OSWALD SPENGLER
LA DECADENCIA DE OCCIDENTE
(Tomo 1)
BOSQUEJO DE UNA MORFOLOGÍA DE LA
HISTORIA UNIVERSAL
TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN POR
MANUEL G. MORENTE
ESPASA – CALPE, S. A.
MADRID
1966
PROEMIO
En los últimos años se oye por
dondequiera un monótono treno sobre la cultura fracasada y
concluida. Filisteos de todas las lenguas y todas las
observancias se inclinan ficticiamente compungidos sobre el cadáver
de esa cultura, que ellos no han engendrado ni nutrido. La guerra
mundial, que no ha sido tan mundial como se dice, parece ser el
síntoma y, al par, la causa de la defunción.
La verdad es que no se comprende cómo
una guerra puede destruir la cultura. Lo mas a que puede aspirar el
bélico suceso es a suprimir las personas que la crean o transmiten.
Pero la cultura misma queda siempre intacta de la espada y el plomo.
Ni se sospecha de qué otro modo pueda sucumbir una cultura que no
sea por propia detención, dejando de producir nuevos pensamientos y
nuevas normas. Mientras la idea de ayer sea corregida por la idea de
hoy, no podrá hablarse de fracaso cultural.
Y, en efecto, lejos de existir
éste, acontece que, al menos la ciencia, experimenta en
nuestros días un incomparable crecimiento de vitalidad. Desde 1900,
coincidiendo peregrinamente con la fecha inicial del nuevo
siglo, comienzan a elevarse sobre el horizonte intelectual
pensamientos de nueva trayectoria. Esporádicamente, sin percibir su
radical parentesco, aparecen en unas y otras ciencias teorías que
se caracterizan por disentir de las dominantes en el siglo XIX y
lograr su superación. Nadie hasta ahora se había fijado en que
todas esas ideas que se hallan en su hora de oriente, a pesar de
referirse a los asuntos mas disparejos, poseen una fisonomía común,
una rara y sugestiva unidad de estilo.
Desde hace tiempo sostengo en mis
escritos que existe ya un organismo de ideas peculiares a este siglo
XX que ahora pasa por nosotros. La ideología del siglo XIX, vista
desde ese organismo, parece una pobre cosa tosca, maniática,
imprecisa, inelegante y sin remedio periclitada.
Esto, que era en mis escritos poco mas
que una privada afirmación, podrá recibir ahora una prueba
brillante con la Biblioteca de Ideas del siglo XX.
En ella reúno las obras más
características del tiempo nuevo, donde principian su vida
pensamientos antes no pensados. Desde la matemática a la estética y
la historia, procurará esta colección mostrar el nuevo espíritu
labrando su miel futura sobre toda la flora intelectual. Claro es que
tratándose de una ideología en plena mocedad no podrá pedirse que
existan ya tratados clásicos donde aparezca con una perfección
sistemática. Es más, algunos de estos libros contienen, junto a las
ideas de nuevo perfil, residuos de la antigua manera, y como las
naves al ganar la ribera, mientras hincan ya la proa en la arena aun
se hunde su timón en la marina.
El libro de Oswald Spengler, la
Decadencia de Occidente, es, sin disputa, la peripecia intelectual
más estruendosa de los últimos años. El primer tomo se publicó en
julio de
1918: en abril de 1922 se habían
vendido en Alemania 53.000 ejemplares, y en la misma fecha se
imprimían 50.000 del segundo tomo. No hay duda de que influyeron en
tal fortuna la ocasión y el título.
Alemania derrotada sentía una
transitoria depresión que el título del libro venía a
acariciar, dándole una especie de consagración ideológica.
Sin embargo, conforme el tiempo
avanzaba se ha ido viendo que la obra de Spengler no necesitaba
apoyarse en la anecdótica coincidencia con un estado fugaz de
la opinión pública alemana.
Es un libro que nace de profundas
necesidades intelectuales y formula pensamientos que latían en el
seno de nuestra época.
Hasta tal punto es asi, que una de las
graves faltas del estilo de Spengler es presentar como exclusivas
y propias suyas ideas que, con más o menos mesura, habían
sido expresadas antes por otros. Puede decirse que casi todos
los temas fundamentales de Spengler le son ajenos, si bien es
preciso reconocer que ha adquirido sobre ellos el derecho de
cuño. Spengler es un poderoso acuñador de ideas, y quienquiera
penetre en las tupidas páginas de este libro se sentirá sacudido
una y otra vez por el eléctrico dramatismo de que las ideas se
cargan cuando son fuertemente pensadas.
¿Qué es la obra de Spengler? Ante
todo una filosofía de la historia. Los que siguen la publicación de
esta biblioteca habrán podido advertir que la física de Einstein y
la biología de Uxküll coinciden, por lo pronto, en un rasgo que
ahora reaparece en Spengler y más tarde veremos en la nueva
estética, en la ética, en la pura matemática. Este rasgo, común a
todas las reorganizaciones científicas del siglo XX, consiste
en la autonomía de cada disciplina. Einstein quiere hacer una
física que no sea matemática abstracta, sino propia y puramente
física. Uxküll y Driesch bogan hacia una biología que sea sólo
biología y no física aplicada a los organismos.
Pues bien; desde hace tiempo se aspira a una interpretación
histórica de la historia. Durante el siglo XIX se seguía una
propensión inversa: parecía obligatorio deducir lo histórico de
lo que no es histórico. Así, Hegel describe el desarrollo de los
sucesos humanos como resultado automático de la dialéctica
abstracta de los conceptos; Buckle, Taine, Ratzel, derivan la
historia de la geografía; Chamberlain, de la antropología; Marx, de
la economía. Todos estos ensayos suponen que no hay una realidad
última y propiamente histórica.
Por otra parte, los historiadores de
profesión, desentendiéndose de aquellas teorías, se limitan a
coleccionar los «hechos» históricos. Nos refieren, por ejemplo, el
asesinato de César. Pero ¿«hechos» como éste son la realidad
histórica? La narración de ese asesinato no nos descubre una
realidad, sino, por el contrario, presenta un problema a nuestra
comprensión. ¿Qué significa la muerte de César? Apenas
nos hacemos esta pregunta caemos en la cuenta de que su muerte es
sólo un punto vivo dentro de un enorme volumen de realidad
histórica: la vida de Roma. A la punta del puñal de Bruto sigue su
mano, y a la mano el brazo movido por centros nerviosos donde actúan
las ideas de un romano del siglo I a. de J. Pero el siglo I no es
comprensible sin el siglo II, sin toda la existencia romana desde los
tiempos primeros. De este modo se advierte que el «hecho» de la
muerte de César sólo es históricamente real, es decir, sólo es lo
que en verdad es, sólo esta completo cuando aparece como
manifestación momentánea de un vasto proceso vital, de un fondo
orgánico amplísimo que es la vida toda del pueblo romano. Los
«hechos» son sólo datos, indicios, síntomas en que aparece la
realidad histórica. Esta no es ninguno de ellos, por lo mismo que es
fuente de todos. Más aún: qué «hechos» acontezcan depende, en
parte, del azar. Las heridas de César pudieron no ser
mortales. Sin embargo, la significación histórica del atentado
hubiera sido la misma.
Quiero decir que la realidad histórica
latente de que el acto de Bruto surgió, como la fruta en el árbol,
permanece idéntica más allá de la zona de los «hechos»—piel de
la historia— en que la casualidad interviene. En este sentido es
preciso decir que la realidad histórica no sólo es fuente de los
«hechos» que efectivamente han acontecido, sino también de otros
muchos que con otro coeficiente de azar fueron posibles. ¡De tal
modo rebosa la realidad histórica el área superficial de los
«hechos»!
No basta, pues, con la historia de los
historiadores. Spengler cree descubrir la verdadera substancia, el
verdadero «objeto» Histórico en la «cultura». La«cultura»,
esto es, un cierto modo orgánico de pensar y sentir, sería, según
él el sujeto, el protagonista de todo proceso histórico. Hasta
ahora han aparecido sobre la tierra varios de estos seres propiamente
históricos. Spengler enumera hasta nueve culturas, cuya existencia
ha ido sucesivamente llenando el tiempo histórico. Las «culturas»
tienen una vida independiente de las razas que las llevan en si. Son
individuos biológicos aparte. Las culturas son plantas—dice—.
Y, como éstas, tienen su carrera vital predeterminada. Atraviesan la
juventud y la madurez para caer inexorablemente en decrepitud.
Estamos hoy alojados en el ultimo
estadio—en la vejez, consunción o «decadencia»— Untergang—
de una de estas culturas: la occidental. De aquí el titulo del
libro.
La riqueza y problematismo de las ideas
spenglerianas impide que yo ahora intente ni un resumen ni una
crítica. En otro lugar espero ocuparme largamente de esta obra, ya
que su presente versión me permitirá darla por conocida de los
lectores hispanoamericanos.
Sólo añadiré dos palabras sobre esta
traducción: El señor García Morente ha hecho un enorme y cuidadoso
esfuerzo para conseguir transvasar al odre castellano la prosa de
Spengler. El estilo del autor, su terminología son tan bravamente
tudescos, que no era empresa dulce hallar sus equivalencias
españolas. Yo mismo he colaborado un poco en la dura faena de esta
versión.
Hoy, al ofrecerla al público, me
complace, sin embargo, pensar que sin hallarse exenta de defectos,
esta adaptación del libro alemán conserva fielmente el sentido y
aun el gesto literario del original sin perder nada de su claridad.
Cuando ésta falta puede el lector estar seguro de que no sobra en el
texto alemán, y si alguna frase es equívoca en español, lo es
también, y con idéntica ambigüedad, en tudesco.
La edición Alemana forma dos tomos tan
gruesos y compactos que ha parecido mejor repartir cada uno de ellos
en dos volúmenes. El presente corresponde, pues, a la primera parte
del primer tomo. La obra íntegra contará cuatro volúmenes
en esta edición castellana.
José Ortega y Gasset.
Cuando, en lo infinito, lo idéntico
A compás eternamente fluye, La bóveda
de mil claves
Encaja con fuerza unas en otras.
Brota a torrentes de todas las cosas la
alegría de vivir,
De la estrella más pequeña, como de la más grande,
De la estrella más pequeña, como de la más grande,
Y todo afán, toda porfía
Es paz eterna en el seno de Dios,
Nuestro Señor.
Goethe.
PRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN ALEMANA
Habiendo llegado al término de este
libro, que empezó siendo un breve bosquejo y se ha convertido, al
cabo de diez años, en una obra de conjunto, cuya extensión ha
superado todas mis previsiones, cúmpleme volver la mirada hacia
atrás y explicar cuáles han sido mis propósitos, qué es lo que he
conseguido, cómo lo he hallado y cuál es la actitud que hoy
mantengo.
En la Introducción a la edición de
1918—un fragmento en lo externo como en lo interno— hube de decir
que, a mi entender, este libro contenía la fórmula de un
pensamiento que, una vez expuesto, no podría ser atacado. Pero
hubiera debido decir: una vez comprendido. En efecto, para ello hace
falta, según voy viendo—y no sólo en este caso, sino en general
en la historia del pensamiento—, una nueva generación, que nazca
con las disposiciones necesarias.
Dije también entonces que se trataba
de un primer ensayo, con los defectos inherentes a todos los ensayos,
incompleto y no exento seguramente de contradicciones internas.
Esta observación no ha sido tomada tan
en serio como fue hecha, ni mucho menos. El que haya penetrado hasta
las raíces más profundas del pensamiento vivo sabrá que no nos es
dado conocer sin contradicción los últimos fundamentos de la vida.
Un pensador es un hombre cuyo destino consiste en representar
simbólicamente su tiempo por medio de sus intuiciones y conceptos
personales. No puede elegir. Piensa como tiene que pensar, y lo
verdadero para él es, en último término, lo que con él ha nacido,
constituyendo la imagen de su mundo. La verdad no la construye él,
sino que la descubre en sí mismo. La verdad es el pensador mismo; es
su esencia propia, reducida a palabras, el sentido de su
personalidad, vaciado en una doctrina. Y la verdad es inmutable para
toda su vida, porque es idéntica a su vida. Lo único necesario es
este simbolismo, vaso y expresión de la historia humana. La labor
filosófica profesional es superflua y sólo sirve para alargar las
listas bibliográficas.
Así, pues, el núcleo de lo que he
encontrado, sólo puedo calificarlo de «verdadero», es decir, de
verdadero para mí y, según creo, también para los espíritus
directores del futuro; pero no de verdadero «en sí», esto es,
independientemente de las condiciones impuestas por la sangre y por la historia, pues tales
«verdades» no existen. Mas lo que escribí en la tormentosa
impetuosidad de aquellos años era sin duda una manifestación muy
imperfecta de lo que aparecía claramente ante mis ojos; y en los
años siguientes ha consistido mi labor en ordenar los hechos y en
dar a la expresión verbal de mis pensamientos la forma más
penetrante que me ha sido posible conseguir.
Nada se acaba nunca plenamente; la vida
misma no se acaba hasta la muerte. Pero he vuelto sobre las partes
más antiguas del libro, y he intentado elevarlas a la misma altitud
de exposición intuitiva a que hoy he llegado. Y ahora me despido
definitivamente de este trabajo, con sus esperanzas y sus
decepciones, sus cualidades y sus defectos.
El resultado ha sido feliz para mi, y
también para otros, a juzgar por los efectos que comienzan
lentamente a producirse en amplias esferas del saber. Por eso debo
acentuar con energía los limites que me he impuesto yo mismo en este
libro. No se busque todo en él. Sólo contiene un aspecto de lo que
tengo ante mis ojos, una visión nueva de la historia y sólo de
ella, una filosofía del sino, la primera de su clase.
Es intuitivo en todas sus partes. Está
escrito en un lenguaje que trata de reproducir con imágenes
sensibles las cosas y las relaciones, en lugar de
substituirlas por series de conceptos.
Se dirige solamente a aquellos lectores
que saben también dar vida a los sonidos verbales y a las imágenes.
Esto es difícil, ciertamente, sobre todo cuando la veneración del
misterio— la veneración de Goethe—nos impide trocar las
intuiciones profundas por los análisis de conceptos.
Se ha clamado sobre el pesimismo de mi
libro. Es el clamor de los eternos rezagados, que persiguen cuantos
pensamientos se brindan a los que en la vanguardia buscan la senda
del futuro. Pero yo no he escrito para los que toman por una hazaña
el cavilar sobre la esencia de las hazañas. El que define no sabe lo
que es el sino.
Comprender el mundo es, par mí, estar
a la altura del mundo. Esencial es la dureza de la vida, no el
concepto de la vida, como enseña la filosofía a lo avestruz del
idealismo. El que no se deje deslumbrar por los conceptos, no tendrá
la sensación de que esto sea pesimismo. Los demás no me preocupan.
Para los lectores serios que quieran tener una visión, no una
definición, de la vida, he citado en nota algunas obras que no
tenían cabida en el texto, dada su forma harto concisa, y que podrán
orientarles sobre temas de nuestro conocimiento que se hallan algo
apartados.
Para terminar, no puedo por menos de
citar de nuevo los nombres de los dos espíritus a quienes debo casi
todo: Goethe y Nietzsche. De Goethe es el método; de Nietzsche, los
problemas. Y para reducir a una fórmula mi relación con los dos
citados, diré que yo he convertido en visión panorámica lo que era
en ellos una perspectiva fugaz. Goethe, empero, fue, por su modo de
pensar, un discípulo de Leibniz, sin saberlo.
De suerte que este caudal de ideas que,
para mi propia sorpresa, se me ha venido a las manos, me aparece como
algo que, a pesar de la miseria y el asco de estos últimos años,
quiero designar, orgulloso, con el nombre de: una filosofía alemana.
Blankenburgo, en el Harz, diciembre de
1922.
Oswald Spengler.
PRÓLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN ALEMANA
Este libro, resultado de tres años de
labor, estaba ya terminado en su primera redacción cuando estalló
la gran guerra. Hasta la primavera de 1917 seguí corrigiéndolo,
añadiendo detalles y aclarando algunas de sus partes. Las
coyunturas tan extraordinarias de estos últimos tiempos han ido
demorando su publicación.
Aun cuando trata de una filosofía
general de la historia, constituye, sin embargo, un comentario, en
sentido profundo, a la gran época bajo cuyo signo hanse formado sus
ideas directrices.
El título, decidido desde 1912,
designa con estricta terminología, y correspondiendo a la decadencia
u ocaso de la «antigüedad», una fase de la historia universal que
comprende varios siglos y en cuyos comienzos nos encontramos al
presente.
Los acontecimientos han confirmado
mucho y no han refutado nada de lo que digo. Más bien han revelado
que estas ideas tenían que surgir precisamente ahora y en Alemania,
y que la guerra misma era uno de los supuestos necesarios para que se
llegase a predecir en sus menores rasgos la nueva imagen del mundo.
Trátase, en efecto, según mi
convicción, no de una filosofía más, como hay tantas posibles,
fundadas y justificadas sólo por la lógica, sino de la filosofía
de nuestro tiempo, filosofía en cierta manera espontánea y
presentida confusamente por todos. Puedo decir esto sin presunción.
Una idea históricamente necesaria, una idea que no cae en una época,
sino que hace época, es sólo en sentido limitado propiedad
de quien la engendra. Pertenece al tiempo; actúa inconsciente en
el pensamiento de todos, y sólo su concepción personal,
contingente, sin la cual no sería posible ninguna filosofía, es,
con sus flaquezas y sus ventajas, lo que constituye el sino—y la
buena fortuna—de un individuo.
Réstame únicamente expresar el deseo
de que este libro no desmerezca por completo de los esfuerzos
militares de Alemania.Munich, diciembre de 1917. Oswald Spengler
I N T R O D U C C I Ó N
En este libro se acomete por vez
primera el intento de predecir la historia. Trátase de vislumbrar el
destino de una cultura, la única de la tierra que se halla hoy
camino de la plenitud: la cultura de América y de Europa occidental.
Trátase, digo, de perseguirla en aquellos estadios de su desarrollo
que todavía no han transcurrido.
Nadie hasta ahora ha parado mientes en
la posibilidad de resolver problema de tan enorme trascendencia, y si
alguna vez fue intentado, no se conocieron bien los medios propios
para tratarlo o se usó de ellos en forma deficiente.
¿Hay una lógica de la historia?
¿Hay más allá de los hechos singulares, que son
contingentes e imprevisibles, una estructura de la humanidad
histórica, por decirlo así, metafísica, que sea en lo esencial
independiente de las manifestaciones político-espirituales tan
patentes y de todos conocidas? ¿Una estructura que es, en rigor, la
generadora de esa otra menos profunda? ¿No ocurre que los grandes
monumentos de la historia universal se presentan siempre ante la
pupila inteligente con una configuración que permite deducir ciertas
conclusiones? Y si esto es así, ¿cuáles son los límites de tales
deducciones? ¿Es posible descubrir en la vida misma — porque
historia humana no es sino el conjunto de enormes ciclos vitales,
cada cual con un yo y una personalidad, que el mismo lenguaje usual
concibe indeliberadamente como individuos de orden superior, activos
y pensantes y llama «la Antigüedad», «la cultura china» o «la
Civilización moderna» —, es posible, digo, descubrir en la vida
misma los estadios por que ha de pasar y un orden en ellos que no
admite excepción?
Los conceptos fundamentales de todo lo
orgánico: nacimiento, muerte, juventud, vejez, duración de la vida,
¿no tendrán también en esta esfera un sentido riguroso que nadie
aún ha desentrañado?
¿No habrá, en suma, a la base de todo
lo histórico, ciertas protoformas biográficas universales?
La decadencia de Occidente, que, por lo
pronto, no es sino un fenómeno limitado en lugar y tiempo, como lo
es su correspondiente la decadencia de la «Antigüedad», resulta,
pues, un tema filosófico que, considerado en
todo su peso, implica todos los grandes problemas de la realidad.
Si queremos saber en qué forma se está
verificando la extinción de la cultura occidental, habrá que
averiguar primero qué sea cultura, en que relación se halle la
cultura con la historia visible, con la vida, con el alma, con la
naturaleza, con el espíritu; en qué formas se manifieste, y hasta
qué punto sean esas formas — pueblos, idiomas y épocas, batallas
e ideas, Estados y dioses, artes y obras, ciencias, derechos,
organizaciones económicas y concepciones del universo, grandes
hombres y grandes acontecimientos — símbolos y, por lo tanto, cuál
deba ser su interpretación legitima.
El medio por el cual concebimos las
formas muertas es la ley matemática. El medio por el cual
comprendemos las formas vivientes es la analogía. De esta suerte
distinguimos en el mundo polaridad y periodicidad.
Siempre se ha tenido conciencia de que
el número de las formas en que se manifiesta la historia es
limitado; de que las edades, las épocas, las situaciones, las
personas, se repiten en forma típica. Al estudiar la aparición de
Napoleón, raro es que no se dirija una mirada a César y otra a
Alejandro; la primera de estas miradas es, como veremos,
morfológicamente inadmisible; la segunda es, en cambio, certera.
Napoleón mismo advirtió que su posición tenía ciertas afinidades
con la de Carlomagno. La Convención hablaba de Cartago, refiriéndose
a Inglaterra; y los jacobinos se llamaban a si mismos
romanos. Se ha comparado, con muy diferente legitimidad, a
Florencia con Atenas, a Buda con Cristo, al cristianismo primitivo
con el socialismo moderno, a los potentados financieros del tiempo de
César con los yanquis. Petrarca, que fue el primer
arqueólogo apasionado — arqueología misma es una expresión del
sentimiento de que la historia se repite — pensaba en Cicerón al
pensar en sí mismo; y no hace mucho tiempo, Cecil Rhodes, el
organizador del África inglesa del Sur, el que poseía en su
biblioteca las antiguas biografías de los césares, traducidas
expresamente para él, pensaba en el emperador Adriano, al pensar en
sí mismo. La desdicha de Carlos XII de Suecia fue que desde muy
joven llevó en el bolsillo la Vida de Alejandro, por Curcio Rufo, y
quiso copiar a este conquistador.
Federico el Grande, en sus escritos
políticos — como las Considérations, de 1738 —, se mueve con
seguridad perfecta entre analogías, para formular su concepto de la
situación política del mundo; por ejemplo, cuando compara a los
franceses con los macedonios del tiempo de Filipo y a los alemanes
con los griegos. «Ya las Termópilas de Alemania, Alsacia y
Lorena, hállanse en manos de Filipo». Quedaba perfectamente
definida de ese modo la política del cardenal Fleury. En el mismo
lugar encontramos la comparación entre la política de las Casas de
Habsburgo y de Borbón y las proscripciones de Antonio y Octaviano.
Pero todo esto no pasa de ser
fragmentado y caprichoso. Obedece generalmente a un momentáneo
afán de expresarse en forma poética e ingeniosa, más que a un
profundo sentido de la forma histórica.
Así sucede que los paralelos de Ranke,
maestro de la analogía ingeniosa, entre Ciajares y Enrique I, entre
las invasiones de los cimbrios y las de los magiares, son
insignificantes en sentido morfológico; y no vale mucho más tampoco
la tan repetida comparación entre las ciudades-Estados de los
griegos y las repúblicas del Renacimiento. En cambio, el paralelo
entre Alcibíades y Napoleón es de una exactitud profunda, aunque
fortuita. Ranke, como otros muchos, ha seguido en esto cierto gusto
plutarquiano, es decir, cierto romanticismo vulgar, que se limita a
considerar la semejanza de la escena en el teatro del mundo; pero sin
darle el sentido estricto del matemático, que conoce la íntima
afinidad de dos grupos de ecuaciones diferenciales, en las cuales el
lego no ve sino diferencias.
Adviértese fácilmente que, en el
fondo, es el capricho y no una idea, no el sentimiento de una
necesidad, el que determina la elección de estos cuadros. Estamos
todavía muy lejos de poseer una técnica de la comparación.
Precisamente hoy se producen comparaciones al por mayor, pero sin
plan y sin nexo; y si alguna vez son certeras en un sentido profundo,
que luego fijaremos, débese ello al azar, rara vez al instinto,
nunca a un principio. A nadie se le ha Ocurrido todavía instituir un
método en esta cuestión. Nadie ha sospechado siquiera que hay aquí
un manantial, el único de donde puede surgir una gran solución para
el problema de la historia.
Las comparaciones podrían ser la
ventura del pensamiento histórico, ya que sirven para manifestar la
estructura orgánica del proceso de la historia. Para ello sería
preciso afinar su técnica, sometiéndola a una idea comprensiva
que la condujese hasta un grado de necesidad exento de
vacilaciones, hasta la lógica maestría. Pero las comparaciones no
han sido hasta ahora más que una desdicha; pues tenidas por simple
cuestión de gustos, han eximido al historiador de la intuición
y del esfuerzo necesarios para reconocer en el lenguaje de las
formas históricas y su análisis el problema más difícil e
inmediato, un problema que se encuentra, no ya sin resolver, pero ni
siquiera comprendido todavía. Las comparaciones han sido unas veces
superficiales, como cuando se llamado a César el fundador de una
Gaceta oficial de Roma, o cuando, lo que es peor, se han puesto
nombres de moda, como socialismo, impresionismo, capitalismo,
clericalismo, a fenómenos de la existencia antigua, tan lejanos y
complicados, tan íntimamente heterogéneos de nuestro modo de ser
actual. Otras veces han consistido en extrañas tergiversaciones,
como el culto tributado por el Club de los Jacobinos a Bruto,
millonario y usurero, que, en nombre de una ideología oligárquica y
con aplauso del Senado patricio, había apuñalado al hombre de la
democracia.
Nuestra tarea, pues, se amplifica. Al
principio abarcaba sólo un problema particular de la civilización
moderna, y ahora se convierte en una filosofía enteramente nueva, la
filosofía del porvenir, si es que de nuestro suelo, metafísicamente
exhausto, puede aún brotar una. Esta filosofía es la única que
puede contarse al menos entre las posibilidades que aún quedan al
espíritu occidental en sus postreros estadios. Nuestra tarea se
agranda hasta convertirse en la idea de una morfología de la
historia universal, del universo como historia. En oposición
a la morfología de la naturaleza, tema único, hasta hoy, de la
filosofía, comprenderá todas las formas y movimientos del mundo,
en su significación última y más profunda; pero
ordenándolas muy de otra manera, a fin de constituir, no un panorama
de las cosas conocidas, sino un cuadro de la vida misma, no de lo que
se ha producido, sino del producirse mismo.
¡El universo como historia,
comprendido, intuido, elaborado en oposición al universo como
naturaleza! Es éste un nuevo aspecto de la existencia humana,
cuya aplicación práctica y teórica no ha sido nunca hecha hasta
hoy. Y aunque se haya quizá presentido y a veces sospechado, nunca
se arriesgó nadie a precisarla con todas sus consecuencias.
Manifiéstanse aquí dos maneras posibles, para el hombre, de poseer
y vivir su derredor. Yo distingo radicalmente según su forma, no
según su substancia, la impresión orgánica de la impresión
mecánica que el mundo produce; el conjunto de las formas, del
conjunto de las leyes; la imagen y el símbolo, de la fórmula y
el sistema; la realidad singular, de la posibilidad general; el
fin que persigue la imaginación ordenando las cosas según un plan,
y el que establece la experiencia en sus análisis prácticos; o,
para declarar desde luego una contraposición muy importante y aun
desconocida, el dominio del número cronológico y el del número
matemático.
En una investigación como ésta no
puede tratarse, por consiguiente, de tomar los sucesos
político-espirituales tal como se dejan ver a la faz del día, para
ordenarlos según causa y efecto y perseguir su tendencia aparente,
fácil de captar por medios intelectualistas. Este tratamiento —
«pragmático» — de la historia no sería más que un pedazo de
física disfrazada, que los partidarios de la concepción
materialista de la historia no ocultan, mientras sus adversarios no
llegan a percatarse de la identidad de su método con el de aquéllos.
No se trata, pues, de determinar qué sean los hechos tangibles de la
historia en sí y por sí, en cuanto fenómenos acontecidos en un
tiempo; trátase de desentrañar lo que por medio de su apariencia
significan. Los historiadores del presente creen que han realizado su
cometido con aducir hechos singulares, religiosos, sociales y, a lo
sumo, artísticos, para «ilustrar» el sentido político
de una época. Pero olvidan lo decisivo; decisivo,
efectivamente, cuanto que la historia visible es expresión,
signo, alma hecha forma. Todavía no he encontrado a nadie que
haya acometido con seriedad el estudio de esas afinidades
morfológicas que traban íntimamente las formas todas de una misma
cultura; nadie que, saliéndose de la esfera de los hechos
políticos, haya conocido a fondo los últimos y más profundos
pensamientos matemáticos de los griegos, árabes, indios y
europeos; el sentido de sus primeras ornamentaciones, de las formas
primarias de su arquitectura, de su metafísica, de su dramática, de
su lírica; los principios selectivos y la tendencia de sus artes
mayores; las particularidades de su técnica artística y de la
elección de materiales. Y mucho menos aún ha penetrado nadie la
importancia decisiva de estas cuestiones para el problema de la forma
histórica. ¿Quién sabe que existe una profunda conexión formal
entre el cálculo diferencial y el principio dinástico del Estado en
la época de Luis XIV; o entre la antigua forma politicé de
la polis (ciudad) y la geometría euclidiana; o entre la
perspectiva del espacio, en la pintura occidental, y la superación
del espacio por ferrocarriles, teléfonos y armamentos; o entre la
música instrumental contrapuntística y el sistema económico del
crédito? Incluso los factores más reales de la política,
considerados en esta perspectiva, adquieren un carácter
simbólico y hasta metafísico. Y acaso por vez primera sucede
ahora que cosas tan varias como el sistema administrativo de Egipto,
el sistema monetario antiguo, la geometría analítica, el cheque, el
canal de Suez, la imprenta china, el ejército prusiano y la técnica
romana de construir vías son parejamente entendidas como símbolos e
interpretadas como tales.
En este punto se hace manifiesto
que no existe todavía un arte bien definido del conocimiento
histórico. Lo que recibe este nombre toma sus métodos casi
exclusivamente de una esfera científica, que es la única en
donde los métodos del conocimiento han llegado a una rigurosa
perfección: la física. Los historiadores creen que llevan a cabo
una investigación histórica cuando persiguen e indagan el nexo
objetivo de causa y efecto. Y es sobremanera extraño que la
filosofía de estilo añejo no haya pensado nunca en que puede haber
para la inteligencia vigilante otro modo de enfrentarse con el mundo.
Kant, que en su obra capital determinó las reglas formales del
conocimiento, no tomó en consideración como objeto de la actividad
intelectual más que a la naturaleza. Ni él mismo ni ningún otro
pensador cayó en la cuenta de esta limitación. El saber es para
Kant saber matemático. Cuando habla de formas innatas de la
intuición y de categorías del entendimiento, no piensa nunca
en que concebimos los fenómenos históricos con otros
medios. Y Schopenhauer que, de modo harto significativo,
conserva sólo la causalidad de las categorías kantianas, habla
de la historia con desprecio [3]. Todavía no ha penetrado en
nuestras fórmulas intelectuales la convicción de que, además de la
necesidad que une la causa con el efecto — y que yo llamaría
lógica del espacio —, hay en la vida otra necesidad: la
necesidad orgánica del sino — lógica del tiempo — que es un
hecho de profunda certidumbre interior, un hecho que llena el
pensamiento mitológico, religioso y artístico, un hecho que
constituye el ser y núcleo de toda historia, en oposición a
la naturaleza, pero que es inaccesible para las formas del
conocimiento analizadas en la Crítica de la razón pura. La
filosofía, como dice Galileo en un pasaje famoso de su
Saggiatore, está scritta in lingua matematica en el gran libro de la
naturaleza. Aún estamos aguardando al filósofo que conteste a
estas preguntas: ¿En qué lengua está escrita la historia?
¿Cómo leerla?
La matemática y el principio de
causalidad conducen a una ordenación naturalista de los fenómenos.
La cronología y la idea del sino conducen a una ordenación
histórica. Ambas ordenaciones abarcan el mundo íntegro. Sólo
varían los ojos en los cuales y por los cuales se realiza ese mundo.
Naturaleza es la forma en que el hombre
de las culturas elevadas da unidad y significación a las impresiones
inmediatas de sus sentidos. Historia es la forma en que su
imaginación trata de comprender la existencia viviente del
universo con relación a su propia vida, prestándole así una
realidad más profunda ¿Es el hombre capaz de constituir esas
formas?
¿Cuál de ellas es la que domina en su
con ciencia vigilante? He aquí un problema primario
de toda existencia humana.
Hay para el hombre dos posibilidades de
formar un mundo. Con esto queda dicho que no son necesariamente
realidades. Por lo tanto, si nos preguntamos cuál sea el sentido de
toda historia, habrá que resolver previamente una cuestión que
hasta ahora no ha sido planteada.
¿Para quién hay historia? ¡Pregunta
paradójica, a lo que parece! Sin duda hay historia para todos, por
cuanto cada hombre, con la totalidad de su existencia vigilante, es
miembro de la historia. Pero hay una gran diferencia entre vivir bajo
la impresión continua de que la propia vida es un elemento de un
ciclo vital mucho más amplio, que se extiende sobre siglos o milenios, y sentir la vida
como algo completo, redondo, bien delimitado. Es seguro que para esta
última clase de conciencia no hay historia universal, no existe el
universo como historia.
¿Y qué ocurrirá cuando toda una
cultura, cuando un alma colectiva se desarrolla según este espíritu
ahistórico? ¿Cómo ha de aparecerle la realidad, el mundo,
la vida? En la conciencia que los helenos tenían del universo,
todo lo vivido, no sólo el propio y personal pasado, sino el pasado
universal, convertíase al punto en un segundo plano intemporal,
inmóvil, de forma mítica, que servia de fondo al presente
momentáneo; de tal suerte, que la historia de Alejandro Magno, aun
antes de morir este rey, comenzó a fundirse, para el sentir antiguo,
con la leyenda de Dioniso, y que César consideraba su descendencia
de Venus como cosa, por lo menos, no absurda. Ante esto
habremos de confesar que a nosotros, hombres de Occidente,
teniendo como tenemos un fuerte sentimiento de las distancias en
el tiempo, nos es casi imposible revivir tales estados de alma. Mas
no por eso nos es licito prescindir, sin más ni más, de este
hecho, cuando nos situamos frente al problema de la historia.
Lo que para el individuo significan los
diarios íntimos, las autobiografías, las confesiones, significa
para el alma de culturas enteras la investigación histórica, en
aquel sentido amplio que incluye todos los modos del análisis
psicológico de pueblos extraños, de épocas y costumbres. Pero la
cultura «antigua» no tenía memoria, en este sentido específico;
no tenía órgano histórico. La memoria del hombre «antiguo» — y
al decir esto que vamos a decir no hay duda que imprimimos en un alma
extraña a la nuestra un concepto derivado de nuestros propios
hábitos anímicos — es cosa muy distinta de la nuestra, porque en
la conciencia del antiguo faltan el pasado como perspectivas
creadoras de un cierto orden; y el «presente» puro, que Goethe
admiraba tanto en las manifestaciones de la vida antigua, en la
plástica sobre todo, llena esa vida con una plenitud que nos es por
completo desconocida. Ese presente puro, cuyo símbolo supremo es la
columna dórica, representa en realidad una negación del tiempo (de
la dirección). Para Herodoto y Sófocles, como para Temístocles y
para un cónsul romano, el pasado se desvanece al punto en una
impresión inmóvil, intemporal, de estructura polar, no periódica,
que tal es el último sentido de toda mitología perespiritualizada.
En cambio, para nuestro sentimiento del mundo, para nuestra íntima
visión, es el pasado un organismo de siglos o milenios, dividido
claramente en períodos y enderezado hacia una meta. Ahora bien: este
fondo diverso es el que da a la vida, tanto a la antigua como a la
occidental, su especialísimo color. Lo que el griego llamaba cosmos
era la imagen de un universo que no va siendo, sino que es. Por
consiguiente, era el griego mismo un hombre que nunca fue siendo,
sino que siempre fue.
El hombre antiguo conoció muy bien la
cronología, el cómputo del calendario y, por lo tanto, aquel
fuerte sentimiento de la eternidad y de la nulidad del
presente, que se manifiesta en la cultura babilónica y egipcia por
la observación grandiosa de los astros y la exacta medición de
enormes transcursos del tiempo. Pero lo curioso es advertir que, sin
embargo, no pudo apropiarse íntimamente nada de eso. Lo que sus
filósofos, en ocasiones, refieren, lo han oído, pero no lo han
comprobado. Y los descubrimientos de algunos ingenios brillantes,
pero aislados, oriundos de las ciudades griegas de Asia, como Hiparco
y Aristarco, fueron rechazados por la corriente estoica y
aristotélica, sin que nadie, salvo los científicos profesionales,
les concediese la menor atención. Ni Platón ni Aristóteles poseían
un observatorio astronómico. En los últimos años de Pendes votó
el pueblo de
Atenas una ley en la que se amenazaba
con la grave acusación de eisangelia [4] a quien propagase teorías
astronómicas. Fue éste un acto de profundo simbolismo, en el que se
manifestó la voluntad del alma antigua, decidida a borrar de su
conciencia la lejanía en todos los sentidos de ésta.
Por lo que se refiere a la
historiografía antigua, fijémonos en Tucídides. Consiste su
maestría en la fuerza netamente «antigua» con que viven los
acontecimientos del presente, comprendiéndolos por el presente
mismo; a lo cual debe añadirse una magnífica visión de los hechos,
muy propia de un hombre de Estado que fue también general y
funcionario. Esta experiencia práctica, que suele confundirse con el
sentido histórico, hace que los historiadores lo consideren con
justicia como un modelo que nadie ha podido todavía igualar. Pero
hay algo que le falta en absoluto; es esa manera de mirar la historia
desde la perspectiva de muchos siglos, que para nosotros constituye
un elemento evidentemente esencial en el concepto del historiador.
Los buenos trozos de la historiografía antigua se limitan al
presente político del autor; en cambio, las obras maestras
de la historia en nuestra época tratan, sin excepción, del
pasado remoto. Tucídides habría fracasado si hubiese elegido
por tema las guerras médicas; no hay que hablar de una historia
general de Grecia o de Egipto. Tanto él como Polibio y Tácito, que
también fueron políticos prácticos, pierden su certera visión
cuando vuelven la cara hacia el pasado, a veces a pocos decenios de
distancia, y tropiezan con fuerzas que no conocen por no haberlas
hallado en su propia experiencia práctica. Polibio no entiende ya la
primera guerra púnica. Para Tácito, Augusto es incomprensible. Y el
sentido ahistórico de Tucídides — según el criterio de nuestra
investigación histórica, toda llena de amplias perspectivas —, se
revela en la afirmación inaudita, estampada en la primera página de
su libro, de que antes de su época — hacia 400 — no han ocurrido en el mundo
acontecimientos de importancia.
A consecuencia de esto, la historia
antigua, hasta las guerras médicas, y aun la estructura de períodos
muy posteriores, es el producto de una manera de pensar esencialmente
mítica. La historia constitucional de Esparta — Licurgo, cuya
biografía se refiere con todo detalle, fue probablemente una
insignificante deidad silvestre del Taigeto — es un poema de la
época helenística; y la invención de la historia romana anterior a
Aníbal no había cesado aún en la época de César. La expulsión
de los Tarquinos por Bruto es una invención, para la cual sirvió de
modelo un contemporáneo del censor Apio Claudio (310). Los nombres
de los reyes de Roma fueron forjados en esa misma época, siguiendo
los nombres de las familias plebeyas que se habían enriquecido (K.
J. Neumann). Prescindiendo totalmente de la «Constitución
serviana», la famosa ley agraria de Licinio, de 376, no existía aún
en la época de Aníbal (B. Niese). Cuando Epaminondas hubo
libertado a los mesinos y los arcadios, haciendo de estos pueblos
un Estado independiente, en seguida se empezó a imaginar una
historia de sus tiempos primitivos. Lo extraordinario no es que ello
sucediera, sino que ésta fuese la única «historia» que había.
Para manifestar la oposición entre el sentido occidental y el
sentido antiguo de la historia basta con decir que la historia romana
anterior al año 250, tal como la conocían los romanos en tiempos
de César, es en lo esencial una falsificación; y que lo poco que
nosotros hemos podido averiguar lo ignoraban por completo los
romanos. Caracteriza el sentido antiguo de la palabra «historia» el
hecho de que la literatura novelesca alejandrina haya ejercido, por
su materia misma, el más poderoso influjo sobre los que escribieron
en serio la historia política y religiosa. A nadie se le ocurrió
distinguir con el rigor de un principio esas novelas de los datos
documentales. Cuando Varrón, hacia el final de la República, se
ocupó en fijar la religión romana, que iba desvaneciéndose rápidamente de la
conciencia del pueblo, dividió las deidades, cuyo servicio
celebraba el Estado con meticuloso cuidado, en di certi y di incerti,
dioses de los cuales se sabia algo todavía y dioses de los cuales, a
pesar del persistente culto público, sólo quedaba el nombre. En
realidad, la religión de la sociedad romana de su tiempo — tal
como no sólo Goethe, sino el mismo Nietzsche, la aceptaron de los
poetas romanos sin vacilación ni sospecha — era en su mayor parte
un producto de la literatura helenizante y casi no la unía nexo
alguno al antiguo culto, que ya nadie comprendía.
Mommsen ha formulado claramente el
punto de vista europeo occidental, cuando llama a los historiadores
romanos — aludiendo principalmente a Tácito — «unos hombres que
dicen lo que merecía callarse y callan lo que era necesario decir».
La cultura india, cuya idea del nirvana
(brahmánico) es la expresión más decisiva que puede haber de un
alma perfectamente ahistórica, no ha poseído nunca el
menor sentimiento del «cuando» en ningún sentido. No hay
astronomía india; no hay calendario indio; no hay, pues, historia
india, en cuanto por historia se entiende la conciencia de una
evolución vital. Del transcurso visible de esta cultura,
cuya parte orgánica estaba ya conclusa antes del advenimiento
del budismo, sabemos mucho menos aún que de la historia
«antigua», no obstante haber sido, de seguro, muy rica en grandes
acontecimientos entre los siglos XII y VIII antes de Jesucristo.
Ambas se han conservado exclusivamente en la forma de un ensueño
mítico. Un milenio después de Buda, hacia el año 500 de
Jesucristo, fue cuando en Ceilán, en el Mahavamsa, se produjo
algo que recuerda de lejos la narración histórica.
La conciencia del hombre indio era de
tal modo ahistórico que ni siquiera conoció el fenómeno de un
libro escrito por un autor, como acontecimiento determinado en el
tiempo. En lugar de una serie orgánica de obras literarias,
delimitadas por sus autores personales, fue formándose poco a poco
una masa vaga de textos, en los que cada cual escribía lo que
quería, sin que nadie tuviese para nada en cuenta las nociones de
propiedad intelectual del individuo, o evolución de un
pensamiento, o época espiritual. En esta misma forma anónima
— la de toda la historia india — preséntase la filosofía india.
Considérese, en cambio, la historia filosófica del
Occidente, elaborada con la máxima precisión
fisiognómica, en libros y personas.
El hombre indio lo olvidaba todo; en
cambio, el egipcio no podía olvidar nada. No ha habido nunca un arte
indio del retrato, de la biografía in nuce. La plástica egipcia, en
cambio, no conoció apenas otro tema.
El alma egipcia, dotada excelentemente
para la historia e impulsada hacia el infinito con primigenia pasión,
sintió el pasado y el futuro como la totalidad de su universo; en
cuanto al presente, que se identifica con la conciencia vigilante,
aparecióle como el límite estricto entre dos inconmensurables
lejanías. La cultura egipcia es la preocupación encarnada —
correlato anímico de la lejanía —; preocupación por lo futuro,
que se manifiesta en la elección del granito y el basalto para
materiales plásticos, en los documentos tallados sobre piedra,
en la organización de un magistral sistema administrativo, en
la red de canales de irrigación [8]. Iba unida necesariamente a la
preocupación por el pasado. La momia egipcia es un símbolo de orden
máximo; eternizábase en ella el cuerpo de los muertos, del mismo
modo que la personalidad, el ka, adquiría duración eterna por medio
de las estatuas, repetidas a veces en
numerosos ejemplares y labradas con una semejanza o parecido a que
los egipcios daban un sentido muy elevado.
Existe una profunda relación entre la
manera de interpretar el pasado histórico y la concepción de la
muerte, que se manifiesta en las formas funerarias. El egipcio niega
la corrupción; el antiguo la afirma mediante todo el lenguaje de
formas de su cultura. Los egipcios conservan la momia de su historia;
fechas y números cronológicos. De la historia griega anterior a
Solón no nos queda nada, ni un año fechado, ni un nombre. cierto,
ni un suceso tangible — lo cual da al resto conocido un acento
exagerado —; y en cambio sabemos casi todos los nombres y números
de los reyes egipcios del milenio tercero, y los egipcios
posteriores conocíanlos, naturalmente, sin excepción alguna.
Como terrible símbolo de esa voluntad de durar yacen hoy en
nuestros museos los cuerpos de los grandes faraones, con sus
rasgos personales perfectamente reconocibles. Sobre la
refulgente cúspide de granito pulimentado, en la pirámide de
Amenemeht III, léense aún hoy estas palabras: «Amenemeht contempla
la belleza del Sol.» Y del otro lado: «Más alta es el alma de
Amenemeht que la altura de Orión, y se reúne con el universo
subterráneo». Esto significa la superación de todo lo transitorio
y actual, y es lo menos «antiguo» que cabe imaginar.
Frente a este poderoso grupo que
forman los símbolos vitales egipcios, aparece en el umbral de la
cultura antigua la costumbre de quemar los muertos, como respondiendo
al olvido que deja extenderse sobre toda porción de su pasado
interno y externo. La época miceniana desconoció por completo esta
preferente consagración de la ceremonia entre las demás formas de
sepelio, que los pueblos primitivos suelen usar indiferentemente.
Las tumbas regias de Micenas revelan más bien cierta preferencia por
la inhumación. Pero en la época homérica, como en la védica, se
pasa súbitamente, por ciertos motivos espirituales, del
enterramiento a la cremación, la cual, como nos muestra la Ilíada,
se celebraba con todo el pathos de un acto que era al mismo tiempo
imagen simbólica de un solemne aniquilamiento y negación de la
permanencia histórica.
Desde este momento queda suprimida toda
representación plástica de la evolución del alma individual. El
drama «antiguo» no tolera motivos verdaderamente históricos ni
admite el tema de la evolución interna, y es sabido que el instinto
helénico se oponía resueltamente al retrato en el arte plástico.
Hasta la época imperial no conoció el arte «antiguo» más que una
materia que le fuese en cierto modo natural: el mito. Los
retratos ideales de la plástica helenística son también míticos,
como lo son las biografías típicas, a la manera de Plutarco.
Ninguno de los grandes griegos escribió memorias que fijasen ante la
mirada de su espíritu una época ya superada. Ni siquiera Sócrates
ha dicho sobre su vida interior nada que nosotros podamos juzgar
importante. Cabe preguntarse si en un alma «antigua» hubiera
sido posible algo parejo a lo que supone la concepción de
Parsifal, Hamlet, Werther. En Platón echamos de menos la
conciencia de una evolución en su propia doctrina. Sus
escritos, individualmente considerados, no hacen sino formular los
muy diferentes puntos de vista que adoptó en diferentes épocas. El
nexo genético que los une no fue objeto de su reflexión. En cambio,
ya en los comienzos de la historia del espíritu occidental encontramos un trozo donde
se hace la más profunda investigación de la propia intimidad: la
Vita nuova de Dante. Esto bastaría para colegir cuán poco de la
Antigüedad, es decir, del presente puro, tenía realmente Goethe,
quien no olvidó nunca que sus obras — son sus propias palabras —
eran «fragmentos» de una gran confesión.
Destruida Atenas por los persas, fueron
las viejas obras de arte arrojadas a la basura —de donde ahora
las estamos sacando —, y nunca se vio a nadie, en la
Hélade, que se preocupase de las ruinas de Micenas o de
Festos, con el objeto de descubrir hechos históricos. Leían
los antiguos a Homero; pero a ninguno se le ocurrió, como a
Schliemann, excavar la colina de Troya. Los griegos querían
mitos, no historia. Ya en la época helenística habíase
perdido parte de las obras de Esquilo y de los filósofos
presocráticos. En cambio, Petrarca coleccionaba antigüedades,
monedas, manuscritos, con una piedad, con una contemplativa devoción,
que son propias sólo de esta cultura. Petrarca sentía lo histórico,
volvía la mirada hacia los mundos lejanos, anhelaba toda lontananza
— fue el primero que emprendió la ascensión a una montaña alpina
—; en rigor, fue un extranjero en su tiempo. En esta conexión
con el problema del tiempo inicia su desarrollo la
psicología del coleccionista. Más apasionada todavía, aunque de
distinto matiz, es quizá la afición de los chinos a las
colecciones. El viajero que viaja por China va en busca de los «viejos rastros», Ku-tsi. Para
interpretar el concepto fundamental del alma china, el tao,
intraducible a nuestros idiomas, hace falta referirlo a un profundo
sentimiento histórico. En la época helenística se
coleccionaba también y se viajaba; pero el interés recaía sobre
curiosidades mitológicas, como las que describe Pausanias, sin tener
en cuenta para nada el valor estrictamente histórico, el cuándo y
el porqué. En cambio, la tierra egipcia, ya en tiempos del gran
Tutmosis, habíase convertido en un ingente museo de tradición y
arquitectura.
En los pueblos occidentales fueron los
alemanes los inventores del reloj mecánico, símbolo terrible del
tiempo raudo, cuyos latidos, resonando noche y día en las
innumerables torres de Europa, son acaso la expresión más
formidable que ha podido hallar el sentido histórico del universo. Nada de esto vemos en los campos y las ciudades antiguas, que
no tenían tiempo. Hasta Pendes, la hora del día se estimaba por la
longitud de la sombra; y sólo desde Aristóteles tiene la palabra la
significación — babilónica — de ahora. Antes de esta época no
había una división exacta del tiempo diurno. Los relojes de agua y
de sol fueron descubiertos en Babilonia y Egipto. El primero que
introdujo en Atenas la clepsidra fue Platón; más tarde
adoptáronse también los relojes de sol, pero como simples
herramientas para fines habituales, sin que variase en lo
más mínimo el sentimiento antiguo de la vida.
Hay que mencionar aquí la
diferencia, paralela a ésta, que existe entre la matemática
antigua y la matemática occidental. Esta diferencia es muy profunda
y no ha sido nunca justamente valorada. El antiguo pensar numérico
concibe las cosas como son, como magnitudes, ajenas al tiempo, en
puro presente. Esto conduce a la geometría euclidiana, a la estática
matemática y a rematar todo el sistema con la teoría de las
secciones cónicas. Nosotros, en cambio, concebimos las cosas según
devienen y se comportan, es decir, como funciones. Esto nos ha
conducido a la dinámica, a la geometría analítica, y de aquí al
cálculo diferencial. La teoría moderna de las funciones es la
ordenación gigantesca de toda esa masa de pensamientos. Es un
hecho extraño, pero sólidamente fundado en determinada
predisposición espiritual, que la física helénica — como
estática y no dinámica— desconoce el uso del reloj y
no lo echa de menos. Mientras nosotros contamos fracciones
mínimas de segundo, ellos prescinden enteramente de medir el tiempo.
La entelequia aristotélica es su único concepto evolutivo, y es un
concepto intemporal, totalmente ahistórico.
De esta manera queda delimitado
nuestro problema. Nosotros, hombres de la cultura europea
occidental, con nuestro sentido histórico, somos la excepción y no
la regla. La historia universal es nuestra imagen del mundo, no la
imagen de la «humanidad». El indio y el antiguo no se
representaban el mundo en su devenir. Y cuando se extinga
la civilización del Occidente, acaso no vuelva a existir otra
cultura y, por lo tanto, otro tipo humano, para quien la «historia
universal» sea una forma tan enérgica de la conciencia vigilante.
Pero... ¿qué es historia universal?
Una representación ordenada del pasado, un postulado interior, la
expresión de un sentimiento de la forma. Sin duda. Pero un
sentimiento, por muy concreto que sea, no es una forma acabada, y si
es cierto que todos creemos sentir la historia universal y creemos
vivirla y abarcar con plena seguridad su configuración,
también lo es que hasta hoy sólo conocemos formas y no la forma de
ella.
Sin duda alguna, todo el que sea
preguntado afirmará que percibe clara y distintamente la estructura
periódica de la historia. Esta ilusión obedece a que nadie ha
reflexionado seriamente sobre ella, a que nadie pone en duda lo que
ya sabe, porque nadie sospecha de las dudas a que este punto da
lugar. En realidad, la configuración de la historia universal es una
adquisición espiritual que no está garantida ni demostrada.
Perpetúase intacta de generación en generación, aun entre los
historiadores profesionales. Pero le vendría muy bien una pequeña
parte de ese escepticismo que desde Galileo ha servido para analizar
y hacer más honda la imagen espontánea que tenemos de la
naturaleza.
Edad Antigua-Edad Media-Edad Moderna:
tal es el esquema, increíblemente mezquino y falto de sentido, cuyo
absoluto dominio sobre nuestra mentalidad histórica nos ha impedido
una y otra vez comprender exactamente la posición verdadera
de este breve trozo de universo que desde la época de los
emperadores alemanes se ha desarrollado sobre el suelo de la Europa
occidental. A él, más que a nada, debemos el no haber conseguido
aún concebir nuestra historia en su relación con la historia
universal — es decir, con toda la historia de la humanidad íntegra
—, descubriendo su rango, su forma y la duración de su vida. Las
culturas venideras tendrán por casi creíble que ese esquema, sin
embargo, no haya sido puesto nunca en duda, a pesar de su simple
curso rectilíneo y sus absurdas proporciones, a pesar de que de
siglo en siglo se va haciendo más insensato y de que se opone a una
incorporación natural de los nuevos territorios traídos a la luz de
nuestra conciencia histórica. Nada importa, en efecto, que los
historiadores hayan tomado la costumbre de criticar el citado
esquema. Con eso lo que consiguen es hacer más borrosa la única
pauta de que disponemos, en lugar de substituirla por otra. Por mucho
que se hable de Edad Media griega y de Antigüedad
germánica, no se llegará a establecer un cuadro claro y preciso de
la historia, en el que China y Méjico, el imperio de Axum y el de
los sasánidas encuentren su lugar orgánico. Trasladar el comienzo
de la Edad Moderna desde las Cruzadas al Renacimiento y de aquí al
principio del siglo XIX, es un recurso que demuestra tan sólo que el
esquema mismo se ha considerado inconmovible.
No sólo reduce la extensión de la
historia, sino, lo que es peor aún, empequeñece la escena
histórica. El territorio de la Europa occidental constituye así
como un polo inmóvil o, hablando en términos matemáticos, un punto
particular de una superficie esférica; no se sabe por qué, a no ser
porque nosotros, los constructores de esa imagen histórica, nos
sentimos aquí en nuestra propia casa. Alrededor de ese polo giran,
con singular modestia, milenios de potentísima historia y enormes
culturas acampadas en remotas lontananzas. Es éste un sistema
planetario de invención muy particular. Elígese un paraje único
como punto central de un sistema histórico; he aquí el
Sol, de donde los acontecimientos históricos reciben la mejor
luz; desde este lugar se formará la perspectiva que va a servir para
evaluar la significación e importancia de cada suceso. Pero quien
aquí habla es, en rigor, la vanidad, por ningún escepticismo
contenida, del occidental, en cuyo espíritu se va desenvolviendo ese
fantasma de «la historia universal». A ella se debe la enorme
ilusión óptica, desde hace tiempo ya transformada en costumbre, que
reduce la materia histórica de los milenios lejanos — por ejemplo,
el antiguo Egipto y la China — al tamaño de una miniatura,
mientras que los decenios más próximos, desde Lutero y
principalmente desde Napoleón, se agrandan como gigantescos
fantasmas. Sabemos muy bien que si una nube que va muy alta camina
más despacio que una baja, es esto mera apariencia, y que si vemos
al tren arrastrarse lentamente por la lejanía, es esto también un
engañó de la visión, y sin embargo, creemos que el ritmo de la
remota historia india, babilónica, egipcia, era realmente más
lento que el de nuestro pasado próximo, y encontramos más
tenue su substancia, más borrosas y más estiradas sus formas,
porque no hemos aprendido a calcular la distancia exterior e
interior.
Para la cultura de Occidente se
comprende que la existencia de Atenas, Florencia, París, sea más
importante que la de Lo-yang y Pataliputra. Pero ¿es lícito fundar
sobre tales valoraciones un esquema de la historia universal? Sería
dar la razón al historiador chino que, por su parte, construyese una
historia universal en donde las Cruzadas y el Renacimiento, César y
Federico el Grande quedaran, por insignificantes, sepultados en el
silencio. ¿Por qué ha de ser el siglo XVIII, morfológicamente
considerado, más importante que uno cualquiera de los que
preceden al XVI? ¿No es ridículo oponer la «Edad Moderna»,
con sus escasos siglos de extensión, localizada además
esencialmente en la Europa occidental, a la «Edad Antigua», que
comprende otros tantos milenios, y en la cual la masa de las culturas
prehelénicas, sin intentar de ellas una profunda división, se
aprecia como un simple apéndice? Para salvar el caduco esquema, ¿no
se ha despachado a Egipto y a Babilonia — cuyas historias forman
cada una un todo concluso, cualquiera de los cuales pesa tanto por sí
solo como la supuesta historia universal desde Carlomagno hasta la
guerra mundial, y aun más allá — calificándolas de preludios
de la Antigüedad? ¿No se han recluido a las estrecheces de una
nota, con una mueca de perplejidad, los poderosos complejos de las
culturas india y china? y en cuanto a las grandes culturas
americanas, han sido, sin más ni más, ignoradas, so pretexto de que
les falta «toda conexión»; ¿con qué?
Este esquema, tan corriente en la
Europa occidental, hace girar las grandes culturas en torno nuestro,
como si fuéramos nosotros el centro de todo el proceso universal. Yo
le llamo sistema tolemaico de la historia. Y considero como el
descubrimiento copernicano, en el terreno de la historia, el nuevo
sistema que este libro propone, sistema en el cual la Antigüedad y
el Occidente aparecen junto a la India, Babilonia, China, Egipto, la
cultura árabe y la cultura mejicana, sin adoptar en modo alguno una
posición privilegiada. Todas estas culturas son manifestaciones y
expresiones cambiantes de una vida que reposa en el centro; todas son
orbes distintos en el devenir universal, que pesan tanto como Grecia
en la imagen total de la historia y la superan con mucho en grandeza
de concepciones y en potencia ascensional.
El esquema Edad Antigua-Edad
Media-Edad Moderna es, en su forma primitiva, una creación
del sentimiento semítico, que se manifiesta primero en la religión
pérsica y judía, desde Ciro, que recibe luego una acepción
apocalíptica en la doctrina del libro de Daniel sobre las cuatro
edades del mundo, y que adopta, en fin, la forma de una historia
universal en las religiones postcristianas de Oriente, sobre todo en
los sistemas gnósticos.
Dentro de los estrechísimos límites
que constituyen las premisas intelectuales de esta importante
concepción, no le falta fundamento legítimo. Ni la historia
india, ni aun la egipcia, entran aquí en el círculo de la
consideración, pues la expresión «historia universal» significa,
en boca de aquellos pensadores gnósticos, una acción única,
sobremanera dramática, cuyo teatro fue el territorio entre la
Hélade y Persia. En esa acción logra expresarse el sentimiento
estrictamente dualista del universo, que es propio del oriental, y lo
logra, no en sentido popular, como en la metafísica de
ese mismo tiempo, por la oposición de alma y espíritu, sino en
sentido periódico, vista como una catástrofe, como un bisel
que separa dos edades, entre la creación del mundo y el fin del
mismo, prescindiendo de todos los elementos que no habían sido
fijados, de una parte, por la literatura antigua, y, de otra, por la
Biblia o por el libro sacro que hace las veces de la Biblia en el
sistema de que se trate. En esta imagen del mundo aparecen la «Edad
Antigua» y la «Edad Moderna» como la oposición entonces tan obvia
entre pagano y cristiano, antiguo y oriental, estatua y dogma,
naturaleza y espíritu; y esta oposición se alarga y se transforma
en una concepción temporal, en un proceso de superación del uno por
el otro. La transición histórica adquiere los caracteres religiosos
de una salvación. Hállase esta concepción, sin duda, fundada en
nociones harto estrechas y provincianas; pero era lógica y perfecta
en sí, bien que adscrita a aquel territorio y a aquellos hombres, e
incapaz de toda natural amplificación.
Sólo por acoplamiento adicional de una
tercera época — nuestra «Edad Moderna» —, en el territorio de
Occidente, hase introducido en la imagen una tendencia de movimiento.
La imagen oriental, con sus dos épocas contrapuestas, era inmóvil,
era una antítesis cerrada, permanentemente equilibrada, con una
acción divina singular en el centro. Pero este fragmento de historia
esterilizado así, fue recogido y sustentado por una nueva especie de
hombres, y recibió de pronto — sin que se diera cuenta
nadie de lo extraño de tal mutación— una prolongación en
forma de una línea que, partiendo de Homero o de Adán (las
posibilidades se han aumentado hoy grandemente con los indogermanos,
la edad de piedra y el hombre mono), pasaba luego por Jerusalén,
Roma, Florencia y Paris, subiendo o bajando, según el gusto personal
del historiador, pensador o artista, que interpretaba la imagen
tripartita con ilimitada libertad.
Así, pues, a los conceptos
complementarios de «paganismo» y «cristianismo» —concebidos como sucesivas edades del
mundo— añadióse luego el concepto finalizador de «Edad Moderna», la cual, por su
parte, tiene la gracia de no permitir una prosecución del mismo
método, pues habiéndose «alargado» repetidas veces desde las
Cruzadas, no parece ya capaz de nuevos estirones. Sin
declararlo, se pensaba que, pasadas la Edad Antigua y la Edad
Media, empezaba algo definitivo, un tercer reino, en que
algo había de cumplirse, un punto supremo, un fin, cuyo
reconocimiento ha ido atribuyéndose cada cual a sí mismo, desde los
escolásticos hasta los socialistas de nuestros días. Y esta
intuición del curso de las cosas resultaba comodísima y siempre muy
halagüeña para su descubridor. Sencillamente consistía en
identificar el espíritu de Occidente con el sentido del universo. De
una necesidad espiritual hicieron luego algunos grandes
pensadores una virtud metafísica, convirtiendo, sin seria crítica
previa, el esquema consagrado por el consensus omnium en base de una
filosofía, y cargando a Dios la paternidad de su propio «plan
universal». El tres, número místico de las viejas edades, tenía
algo de seductor para el gusto metafísico. Herder llamó a la
historia una educación del género humano; Kant, una evolución del
concepto de libertad; Hegel, un desenvolvimiento del espíritu
universal; otros emplearon otros términos. Pero todo el que supo
introducir un sentido abstracto en los tres trozos absolutamente
dados, creyó que ya había meditado bastante sobre la forma
fundamental de la historia.
En el umbral mismo de la cultura
occidental aparece la gran figura de Joaquín de Floris (fallecido en 1202), primer pensador del calibre
de Hegel, que deshace la imagen dualista de San Agustín y, lleno de
un sentimiento verdaderamente gótico, opone el nuevo cristianismo de
su tiempo, como tercer momento, a la religión del Viejo y del Nuevo
Testamento: la edad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Joaquín de Floris conmovió a los mejores de entre los franciscanos
y dominicos, a Dante y a Santo Tomás, y provocó una visión del
mundo que poco a poco fue invadiendo todo el pensamiento histórico
de nuestra cultura. Lessing, que muchas veces designa su propia
época, oponiéndola a la Antigüedad, con el nombre de «postmundo» [19], tomó la idea en
los místicos del siglo XVI y la aplicó a su Educación del género
humano, con las etapas de niñez juventud, virilidad. Ibsen, que
trató a fondo ese tema en su drama Emperador y Galileo — en donde
la idea gnóstica del mundo surge encarnada en la figura del mago
Máximo —, no ha dado un paso más allá en su conocido discurso de
Estocolmo de 1887. Por lo visto, la soberbia de los europeos
occidentales exige que se considere su propia aparición como una
especie de final.
Pero la creación del abad de Floris
era una visión mística que penetraba en los misterios del orden
dado por Dios al universo. Al ser interpretada en sentido
intelectualista y considerada como una premisa del pensamiento
científico, hubo, pues, de perder toda significación. Y, en
efecto, eso es lo que ha ocurrido desde el siglo XVII. Es completamente inaceptable el modo de
interpretar la historia universal que consiste en dar rienda suelta a
las propias convicciones políticas, religiosas y sociales, y en las
tres fases que nadie se atreve a tocar, discernir una dirección que
conduce justamente al punto en que el interpretador se encuentra.
Unas veces será la madurez del intelecto, otras la humanidad, o la
felicidad del mayor número, o la evolución económica, o la
ilustración, o la libertad de los pueblos, o la victoria sobre la
naturaleza, o la concepción científica del universo, o cualquiera
otra noción por el estilo la que sirva de unidad absoluta para medir
los milenios y demostrar que los antepasados, o no supieron
concebir la verdad, o no pudieron alcanzarla. Pero lo que
realmente sucede es que esas épocas pretéritas no quisieron lo
mismo que queremos nosotros. «Lo que importa en la vida es la vida,
y no un resultado de la vida.» Esta frase de Goethe debiera
oponerse a todos los que intentan neciamente desentrañar el
secreto de la forma histórica, suponiendo en ella implícito un
programa.
Igual cuadro histórico pergeñan los
historiadores de las artes o de las ciencias particulares, sin
olvidar la economía nacional o la filosofía. Preséntannos
“la” pintura desde los egipcios — o desde el hombre
cavernario — hasta el impresionismo; “la” música, desde el
cantor ciego Homero hasta Bayreuth; “el” orden social, desde las
ciudades lacustres hasta el socialismo, y todo ello progresa en
línea recta y sigue una tendencia que el propio historiador insinúa
en el curso de ese progreso. Nadie concibe la posibilidad de que las
artes tengan una vida circunscrita, adherida a un territorio y a una
determinada especie de hombres, cuya expresión ellas sean; nadie
comprende que todas esas historias de conjunto no son, en realidad,
sino una adición extrínseca de múltiples fenómenos aislados, de
artes peculiares que nada tienen entre sí de común sino el nombre y
algo de la técnica manual.
Es bien sabido que todo organismo tiene
su ritmo, su figura, su duración determinada, e igual sucede a
todas las manifestaciones de su vida. Nadie supondrá que un
roble centenario se halle ahora a punto de comenzar su evolución.
Nadie creerá que un gusano, al que se ve crecer todos los días,
vaya a seguir creciendo así un par de años más. Todo el mundo, en
tales casos, posee con absoluta certeza el sentimiento de un
límite, que es idéntico al sentimiento de las formas orgánicas.
Pero cuando se trata de la historia de las grandes formas humanas,
domina un optimismo ilimitadamente trivial respecto al futuro.
Entonces enmudece toda experiencia histórica y orgánica y cada cual
acierta a descubrir en el presente, cualquiera que sea, los síntomas
o iniciaciones de un magnífico «progreso» lineal, no porque lo
demuestre la ciencia, sino porque así lo desea él. Entonces se
cuenta con posibilidades ilimitadas — nunca con un término
natural —, y partiendo de la situación del momento, se
bosqueja una ingenua construcción de lo que ha de seguir.
Pero «la humanidad» no tiene un fin,
una idea, un plan; como no tiene fin ni plan la especie de las
mariposas o de las orquídeas. «Humanidad» es un concepto zoológico
o una palabra vana [20]. Que desaparezca este fantasma del círculo
de problemas referentes a la forma histórica, y se verán surgir con
sorprendente abundancia las verdaderas formas. Hay aquí una
insondable riqueza, profundidad y movilidad de lo viviente, que hasta
ahora ha permanecido oculta bajo una frase vacía, un esquema seco, o
unos «ideales» personales.
En lugar de la monótona imagen de
una historia universal en línea recta, que sólo se mantiene
porque cerramos los ojos ante el número abrumador de los hechos, veo
yo el fenómeno de múltiples culturas
poderosas, que florecen con vigor cósmico en el seno de una tierra
madre, a la que cada una de ellas está unida por todo el curso de su
existencia. Cada una de esas culturas imprime a su materia, que es el
hombre, su forma propia; cada una tiene su propia idea, sus propias
pasiones, su propia vida, su querer, su sentir, su morir propios. Hay
aquí colores, luces, movimientos, que ninguna contemplación
intelectual ha descubierto aún. Hay culturas, pueblos, idiomas
verdades, dioses, paisajes, que son jóvenes y florecientes; otros
que son ya viejos y decadentes; como hay robles, tallos, ramas,
hojas, flores, que son viejos y otros que son, jóvenes. Pero no hay
«humanidad» vieja. Cada cultura posee sus propias posibilidades de
expresión, que germinan, maduran, se marchitan y no reviven jamás.
Hay muchas plásticas muy diferentes, muchas pinturas, muchas
matemáticas, muchas físicas; cada una de ellas es, en su
profunda esencia, totalmente distinta de las demás; cada una tiene
su duración limitada; cada una está encerrada en sí misma, como
cada especie vegetal tiene sus propias flores y sus propios frutos,
su tipo de crecimiento y de decadencia. Esas culturas, seres vivos de
orden superior, crecen en una sublime ausencia de todo fin y
propósito, como flores en el campo. Pertenecen, cual plantas y
animales, a la naturaleza viviente de Goethe, no a la naturaleza
muerta de Newton. Yo veo en la historia universal la imagen de una
eterna formación y deformación, de un maravilloso advenimiento
y perecimiento de formas orgánicas. El historiador de oficio, en
cambio, concibe la historia a la manera de una tenia que,
incansablemente, va añadiendo época tras época.
Pero la combinación Edad Antigua-Edad
Media-Edad Moderna ha agotado, finalmente, su eficacia. Era estrecha
y mísera; sin embargo, fue la única concepción no enteramente
desprovista de filosofía que poseímos, y lo que literariamente se
ha coordinado en forma de historia universal debe a esa concepción
el resto que aún le queda de contenido filosófico. Pero el número
de siglos que podían a lo sumo contenerse bajo tal esquema ha sido
ya alcanzado hace tiempo. Con el rápido aumento del material
histórico, sobre todo del que cae fuera de ese esquema, comienza la
imagen tradicional a deshacerse en un caos que la vista no puede
abarcar. Todo historiador que no esté completamente ciego sabe y
siente esto; y para no naufragar por completo, mantiene vigente
con gran esfuerzo el único esquema que conoce. La expresión
«Edad Media», acuñada en 1667 por el profesor Horn, en
Leyden, cubre hoy una masa informe de historia, que se halla
en continuo aumento, y que se limita de modo puramente negativo,
por aquello que no cabe, bajo ningún pretexto, en los otros dos
conjuntos, ordenados tolerablemente al menos. Ejemplos de lo que digo
son el tratamiento inseguro y la vacilante estimación de las
historias de Persia, Arabia y Rusia. Pero sobre todo hay una
circunstancia que no puede desconocerse por mas tiempo, y es que esa
supuesta historia del mundo se limita de hecho, en un principio,
a la región del Mediterráneo oriental, y luego, a partir de las
irrupciones germánicas, con un súbito traslado de la escena a la
Europa occidental, queda reducida a unos sucesos importantes sólo
para nosotros y, en consecuencia, sobremanera aumentados de tamaño,
siendo así que, en realidad, se trata de acontecimientos meramente
locales, indiferentes por ejemplo, a la cultura árabe, que es la mas
próxima. Hegel había declarado, con toda ingenuidad, que los
pueblos que no tuvieran acomodo en su sistema de la historia los
ignoraría. Ésta fue simplemente la honrada declaración de sus
premisas metódicas, sin las cuales ningún historiador llega
nunca a su fin. Basándose en ellas cabe estimar y apreciar la
disposición de todas las obras de historia. Hoy, en realidad, es
pura cuestión de tacto científico el decidir cuál de
los fenómenos históricos se toma seriamente en cuenta y cuál no.
Ranke es un buen ejemplo de ello.
Pensamos hoy por partes del mundo. Los
únicos que aún no han aprendido a hacerlo son nuestros filósofos e
historiadores. ¿Qué pueden significar para nosotros esas ideas y
perspectivas que se presentan con la pretensión de una validez
universal y cuyo horizonte no excede en realidad los límites de la
atmósfera ideológica del europeo occidental?
Véanse sobre este punto nuestros
mejores libros. Cuando Platón habla de la humanidad, se refiere a
los helenos, en oposición a los bárbaros. Corresponde ello
perfectamente al estilo ahistórico del «antiguo» vivir y pensar, y
dentro de esta suposición limitativa conduce a resultados que son
exactos y significativos para los griegos. Pero cuando Kant filosofa
sobre ideales éticos, por ejemplo, afirma la validez de sus
proposiciones para los hombres de todas clases y tiempos. Y si no lo
declara explícitamente es porque para él y sus lectores la cosa es
harto evidente. En su estética no formula el principio del arte de
Fidias o de Rembrandt, sino el de todo arte en general. Y, sin
embargo, de pensar que él determina como necesarias son las formas
necesarias del pensar occidental exclusivamente. Con sólo referirse
a Aristóteles y considerar a cuán distintos resultados llega este
filósofo, hubiera debido comprenderse que el pensador griego, al
reflexionar acerca de sí mismo, es un espíritu no menos claro que
el pensador alemán, aunque de diferente temple y disposición. Las
categorías del pensamiento occidental son tan inaccesibles al
pensamiento ruso como las del griego al nuestro. Una inteligencia
verdadera, integral, de los términos antiguos, es para nosotros tan
imposible como de los términos rusos e indios; y. para el chino
o el árabe moderno, cuyos intelectos son muy diferentes del nuestro,
la filosofía de Bacon o de Kant tiene el valor de una simple
curiosidad.
He aquí lo que le falta al pensador
occidental y lo que no debiera faltarle precisamente a él: la
comprensión de que sus conclusiones tienen un carácter
histórico-relativo, de que no son sino la expresión de un modo de
ser singular y sólo de él. El pensador occidental ignora los
necesarios limites en que se encierra la validez de sus asertos; no
sabe que sus «verdades inconmovibles», sus «verdades eternas»,
son verdaderas sólo para él y son eternas sólo para su propia
visión del mundo; no cree que sea su deber salir de ellas para
considerar las otras que el hombre de otras culturas ha extraído de
sí y afirmado con idéntica certeza. Pero esto justamente tendrá
que hacerlo la filosofía del futuro si quiere preciarse de
integral. Eso es lo que significa comprender el lenguaje de las
formas históricas, del mundo viviente. Nada es aquí perdurable,
nada universal. No se hable más de formas del pensamiento, del
principio de lo trágico, del problema del Estado. La validez
universal es siempre una conclusión falsa que verificamos
extendiendo a los demás lo que sólo para nosotros vale.
Y esta imagen nos aparecerá todavía
más vacilante y sospechosa si volvemos la mirada hacia los
pensadores modernos occidentales posteriores a Schopenhauer. En éstos
el centro de gravedad de los filosofemas se desplaza y se aleja de la
abstracción sistemática para acercarse a la práctica ética; en el
lugar del problema del conocimiento viene a situarse ahora el
problema de la vida: voluntad de vida, de potencia, de acción. La
consideración se dirige aquí, no ya a la abstracción ideal
«hombre», como en Kant, sino al hombre real, al hombre tal como, en
tiempos históricos y agrupado en pueblos primitivos o en núcleos de
cultura, habita la superficie de la tierra. Y resulta altamente
ridículo que en este punto siga determinándose la forma de los
conceptos supremos por el esquema Edad Antigua-Edad Media-Edad
Moderna y la limitación local con siguiente a este esquema.
Tal es, sin embargo, el caso.
Contemplemos el horizonte histórico de
Nietzsche. Sus conceptos de decadencia, de nihilismo, de
transmutación de los valores, están fundados en la entraña de la
civilización occidental y poseen un valor decisivo para el análisis
de esta civilización. Mas ¿cuál fue la base sobre la que Nietzsche
se apoyó para formularlos? Los romanos y los griegos, el
Renacimiento y la actualidad europea, una mirada rauda, de soslayo,
sobre la filosofía india — mal interpretada —; en suma: la
Edad Antigua, la Edad Media, la Edad Moderna. Nietzsche, en
puridad, no se ha salido de este marco. Y otro tanto les sucede a los
demás pensadores de su época.
¿En qué relación se encuentra su
concepto de lo dionisíaco... con la vida interna del
civilizadísimo chino, en la época de Confucio, o del americano
moderno? ¿Qué significa el tipo del superhombre... para el mundo
del Islam? Los conceptos de naturaleza y espíritu, paganismo y
cristianismo, antigüedad y modernidad, concebidos como
antítesis de las formas, ¿qué sentido pueden tener en el alma del
indio y del ruso? ¿Qué tiene que ver Tolstoi — quien en lo más
profundo de su humanidad rechazó todo el universo ideológico de
Occidente como cosa extraña y lejana — con la «Edad Media», con
Dante, con Lutero? ¿Qué tiene que ver un japonés con
Parsifal y Zaratustra? ¿Qué un indio con Sófocles? Y el mundo de
los pensamientos de Schopenhauer, de Comte, de Feuerbach, de Hebbel,
de Strindberg, ¿es acaso más extenso? ¿No es su psicología, pese
a todas sus aspiraciones cósmicas, de pura cepa y significación
dental? Los problemas de la mujer, planteados por Ibsen con la
pretensión asimismo de fijar sobre ellos el interés de la
«humanidad» entera, ¡qué efectos tan cómicos no nos
producirían si en lugar de la famosa Nora — que vive en una gran
ciudad de la Europa occidental, que se mueve en el limitado horizonte
de una casa de 2.000 a 6.000 marcos anuales, y que ha recibido una
educación burguesa y protestante — pusiéramos, por ejemplo, la mujer de
César, madame de Sevigné, una japonesa o una aldeana del Tirol! Y es que el mismo Ibsen ve
las cosas con la perspectiva de la clase media de ayer y de hoy en
las grandes urbes europeas. Sus conflictos, cuyas premisas
psicológicas proceden poco más o menos de 1850 y acaso no valgan ya
en 1950, no son los del gran mundo, ni los de la masa inferior, y no
hay que decir los de las ciudades habitadas por no europeos.
Todos esos valores son episódicos y
locales, limitados casi siempre a la inteligencia momentánea de las
grandes urbes de tipo occidental; no son, ni mucho menos, histórico-
universales, eternos. Y si todavía aparecen esencialísimos a las
generaciones de Ibsen y de Nietzsche, es porque, en realidad, estas
generaciones desconocen el sentido de la expresión
«historia universal» — que no
es una selección, sino una totalidad —, puesto que
subordinan los factores ajenos al interés propio, moderno,
rebajándolos o desconociéndolos. Y así ha acontecido,
efectivamente, en grado sumo. Todo lo que el Occidente ha dicho y
pensado hasta ahora sobre los problemas del tiempo, del espacio, del
movimiento, del número, de la voluntad, del matrimonio, de la
propiedad, de la tragedia, de la ciencia, tiene un indeleble matiz de
estrechez e inseguridad, que procede de que se ha procurado ante todo
encontrar la solución de los problemas, sin comprender que a
múltiples interrogadores corresponden contestaciones múltiples, que
una pregunta filosófica no es más que el deseo encubierto de
recibir determinada respuesta, ya inclusa en la pregunta misma, que
nunca pueden concebirse como bastante efímeros los grandes problemas
de una época y que, por lo tanto, es preciso elegir un grupo de
soluciones históricamente condicionadas, cuya visión panorámica
—prescindiendo de todas las convicciones propias — será quien nos descubra los
últimos secretos. Para el pensador — el legítimo pensador — ningún punto de vista es
absolutamente verdadero o falso. Frente a problemas tan
difíciles como el del tiempo o el del matrimonio, no basta consultar
la experiencia personal, la voz íntima, la razón, la opinión de
los antecesores o de los contemporáneos. Por este camino se llegará,
sin duda, a conocer lo que es verdadero para uno mismo o para la
época en que uno vive. Pero esto no es todo. Las manifestaciones de
otras culturas hablan otra lengua. A distintos hombres, distintas
verdades. Y para el pensador todas son válidas o no lo es ninguna.
¿Compréndese ahora de qué
amplificaciones y ahondamientos es capaz la crítica del
universo usada hasta ahora en Occidente, y cuántas cosas pueden
incluirse, en el círculo de la investigación, rebasando el mísero
relativismo de Nietzsche y su generación? ¡Cuánta finura en el
sentimiento de la forma, qué grado de psicología, qué
renuncia e independencia de los intereses prácticos, qué
ilimitación del horizonte habrá de conseguirse antes de
poder decir que se ha entendido lo que es la historia universal, el
universo como historia!
Frente a todo eso, frente a las formas
caprichosas, estrechas, externas, dictadas por el propio interés e
impuestas a la historia, coloco yo la figura natural, «copernicana»,
del suceder universal, la que está profundamente impresa en lo más
hondo, y no se manifiesta sino a los que miran la historia libres de
todo prejuicio.
Recuérdese a Goethe. Lo que Goethe
llamó la naturaleza viviente, eso es lo que yo aquí llamo la
historia universal, en el más amplio sentido: el universo como
historia. Goethe, que, como artista, dio formas a la a la evolución
de sus figuras, al devenir y no a lo ya hecho, y así lo demuestra
Wilhelm Meister y Poesía y realidad, odiaba la matemáticas
Percibía la oposición entre el mundo
como mecanismo y el mundo como organismo, entre la naturaleza muerta
y la naturaleza viva, entre la ley y la forma. Cada línea de las que
escribió como naturalista iba encaminada a ponernos ante los ojos
la figura de lo que deviene, «forma esencial que viviendo se
desenvuelve». Sentimientos, intuiciones, comparaciones, inmediata
certeza interior, exacta fantasía sensible, tales eran los medios
con que se acercaba al misterio de las inquietas apariencias. Tales
son precisamente los medios de la investigación histórica en
general. No hay otros. Esa divina mirada es la que le empuja a decir
la noche de la batalla de Valmy, en el campamento: «A partir de hoy
comienza una nueva época de la historia universal;
podéis decir que lo habéis presenciado». Ningún general,
ningún diplomático y, por supuesto, ningún filósofo, ha sentido
tan inmediatamente el hacerse mismo de la historia. Éste es el
juicio más profundo que se ha pronunciado nunca sobre un gran hecho
histórico, en el momento mismo de verificarse.
Y así como Goethe perseguía la
evolución de la forma vegetal partiendo de la hoja, buscaba
el origen y nacimiento del tipo vertebrado, inquiría la
génesis de las capas geológicas — el sino de la
naturaleza, no su causalidad —, así también hemos de
desenvolver nosotros aquí el lenguaje de las formas que nos habla la
historia humana, su estructura periódica, el hálito de la
historia, partiendo de la muchedumbre de particularidades
perceptibles.
Con razón se ha contado al hombre
entre los organismos de la superficie terrestre. Su estructura
corporal, sus funciones naturales, todo su aspecto sensible,
pertenecen a una unidad más amplia. Sólo aquí se hace una
excepción, a pesar de la afinidad profundamente sentida entre el
sino de las plantas y el sino del hombre, tema eterno de toda lírica,
y a pesar de la semejanza de la historia humana con la de cualquier
otro grupo de seres vivos de orden superior, tema de innumerables
cuentos, leyendas y fábulas. Compárense, pues, unos y otros
organismos, dejando que el mundo de las culturas humanas actúe puro
y hondo sobre la imaginación, sin forzarlo a acomodarse en
un esquema prefijado; considérense las palabras «juventud»,
«crecimiento», «florecimiento», «decadencia», que han sido
hasta ahora, y hoy más que nunca, la expresión de estimaciones
subjetivas e intereses personalísimos de índole social, moral
y estética; considérense, digo, esas palabras como
designaciones objetivas de estados orgánicos; colóquese la
cultura «antigua», como fenómeno cerrado
en sí mismo, como cuerpo y expresión del alma «antigua» junto a la cultura egipcia,
a la cultura india, a la babilónica, a la china, a la occidental, y
búsquese lo típico en los mudables destinos de estos grandes
individuos, lo necesario en el indomable tropel de las contingencias,
y a la postre se verá abrirse ante nosotros mismos el cuadro de la
historia universal; cuadro natural para nosotros, pero sólo para
nosotros.
Pero, volviendo a nuestro tema
estricto, intentemos desde este punto de vista determinar
morfológicamente la estructura de la época actual, ante todo entre
los años 1800 y 2000. Tenemos que fijar el momento de esta época
en el conjunto de la cultura occidental; tenemos que definir su
sentido como periodo biográfico, que debe hallarse necesariamente, bajo una u otra forma, en toda cultura,
y desentrañar la significación orgánica y simbólica de los
complejos morfológicos de carácter político, artístico,
espiritual, social, que le son propios.
Desde luego resalta la identidad
entre este período y el helenismo; particularmente la identidad
entre el actual momento culminante de este período. — señalado
por la guerra mundial — y el tránsito de la época helenística a
la romana. El romanismo, con su estricto sentido de los hechos,
desprovisto de genio, bárbaro, disciplinado, práctico, protestante,
prusiano, nos dará siempre la clave — ya que estamos atenidos a
las comparaciones — para comprender nuestro propio futuro.
¡Griegos y romanos! Así, efectivamente, diferénciase el
sino que ya se ha cumplido para nosotros y el sino que va a cumplirse
ahora. En la «Antigüedad» hubiera podido, hubiera debido hallarse
ya hace tiempo una evolución enteramente pareja a la de nuestra
propia cultura occidental; esa evolución es diferente en los
detalles superficiales, pero idéntica por el impulso íntimo, que
conduce el gran organismo a su acabamiento. Habríamos entonces
encontrado en la Antigüedad un constante álter ego comparable,
rasgo por rasgo, con nuestra propia realidad, desde la guerra de
Troya y las Cruzadas, desde Homero y los Nibelungos, pasando por el
dórico gótico, el movimiento dionisíaco y el Renacimiento,
Policleto y Sebastián Bach, Atenas y París, Aristóteles y Kant,
Alejandro y Napoleón, hasta el predominio de la gran ciudad moderna
y el imperialismo de ambas culturas.
Mas para esto era condición previa la
justa interpretación de la historia antigua. ¡Y con qué
parcialidad, con qué superficialidad, con qué ligereza y estrechez
de miras se ha hecho siempre esa interpretación! Porque nos
sentíamos demasiado emparentados con los «antiguos» hemos arreglado el
problema a nuestra comodidad. La semejanza superficial es el escollo
en que naufraga la ciencia de la Antigüedad cuando cesa de ordenar y
determinar sus hallazgos — tarea en la que es maestra — y pasa a
interpretar el espíritu que los anima. El eterno prejuicio, que
debiéramos al cabo desechar, consiste en creer que la Antigüedad
nos es íntimamente próxima porque hemos sido o pretendemos
ser sus discípulos y sucesores, cuando en realidad sólo somos
sus adoradores. La labor toda que el siglo XIX ha realizado en la
filosofía de la religión, en la historia del arte, en la crítica
social, era muy necesaria, y ha servido de mucho, no para enseñarnos
a comprender los dramas de Esquilo, las teorías de Platón, Apolo y
Dioniso, el Estado ateniense, el cesarismo — que estamos muy lejos
de comprender —, sino para hacernos sentir, por fin, lo extraño y
lejano que nos es todo eso, más extraño quizá que los dioses
mejicanos y la arquitectura india.
Nuestras opiniones sobre la cultura
grecorromana han oscilado siempre entre dos extremos, y siempre, por
supuesto, bajo una perspectiva dominada, cualquiera que fuese el
«punto de vista», por el esquema Edad Antigua-Media-Moderna. Los
unos, hombres de vida pública, economistas, políticos, juristas,
encuentran que la «humanidad actual» se halla en lucido progreso;
la valoran altamente y con ella miden todo lo anterior. No hay ningún
partido moderno cuyas doctrinas no hayan servido de criterio para
«valorar» a Cleón, a Mario, a Temístocles, a Catilina y a los
Gracos. Los otros, en cambio, artistas, poetas, filólogos y
filósofos, no se sienten a gusto en el presente; buscan en el pasado
un punto de referencia absoluto, desde el cual condenan el hoy con
igual dogmatismo. Aquéllos consideran a los griegos como un «todavía
no»; éstos consideran a los modernos como un «ya no»; ambos,
empero, están sugestionados por una misma imagen histórica que
enlaza las dos edades en una línea recta.
Encárnanse en esta oposición las dos
almas de Fausto. El peligro de la una es la superficialidad
inteligente. De todo lo que fue la cultura antigua, del brillante
fulgor del alma antigua, no quedan, a la postre, entre sus manos,
sino «hechos» sociales, económicos, jurídicos, políticos,
filológicos. Todo lo demás adquiere el carácter de «consecuencias
secundarias», «reflejos», «fenómenos concomitantes». En sus
libros no se percibe el menor rastro de aquella mítica gravedad que
acompaña a los coros de Esquilo, de aquella colosal fuerza telúrica
que anima a la plástica arcaica, a la columna dórica; de aquel
fuego que arde en el culto apolíneo; de aquella profundidad que aún
manifiesta el mismo culto romano de los césares. Los otros, en
cambio, románticos rezagados, como los tres profesores de
Basilea, Bachofen, Burckhardt y Nietzsche, sucumben al peligro
de toda ideología. Piérdense en las regiones nebulosas de una
Antigüedad que no es sino la imagen de su propia sensibilidad
regulada por la filología. Se entregan a los restos de la literatura
antigua, único testimonio que les parece suficientemente prócer,
aunque no ha habido cultura más imperfectamente representada por sus
grandes escritores que la cultura de los antiguos [23].
Aquéllos se apoyan principalmente en
el material prosaico; documentos jurídicos, inscripciones y monedas,
que Burckhardt y Nietzsche habían despreciado, exponiéndose por
ello a graves errores; subordinan a estos materiales la literatura,
manifestando así su sentido muchas veces mínimo de la verdad y de
la realidad. Sucedió, pues, que no se tomaron en serio unos a otros,
a causa del fundamento mismo sobre que se asentaba su crítica. Que
yo sepa, no han sentido Nietzsche y Mommsen la menor estimación
mutua.
Pero ninguno de los dos grupos llegó a
la altura desde la cual — esta oposición se disipa. Y, sin
embargo, hubiera sido posible llegar a ella. Es ésta la
venganza que toma el principio de causalidad, por haber sido
trasladado ilícitamente de la física a la historia. Establecióse
un pragmatismo superficial, copia de la concepción física del
mundo, que lejos de esclarecer, encubre y confunde el lenguaje de las
formas históricas, distinto totalmente del de la naturaleza. Para
someter la masa de los materiales históricos a una concepción
ordenada y profunda, no se encontró nada mejor que destacar
como lo primario, como la causa, cierto conjunto de fenómenos, y
tratar luego como lo secundario, como consecuencias o efectos, los
demás fenómenos. No sólo los prácticos, sino también los
románticos han acudido a este medio, porque la historia seguía
ocultando su lógica propia a las miradas miopes, y además porque
apremiaba harto la exigencia de fijar una necesidad inmanente, cuya
presencia se sentía sin poderla definir. Era, pues, inevitable aquel
recurso, so pena de volver, como Schopenhauer, la espalda a la
historia, haciendo una mueca de mal humor.
Podemos decir sin más que hay dos
modos de ver la Antigüedad: uno materialista y otro ideológico. El
materialista explica el descenso de un platillo de la balanza por la
subida del otro. Demuestra que siempre acaece así, sin excepción
alguna, y la prueba, a no dudarlo, es decisiva. He aquí, pues,
causas y efectos, y las causas están representadas evidentemente por los fenómenos sociales y sexuales
o, a lo sumo, los puramente políticos; los efectos son los hechos
religiosos, espirituales, artísticos, si es que para éstos admite
el materialista la denominación de hechos. Los ideólogos
demuestran, en cambio, que la subida de uno de los platillos es
consecuencia del descenso del otro, y lo demuestran con igual
exactitud. Penetran en los cultos, misterios y usos; escudriñan el
secreto de los versos y de las líneas. La vida diaria, con su
trivialidad, considéranla como una consecuencia dolorosa de la
imperfección terrestre, y no le conceden sino escasamente una mirada
de soslayo. Cada una de las partes, pues, señalando insistentemente
al nexo causal, demuestra que la contraria no percibe, o no quiere
percibir, la verdadera relación entre las cosas, y terminan todos
tachándose mutuamente de ciegos, ligeros, tontos, absurdos,
frívolos, extravagantes y filisteos. El ideólogo se indigna cuando
ve que alguien toma en serio los problemas económicos de Grecia,
y que habla, por ejemplo, no de las sentencias profundas
del oráculo délfico sino de las amplias operaciones financieras que
los sacerdotes de Delfos realizaban con las sumas que tenían en
depósito. El político, a su vez, sonríese suavemente del infeliz
que despilfarra su entusiasmo en el estudio de las fórmulas
sagradas y el ornamento de los áticos efebos, en vez de
escribir acerca de la lucha de clases en la Antigüedad un libro bien
repleto de copiosas fórmulas modernas.
Uno de estos tipos está ya preformado
en Petrarca. Petrarca ha creado Florencia, y Weimar el concepto del
Renacimiento y el clasicismo occidental. El otro tipo aparece a
mediados del siglo XVII, al iniciarse una política «civilizada»
[24], una política económica de gran ciudad; por lo tanto, antes
que en otra parte, en Inglaterra (Grote). En el fondo se enfrentan
aquí la concepción del hombre culto y la del hombre civilizado;
oposición demasiado profunda, demasiado humana para que deje
advertir la inferioridad de ambos puntos de vista y mucho menos la
posibilidad de superarlos.
También el materialismo procede en
este punto con sesgo idealista. También él, sin saberlo ni
quererlo, ha subordinado sus concepciones a sus íntimos deseos. En
realidad, nuestros mejores ingenios, sin excepción, se han inclinado
llenos de respeto ante la imagen de la Antigüedad, y en este único
caso han renunciado al uso habitual de una crítica sin límites. El
análisis de la Antigüedad ha sido siempre obscurecido por cierta
tímida contención. No hay en toda la historia otro ejemplo de culto
tan entusiasta, tributado por una cultura a la memoria de otra
cultura. Cuando enlazamos idealmente la Antigüedad y la Edad Moderna
por medio de una «Edad Media», que ocupa un milenio de mal
apreciada, casi despreciada historia, no hacemos sino expresar esa
involuntaria devoción. Nosotros, europeos occidentales, hemos
sacrificado a los «antiguos» la pureza e independencia de nuestro
arte, no atreviéndonos a crear nada sin antes alzar la vista
hacia el augusto «modelo». En nuestra imagen de los griegos y de
los romanos hemos proyectado siempre lo que en lo más profundo de
nuestra alma anhelábamos o esperábamos alcanzar. Llegará un día
en que algún agudo psicólogo nos refiera la historia de nuestra más
fatal ilusión, la historia de lo que en cada momento íbamos
reverenciando como «antiguo». Pocos problemas habrá más
instructivos para el conocimiento íntimo del alma occidental, desde
el emperador Otón III hasta Nietzsche, primera y última víctimas
del Sur.
En su Viaje a Italia habla Goethe con
entusiasmo de las construcciones de Paladio, cuyo helado academismo
nos deja hoy bastante escépticos. Ve luego a Pompeya, y habla con
franco descontento de la impresión «extraña, casi desagradable»,
que allí recibió. Lo que dice de los templos de Poestum y Segesta,
obras maestras del arte helénico, es vacilante y de poca substancia. Se advierte bien
que no ha reconocido la Antigüedad, al verla ahora corporalmente, en
toda su fuerza. Y otro tanto les ha sucedido a los demás. No han
querido ver muchos de los aspectos antiguos, y así han conseguido
salvar la imagen íntima que se habían formado de la Antigüedad. Su
«Antigüedad» ha sido, pues, el horizonte de un ideal vital que
ellos mismos han creado y alimentado con su sangre, un vaso donde han
vertido su propio sentimiento del mundo, un fantasma, un ídolo. En
las celdas de los pensadores, en las tertulias de los poetas,
entusiasman las crudas descripciones que hace Aristófanes de la vida
en las grandes ciudades antiguas; producen admiración
Juvenal y Petronio, la suciedad y la plebe del Sur, el ruido y la
violencia, los mancebos y las Frinés, el culto del falo y las orgías
de los césares. Sin embargo, ante esos mismos aspectos de la
realidad, en nuestras urbes actuales pasamos de largo profiriendo
lamentos y tapándonos las narices.
«En las ciudades es malo vivir: hay
demasiados rijosos.» Así habló Zaratustra. Enaltecen la ciudadanía
de los romanos y desprecian a quienes hoy no evitan todo contacto con
los negocios públicos. Hay una clase de hombres, versados en estas
cosas, para quienes la diferencia entre la toga y la levita, el circo
bizantino y la pista inglesa de deportes, las antiguas vías de los
Alpes y el ferrocarril transcontinental, las trieras y los vapores,
las lanzas romanas y las bayonetas prusianas, el canal de Suez, hecho
por un faraón, y el mismo canal hecho por un ingeniero moderno,
posee tal fuerza de magia, que les nubla la vista y les impide sin
remisión mirar libremente las cosas. No admitirían la máquina de
vapor como símbolo de pasión humana y expresión de energía
vital, a menos que la hubiese inventado Hierón de Alejandría.
Consideran que es una blasfemia hablar de calefacción central y
teneduría de libros en Roma, en vez de hablar del culto de la Gran
Madre en el monte Pessino.
Los otros, en cambio, no ven más que
eso. Se figuran que agotan la esencia de esa cultura, tan extraña
para nosotros, tratando a los griegos, sin más ni más, como si
fueran sus iguales. Muévense, al sacar conclusiones psicológicas,
en un sistema de identidades que no tiene el menor contacto con el
alma antigua. No sospechan que las palabras «república», «libertad», «propiedad», designan
allá y acá cosas que no poseen el más leve parentesco entre sí.
Búrlanse de los historiadores de la época de Goethe porque
manifiestan sus ideales políticos al escribir la historia de la
Antigüedad, expresando en los nombres de Licurgo, Bruto, Catón,
Cicerón, Augusto, y en la condenación o absolución de estos
personajes, su propio programa o su personal misticismo; mas los
mismos que así se burlan no son capaces de escribir un capítulo
sin que se conozca en seguida a qué partido pertenece el periódico
que leen por las mañanas.
Pero lo mismo da contemplar el pasado
con los ojos de don Quijote que con los de Sancho. Ninguno de los dos
caminos conduce a buena meta. A la postre, cada cual se ha permitido
poner en el primer plano aquel trocito de Antigüedad que casualmente
concuerda mejor con las intenciones propias; Nietzsche, la Atenas
presocrática; los economistas, el período helenístico; los
políticos, la Roma republicana; los poetas, el imperio.
Ni los fenómenos religiosos o
artísticos son más originales y primarios que los sociales y
económicos, ni viceversa. Para quien haya logrado conquistar en este
punto la absoluta libertad de la contemplación; para quien se sitúe
más allá de todo interés personal, sea cual fuere, no hay, entre los distintos
fenómenos, subordinación, ni prioridad, ni causa, ni efecto,
ni diferencia de valor o de importancia. Lo que al fenómeno
particular le confiere rango es simplemente la mayor o menor pureza y
energía del lenguaje formal que nos habla, la mayor o menor potencia
de su simbolismo, sin que debamos tener en cuenta para nada bondad y
maldad, superioridad o vileza, utilidad o idealidad.
La decadencia de Occidente, considerada
así, significa nada menos que el problema de la civilización. Nos
hallamos frente a una de las cuestiones fundamentales de toda
historia. ¿Qué es «civilización», concebida
como secuencia lógica, como plenitud y término de una «cultura»?
Porque cada «cultura» tiene su
«civilización» propia. Por primera vez tómanse aquí estas dos
palabras — que hasta ahora designaban una vaga distinción ética
de índole personal — en un sentido periódico, como expresiones de
una orgánica sucesión estricta y necesaria. La «civilización» es
el inevitable sino de toda «cultura». Hemos subido a la cima desde
donde se hacen solubles los últimos y más difíciles problemas de
la morfología histórica.
«Civilización» es el extremo y
más artificioso estado a que puede llegar una especie superior
de hombres. Es un remate; subsigue a la acción creadora como lo ya
creado, lo ya hecho, a la vida como la muerte, a la evolución como
el anquilosamiento, al campo y a la infancia de las almas — que se
manifiesta, por ejemplo, en el dórico y en el gótico — como la
decrepitud espiritual y la urbe mundial petrificada y
petrificante. Es un final irrevocable, al que se llega siempre de
nuevo, con íntima necesidad.
Sólo así puede comprenderse a los
romanos en cuanto sucesores de los griegos. Sólo así se coloca la
última etapa de la Antigüedad bajo uña luz que revela sus más
hondos secretos. Pues ¿qué significa — lo que sólo con palabras
vanas cabría negar — que los romanos hayan sido bárbaros,
bárbaros que no preceden a una época de gran crecimiento, sino que,
al contrario, la terminan? Sin alma, sin filosofía, sin arte,
animales hasta la brutalidad, sin escrúpulos, pendientes del éxito
material, hállanse situados los romanos entre la cultura helénica y
la nada. Su imaginación, enderezada exclusivamente a lo práctico —
poseían un derecho sacro que regulaba las relaciones entre dioses y
hombres como si fueran personas privadas y no tuvieron nunca mitos —,
es una facultad que en Atenas no se encuentra. Los griegos tienen
alma; los romanos, intelecto. Así se diferencian la
«cultura» y la «civilización». Y esto no vale sólo
para la «Antigüedad». Una y otra vez, en la historia, preséntase
ese mismo tipo de hombres de espíritu fuerte, completamente
ametafísico. En sus manos está el destino espiritual y material de
toda época postrimera. Ellos son los que han llevado a cabo el
imperialismo babilónico, egipcio, indio, chino, romano. En tales
períodos desarróllanse el budismo, el estoicismo, el socialismo,
emociones definitivas que pueden, por última vez, captar y
transformar en toda su substancia una humanidad mortecina y
decadente. La civilización pura, como proceso histórico,
consiste en una gradual disolución de formas ya muertas, de formas
que se han tornado inorgánicas.
El tránsito de la «cultura» a la
«civilización» se lleva a cabo, en la Antigüedad, hacia el siglo
IV; en el Occidente, hacia el XIX. A partir de estos momentos, las
grandes decisiones espirituales no se toman ya «en el mundo
entero», como sucedía en tiempos del movimiento órfico y de la Reforma, en
que no había una sola aldea que no tuviese su importancia. Ahora
tómanse esas decisiones en tres o cuatro grandes urbes que
han absorbido el jugo todo de la historia, y frente a las cuales el
territorio restante de la cultura queda rebajado al rango de
«provincia»; la cual, por su parte, no tiene ya otra misión que
alimentar a las grandes urbes con sus restos de humanidad superior.
¡Ciudad mundial y provincia!. Estos dos conceptos fundamentales
de toda civilización plantean ahora para la historia un nuevo
problema de forma. Estamos viviéndolo justamente los hombres de hoy,
sin haberlo comprendido, ni siquiera de lejos, en todo su alcance. En
lugar de un mundo tenemos una ciudad, un punto, en donde se compendia
la vida de extensos países, que mientras tanto se marchitan. En
lugar de un pueblo lleno de formas, creciendo con la tierra misma,
tenemos un nuevo nómada, un parásito, el habitante de la gran urbe,
hombre puramente atenido a los hechos, hombre sin tradición, que se
presenta en masas informes y fluctuantes; hombre sin religión,
inteligente, improductivo, imbuido de una profunda aversión a
la vida agrícola — y su forma superior, la nobleza rural
—, hombre que representa un paso gigantesco hacia lo
inorgánico, hacia el fin. ¿Qué significa esto? Francia e
Inglaterra han franqueado ya ese paso; Alemania está franqueándolo.
A Siracusa, Atenas, Alejandría, siguió Roma. A Madrid, París,
Londres, sigue Berlín. Transformarse en provincia, tal es el sino de
los territorios que no radican en el círculo irradiante de esas
ciudades: «antiguamente» fueron Creta y Macedonia, y hoy el norte
de Escandinavia.
Antaño desarrollóse la lucha por
la concepción ideal de la época, en una esfera de
problemas universales, impregnados de temas metafísicos, litúrgicos
o dogmáticos, y esa lucha fue entre el espíritu telúrico de los
aldeanos — nobleza y clase sacerdotal — y el espíritu «mundano»
y patricio de las viejas, pequeñas y famosas ciudades de la
primitiva época dórica y gótica. Tales fueron las luchas por la
religión de Dioniso — por ejemplo, bajo el tirano Clístenes, de
Sicione — y por la Reforma en las ciudades imperiales alemanas
y en las guerras de los hugonotes. Pero así como esas ciudades por
fin dominaron al campo — ya Parménides y Descartes representan una
conciencia puramente ciudadana —, de igual manera la urbe las domina
a ellas. Tal es el proceso espiritual de todas las postrimerías, la
jónica y la barroca. Hoy, como en la época del helenismo, en cuyo
umbral se halla la fundación de Alejandría, gran urbe artificial,
es decir, ajena al campo, hanse transformado esas ciudades de cultura
— Florencia, Nuremberg, Salamanca, Brujas, Praga — en ciudades provincianas que actúan
en una desesperada oposición intelectual frente al espíritu de la gran urbe. La urbe
mundial significa el cosmopolitismo ocupando el puesto del «terruño», el sentido frío de los hechos substituyendo a la
veneración de lo tradicional; significa la irreligión científica
como petrificación de la anterior religión del alma, «sociedad»
en lugar del Estado, los derechos naturales en lugar de los
adquiridos. El dinero como factor abstracto inorgánico, desprovisto
de toda relación con el sentido del campo fructífero y con los
valores de una originaria economía de la vida, esto es lo que ya los
romanos tienen antes que los griegos y sobre los griegos. A partir de
este momento, una concepción distinguida y elegante del mundo
es también cuestión de dinero. No el estoicismo griego de
Crisipo, pero si el romano de Catón y Séneca presupone
como fundamento una fortuna; no los sentimientos ético-sociales
del siglo XVIII, pero si los del siglo XX son, sin duda alguna — si
han de traducirse en hechos que excedan los límites de una agitación
profesional y lucrativa —, cosas de millonarios. En la urbe mundial
no vive un pueblo, sino una masa. La incomprensión de toda tradición
que, al ser atacada, arrastra en su ruina a la cultura misma
— nobleza, iglesia, privilegios, dinastía, convenciones artísticas, límites
científicos de la posibilidad del conocimiento —, la inteligencia
aguda y fría, muy superior a la prudencia aldeana, el naturalismo de
sentido novísimo que saltando por encima de Sócrates y Rousseau va
a enlazarse, en lo que toca a lo sexual y social, con los instintos y
estados más primitivos, el panem et circenses que se manifiesta de
nuevo hoy en los concursos de boxeo y en la pista de deportes, todo
eso caracteriza bien, frente a la cultura definitivamente conclusa,
frente a la provincia, una forma nueva, postrera y sin porvenir, pero
inevitable, de la existencia humana.
Esto es lo que hay que ver — no con
los ojos del partidista, del ideólogo, del moralista que se acomoda
a su tiempo; no desde el ángulo de un «punto de vista» particular,
sino desde la altura intemporal en donde la mirada domina el mundo de
las formas históricas repartido por miles de años— si se quiere
comprender realmente la gran crisis de la época actual.
Símbolo de primer orden es para mi el
hecho de que en Roma, donde por el año 60 antes de Jesucristo fue el
triunviro Craso el primer especulador en solares, aquel pueblo
romano, que ostentaba sus iniciales ilustres en todas las
inscripciones; aquel pueblo romano ante el cual temblaban en lejanas
tierras los galos, los griegos, los partos, los sirios; aquel pueblo
romano vivía en una miseria espantosa, hacinado en edificios
enormes, de muchos pisos, construidos en barrios lóbregos y
escuchaba con indiferencia o con una especie de interés deportivo
las noticias de los éxitos militares y de las conquistas.
Al mismo rango simbólico pertenece
el hecho de que muchas grandes familias de la nobleza
primitiva, descendientes de los que vencieron a los celtas, a los
samnitas, a Aníbal, no habiendo tomado parte en la orgía de las
especulaciones, hubieron de vender sus casas solariegas y trasladarse
a míseros cuartos de alquiler. Mientras a lo largo de la vía Apia
se alzaban los mausoleos, aún hoy admirados, de los grandes
financieros romanos, los cadáveres del pueblo, juntos con cuerpos
de animales y basura de la ciudad, iban amontonándose en horribles
escombreras, hasta que durante el reinado de Augusto, para evitar las
epidemias, se limpió y aplanó el lugar, donde luego Mecenas
construyó sus famosos jardines. En la despoblada Atenas, que vivía
de los turistas y de las fundaciones de extranjeros opulentos —
como el rey Herodes de Judea —, se enseñaba a la plebe viajera de
los nuevos ricos romanos las obras del siglo de Pendes, de
las cuales entendía el ricachón romano tan poco como los
americanos que visitan hoy la capilla Sixtina entienden de Miguel
Ángel. Ya entonces todas las obras de arte habían sido substraídas
o compradas a precios fabulosos, a precios de moda, levantándose, en
cambio, colosales y presuntuosos edificios romanos, junto a las
profundas y humildes obras del tiempo pasado. En tales cosas, que el
historiador no debe ni aplaudir ni censurar, sino estudiar
morfológicamente, exprésase clarísima una idea para quien ha
aprendido a mirar y a ver.
En efecto, habrá de evidenciarse que,
a partir de este momento, todos los grandes conflictos de la
filosofía, de la política, del arte, del saber, del sentimiento, se
hallan dominados por la mencionada oposición. ¿Qué es la política
civilizada de mañana en oposición a la culta de ayer? En la
Antigüedad, retórica; en el Occidente, periodismo; ambos al
servicio de esa abstracción que representa el poder de la
civilización: el dinero. Su espíritu es el que penetra, sin ser notado, en las formas
históricas de la existencia popular, muchas veces sin alterarlas ni
descomponerlas en lo más mínimo. El mecanismo del Estado romano,
desde Escipión el Africano hasta Augusto, permaneció mucho más
estacionario de lo que generalmente se cree. Pero los grandes
partidos son sólo en apariencia el centro de las acciones
decisivas. Decídelo todo un pequeño número de cerebros
superiores, cuyos nombres en este momento no son acaso los más
conocidos, mientras que la gran masa de los políticos de segunda
fila: retores y tribunos, abogados y periodistas, mantiene una
selección para los horizontes provincianos y, hacia abajo, la
ilusión de que el pueblo se determina a sí mismo. ¿Y el arte? ¿Y
la filosofía? Los ideales de la época de Platón y de Kant valían
para una humanidad superior. Pero los ideales del helenismo y de la
época actual sólo existen para el habitante de la gran
urbe. El socialismo y el darvinismo, próximos parientes por su
origen, con sus fórmulas de lucha por la vida y de selección, tan
contrarias a Goethe; los problemas femeninos y matrimoniales —
también afines entre sí — que se encuentran en Ibsen, Strindberg
y Shaw; las tendencias impresionistas de una sensibilidad
anárquica; el montón de los modernos anhelos,
excitaciones, dolores, expresados en la lírica de Baudelaire y en
la música de Wagner, todo esto es inexistente para el sentimiento
del hombre de la aldea y, en general, de la naturaleza; todo ello es
patrimonio exclusivo del hombre cerebral de las grandes urbes. Cuanto
más pequeña sea una ciudad, menos sentido tiene para ella el
ocuparse de esa música y de esa pintura.
A la cultura corresponde la gimnasia,
el torneo, el certamen agonal; a la civilización, el deporte. He
aquí la diferencia entre la palestra griega y el circo romano.
El arte mismo se convierte en deporte — no otra cosa es l‘art
pour l‘art — ante un público inteligente de aficionados y
compradores, ya se trate de dominar masas instrumentales absurdas, ya
de vencer dificultades armónicas o de resolver un problema de
colorido. Surge una nueva filosofía de los hechos que para las
especulaciones metafísicas tiene sólo una sonrisa; una nueva
literatura que para el intelecto, el gusto y los nervios de los
habitantes de las grandes urbes es una necesidad y, en cambio, para
el provinciano resulta incomprensible y odiosa. Ni la poesía
alejandrina ni la pintura al aire libre le importan nada al «pueblo».
El tránsito caracterízase, entonces como hoy, por una serie de
escándalos que sólo en estas épocas pueden darse. La indignación
de los atenienses contra Eurípides y contra la técnica
revolucionaria de la pintura, por ejemplo, de Apolodoro, repítese en
la oposición a Wagner, a Manet, a Ibsen y a Nietzsche.
Puede comprenderse a los griegos sin
hablar de su economía. Pero a los romanos sólo por su economía
cabe entenderlos. La última vez que se peleó por una idea fue en
Queronea y en Leipzig. En la primera guerra púnica y en
Sedán no pueden ya desconocerse los elementos económicos. Los
romanos, con su energía práctica, fueron los primeros en dar al
trabajo de los esclavos ese estilo gigantesco que para muchos
determina el tipo de la economía, del derecho y de la vida
antiguos, y que en todo caso rebaja notablemente la dignidad interior
del trabajo libre asalariado. Han sido los pueblos germánicos, no
los románicos, los primeros que en la Europa occidental han sacado
de la máquina de vapor una industria grande que cambia el aspecto de
las comarcas. Adviértase cómo estos dos fenómenos, hondamente
simbólicos, se relacionan con el estoicismo y el socialismo. El
cesarismo romano, anunciado en Cayo Flaminio, formado ya por vez
primera en Mario, es el que dentro del mundo antiguo da a
conocer la sublimidad del dinero, en manos de hombres eficaces, de
fuerte espíritu y grandes capacidades. Sin eso, ni César
ni el romanismo serían inteligibles. Todo griego tiene algo de don
Quijote; todo romano, algo de Sancho Panza. Lo que fueron además de
eso, pasa a segundo término.
El dominio del mundo por los romanos es
un fenómeno negativo. No resulta de un exceso de fuerza — que
después de Zama ya Roma no poseía —, sino de la falta de
resistencia en el lado opuesto. Los romanos no conquistaron el mundo (Se apoderaron de un botín que estaba a disposición del
primero que llegase. Surgió el imperio romano, no de una suprema
tensión de todos los resortes militares y financieros, como
cuando Roma se enfrentó contra Cartago, sino de la renuncia del
viejo Oriente a regir su vida externa. No nos dejemos engañar por la
apariencia de los brillantes éxitos militares. Con un par de
legiones mal aguerridas, mal mandados, malhumoradas,
conquistaron reinos enteros Lúculo y Pompeyo; cosa que no hubiera
sido posible en la época de las batalla de Ipso. Mitrídates, que
fue un peligro verdadero para ese sistema de fuerzas materiales,
nunca seriamente puesto a prueba, no hubiera sido peligroso para
los vencedores de Aníbal. Después de Zama, los romanos no hicieron
ya ninguna guerra contra una gran potencia militar, ni hubieran
podido sostenerla [34]. Las guerras clásicas de Roma fueron las de
los samnitas, la de Pirro y la de Cartago. La hora grande de Roma fue
Cannas. No hay pueblo que esté siglos y siglos con el coturno
calzado. El pueblo alemán-prusiano que vivió los momentos poderosos
de 1813, 1870 y 1914 tiene más que ninguno en su historia tales
horas fuertes.
Es el imperialismo, según mi
concepto, el símbolo típico de las postrimerías. Produce
petrificaciones como los imperios egipcio, chino, romano, indio,
islámico, que perduran siglos y siglos, pasan de las manos de un
conquistador a las de otro; cuerpos muertos, masas amorfas de
hombres, masas sin alma, materiales viejos y gastados de una
gran historia. El imperialismo es civilización pura. El sino del
Occidente condena a éste, irremediablemente, a tomar el mismo
aspecto. El hombre culto dirige su energía hacia dentro; el
civilizado, hacia fuera. Por eso considero yo a Cecil Rhodes como el
primer hombre de una época nueva. Representa el estilo político de
un futuro lejano, occidental, germánico, y particularmente alemán.
Sus palabras «la expansión es todo» encierran en esa misma
construcción napoleónica la tendencia más característica de
toda civilización madura. Lo mismo puede decirse de los romanos,
de los árabes, de los chinos. Aquí no cabe elección. Aquí no
decide ni siquiera la voluntad consciente del individuo o de clases y
pueblos enteros. La tendencia expansiva es una fatalidad, algo
demoníaco y monstruoso, que se apodera del hombre en el postrer
estadio de la gran urbe y, quiéralo o no, sépalo o no, le
constriñe y le utiliza en su servicio La vida es la realización de
posibilidades, y para el hombre cerebral no hay más que
posibilidades expansivas. El socialismo actual, poco
desarrollado aún, rechaza la expansión; pero llegará un día en
que, con la vehemencia de un sino, sea él su principal vehículo. El
lenguaje de las formas políticas — como expresión intelectual
inmediata de una índole humana — toca aquí a un problema profundo de la metafísica: al
hecho, confirmado por la absoluta validez del principio
causal, de que el espíritu es el complemento de la extensión.
El mundo de los Estados chinos caminaba
derechamente hacia el imperialismo entre los años 500 y 300 — que
corresponden, morfológicamente, a los 300 a 500 de la Antigüedad —, y era por lo tanto inútil toda
oposición al principio imperialista (lienheng), que estaba
representado principalmente en la práctica por el Estado Tsin—
la Roma del mundo chino — y en la teoría por el filósofo Chang
Yi. Los enemigos de la tendencia imperialista defendían la idea de
una liga de pueblos (hohtsung), fundándose en ciertos pensamientos
de Wang Hü, profundo escéptico y gran conocedor de los hombres y de
las posibilidades políticas de esta época posterior. Ambos eran
enemigos de la ideología de Laotsé, que se manifestaba contraria a
la actividad política; pero el lienheng tenía a su favor el curso
natural de la civilización expansiva.
Rhodes aparece como el precursor
primero de un tipo de César occidental a quien todavía no le ha
llegado su hora. Hállase en la mitad de la distancia que existe
entre Napoleón y el hombre de la fuerza que ha de surgir en el
próximo siglo; así, entre Alejandro y César se encuentra aquel
Flaminio que en 232 empujó a los romanos a la conquista de la Galia
cisalpina y señaló de esa suerte el comienzo de la política
expansiva colonial. Flaminio era propiamente un personaje privado,
particular, que gozaba de un influjo dominante en el Estado, en
un tiempo en que la idea del Estado empezaba a sucumbir bajo el poder
de los factores económicos; fue, de seguro, en Roma, el primer
hombre que representa el tipo de la oposición cesárea. Con él
termina la idea del servicio al Estado y comienza la voluntad de
potencia, que sólo cuenta con fuerzas, no con tradiciones. Alejandro
y Napoleón fueron románticos, en el umbral mismo de la
civilización, envueltos ya en su atmósfera clara y fría; pero
aquél se complacía en representar el papel de Aquiles y éste leía
el Werther. César, en cambio, fue exclusivamente hombre de acción,
un hombre de enorme intelecto.
Ya Rhodes entendía por política
eficaz y triunfante la política de éxitos territoriales y
financieros. Esto es lo que tenía de romano, y él mismo
se daba cuenta de ello. La civilización occidental europea no
se ha encarnado nunca en nadie con tanta energía y pureza. Solo,
delante de sus mapas, sucedíale sumirse en una especie de éxtasis
poético, él, el hijo de un pastor puritano que marchó al África
del Sur sin recursos y conquistó una colosal fortuna para ponerla
al servicio de sus fines políticos. Su pensamiento de un
ferrocarril transafricano del Cabo a El Cairo; su plan de un imperio
sudafricano; su poder espiritual sobre los magnates mineros, férreos
hombres de negocios a quienes obligó a poner sus fortunas al
servicio de sus ideas; su capital, Buluwayo, que él mismo,
omnipotente hombre de Estado sin relación definible con
el Estado, dispuso en proporciones regias para residencia futura;
sus guerras; sus negociaciones diplomáticas; su sistema de
carreteras; sus sindicatos; su ejército; su concepto de
«gran deber de los hombres cerebrales para con la civilización»,
todo eso es, en su grandeza y calidad, el preludio del futuro que nos
guarda y con el cual se cerrará definitivamente la historia del
hombre occidental.
Quien no comprenda que nada puede
alterarse a ese resultado final, que hay que querer eso o no querer
nada, que hay que amar ese sino o desesperar del futuro y de la vida;
quien no sienta la grandeza que reside en esa eficacia de las
inteligencias magnas, en esa energía y disciplina de las naturalezas
férreas, en esa lucha con los más fríos y abstractos medios; quien
se entretenga en idealismos provincianos y busque para la vida
estilos de tiempos pretéritos, ése..., que renuncie
a comprender la historia, a vivir la historia, a crear la
historia.
Así aparece el imperio romano, no
como un fenómeno único, sino como el producto normal de una
espiritualidad severa y enérgica, urbana y eminentemente práctica,
estadio final típico que ya ha existido varias veces, pero que no
había sido nunca identificado hasta ahora. Comprendamos, por fin,
que el misterio de la forma histórica no reside en la
superficie y que no puede resolverse por semejanzas de traje o de
escena; que en la historia humana, como en la historia de los
animales y de las plantas, existen fenómenos de falaz parecido, que,
sin embargo, interiormente no poseen ninguna afinidad real —
Carlomagno y Harún al Raschid, Alejandro y César, las guerras de
los germanos contra Roma y los ataques de los mongoles contra la
Europa occidental —, y que hay otros, en cambio, que, a pesar de
una gran diferencia externa, expresan cosa idéntica, como Trajano y
Ramsés II, los Borbones y el demos ateniense, Mahoma y Pitágoras.
Convenzámonos de que el siglo XIX y el
XX, supuesta cima de una historia universal progresiva en línea
recta, constituyen un fenómeno que puede registrarse en toda cultura
cuando llega a su madurez. No se trata aquí, ciertamente, de
nuestros socialistas, impresionistas, ferrocarriles eléctricos,
torpedos y ecuaciones diferenciales, todo lo cual pertenece tan sólo
a la corporeidad de esta época; trátase de una misma espiritualidad
civilizada, preñada además de muy otras posibilidades de externa
configuración. Debemos convencernos de que la época actual
representa un estadio de tránsito que se produce irremisiblemente
en determinadas condiciones; que hay, por lo tanto, otros
determinados estados postreros, no sólo los modernos occidentales, y
que esos estados postreros han existido ya en la historia pasada más
de una vez, y que el porvenir del Occidente no consiste en una marcha
adelante sin término, en la dirección de nuestros ideales presentes
y con espacios fantásticos de tiempo, sino que es un
fenómeno normal de la historia, limitado en su forma y duración;
fenómeno inevitable que se extiende a pocos siglos y que, por los
ejemplos antecedentes, puede ser estudiado y previsto en sus rasgos
esenciales.
Cuando se ha alcanzado esta altitud
contemplativa, todos los frutos se le vienen a uno a las manos. En un
solo pensamiento se anudan y resuelven sin esfuerzo todos los
problemas particulares de la historia de las religiones, de la
historia del arte, de la crítica del conocimiento, de la ética, de
la política, de la economía, que preocupan a los pensadores
modernos desde hace años con pasión, pero sin éxito definitivo.
Este pensamiento es una verdad
que, si se expresa con toda claridad, no podrá ser
combatida. Pertenece a las necesidades íntimas de la cultura
occidental, a su modo de sentir el universo. Es capaz de cambiar por
completo la concepción de la vida de quienes lo comprendan en su
integridad, es decir, se lo apropien íntimamente. Hoy ya podemos
prever las grandes líneas futuras de la evolución histórica
presente, que hasta ahora hemos considerado retrospectivamente, como
un todo orgánico; y esta nueva posibilidad hace más profunda la
imagen del mundo, que nos es natural y necesaria. Sólo el físico,
con sus cálculos, pudo hacerse la ilusión de conseguir semejantes
resultados. Esto significa, repito, substituir en la historia la visión de
Tolomeo por la de Copérnico, es decir, ensanchar infinitamente el
horizonte de la vida.
Hasta hoy éramos libres de esperar del
futuro lo que quisiéramos. Donde no hay hechos manda el sentimiento.
Pero en adelante será un deber para todos preguntar al porvenir qué
es lo que puede suceder, lo que sucederá con la invariable
forzosidad de un sino, y qué lo que no depende de nuestros ideales
privados, de nuestras esperanzas y deseos. Empleando la palabra
«libertad», tan equívoca y peligrosa, podemos decir que ya no
tenemos libertad para realizar esto o aquello, sino lo prefijado o
nada. Sentir esta situación como «buena» es, en última instancia,
lo que caracteriza al realista. Lamentarla y censurarla no significa
cambiarla. El nacimiento trae consigo la muerte, y la juventud la
vejez. La vida tiene su forma y una duración prefijada. La época
actual es una fase civilizada, no una fase culta; lo cual excluye por
imposible toda una serie de contenidos vitales. Ello podrá
lamentarse, y los lamentos podrán revestir la forma de una filosofía
o de una lírica pesimista — como en efecto sucederá —; pero
no es posible evitarlo. De aquí en adelante nadie podrá
sinceramente abrigar la convicción de que hoy o mañana van a
realizarse o tomar vuelos sus ideales predilectos, aun cuando la
experiencia histórica se pronuncie en contra.
Estoy preparado contra la objeción de
que un cuadro del mundo que, como éste, da seguridades sobre las
directivas generales del futuro y corta de raíz largas esperanzas es
enemigo de la vida. Muchos pensarán que habría de resultar fatal,
si en lugar de una simple teoría llegase a ser la concepción
práctica del grupo de personalidades que verdaderamente influyen en
la formación del futuro.
No es ésa mi opinión. Somos hombres
civilizados, no hombres del gótico o del rococó. Hemos de contar
con los hechos duros y fríos de una vida que está en sus
postrimerías y cuyo paralelo no se halla en la Atenas de Pendes,
sino en la Roma de César. El hombre del Occidente europeo no
puede ya tener ni una gran pintura ni una gran música, y
sus posibilidades arquitectónicas están agotadas desde hace cien
años. No le quedan más que posibilidades extensivas. Pero yo no
veo qué perjuicios puede acarrear el que una generación
robusta y llena de ilimitadas esperanzas se entere a tiempo de que
una parte de esas esperanzas corren al fracaso. ¡Y aunque fuesen las
más preciadas! El que valga algo, sabrá salvarse. Sin duda,
para algunos será una tragedia el convencerse, en los años
decisivos, de que ya no queda nada que hacer ni en la arquitectura,
ni en el drama, ni en la pintura. Pues bien: ¡que sucumban! Hasta
ahora se había convenido unánimemente no admitir en esto
limitación alguna; creíase que cada época tiene, en cada esfera,
su propio problema; se descubría este problema, a veces con
violencia y mal talante; y en todo caso, sólo después de la muerte
se comprobaba si aquella creencia era o no fundada, y si la labor de
una vida había sido necesaria o superflua. Pero el que no sea un
simple romántico rechazará tal subterfugio. No es éste el orgullo
que caracterizaba a los romanos. ¿Qué nos importan los que
prefieren, ante una mina agotada, que les digan: «mañana se
descubrirá aquí un nuevo filón» —como hace ahora el arte con la
creación de insinceros estilos— en lugar de enseñarles los
ricos yacimientos de arcilla que están al lado sin
explotar? Considero esta doctrina como un gran beneficio para las
generaciones venideras, porque les enseñará a discernir entre lo
que es posible y, por lo tanto, necesario, y lo que no cuenta entre
las posibilidades internas de la época. Estamos desperdiciando
enormes cantidades de espíritu y de fuerza en empresas mal
orientadas. El europeo occidental, por históricamente que sienta y
piense, cuando llega a cierta edad, no tiene conciencia clara de su
propia dirección. Tantea, bucea y se desvía
si las circunstancias exteriores no le son favorables. Pero la labor
de los siglos le da por fin ahora la posibilidad de contemplar su
vida en relación con toda la cultura, y de averiguar lo que puede y
debe hacer. Si bajo la influencia de este libro, algunos hombres de
la nueva generación se dedican a la técnica en vez de al lirismo, a
la marina en vez de a la pintura, a la política en vez de a la
lógica, harán lo que yo deseo, y nada mejor, en efecto, puede
deseárseles.
Réstanos determinar la relación entre
la morfología de la historia universal y la filosofía. Toda
auténtica reflexión histórica es auténtica filosofía, o es sólo
labor de hormigas. Pero el filósofo sistemático comete un grave
error cuando piensa en lo que van a durar sus conclusiones. No
advierte que los pensamientos viven en un mundo histórico, y que,
por lo tanto, comparten el sino general y son también efímeros.
Cree que el pensamiento superior tiene un objeto eterno e inmutable,
que las grandes preguntas son siempre las mismas y que al cabo podrán
ser contestadas algún día.
Pero pregunta y respuesta son en este
orden una misma cosa. Toda gran pregunta, que lleva en su seno el
apasionado deseo de una determinada respuesta, posee la exclusiva
significación de un símbolo vital. No hay verdades eternas. Toda
filosofía es expresión de su tiempo y sólo de él. No hay dos
épocas que tengan las mismas intenciones filosóficas; claro es que
me refiero a la verdadera filosofía y no a minucias académicas
sobre las formas del juicio o las categorías del sentimiento. La
diferencia no debe establecerse entre teorías inmortales y teorías
efímeras, sino entre teorías que viven un cierto tiempo y teorías
que no viven nunca. La inmortalidad de los pensamientos que se
producen en el mundo es una ilusión. Lo esencial es el hombre que en
ellos se realiza. Cuanto más grande es el hombre, más verdadera la
filosofía, en el sentido de esa verdad interior de las grandes obras
artísticas, que es independiente de la certidumbre y coherencia
lógica. A lo sumo puede la filosofía absorber el contenido de una
época, realizarlo, y habiéndole dado forma, habiéndolo encarnado
en personalidad e idea, entregarlo a la evolución subsecuente. La
vestidura y máscara científicas de una filosofía no significan
nada. No hay nada más sencillo que construir un sistema, en
substitución de pensamientos que no se tienen. Y hasta un buen
pensamiento posee escaso valor si es pensado por un espíritu
superficial. Lo que le da importancia a una teoría es su necesidad
para la vida.
Por eso me parece que el mejor medio
para apreciar lo que vale un pensador es estudiar cómo ha visto los
grandes hechos de su tiempo. Pronto se advertirá, en efecto, si se
trata simplemente de un hábil constructor de sistemas y principios,
que se mueve con maña y erudición entre definiciones y análisis, o
si es el alma misma de su época la que habla por su obras e
intuiciones. Un filósofo que no se apodera también de la realidad y
la domina no es nunca de primera fila. Los presocráticos fueron
grandes mercaderes y políticos. Platón estuvo a punto de perder la
vida por querer realizar sus ideales políticos en Siracusa. El mismo
Platón descubrió la serie de teoremas geométricos que
permitieron a Euclides construir el sistema de la matemática
antigua. Pascal — a quien Nietzsche conoce tan sólo por «el cristiano roto» —,
Descartes, Leibniz, fueron los primeros matemáticos y técnicos de
su tiempo.
Los grandes «presocráticos» de
China, desde Kwantsi hasta Confucio, fueron hombres
de Estado, gobernantes, legisladores, como Pitágoras y
Parménides, Hobbes y Leibniz. Hasta Laotsé, enemigo de todo poder
público y de toda gran política, místico defensor de un ideal de
pequeñas comunidades pacíficas, no aparece en la filosofía china
la tendencia a separarse del mundo y de la vida activa y a formar una
filosofía de cátedra y de escuela. Pero Laotsé fue en su tiempo —
el ancien régime de China — una excepción que se contrapone a
aquel tipo fuerte de filósofos para quienes la teoría del
conocimiento era la ciencia de los grandes problemas de la vida real.
Y en esto encuentro yo una grave
objeción contra todos los filósofos del pasado reciente: carecen de
rango, de importancia en la vida real. Ninguno de ellos ha influido,
por medio de un acto o de una idea poderosa, en faceta alguna de la
gran realidad, ni en la alta política, ni en el desarrollo de la
técnica moderna, de las comunicaciones o de la economía. Ninguno
cuyo nombre se cite en la matemática, en la física, en la ciencia
política, como aún se citaba el nombre de Kant en la ciencia de su
tiempo. Basta volver la mirada hacia otras épocas para comprender lo
que esto significa. Confucio fue ministro varias veces. Pitágoras
organizó un movimiento político muy importante, que recuerda
el Estado de Cromwell; desgraciadamente, la ciencia de la Antigüedad
no le ha concedido la atención que merece. Goethe, cuya gestión
ministerial es un modelo, y a quien por desgracia faltó una gran
ciudad en donde desarrollar sus iniciativas, sintió vivo interés
por la construcción de los canales de Suez y de Panamá y predijo
con notable exactitud la fecha en que habían de hacerse y los
efectos que tendrían para el comercio. La vida económica de
América, su repercusión en la vieja Europa, el florecimiento de la
industria fabril, preocuparon mucho a Goethe. Hobbes fue uno de
los que idearon el plan gigantesco de la conquista de
Sudamérica para Inglaterra; y aunque no llegó a ejecutarse y se
redujo a la ocupación de Jamaica, queda a su autor la gloria de
haber sido uno de los fundadores del imperio colonial inglés.
Leibniz, el espíritu más poderoso de la filosofía occidental,
fundador del cálculo diferencial y del analysis situs, colaboró en
numerosos planes de alta política y compuso para Luis XIV una
memoria, en la que, con el fin de desviar de Alemania las ambiciones
del Rey Sol, exponía la importancia de Egipto para la
política mundial francesa. Sus pensamientos se adelantaron tanto a
su época (1672), que se ha llegado a creer si Napoleón los conocía
cuando planeó la expedición a Oriente. Leibniz demostraba ya
entonces lo que Napoleón empezó a ver claramente desde Wagram; esto
es, que las conquistas sobre el Rin y Bélgica no podían mejorar a
la larga la posición de Francia y que el istmo de Suez iba a ser la
clave del dominio sobre el mundo. Sin duda el rey no estuvo a la
altura de las profundas reflexiones políticas y estratégicas del
filósofo.
Mas si dejando a estos grandes hombres
volvemos la mirada hacia los filósofos actuales, ¡qué vergüenza!, ¡qué
insignificancia personal!, ¡qué mezquino horizonte práctico y
espiritual! El mero hecho de figuramos a uno de ellos en
el trance de demostrar su principado espiritual en la política,
en la diplomacia, en la organización, en la dirección de alguna
gran empresa colonial, comercial o de transportes, nos produce un
sentimiento de verdadera compasión. Y esto no es señal de riqueza
interior, es falta de enjundia. En vano busco a uno que se haya
hecho ilustre por algún juicio profundo y previsor sobre
cualquiera cuestión decisiva del presente. No encuentro más que
opiniones provincianas, como las puede tener cualquiera.
Cuando tomo en las manos un libro de un pensador moderno, me pregunto
si el autor tiene alguna idea de las realidades políticas mundiales,
de los grandes problemas urbanos, del capitalismo, del porvenir del
Estado, de las relaciones entre la técnica y la marcha de la
civilización, de los rusos, de la ciencia. Goethe hubiera entendido
y amado todas estas cosas. Entre los filósofos vivientes no hay uno
solo capaz de do minarlas con la mirada. Todo ello, lo repito, no es
contenido de la filosofía; pero es un síntoma indudable de su
interior necesidad, de su fertilidad, de su rango simbólico.
No nos forjemos ilusiones sobre la
importancia de este resultado negativo. Es evidente que se ha perdido
la visión para el sentido último de la actividad filosófica. Se
confunde ésta con la predicación, la propaganda, el folletón o la
ciencia especializada. Se ha descendido de la perspectiva del pájaro
a la perspectiva de la rana. Se trata nada menos que de saber si una
verdadera filosofía es en absoluto posible hoy o mañana. Si no lo
es, más valiera hacerse ingeniero o plantador, dedicarse a
algo verdadero y real, en vez de andar machacando añejos
temas con el pretexto de dar «un nuevo impulso al pensamiento
filosófico». Mejor es construir un motor de aviación que una nueva
y superflua teoría de la percepción. Mísero en verdad es el
contenido de la vida que consiste en formular una vez más,
cambiándolas un poco, las viejas opiniones de cien predecesores
sobre el concepto de la voluntad y el paralelismo psicofísico.
Puede que tal cosa sea un oficio, pero no es filosofía. Lo que no
apresa y transforma la vida toda de una época hasta sus más hondas
profundidades, mejor es callarlo. Y lo que aun ayer era posible, hoy
ya no es, cuando menos, necesario.
Amo la hondura y sutileza de las
teorías matemáticas y físicas, frente a las cuales la estética
y la filología resultan unos tanteos burdos, con aciertos fortuitos.
Por las formas suntuosamente claras e intelectuales de un
transatlántico, o un horno alto, o una máquina de precisión; por
la sutileza y elegancia de ciertos procedimientos químicos y
ópticos, doy con gusto toda la guardarropía estilística del arte
actual, incluso la pintura y la arquitectura. Prefiero un acueducto
romano a todos los templos y estatuas imperiales. Amo el Coliseo y
las bóvedas gigantescas del Palatino porque la masa parda de
sus cuerpos de ladrillo representa el verdadero romanismo, el
grandioso sentido de los hechos que tenían sus constructores. En
cambio, esos edificios me dejarían indiferente si hubieran
conservado la pompa vana y presuntuosa de los mármoles cesáreos en
sus estatuas, frisos y recargados arquitrabes. Contemplad una
reconstrucción de los foros imperiales y veréis en ella la fiel
correspondencia de las modernas exposiciones universales, donde todo
es llamativo y enorme, vana ostentación de materiales y dimensiones,
extraña por completo a los griegos del tiempo de Pendes o a los
hombres del rococó. De igual manera las ruinas de Luksor y de
Karnak, época de Ramsés II, representan la modernidad egipcia en el
año 1300 antes de Jesucristo. Con razón despreciaba el buen
romano al graeculus histro, «artista» y «filósofo» trasplantado al suelo de
la civilización latina. La filosofía y las artes no eran ya de
aquel tiempo; estaban agotadas, gastadas y, además, eran superfluas.
El instinto de las realidades vitales se lo decía al romano. Una ley
romana pesaba entonces más que todas las líricas y metafísicas de
las escuelas. Y yo sostengo que muchos inventores diplomáticos y
financieros de hoy son mejores filósofos que todos esos que se
dedican al vulgar oficio de la psicología experimental. Ésta es una
situación que se repite siempre en cierto estadio de la historia.
Sería absurdo que un romano de alto valer espiritual, en vez de
mandar un ejército como cónsul o pretor, o de organizar una
provincia, o de construir ciudades y vías, o de «ser el primero»
en Roma, se hubiera marchado a Atenas o a Rodas a empollar tal o cual matiz nuevo de las escuelas
postplatónicas. Naturalmente, ninguno lo hizo. Repugnaba
al curso del tiempo; sólo podía atraer a hombres de
tercera fila, siempre detenidos en el espíritu de anteayer. Y es
un problema muy grave el de averiguar si este estadio ha comenzado ya
para nosotros o todavía no.
Un siglo de actuación puramente
extensiva, que excluye toda elevada producción artística y
metafísica — digámoslo en dos palabras: uña época irreligiosa,
pues tal es precisamente el concepto de la gran urbe —, es una
época de decadencia. Sin duda. Pero nosotros no hemos elegido esta
época. ¿Qué le vamos a hacer, si hemos venido al mundo en el ocaso
de la civilización y no en el mediodía de la cultura, en la época
de Fidias o de Mozart? Todo depende de que nos demos claramente
cuenta de esta situación, de este sino, y comprendamos que el
engañarse a sí mismo no cambia en nada el estado de las cosas. El
que no lo comprenda así, no cuenta entre los hombres de su
generación. Es un necio, un charlatán o un pedante.
Antes, pues, de abordar un problema,
debe cada cual preguntarse — pregunta a la que ya contesta por
instinto el que tiene verdadera vocación — qué cosas son posibles
para un hombre de nuestro tiempo y cuáles debe abstenerse de
querer. Siempre es pequeño el número de los problemas metafísicos
cuya solución le está reservada a una época del pensamiento. Ha
transcurrido ya una eternidad entre la época de Nietzsche, en que
aún vibraba un postrer destello de romanticismo, y la presente, que
ha vuelto la espalda definitivamente a todo lo romántico.
La filosofía sistemática llegó a
su plenitud al finalizar el siglo XVIII. Kant dio a sus extremas
posibilidades una forma grandiosa y — para el espíritu occidental
— definitiva en muchos puntos. Tras él viene, como
tras Platón y Aristóteles, una filosofía específicamente
urbana, no especulativa, sino práctica, irreligiosa,
ético-social. Esta filosofía, que en la civilización china
corresponde a las es cuelas del «epicúreo» Yangchu, del
«socialista» Mohdsi, del «pesimista» Chvang-tsi, del
«positivista» Meng-tse, y en la antigua a los cínicos, cirenaicos,
estoicos y epicúreos, comienza en Occidente con Schopenhauer, que
fue el primero que puso en el centro mismo de su pensamiento la
voluntad de vivir, fuerza creadora de la vida. Pero lo que obscurece
la tendencia profunda de su doctrina es el haber conservado, bajo el
influjo de una gran tradición, las vetustas distinciones entre el
fenómeno y la cosa en sí, la forma y el contenido de la intuición,
el entendimiento y la razón. Esa voluntad vital, creadora, es la que
Tristán niega, a la manera de Schopenhauer, y Sigfredo afirma, a
la manera de Darwin; es la que Nietzsche ha formulado en
Zaratustra con brillante teatralidad; es la que ha dado ocasión al
hegeliano Marx para una hipótesis económica y al maltusiano Darwin
para una hipótesis zoológica, las cuales, de consuno y sin ser
notadas, han transformado el sentido del universo que anima al
europeo occidental, habitante de las grandes urbes; es, en fin, la
que, desde la Judit, de Hebbel, hasta el Epílogo, de Ibsen, ha
producido una serie de concepciones trágicas de idéntico tipo,
agotando de este modo el círculo de las verdaderas posibilidades
filosóficas.
La filosofía sistemática queda ya
para nosotros infinitamente lejos. Y la filosofía ética ha
terminado. Resta una tercera posibilidad para el espíritu
occidental, la que corresponde al escepticismo helénico, la que se
caracteriza por el método, hasta ahora desconocido, de la morfología
histórica comparativa. Una posibilidad quiere decir una necesidad.
El antiguo escepticismo es ahistórico; duda, diciendo simplemente
«no».
El escepticismo occidental deberá ser
absolutamente histórico si ha de poseer necesidad interna, si ha de
ser símbolo de esta nuestra alma que declina hacia su término. Su
nervio consiste en comprenderlo todo como relativo, como fenómeno
histórico. Procede psicológicamente. La filosofía escéptica
aparece en el helenismo como negación de la filosofía, que
declara inútil y sin finalidad. Nosotros, en cambio, tomamos la
historia de la filosofía como último tema serio de la filosofía.
La skepsis es eso: renunciar a los puntos de vista absolutos. La
renuncia griega consiste en sonreír sobre el pasado
intelectual; la renuncia nuestra, en concebirlo como un organismo.
En el presente libro intentamos
bosquejar esa «filosofía afilosófica» del futuro, la última del
occidente europeo. El escepticismo es la expresión de una
civilización pura; descompone la imagen del mundo, que nos ha
legado la cultura pasada. Todos los viejos problemas se disuelven en
la investigación de las génesis. La convicción de que todo lo real
es un producto, de que todo lo cognoscible, que nos parece
naturaleza, procede de algo histórico, el mundo, en cuanto realidad,
de un yo en cuanto posibilidad que en aquel se realiza; el
conocimiento de que no sólo el «qué», sino también el «cuándo»
y el «cómo» encierran un profundo secreto, nos conduce al hecho
siguiente: todo, sea lo que fuere, debe ser también expresión de
algo que vive. Los conocimientos y las valoraciones son también
actos de hombres vivos. Para la anterior filosofía, la realidad
externa era un producto del conocimiento y una ocasión de
valoraciones éticas; para la filosofía de este estadio final, la
realidad es ante todo un símbolo. La morfología de la historia
universal se convierte necesariamente en una simbólica universal.
Así se derrumba también la pretensión
del pensamiento, que se jacta de descubrir verdades universales y
eternas. No hay verdades sino con relación a un determinado
tipo de hombres. Mi filosofía es ella misma expresión y reflejo
del alma occidental, a diferencia, por ejemplo, de la antigua y de la
india; y lo es sólo en su actual estadio de civilización. Con esto
quedan definidos su contenido, como concepción del mundo, su
importancia práctica y los límites de su validez.
Por último, séame permitida una
observación personal. En el año 1911 concebí el propósito de
escribir un libro de amplios horizontes, sobre ciertos fenómenos
políticos del presente, con las conclusiones que para el futuro
pudieran sacarse. La guerra mundial, forma exterior inevitable de la
crisis histórica, era entonces inminente; y se trataba de
comprenderla por el espíritu de los siglos — no de los años —
antecedentes. En el curso de aquel primer trabajo fue arraigando
en mí la convicción de que para comprender verdaderamente la época
actual era necesario partir de una base mucho más amplia, y de
que era imposible en absoluto limitar una investigación de esta
índole a una sola época y al solo círculo de los hechos políticos.
Mantenerse en la esfera de las reflexiones pragmáticas y
renunciar a consideraciones metafísicas y trascendentes era tanto
como renunciar también a que los resultados llevasen el sello de
una profunda necesidad. Comprendí claramente que un problema político no puede entenderse
partiendo de la política misma; hay muchos rasgos esenciales que
actúan en las profundidades y que sólo se manifiestan en la esfera
del arte y aun en la forma de pensamientos científicos y puramente
filosóficos. Me pareció imposible hacer un análisis
político-social de los últimos decenios del siglo XIX — época de
paz expectante entre dos magnos sucesos, visibles a gran distancia,
uno la revolución y el imperio napoleónico, que determinó para
cien años el cuadro de la Europa occidental, y otro de igual
importancia, por lo menos, que venía acercándose a gran velocidad—
a menos de incluir en él los problemas de la realidad en toda su
amplitud. Efectivamente, la imagen histórica, como la imagen natural
del mundo, no contiene nada que no sea la encarnación de las más
profundas tendencias. Así, el tema primitivo hubo de adquirir
enormes dimensiones. Muchos problemas sorprendentes y en gran parte
nuevos, muchos nexos y relaciones imprevistas, presentáronse ante
mis ojos. Por último, comprendí claramente que ningún fragmento de
la historia puede ser iluminado por completo si antes no se ha
descubierto el secreto de la historia universal, o, mejor dicho, de
la historia de la humanidad superior, como unidad orgánica de
estructura regular. Y esto justamente era lo que nadie había
conseguido hasta entonces.
A partir de aquel instante aparecieron
ante mis ojos, cada vez en mayor abundancia, las relaciones —
vislumbradas a veces y hasta estudiadas en algunos casos, pero nunca
bien comprendidas — que enlazan las formas de las artes plásticas
con las de la guerra y la administración del Estado. Comprendí
la profunda afinidad que existe entre las formaciones
políticas y matemáticas de una misma cultura, entre las intuiciones
religiosas y técnicas, entre la matemática, la música y la
plástica, entre las formas económicas y las del conocimiento. La
íntima dependencia que une las más modernas teorías de la física
y la química a las representaciones mitológicas de nuestros
antepasados germánicos; la perfecta congruencia que se manifiesta en
el estilo de la tragedia, de la técnica dinámica y de la actual
circulación del dinero; el hecho, al parecer extraño, pero
evidente, si se aquilata un poco, de que la perspectiva pictórica,
la imprenta, el sistema del crédito, las armas de largo alcance, la
música contrapuntística, por una parte, y la estatua desnuda, la
polis, la moneda, que inventaron los griegos, por otra parte,
son expresiones idénticas de una misma tendencia espiritual;
todo eso me apareció con claridad indudable y trajo a plena luz el
hecho de que esos poderosos grupos de afinidades morfológicas, cada
uno de los cuales expresa simbólicamente una índole humana en
el conjunto de la historia, tienen una estructura
rigurosamente simétrica. Esta perspectiva es la que descubre
el verdadero concepto de la historia. Y como ella, a su vez, es
síntoma y expresión de una época; como no es interiormente posible
y, por lo tanto, necesaria, sino hoy y para el europeo occidental
sólo puede compararse con ciertas intuiciones de la matemática
novísima, en la esfera de los grupos de transformación, y aun eso
de lejos. Estos pensamientos eran los mismos que venían asaltándome
desde hacía varios años, si bien con muchas obscuridades e
imprecisiones Pero en esta ocasión se me presentaron, en fin, en
forma palpable.
Vi la época presente — la guerra
mundial que se acercaba — bajo un prisma muy distinto. Ya no fue
para mí una constelación singular de hechos fortuitos,
consecuencia de aspiraciones nacionales, actuaciones personales,
tendencias económicas, a los que el historiador imprime una
unidad y una necesidad aparentes, aplicándoles un esquema mecánico de índole política o
social; fue el tipo de un acto histórico que, dentro de un gran
organismo histórico, de extensión exactamente delimitada,
ocupa un lugar que la vida misma tiene prefijado desde hace siglos.
La gran crisis se manifiesta por un sinnúmero de apasionantes
problemas e intuiciones que han salido a la luz del día
en mil libros y proclamas. Estos problemas, dispersos, aislados,
estudiados en el reducido marco de una disciplina particular, han
podido a veces excitar, deprimir y confundir el espíritu, nunca,
empero, libertario. Son conocidos, pero nadie comprende su identidad.
Me refiero a los problemas del arte, que no han sido planteados en su
verdadera significación y que constituyen la base de todas las
discusiones sobre forma y contenido, línea o espacio, dibujo o
pintura, concepto del estilo, sentido del impresionismo, música de
Wagner; me refiero a la decadencia del arte, a la creciente duda
sobre el valor de la ciencia, a los difíciles problemas que nacen
del predominio de la urbe sobre la aldea, a la falta de hijos, al
abandono de los campos, a la importancia social de la fluctuante
cuarta clase; a la crisis del socialismo, del parlamentarismo, del
racionalismo; a la relación del individuo con el Estado; al
problema de la propiedad y al del matrimonio, que de la propiedad
depende; y, en esferas al parecer totalmente distintas, a los
numerosísimos trabajos sobre psicología de los pueblos, sobre
mitos y cultos, sobre los orígenes del arte, de la
religión y del pensamiento, que súbitamente aparecen tratados, no
en sentido ideológico, sino en sentido estrictamente morfológico.
Todos estos problemas aspiran a descifrar el misterio único de la
historia, misterio que nunca se ha manifestado a la conciencia con
suficiente claridad. Todos éstos no son múltiples y distintos
problemas, sino uno y el mismo problema. Cada investigador ha
vislumbrado algo; mas ninguno ha sabido salir de su punto de vista
estrecho para hallar la única solución comprensiva, que estaba
en el aire desde los tiempos de Nietzsche. Pero éste, que tuvo ya
en sus manos los problemas decisivos, no se atrevió — ¡romántico! — a mirar cara a cara
la severa realidad.
He aquí por qué era también
profundamente necesaria esta teoría; tenía que producirse, como
remate y conclusión de las anteriores, y no podía
producirse más que en este momento. No es un ataque a las ideas
y obras del presente. Es más bien una confirmación de todo cuanto
viene haciéndose y buscándose desde hace varias generaciones. Este
escepticismo manifiesta el núcleo de las tendencias vivas
que actúan en todas las disciplinas particulares, sea cual sea
su propósito especial.
Pero, sobre todo, logré formular al
fin la oposición que nos permite descubrir la esencia de la
historia: la oposición entre historia y naturaleza. Repito: el
hombre, como elemento y sustentáculo del universo, no sólo es
miembro de la naturaleza, sino también de la historia, que es un
segundo cosmos de distinto orden y distinto porte, harto
descuidado por la metafísica, en favor del primero. Lo que me
condujo a mis iniciales reflexiones sobre este problema fundamental
de nuestra conciencia del universo fue el observar que el historiador
actual se aplica a conocer los sucesos aprehensibles por los
sentidos, los productos, creyendo que así ha captado la historia,
es decir, el producirse, el acontecer, el devenir mismo; prejuicio
común a todos los que conocen por el entendimiento sólo, sin acudir
a la intuición [42], prejuicio que desconcertó ya a los grandes
eleáticos, cuando afirmaron que no hay devenir, para el que conoce,
sino solamente ser. Dicho de otro modo: el historiador ha visto la
historia como si ésta fuera naturaleza, en el sentido del objeto del
físico, y la trata en consecuencia. De aquí el
gravísimo error que consiste en aplicar al cuadro del acontecer los
principios de causalidad, ley, sistema; esto es, la estructura de la
realidad mecánica. El historiador se ha conducido como si hubiera
una cultura humana, única, universal, semejante a la electricidad o
a la gravitación y con iguales posibilidades de análisis en lo
esencial; ha sentido la ambición de copiar los hábitos del físico,
indagando, v. gr., qué sea lo lógico, el Islam, la antigua polis, y
no ha pensado en averiguar por qué esos símbolos de un ser viviente
tuvieron que aparecer justamente entonces y allí, en tal forma y con
tal duración. Cuando ha percibido alguna de las innumerables
semejanzas entre dos fenómenos históricos, separados por mucho
tiempo y espacio, el historiador se ha contentado con
registrarla, escribiendo una ingeniosa nota sobre lo admirable de la
coincidencia, v. gr., sobre Rodas, «Venecia de la
Antigüedad», o Napoleón, nuevo Alejandro; pero sin comprender
que ahí precisamente es donde surge el problema del sino, el
problema propio de la historia — el problema del tiempo —; que
ahí es donde hace falta apelar a la máxima enjundia de una
psicología científica; que ahí es donde precisa buscar la
respuesta a la pregunta fundamental: ¿qué necesidad, de índole
enteramente distinta a la mecánica, actúa en esta esfera?
Comprender que todo fenómeno manifiesta un enigma metafísico; que
no se presenta nunca indiferentemente en una época cualquiera; que
es preciso indagar cuál sea ese otro nexo viviente que
existe en el mundo, además del inorgánico y natural — el
mundo es la irradiación del hombre todo, y no, como Kant creía, del
hombre en cuanto que conoce — que un fenómeno no sólo es
un hecho para el entendimiento, sino una expresión del alma; no
sólo un objeto, sino también un símbolo, desde las más sublimes
creaciones religiosas y artísticas hasta las menudencias de la vida
diaria; comprender todo esto era, filosóficamente, una novedad.
Por último, percibí claramente la
solución, en trazos inmensos, con íntima necesidad, solución
reducida a un solo principio, que había que encontrar y que nadie
hasta entonces había encontrado, que venía persiguiéndome y
atrayéndome desde mi juventud, que me torturaba, porque lo sentía
presente, como un problema, sin poder apresarlo. Así, de
aquella circunstancia, algo accidentada, ha nacido este libro,
expresión provisional de una nueva imagen del universo, con todas
las deficiencias inevitables en un primer ensayo — bien lo sé —
incompleto y seguramente no exento de contradicciones.
Contiene, sin embargo, según mi convicción, la fórmula
irrefutable de un pensamiento que, lo repito, no podrá ser combatido
una vez que haya sido expresado.
El tema estricto es, pues, el análisis
de la decadencia de la cultura occidental. Pero mi propósito es
exponer toda una filosofía, con su método característico —que
habrá de hacer aquí sus pruebas— consistente en una morfología
comparativa de la historia universal.
El trabajo se divide naturalmente en
dos partes. La primera, «Forma y realidad», parte del lenguaje de
formas que nos hablan las grandes culturas, intenta penetrar hasta
las últimas raíces de sus orígenes y establece así los
fundamentos de una simbólica. La segunda, «Perspectivas de la historia
universal», parte de los hechos de la vida real y, analizando la
práctica histórica de la humanidad superior, intenta extraer
la quintaesencia de la experiencia histórica, base que nos
permite predecir la forma de nuestro futuro.
Los cuadros siguientes presentan
una sinopsis de los resultados a que llega esta
investigación. También podrán servirle al lector para hacerse una
idea de la fecundidad y alcance del nuevo método.