de ello. A nadie le extrañaría encontrar
frases enteras suyas, textualmente, en Nietzsche, que no lo conoció
nunca y no lo alcanzó siempre.
Doy seguidamente un cuadro de la
filosofía real del siglo XIX, cuyo tema único y más característico
es la voluntad de potencia en forma civilizada, intelectual, ética
o social, como voluntad de vida, como fuerza vital, como
principio dinámico práctico, como concepto o en forma dramática.
Este periodo, que cierra Shaw, corresponde al «antiguo» de
350 a 250. Lo demás es, como dice
Schopenhauer, filosofía de profesores por profesores de filosofía:
1819.— Schopenhauer: «El mundo como
voluntad y representación». La voluntad de vivir puesta por primera
vez en el centro de todo, como realidad única («fuerza primaria»);
pero todavía, bajo la impresión del idealismo precedente, se
recomienda su negación.
1836.— Schopenhauer: «Sobre la
voluntad en la naturaleza». Anticipación del darwinismo, pero en
lenguaje metafísico,
1840.— Proudhon: «¿Qué es la
propiedad?» Fundamento del anarquismo.
A. Comte: «Curso de filosofía
positiva». La fórmula de orden y progreso.
1841.— Hebbel: «Judith». Primera
concepción dramática de la «mujer moderna» y del superhombre
(Holofernes).
Feuerbach: «La esencia del
cristianismo».
1844.— Engels: «Bosquejo de una
crítica de la economía nacional». Base de la concepción
materialista de la historia.
Hebbel: «María Magdalena». Primer
drama social.
1847.— Marx: «Miseria de la
filosofía». (Síntesis de Hegel y Malthus.) Estos años constituyen
la época decisiva, en la cual comienzan a predominar la
economía, la ética social y la biología.
1848.— Wagner: «La muerte de
Sigfredo». Sigfredo como revolucionario éticosocial; el tesoro de
Fafner, símbolo de capitalismo.
1850.— Wagner: «Arte y clima».
El problema sexual.
1850-1858.— Wagner, Hebbel e Ibsen
componen sus «Nibelungos».
1859.— Una coincidencia
simbólica. Darwin publica su «Origen de las especies por selección
natural» (aplicación de la economía a la biología), y
Wagner,
«Tristán e Isolda».
Marx: «Critica de la economía
política».
1863.— J. St. Mill:
«Utilitarismo».
1865.— Dühring: «El valor de la
vida». Rara vez citado, pero de gran influjo sobre la generación
inmediata.
1867.— Ibsen: «Brand».
Marx: «El capital».
1878.— Wagner: «Parsifal».
Primera conversión del materialismo en misticismo.
1879.— Ibsen: «Nora».
1881.— Nietzsche: «Aurora».
Tránsito de Schopenhauer a
Darwin.
La moral como fenómeno biológico.
1883.— Nietzsche: «Asi habló
Zaratustra». La voluntad de potencia, pero en traje
romántico.
1886.— Ibsen; «Rosmersholm».
(Los hombres nobles.)
Nietzsche: «Más allá del bien y del
mal».
1887-1888.— Strindberg: «Padre» y
«Señorita Julia».
1890.— Se acerca la conclusión
de la época. Obras religiosas
de Strindberg; obras simbolistas de
Ibsen.
1896.— Ibsen: «Juan Gabriel
Borkmann». El superhombre.
1898.— Strindberg: «Hacia
Damasco».
A partir de 1900, las últimas
producciones.
1903.— Weininger: «Sexo y
carácter». El único ensayo serio de resucitar a Kant, dentro de
esta época, poniéndolo en relación con Wagner e Ibsen.
1903— Shaw: «Hombre y
superhombre». Ultima síntesis de Darwin y Nietzsche.
1905.— Shaw: «Major Barbara».
El tipo del superhombre retrotraído a su origen
económicopolitico.
Asi, tras el período metafísico,
queda agotado igualmente el periodo ético. El socialismo ético,
preparado por Fichte, Hegel, Humboldt, llegó a su grandeza pasional
hacia la mitad del siglo XIX. Al término de este siglo había pasado
ya el estadio de las repeticiones. El siglo XX conserva la palabra
socialismo; pero en lugar de una filosofía ética que sólo a los
epígonos les parece incompleta, pone una práctica de problemas
económicos actuales. La emoción ética del Occidente seguirá
siendo «socialista»; pero su teoría ha dejado de ser problema.
Resta la posibilidad de un tercero y último periodo en la filosofía
occidental: el de un escepticismo fisiognómico.
El secreto del universo aparece
sucesivamente como problema de conocimiento, problema de valor,
problema de forma. Kant veía la ética como objeto de conocimiento;
el siglo XIX veía el conocimiento como objeto de valoración; el
escéptico considera ambas cosas simplemente como expresión
histórica de una cultura.
[60] Véase parte I, tomo I, págs. 151
y siguiente. [61] Véase parte I, tomo I, pág. 195.
[62] Los idiomas primitivos no
constituyen una base para los procesos abstractos del pensamiento. Al
comienzo de cada cultura verifícase una transformación interna del
cuerpo lingüístico vigente, que le capacita para los más
elevados problemas simbólicos del desarrollo cultural. Así, al
mismo tiempo que el estilo románico nacen en Europa el alemán
y el inglés, derivados de los
idiomas germánicos y el francés, el italiano, el español,
derivados de la lingua rustica que se hablaba en las provincias
romanas; y estos idiomas, a pesar de tener tan diferente origen,
encierran todos un mismo contenido metafísico.
[63] Véase pág. 70.
[64] Véase parte I, tomo I, pág. 261.
[65] Pensamiento, coraje, apetito.—
N. del T.
[66] El entendimiento, el apetito, el
coraje. N. del T.
[67] La razón. N. del T.
[68] Véase parte II, cap. III, núm.
8. [69] Véase parte II, cap. III, núm. 10. [70] Soplo, espíritu.
N. del T.
[71] Cuerpo psíquico y cuerpo
neumático.— N. del T.
[72] Véase De Boer: Geschichte der
Philosophie im Islam [Historia de la filosofía en el
Islam], 1901, págs. 93 y 108.
[73] Windelband: Geschichte der neueren
Philosophie [Historia de la filosofía moderna],
1910,1, pág. 208, y en el libro Kultur
der Gegenwart [Cultura del presente], editado por
Hinneberg, I, V (1914), pág. 484.
[74] Véase parte II, cap. III, núm.
10.
[75] Si, pues, en este litro, el
tiempo, la dirección y el sino afirman su primacía sobre el espacio
y la causalidad, no es porque haya pruebas lógicas que lo
demuestren, sino porque las tendencias—inconscientes—del
sentimiento vital se procuran pruebas en su favor. El origen de los
pensamientos filosóficos no es nunca otro.
[76] Véase parte I, tomo I, pág. 304.
[77] Véase parte II, cap. III, num. 18.
[78] «Hijo del hombre» es una
traducción falsa y engañosa de barnasha. Lo que se quiere expresar
aquí no es la relación filial, sino la compenetración con la
planicie humana.
[79] ¤y¡lv y boælomai significan
tener el propósito de, el deseo de, estar inclinado a; boæl®
significa consejo, plan; no hay substantivo derivado de ¤y¡lv.
Voluntas no es un concepto psicológico; tiene el sentido práctico
romano de la potestas y la virtus; es una
denominación que indica una
disposición práctica, externa y visible, la gravedad de una
realidad humana. Nosotros empleamos en tales casos la palabra
energía. La voluntad de Napoleón y la energía de Napoleón son
cosas muy diferentes—como, por ejemplo, la fuerza ascensional y
el peso—. No debe confundirse la inteligencia dirigida hacia
afuera— que distingue a los romanos, hombres civilizados, de los
griegos, hombres cultos—con lo que aquí llamamos voluntad.
César no es un hombre de voluntad, en el sentido de
Napoleón. Característico es el lenguaje del derecho romano, que
mejor que la poesía revela con espontaneidad el sentimiento
fundamental del alma romana. El propósito se dice animus
(animus occidendi), el deseo que se endereza a lo punible, dolus, por
oposición a la involuntaria lesión del derecho (culpa). Voluntas no
aparece como expresión técnica.
[80] El alma china «peregrina por el
mundo»: tal es el sentido de la perspectiva pictórica en el Asia
oriental; su punto de convergencia es el centro del cuadro,
no el fondo. La perspectiva somete las cosas al yo, que las
concibe ordenándolas. La negación del fondo en perspectiva por los
antiguos significa la falta de «voluntad», de pretensión de
dominio sobre el mundo. A la perspectiva china, como también a la
técnica china, le falta la energía de dirección (parte II, cap. V,
núm. 6). Por eso, a la poderosa tendencia a la profundidad, que
caracteriza nuestra pintura de paisaje, opongo yo la perspectiva
asiática del tao, que expresa claramente en el cuadro un cierto
sentimiento cósmico.
[81] Es claro que el ateísmo no
constituye una excepción. Cuando el materialista o darwinista
habla de «la naturaleza», que ordena las cosas con finalidad, que
selecciona, que produce o aniquila algo, no hace mas que seguir el
deísmo del siglo XVIII, cambiando de palabra, pero conservando
intacto el mismo sentimiento cósmico.
[82] La considerable participación que
han tenido los sabios jesuitas en el desarrollo de la física teórica
no debe olvidarse. El P. Boscovich fue el primero que, superando a
Newton, creó un sistema de las fuerzas centrales (1759). En el
jesuitismo, la identificación de Dios con el espacio puro es más
sensible aún que en el jansenismo de Port-Royal, con el que
estuvieron en estrecha relación los matemáticos Pascal y Descartes.
[83] Lutero colocó en el centro de la
moral la actividad práctica—lo que Goethe llamaba las «exigencias
de cada día»—, Y ésta es la razón fundamental que explica por
qué el protestantismo impresiona tan fuertemente las naturalezas
profundas. Las «obras piadosas», a las que falta esta energía de
dirección, que aquí hemos definido, pasan necesariamente al segundo
término. Su valoración preeminente revela, como el Renacimiento, un
resto de sentimiento meridional. He aquí la razón moral
profunda que explica el creciente menosprecio de la vida
monástica. En la época gótica, la entrada en el claustro, la
renuncia a toda solicitud, a toda actividad, a toda voluntad era un
acto de máxima valía moral, era el sacrificio más grande que
podía imaginarse, el sacrificio de la vida. Pero en la época
barroca los mismos católicos ya no sienten así. Lugar no de
renuncias, sino de inactivo goce, el claustro ha caído, víctima
del espíritu que se manifiesta en la época de la
ilustración.
[84] Prñsvpon; significa, en el
griego antiguo, rostro, y más tarde, en Atenas, careta.
Aristóteles no conoce aun la significación de «persona», que
acaba por tener esta palabra. La expresión jurídica de «persona»,
que primitivamente designa la máscara teatral, es la
que en la época imperial transmite al
prñsvpon griego el sentido preciso romano. Véase R. Hirzel: Die
person 1914. págs. 40 y siguiente.
[85] Templanza armoniosa, bondad y
belleza, ecuanimidad.—Nota del traductor.
[86] Animal político.—N. del T.
[87] Véase parte I, tomo I, pág. 199.
[88] Véase W. Creizenach: Geschichte
des neueren Dramas [Historia del drama moderno]
11(1918), págs. 346 y siguientes.
[89] Remedo no de los hombres, sino de
la práctica y de la vida. N. del T. [90] Véase págs. 73, 74 y 80,
81.
[91] Véase parte I, volumen I, págs.
219 y siguientes. [92] Fatalidad.—N. del T.
[93] Véase parte I, tomo I, pág. 198.
[94] Corresponde esto al cambio de
significación sufrido por los términos «antiguos» pathos y
passio. Este último se formó en la época imperial, según el
modelo del primero, y ha conservado su sentido original en la Pasión
de Cristo. En la época primitiva del gótico es cuando se verifica
el cambio en el sentimiento de la significación; ello acontece en la
orden franciscana y en los discípulos de Joaquín de Floris.
Finalmente, la voz passio, como expresión de conmociones
profundas que tienden a descargar, designa el dinamismo
psíquico en general, con el sentido de energía de la voluntad y de
la dirección, la palabra passio fue vertida al alemán
(«Leidenschaft») en 1647, por Zesen.
[95] Los misterios de Eleusis no eran
un secreto. Todo el mundo sabía lo que pasaba en ellos. Pero
producían en los fieles una misteriosa emoción y se
consideraba que el reproducir fuera del templo sus formas sagradas
era profanarlas, «delatarlas». Véase sobre esto y lo que sigue A
Dieterich, Kleine Schriften [Pequeños tratados], 1911, págs. 414 y
siguientes.
[96] Véase parte II, cap. III, núm.
17.
[97] Los sátiros eran machos cabrios;
Sileno, el primer bailarín, llevaba una cola de caballo. Pero los
pájaros, las avispas, las ranas de Aristófanes, aluden quizá a
otros disfraces.
[98] Esto sucede en la misma época en
que Policleto da a la plástica la victoria sobre la pintura al
fresco. Véase pág. 101.
[99] El cuadro escénico imaginado por
los tres grandes trágicos podría quizá compararse con la evolución
estilística de los frontones de Egina, Olimpia y el Partenón.
[100] Repetimos una vez más que la
«pintura de sombras» entre los griegos— Zeuxis, Apolodoro—sirve
para modelar los cuerpos de manera que produzcan a la vista un efecto
plástico. De ningún modo se propone con las sombras reproducir un
espacio iluminado. El cuerpo está «sombreado», pero no lanza
sombra, ninguna.
[101] La gran masa de los
socialistas cesaría inmediatamente de serlo si pudiera
comprender, aunque fuese de lejos, el socialismo de los nueve o
diez hombres que lo conciben hoy en sus últimas consecuencias
históricas.
[102] Véase págs. 38 y siguientes.
[103] Véase volumen I, pág, 110 y
siguientes.
[104] El número de las estrellas que
aparecen en el telescopio, cuando se aumenta progresivamente la
fuerza de éste, disminuye rápidamente en los bordes.
[105] La embriaguez de las grandes
cifras es una emoción característica que sólo conoce el hombre de
Occidente. En la civilización actual desempeña una función
preeminente ese símbolo, la pasión por sumas gigantescas,
por medidas infinitamente pequeñas e infinitamente grandes,
por record y estadísticas de todo género.
[106] En el segundo milenio antes de
Jesucristo navegaban desde Islandia y el mar del Norte por el cabo
Finisterre hasta Canarias y el África occidental. Las leyendas
griegas acerca de la Atlántida conservan un recuerdo de estas
comarcas. El imperio de Tartessos, en la desembocadura del
Guadalquivir, parece haber sido el centro de estos tráficos. Véase
L. Frobenius: -Das unbekannte África [El África desconocida], pág.
139. Alguna relación con estos pueblos debieron sin duda mantener
los «pueblos del mar», enjambres de Wikings que, tras larga
peregrinación por tierra, en dirección hacia el Sur, se
construyeron naves en el mar Egeo y en el Negro y desde la época de
Ramsés II (1292-1225) aparecieron frente a Egipto. La forma de sus
barcos, que conocemos por los relieves egipcios, es totalmente
diferente de los egipcios y fenicios; acaso se parecía a las naves
que César vio usar a los Venetas de Bretaña. Un ejemplo posterior
de estos avances nos los dan los Waregos en Rusia y Constantinopla.
Es de esperar que pronto obtengamos un conocimiento más preciso de
estas corrientes migratorias.
[107] Véase parte II, cap. V, núm. 6.
[108] Véase parte II, cap. II, núm.
18, y cap. IV, núm. 6. [109] Véase parte II, cap. I, núm. 16.
[110] «Griego» significa aquí el
adicto a los cultos sincretísticos.
[111] Nos referimos aquí
exclusivamente a la mora! consciente, religioso-filosófica, a la
moral conocida, enseñada, practicada, no al ritmo racial de la vida,
la, «costumbre», que es inconsciente. Aquélla se mueve entre los
conceptos espirituales de virtud y pecado, bueno y malo; ésta entre
los ideales de la sangre, honor, fidelidad, valentía y las
decisiones del sentimiento rítmico de lo distinguido y lo ordinario.
Véase sobre Esto parte II, cap. IV, núm. 3.
[112] Indiferencia.-N. del T.
[113] Después de lo que hemos dicho
sobre la falta de palabras bien significativas para traducir a los
idiomas antiguos «voluntad» y «espacio» y sobre la
significación de tal laguna, no será de extrañar que ni en griego
ni en latín pueda reproducirse con exactitud la distancia entre acto
y actividad.
[114] El camino hacía arriba y hacia
abajo.— N. del T.
[115] Véase parte II, cap. II, núm.
9.
[116] «El que tenga oídos, que
oiga.» Este no es un imperativo. No es asi como ha
comprendido su misión la Iglesia de Occidente. La «buena nueva» de
Jesús, de Zaratustra, de Mani, de Mahoma, de los neoplatónicos y de
todas las religiones mágicas vecinas, son beneficios misteriosos que
se conceden, pero no se imponen. El cristianismo primitivo, habiendo
ingresado en el mundo antiguo, se limitó a imitar la misión
de los estoicos posteriores que hacía tiempo se habían transformado
en el sentido mágico. Es posible que San Pablo dé la impresión
de importuno e insistente, como la daban a veces los
predicadores estoicos, a juzgar por la literatura de la época; pero
nunca se produce en forma imperativa. A esto puede añadirse un
ejemplo algo heterogéneo, pero pertinente; los médicos de
estilo mágico ponderan sus arcanos misteriosos; en cambio los
médicos occidentales confieren a su ciencia vigor de ley (ley de
vacunación, inspección de carnes, etc.).
[117] Véase tomo I, pág. 310. Y en
este tomo, pág. 11 y siguientes. [118] Véase parte II, cap. III,
núm. 15.
[119] Virtud.-N. del T.
[120] Véase parte II, cap. II, núm.
4.
[121] El primero se funda en el sistema
ateísta de Sankhya; el segundo, en la sofística, por intermedio de
Sócrates; el tercero, en el sensualismo inglés.
[122] Véase parte II, cap, IV, núm.
5.
[123] sólo algunos siglos después
produjo la concepción budista de la vida—que no reconoce
ni Dios ni metafísica—una religión de FeIlahs, volviendo a la
teología bramánica, fosilizada, y a los viejos cultos populares.
Véase parte II, cap. III, núms. 19 y 20.
[124] Claro está que cada cultura
tiene su propia especie de materialismo, condicionada en todas sus
partes por su sentimiento cósmico.
[125] Habría que decir, además, con
qué cristianismo, si con el de los Padres de la Iglesia o con el de
las Cruzadas, pues son dos religiones diferentes bajo el mismo manto
dogmático- cultural. Igual incapacidad para la fina psicología
revela la comparación, hoy tan frecuente, entre el socialismo actual
y el cristianismo primitivo.
[126] Placer.-N. del T.
[127] Adviértase la notable semejanza
de muchos bustos romanos con las caras de los americanos actuales,
hombres de acción, o también —aunque no tan
claramente—con algunos retratos egipcios del imperio nuevo. Véase
parte II, cap. II, núm. 5.
[128] Edad u hora crítica.—N. del T.
[129] Véase parte II, cap. II, núm. 5. [130] Los muchos.—N. del
T.
[131] P. Wendland: Die
hellenistische-römische Kultur [La cultura helenístico-romana],
1912, pág. 75.
[132] Véase parte II, cap. III, núm.
14. [133] Véase parte II, cap. III, núm. 7.
[134] Sobre todo lo que sigue véase mi
obra Preussentum und Socialismus [Prusianismo y socialismo], pág.
23.
[135] Véase parte II, cap. III, núms.
15 y 19.
[136] Quizá el estilo extraño de
Heráclito— oriundo de una familia sacerdotal del templo de
Efeso—sea un ejemplo de la forma en que se transmitía oralmente la
vieja sabiduría órfica.
[137] Véase parte II, cap. III, núm.
12.
[138] Este es el aspecto escolástico
del período posterior. El aspecto místico, que no está muy lejos
de Pitágoras y de Leibnitz, llega a su cumbre con Platón y Goethe,
y desde Goethe se vierte sobre los románticos, Hegel y Nietzsche. El
aspecto escolástico, que había
agotado sus problemas, decae
después de Kant- y de Aristóteles—en una filosofía de
cátedra, elaborada en el sentido de una ciencia especializada.
[139] Nuevos Paralipomena, § 656.
[140] También se encuentra en él el
moderno pensamiento de que los actos vitales inconscientes,
instintivos, cumplen sus fines a la perfección, mientras que
el intelecto vacila, tantea, y sólo por casualidad acierta. Tomo
II, cap. XXX.
[141] En Hombre y superhombre.
[143] En el capitulo «Sobre la
metafísica del amor sexual» (II, 44) se anticipa en toda su
amplitud la idea de la selección como medio para conservar la
especie.
[144] Véase parte II, cap. I, núm. 8.