CAPÍTULO II
EL PROBLEMA DE LA HISTORIA UNIVERSAL
I
FISIOGNÓMICA Y SISTEMÁTICA
Llegamos, por fin, al punto en que nos
es posible dar el paso decisivo y bosquejar un cuadro de la historia,
que no dependa de la colocación accidental del espectador en cierto«presente»—el suyo—y de su
cualidad de miembro interesado perteneciente a una cultura
determinada, cuyas tendencias religiosas, espirituales, políticas,
sociales, le inducen a disponer el material histórico en una
perspectiva temporal y espacialmente condicionada, imponiendo así
al proceso histórico una forma caprichosa y superficial que
le es íntimamente extraña.
Lo que ha faltado hasta ahora a los
historiadores es la distancia suficiente de su objeto. En el estudio
de la naturaleza hemos llegado ya hace tiempo a obtener el
necesario alejamiento. Verdad es que en este terreno era más fácil
de lograr.
El físico construye la imagen
mecánico-causal de su mundo con espontánea evidencia, como si él
mismo no formase parte de esa imagen.
Ahora bien; en el mundo de las formas
históricas puede hacerse lo mismo, sólo que hasta ahora no lo hemos
sabido.
El orgullo de los modernos
historiadores consiste en ser objetivos; con lo cual demuestran que
no se dan cuenta de sus propios prejuicios. Acaso pueda decirse algún
día, y se dirá, que no hemos tenido hasta aquí una
verdadera historiografía de estilo fáustico, con distancia
bastante para considerar, en el panorama completo de la historia
universal, el presente —que es presente sólo para una de las
innumerables generaciones humanas— como algo infinitamente lejano
y extraño, como una época que no pesa ni más ni menos que las
demás épocas, sin aplicarle el criterio falaz de un ideal, sin
referirla a si misma, sin deseos, sin preocupaciones ni esa
participación intima y personal que la vida práctica exige; con una
distancia, en suma, que, usando de las palabras de Nietzsche—aunque
éste se hallaba bien lejos de poseerla—, nos
permita contemplar el hecho humano desde una gran altitud y mirar
hacia las culturas, incluyendo la propia, como quien mira a las
cumbres de la sierra en el horizonte.
Era necesario realizar de nuevo una
hazaña como la de Copérnico, un acto de liberación que negase la
apariencia visible en nombre del espacio infinito, un acto como el
que ya el espíritu occidental había llevado a cabo, frente a la
naturaleza, cuando abandonó el sistema ptolomaico para adoptar el
actual, excluyendo así de entre los factores determinantes de la
forma la estancia fortuita del espectador en cierto planeta.
La historia universal puede y debe
igualmente hacer caso omiso de su observatorio accidental—la Edad
Moderna—. El siglo XIX nos parece infinitamente más rico
e importante que el XIX antes de J. C., por ejemplo; pero también la
Luna nos parece más grande que Júpiter y Saturno. Hace ya mucho
tiempo que el físico está libre del prejuicio de la lejanía
relativa, y el historiador sigue padeciéndolo. Nos permitimos llamar
antigüedad a la cultura de los griegos, porque la referimos a
nuestra edad moderna. ¿Era acaso también«antigua» para los refinados egipcios
de la corte del gran Thutmosis, que habían llegado a la cúspide de
su evolución histórica mil años antes de Homero? Para nosotros,
los acontecimientos que se han verificado entre 1500 y 1800
en la Europa occidental constituyen el tercio más importante de
«la» Historia Universal; para el historiador chino, que tiende la
mirada sobre 4.000 años de historia china y juzga desde ella,
resultan un breve episodio de escasa importancia y, por supuesto, sin
la gravedad de los siglos de la dinastía Han, por ejemplo—206
antes de J. C. a 220 después de J. C.—, que hacen época en su
historia universal.
Me propongo en las siguientes páginas
libertar la historia de los prejuicios personales del espectador,
quien, en nuestro caso, la ha convertido esencialmente en
historia de un fragmentó del pasado, asignándole, como término
final, la situación en que casualmente se encuentra hoy Europa y
valorando su evolución pretérita y futura con el criterio de los
ideales e intereses públicos del momento presente.
¡Naturaleza e historia! [1]. He aquí,
una frente a otra, las dos extremas posibilidades que tiene cada
hombre de ordenar la realidad circundante como imagen cósmica. Una
realidad es naturaleza cuando subordina todo producirse al producto;
es historia cuando subordina todo producto al producirse. Si
contemplamos una realidad en su forma memorativa aparece
nuestros ojos el mundo de Platón, Rembrandt, Goethe, Beethoven. Si
concebimos críticamente sus elementos sensibles actuales aparecen
los mundos de Parménides y Descartes, Newton y Kant. Conocer, en el
sentido más enérgico de la palabra, es aquella experiencia íntima
cuyo resultado se llama «naturaleza». Lo conocido y la naturaleza
son idénticos. Lo conocido, como nos lo ha demostrado el símbolo
del número matemático, es sinónimo de lo mecánicamente definido,
de lo fijado una vez para siempre, de lo estatuido.
La naturaleza es el conjunto de cuanto
es necesario según leyes. No hay más leyes que las naturales.
Ningún físico que tenga conciencia clara de su misión franqueará
jamás esos límites. Su problema consiste en determinar la
totalidad, el sistema bien ordenado de todas las leyes que pueden
hallarse en la imagen de su naturaleza; más aún, que representan
íntegramente, sin resto alguno, la imagen de su naturaleza.
En cambio, intuir—recordemos las
palabras de Goethe: «Intuir debe distinguirse muy bien de mirar»—es
aquella experiencia íntima que, por el hecho mismo de
verificarse, es historia. Lo que vivimos es lo que acontece, es
historia.
Todo acontecer es singular y no se
repite nunca. Lleva consigo la nota de la dirección—del
«tiempo»—de la irreversibilidad. Lo
acontecido, que es como el producto, que se opone al producirse, y
como el anquilosamiento, que se opone a la vida, pertenece
irrevocablemente al pasado. La emoción correspondiente es el terror
cósmico. En cambio, lo conocido es intemporal; no es pasado ni
futuro; es absolutamente «actual» y, por lo tanto, tiene una
validez perdurable. Así lo exige, en efecto, la constitución íntima
de la ley natural. La ley, lo estatuido, es antihistórico. Excluye
el azar. Las leyes naturales son formas de una necesidad que no
admite excepciones, esto es, de una necesidad inorgánica. Ahora
vemos claramente por qué la matemática, que es la ordenación de
los productos, mediante el número, se aplica siempre a las leyes y
a las causas y sólo a éstas.
El devenir «no tiene números». Sólo
lo que carece de vida —o lo vivo, si se prescinde de su vida—puede
ser contado, medido, analizado. El puro devenir, la vida, es, en este
sentido, ilimitada, y trasciende del nexo causal, de la ley y de la
medida. Una profunda y verdadera investigación histórica no
buscará jamás leyes mecánicas; pues si lo hiciera, fallaría el
concepto mismo de su propia esencia.
Pero la historia que contemplamos no es
un devenir puro; es sólo una imagen, una forma del mundo, que
irradia del espectador y en la cual el producirse predomina
sobre el producto. La posibilidad de llegar en la historia a
resultados científicos se basa justamente en lo que la historia
contiene aún de producto, es decir, en un defecto. Y cuanto más
importante sea ese contenido, tanto más mecánica, tanto más
intelectualizada, tanto más causal nos aparecerá la historia. La
«naturaleza viviente» de Goethe, imagen perfectamente amatemática
del mundo, poseía, a pesar de todo, tal contenido de cosa muerta y
rígida, que Goethe pudo tratarla científicamente, al menos en su
primer plano. Cuando ese contenido se desvanece casi por completo,
cuando la historia se torna casi puro devenir, la intuición se
convierte en una experiencia íntima que ya no admite otros modos
manifestativos que los de la forma artística. El sino de los mundos,
que Dante contemplaba con los ojos del espíritu, es algo que no
hubiera podido realizar científicamente; ni Goethe lo que veía en
los grandes momentos de su Fausto, y lo mismo cabe decir de las
visiones de Plotino y Giordano Bruno, que no eran el resultado de una
investigación. He aquí la causa principal de todas las discusiones
sobre la estructura de la historia. Ante uno y el mismo objeto, ante
una y la misma colección de hechos, cada espectador, según
su índole, recibe una impresión distinta del con-junto,
impresión inaprensible, incomunicable, que determina su pensamiento,
dándole un matiz personal específico. La cantidad de producto
contenido en la visión de dos hombres es siempre distinta; y esto
basta para que no puedan entenderse nunca, ni sobre el tema, ni sobre
el método. Pero lo que esta palabra designa es algo sobre cuya estructura nadie tiene poder; no
es que uno sea peor que el otro, sino que los dos necesariamente son
distintos. Otro tanto puede decirse de toda ciencia natural.
Pero atengámonos a esto: querer tratar
la historia científicamente es, en última instancia, una
contradicción. La auténtica ciencia llega hasta donde llegue la
validez de los conceptos verdadero y falso. Así, la matemática; así
también la ciencia preparatoria de la historia: colecciones,
ordenamiento, distribución del material. Pero la visión histórica
propiamente dicha empieza donde el material termina y pertenece al
reino de las significaciones, donde los criterios no son ya la verdad
o falsedad, sino la hondura o mezquindad. El auténtico físico no es
profundo, sino «sagaz». Sólo cuando abandona el terreno de
las hipótesis metódicas y penetra en las cosas últimas puede ser
profundo—pero entonces ya no es físico, sino metafísico—. La
naturaleza debe ser tratada científicamente; la historia,
poéticamente. El viejo Leopoldo de Ranke dijo una vez, según
refieren, que el Quintín Durward, de Walter Scott, representa la
verdadera historiografía. Y, en efecto, asi es; una buena obra
histórica tiene la ventaja de que el lector puede ser su propio
Walter Scott.
En la otra esfera, allá donde debieran
imperar los números y el saber exacto, llamó Goethe
«naturaleza viviente» a la intuición inmediata del puro devenir,
del puro proceso plástico; a aquello, por lo tanto, que es historia,
en el sentido definido aquí. Su mundo era, pues, ante todo, un
organismo, un ser vivo. Y se comprende que sus investigaciones, aun
cuando tienen una apariencia física, no se proponen hallar números,
ni leyes, ni fórmulas del nexo causal, ni, en general, analizan la
realidad; son morfológicas en el más alto sentido de la palabra, y
por lo mismo se advierte en ellas el propósito de no usar el método
típico de la ciencia occidental—método muy opuestos al
pensamiento «antiguo» — para descubrir nexos causales: el
experimento y la medición, que en Goethe no se echan nunca de menos.
Su estudio de la superficie terrestre es siempre geología,
nunca mineralogía—que él llamaba la ciencia de las cosas
muertas.
Digámoslo una vez más: no existe un
límite preciso entre las dos maneras de concebir el mundo. El
producirse y el producto se oponen uno a otro; pero los dos están
presentes en toda clase de intelección. El que los vea
intuitivamente en proceso de devenir, en trance de realizarse, está
viviendo la historia; el que los analice como ya producidos y
consumados está conociendo la naturaleza.
En todo hombre, en toda cultura y en
todo estadio de una cultura existe cierta disposición primaria,
cierta tendencia e inclinación originaria a preferir como ideal una
de esas dos formas. El hombre de Occidente es de temple sobremanera
histórico [2]; el antiguo no. Nosotros ponemos todo lo dado en
relación con el pasado y con el futuro. La antigüedad no conocía
mas realidad que el presente puntiforme. Lo demás se convertía en
mito. Cada compás de nuestra música, desde Palestrina a Wagner, es
para nosotros un símbolo del devenir; los griegos, en cambio, veían
en cada estatua una imagen del presente puro. El ritmo de un cuerpo
reside en la relación simultánea de sus partes; el ritmo de una
fuga, en el transcurso del tiempo.
Los principios de forma y ley aparecen,
pues, como los dos elementos radicales de toda construcción del
universo. Una imagen del mundo es tanto más matemática y sometida a
leyes y números, cuanto más hondamente lleva impresos los trazos de
la naturaleza. En cambio, un mundo intuido puramente como eterno
devenir posee una faz de incalculable riqueza, irreductible a
sistemas numéricos. «La forma es movediza, cambiante, transitoria.
La morfología o teoría de las formas es teoría de las mutaciones.
La doctrina de la metamorfosis es la clave que nos permite descifrar
todos los signos de la naturaleza.» Esto dice Goethe en un trozo de
sus papeles póstumos. Así se diferencian, en cuanto al método, la
ya citada «fantasía sensible exacta» de Goethe, que deja intacto
lo viviente [3], y los procedimientos exactos, pero mortíferos,
de la física moderna. El residuo que en cada imagen del mundo
queda del otro elemento, y que inevitablemente ha de quedar siempre,
se presenta en la física estricta bajo el aspecto de teorías e
hipótesis imprescindibles, cuyo contenido intuitivo llena y
sustenta lo rígido, lo numérico, lo formulario. En la
investigación histórica, ese residuo toma la forma de la
cronología, red numérica, que siendo íntimamente extraña al
devenir, no se nos aparece nunca como heterogénea a él, andamiaje
de fechas y estadísticas que envuelve y penetra el mundo
de las formas históricas, aunque sin la menor relación con el
carácter de los números matemáticos. El número cronológico
designa la realidad singular; el número matemático, la
posibilidad constante. Aquél circunscribe formas y, para la pupila
inteligente, dibuja los contornos de las edades y de los hechos; está
al servicio de la historia. Este es en sí mismo la ley que ha de
determinarse, el fin y término de la investigación.
El número cronológico, como recurso
de que se vale una ciencia preparatoria, está tomado de la ciencia
más verdaderamente tal, de la matemática. Pero, en su aplicación y
uso, se prescinde de esa propiedad. Considérese bien la diferencia
entre estos dos símbolos: 12 x 8
= 96 y 18 de octubre de 1813.
Los números están aquí empleados de
dos maneras tan diferentes, como el uso de las palabras en la prosa
y en la poesía.
Hay que añadir aquí otra observación
[4]. El producirse es siempre el fundamento del producto. Ahora
bien; la historia representa una ordenación de la imagen cósmica en
el sentido del producirse. Luego la historia es la forma primitiva
del mundo, mientras que la naturaleza, en el sentido de un perfecto
mecanismo, es una forma posterior, que sólo el hombre de culturas ya
florecientes puede realizar. En realidad, el mundo obscuro de las
almas primigenias, el mundo que rodea a la primitiva humanidad y del
cual nos dan hoy testimonio los viejos usos y mitos
religiosos, mundo orgánico, todo lleno de arbitrariedades,
demonios hostiles y potencias caprichosas, es un conjunto viviente,
inaprensible, incalculable, agitado por enigmas y misterios.
Llámesele naturaleza si se quiere; pero desde luego no es nuestra
naturaleza, no es el reflejo rígido de un espíritu científico. Los
ecos de ese mundo primitivo resuenan todavía, a veces, como un
pedazo de humanidad pretérita en el alma de los niños y de los
grandes artistas; ese mundo emerge, a veces, en medio de la
naturaleza precisa y definida, que el espíritu urbano de las
culturas adultas construye en torno al individuo
con tiránica insistencia. Tal es el fundamento de la oposición
tenaz—que todas las postrimerías conocen—entre la
manera científica («moderna») de concebir el mundo y la manera
artística («impráctica»). El hombre de los hechos y el poeta no
se comprenderán nunca. He aquí por qué toda investigación
histórica, que debiera siempre tener algo de infantilismo y de
ensoñación, algo de aquella alma de Goethe, corre gran peligro—si
aspira a ser científica—de convertirse en una mera física de la
vida pública, en «materialista», como ella misma ingenuamente se
ha denominado.
«Naturaleza», en su sentido exacto,
es una concepción más rara de la realidad; es la manera madura, y
aun quizá senil, de poseer la realidad; se presenta a las
inteligencias de las grandes urbes en las postrimerías de una
cultura. «Historia», en cambio, es la concepción ingenua, juvenil,
la concepción más inconsciente y propia de toda la humanidad. Asi
al menos se oponen la naturaleza numerada, sin misterios,
analizada y analizable de Aristóteles y Kant, de los sofistas y
los darwinistas, de la física y química modernas, y la naturaleza
vivida, ilimitada, emotiva, de Homero y la Edda, de los hombres del
gótico y del dórico. Prescindir de esto es desconocer la esencia de
toda reflexión histórica. La historia es la concepción
propiamente natural; la naturaleza exacta, mecánica, ordenada,
es, en cambio, la concepción artificial, que el alma forma de su
mundo. A pesar de ello, o acaso por ello mismo, la física es fácil
para el hombre moderno y la historia le resulta difícil.
Gérmenes de un modo mecánico de
pensar el mundo, de una inteligencia orientada hacia la limitación
matemática, la distinción lógica, la ley y la causalidad,
aparecen bastante temprano. Los encontramos ya en los primeros
siglos de todas las culturas, si bien aun endebles, fragmentarios y
ahogados en la abundancia de la conciencia religiosa. Cito el nombre
de Roger Bacon. Pero pronto esas manifestaciones del pensamiento
abstracto adquieren un carácter más riguroso; se advierte en ellas
un tono dominador y exclusivista, que es común a todas las
conquistas del espíritu, cuando viven bajo la continua amenaza de
una ofensiva por parte de la naturaleza humana. Insensiblemente, el
reino de la extensión y de los conceptos—pues los conceptos son en
su esencia números, estructuras puramente cuantitativas—va
introduciéndose en el mundo exterior del individuo, estableciendo
entre las sencillas impresiones de la sensibilidad un nexo mecánico
de índole causal y numérica, y sometiendo, al fin, la conciencia
vigilante del hombre culto de las grandes ciudades— Tebas de
Egipto, Babilonia, Benarés, Alejandría, las urbes mundiales de la
Europa occidental—a tan continuada coacción del pensar
naturalista, que apenas hay nadie que se atreva a contradecir el
prejuicio de toda filosofía y de toda ciencia —pues es un
verdadero prejuicio—, según el cual ese estadio del espíritu es
el espíritu humano mismo, y su alter ego, la imagen mecánica del
mundo circundante, es el mundo mismo. Los lógicos, como Aristóteles
y Kant, han hecho predominante esta concepción; pero Platón
y Goethe la refutan.
Conocer el mundo es, para el hombre de
las culturas superiores, una verdadera necesidad, algo que se
compenetra con su propia existencia, una ofrenda que cree deberse a
sí mismo y a su vida. Y ya se le dé el nombre de ciencia o de
filosofía, ya se admita o se rechace, con íntima certidumbre, su
afinidad con la creación artística y la intuición
religiosa, ese problema del conocimiento es sin duda alguna, en todo
caso, siempre el mismo: consiste en exponer en toda su pureza el
lenguaje formal de la imagen cósmica, imagen prefijada a la
conciencia vigilante del individuo, y que éste, mientras no compara,
debe considerar como
«el» mundo mismo.
Ante la diferencia que existe entre la
naturaleza y la historia, aparece el problema del conocimiento como
un problema doble. Cada uno de los dos aspectos hablará su propio
lenguaje formal, lenguaje bien distinto en todos los sentidos.
Y toda imagen del mundo que tenga un
carácter indeciso y vacilante—como sucede ordinariamente—podrá
contenerlos a los dos en mezcla confusa, pero nunca en unidad
verdadera.
Dirección y extensión. He aquí los
dos caracteres fundamentales que diferencian el aspecto histórico y
el naturalista del mundo. El hombre no es capaz de actualizarlos
ambos simultáneamente, en el mismo instante. La palabra lejanía
tiene un doble sentido bien característico. En la historia
significa el futuro; en la naturaleza, la distancia espacial. Debe
notarse que el materialista histórico siente el tiempo casi
necesariamente como dimensión. Para el artista, en cambio, es lo
contrario, como lo demuestra la poesía de todas las edades. Las
lejanías panorámicas, las nubes, el horizonte, el sol poniente son
impresiones que van indefectiblemente unidas al sentimiento de algo
futuro. El poeta griego niega el futuro, y, por consiguiente, ni ve
ni canta esas cosas. Entregado al presente, no tiene sentido mas que
para lo próximo. El investigador de la naturaleza, el hombre de
entendimiento productivo, en sentido propio, ya sea un experimentador
como Faraday, ya un teórico como Galileo, ya un calculador como
Newton, encuentra en su mundo siempre cantidades,
nunca direcciones, y las mide, las experimenta, las ordena.
La cantidad es lo único que se acomoda a la concepción por
números, a la definición por causa y efecto, a la explicación por
conceptos, fórmulas y leyes. Aquí acaban las posibilidades
de todo conocimiento naturalista puro. Todas las leyes son
conexiones cuantitativas, o, como el físico dice, todos los procesos
físicos transcurren en el espacio. El físico antiguo hubiera
corregido esta expresión, sin alterar el hecho, pero acomodando las
palabras a su sentimiento del mundo, que negaba el espacio, y hubiera
dicho: todos los procesos tienen lugar entre cuerpos.
Pero las impresiones o aspectos
históricos son irreductibles a la cantidad. Su órgano es otro. El
mundo como naturaleza y el mundo como historia tienen sus propios
modos de concepción, que conocemos muy bien y empleamos a
diario, aunque hasta ahora no hayamos tenido conciencia de su
oposición. En efecto, hay un conocimiento de la naturaleza y
un conocimiento de los hombres. Hay la experiencia científica y la
experiencia de la vida. Apúrese esta oposición
hasta sus últimas consecuencias y se comprenderá lo que quiero
decir.
Todas las maneras de concebir el mundo
pueden, en última instancia, designarse con la palabra morfología.
La morfología de lo mecánico, de lo extenso, la ciencia que
descubre y ordena las leyes naturales y los nexos causales, se llama
sistemática. La morfología de lo orgánico, de la historia y de la
vida, de todo lo que posee dirección y sino, se llama físiognómica.
La concepción sistemática del mundo,
en Occidente, ha llegado a su apogeo en el pasado siglo, y ya ha
franqueado esta cumbre. La concepción físiognómica tiene ante sí
un gran porvenir. Dentro de cien años todas las ciencias que puedan
edificarse sobre el solar del Occidente europeo serán los fragmentos
de una fisiognómica única y grandiosa, la físiognómica de la
humanidad. Esto es lo que significa «la morfología de la
historia universal». En toda ciencia, tanto por su finalidad como
por su material, el hombre se narra a sí mismo. La experiencia
científica es un reconocimiento espiritual de si mismo. Desde este
punto de vista acabamos de tratar la matemática como un capitulo de
la físiognómica.
No nos importa precisar lo que cada
matemático se propone. Quedan excluidos de nuestra consideración el
científico como tal y los resultados a que llega y con que aumenta
el caudal de la ciencia. Lo único que ahora nos importa es el
matemático como hombre, cuya actividad constituye una parte de su
existencia, cuya ciencia y cuyas opiniones son otros tantos gestos
expresivos, por tanto, como órgano de una cultura.
Por medio de él, ésta nos habla de sí
misma; y él, como persona, como espíritu, por sus descubrimientos,
por sus conocimientos, por sus creaciones, es un rasgo fisiognómico
de esa cultura.
Toda matemática es la confesión de un
alma que manifiesta a todos, por modo visible, la idea de su número,
innato en su conciencia vigilante, ya como sistema científico, ya—en
el caso de Egipto—como forma de una arquitectura. Lo que en la
obra hay de propósito deliberado pertenece al aspecto externo
de la historia; pero el fondo inconsciente, el número, el
estilo de su desarrollo en un mundo cerrado de formas, todo eso es
expresión de la existencia, de la sangre misma.
La historia de su vida, su
florecimiento, su decadencia, su profunda relación con las artes
plásticas, con los mitos y cultos de la misma cultura,
todo eso forma parte de una morfología histórica, que se
considera aún casi imposible.
La parte visible, exterior, de
toda historia, tiene, pues, la misma significación que la
apariencia externa de un hombre, su estatura, sus gestos, su porte,
su manera de andar, de hablar, de escribir. Todas estas formas
expresivas tienen un gran valor para el buen conocedor de
hombres. El cuerpo, con todas sus manifestaciones, lo limitado, el
producto, lo Perecedero, es expresión del alma. Pero conocer a los
hombres es asimismo conocer esos organismos humanos de estilo
portentoso que llamo culturas; es interpretar sus gestos, sus
ademanes, su lenguaje, sus acciones, como se interpretan las de un
individuo.
La fisiognómica descriptiva,
configurativa, es el arte del retrato, trasladado a lo espiritual.
Don Quijote, Wérther, Julián Sorel, son retratos de una época.
Fausto es el retrato de toda una cultura. Para el físico, cuya
ciencia es una morfología sistemática, el retrato del mundo es un
problema de imitación; no de otro modo que la «fidelidad», «el
parecido» para el jornalero de la pintura, que, en realidad,
procede también por modo matemático. En cambio, un verdadero
retrato, en el sentido de Rembrandt, tiene un estilo fisiognómico,
esto es, representa toda una historia condensada en un momento. La
serie de los autorretratos de Rembrandt no es otra cosa que una
autobiografía a lo Goethe. Asi es como hay que escribir la biografía
de las grandes culturas. La parte imitativa, la labor profesional, la
rebusca de datos, fechas y números, es un simple medio y no el fin.
Todos esos fenómenos, que hasta ahora nadie ha sabido valorar
sin acudir a criterios personales, provecho o perjuicio,
bondad o maldad, agrado o desagrado; todos esas formas políticas y
económicas, batallas, artes, ciencias, dioses, matemáticas,
morales, son rasgos del rostro de la historia. Todo lo acontecido,
todo cuanto aparece es símbolo, expresión de un alma, y debemos
penetrar su significación. De esta suerte la investigación se
encumbra a su máxima y final certeza: todo lo transitorio es mero
símbolo.
Un hombre puede educarse para la
física. El historiador, en cambio, nace. El historiador comprende y
penetra los hombres y las cosas de un solo golpe, guiado por un
sentimiento que no se aprende, que elude toda intervención
premeditada y goza de la plenitud de sí mismo en harto raros
instantes.
Descomponer, definir, ordenar,
circunscribir efectos y causas, eso puede hacerse siempre que se
quiera. Es trabajo. Lo otro, en cambio, es creación. La
fisonomía y la ley, la metáfora y el concepto, el símbolo y
la fórmula tienen muy distintos órganos. Asi se manifiesta la
relación entre la vida y la muerte, la generación y la destrucción.
El intelecto, el sistema, el concepto, matan cuando «conocen».
Hacen de lo conocido un objeto rígido que puede medirse y dividirse.
La intuición, empero, anima y vivifica; incorpora lo singular a una
unidad viviente, íntimamente sentida. La poesía y la investigación
histórica tienen entre sí un parentesco muy próximo, como el
cálculo y el conocimiento. Dice una vez Hebbel: «Los sistemas no se
enseñan; las obras de arte no se calculan, o, lo que es lo mismo,
no se piensan.» El artista, el historiador verdadero, contempla
cómo las cosas devienen; revive el devenir en el rostro de la cosa
contemplada. El sistemático, ya sea físico, lógico, darwinista o
historiógrafo pragmático, conoce lo que ha sido. El alma de un
artista es, como el alma de una cultura, algo que aspira a
realizarse, algo completo y perfecto, o, dicho en el lenguaje de
una vieja filosofía, un microcosmos. El espíritu sistemático,
apartado—abstraído—de lo sensible, es una manifestación
tardía, estrecha y efímera que aparece en los estadios más maduros
de una cultura. Va unido al fenómeno de las grandes urbes, en donde
la vida se condensa cada día más, y con las grandes urbes desaparece también. La ciencia antigua
dura desde los jonios del siglo VI hasta la época romana. En cambio
hay artistas antiguos mientras dura la antigüedad. El siguiente
esquema aclarará, quizá, lo que decimos:
Si intentamos aclarar el principio de
unidad, desde el cual concebimos cada uno de esos dos mundos,
hallaremos que todo conocimiento de forma matemática se refiere a un
presente constante, y tanto más cuanto más puro sea el
conocimiento. La imagen de la naturaleza, que el físico contempla,
es el conjunto de lo que se desenvuelve actualmente ante sus
sentidos. Entre las premisas de toda física hay una casi siempre
silenciada, pero tanto más firme; consiste en suponer que «la»
naturaleza es una y la misma para toda conciencia vigilante y en
todos los tiempos. Un experimento resuelve una cuestión «para
siempre». En esta concepción no se niega el tiempo, pero se
prescinde de él. En cambio, la verdadera historia descansa sobre el
sentimiento no menos cierto de lo contrario. La historia supone en
quien la cultiva un órgano histórico, esto es, una especie de
sensibilidad interna, difícil de describir, cuyas impresiones están
en continua transformación y por lo tanto no pueden ser sintetizadas
en un momento dado.—Más tarde hablaremos de eso que los físicos
llaman
«tiempo»—. La imagen histórica—ya
sea de la humanidad, del mundo orgánico, de la tierra o de los
sistemas estelares—- es una imagen memorativa. La memoria se
concibe aquí como un estado superior, que no es dado a todas las
conciencias vigilantes y que muchas no poseen sino en mínimo grado,
una especie particular de imaginación que nos hace vivir cada
momento sub specie aeternitatis, en constante referencia a lo pasado
y a lo futuro; es el fundamento de toda intuición retrospectiva, de
todo conocimiento de si mismo, de toda confesión. En este sentido el
hombre antiguo no tiene memoria, y, por lo tanto, no tiene historia,
ni propia ni ajena («Sobre historia sólo puede juzgar quien haya
vivido la historia en si mismo.» Goethe). En la conciencia antigua
todo el pasado quedaba absorbido por el presente momentáneo.
Compárense las cabezas extraordinariamente «históricas» de las
esculturas de la catedral de Naumburgo, o las de Durero, o las de
Rembrandt, con las cabezas de las estatuas griegas, v.
gr., con la famosa de Sófocles. Aquéllas narran la historia de un
alma.
Los rasgos de ésta se limitan a la
expresión de una realidad momentánea y no nos dicen nada del curso
anterior de la vida, que termina en el estado presente, si puede
hablarse asi, tratándose de un verdadero «antiguo», de un hombre
siempre entero, que siempre es y no se halla nunca en proceso de
realización.
Ahora ya podemos descubrir los últimos
elementos del mundo de las formas históricas. Innumerables figuras
que surgen y desaparecen, que se destacan un instante para fluir de
nuevo sin descanso; un remolino de mil colores y matices, lanzando
por doquiera los más varios destellos, que parecen resultados del
capricho y del azar—tal es en primer término el cuadro que
presenta la historia universal cuando se abre en su conjunto ante el
espíritu que lo contempla. Pero la mirada profunda, que
penetra en lo esencial, extrae de esa contingencia formas puras
que, ocultas en lo más hondo, no se dejan descubrir fácilmente.
Estas formas constituyen la base de todo el devenir humano.
Dejando a un lado la imagen de la
evolución universal, con sus horizontes ingentes, escalonados uno
tras otro, tal como los abarca la mirada fáustica [5]—evolución
del sistema estelar, de la superficie terrestre, de los seres vivos,
de los hombres—, consideremos ahora solamente la brevísima
unidad morfológica de la «historia universal», en su
sentido corriente, esa historia de la humanidad superior, que Goethe
en su vejez estimaba tan poco y que abarca actualmente unos seis mil
años; y no entremos por ahora en el profundo problema de la intima
homogeneidad entre todos esos aspectos.
Algo hay que da sentido y contenido a
ese mundo fugaz de las formas históricas, algo que hasta ahora ha
permanecido enterrado bajo la masa, mal entendida, de las «fechas»
y de los
«hechos» tangibles; es el fenómeno
de las grandes culturas.
Cuando estas protoformas hayan sido
vistas, sentidas, estudiadas en su significación fisiognómica,
entonces podrá afirmarse que se ha llegado a la inteligencia (para
nosotros) de la esencia y forma interior de la historia humana—en
contraposición a la esencia de la naturaleza—. Sólo desde este
punto de vista podrá hablarse en serio de una filosofía de la
historia, y será posible comprender, en su contenido simbólico,
todos los hechos del cuadro histórico, los pensamientos, las
artes, las guerras, las personalidades, las épocas,
considerando la historia misma, no como mera suma de los pasado, sin
propia ordenación ni necesidad interior, sino como un organismo de
precisa estructura y membración significativa, en cuyo desarrollo el
presente accidental del espectador no constituye una época aparte y
el futuro no aparece como cosa informe e imprevisible.
Las culturas son organismos [6]. La
historia universal es su biografía. La gran historia de la cultura
china o de la cultura antigua es morfológicamente el correlato
exacto de la pequeña historia de un individuo, de un animal, de un
árbol o de una flor. Esto, para la visión fáustica, no es una
exigencia, sino una experiencia. Sí queremos conocer la forma
interna que por doquiera se repite, podemos valernos del método que
ha elaborado hace tiempo la morfología comparada de las plantas y
los animales [7]. El contenido de toda historia humana se agota en
el sino de las culturas particulares, que se suceden unas a otras,
que crecen unas junto a otras, que se tocan, se dan sombra y se
oprimen unas a otras. Y sí hacemos desfilar ante el espíritu
las formas de esas culturas, que hasta ahora han permanecido
escondidas bajo el manto de una «historia de la humanidad»,
concebida como trivial sucesión de hechos, conseguiremos sin duda
descubrir en su pureza y esencia la protoforma de toda cultura, que,
como ideal, sirve de fundamento a todas las culturas particulares.
Distingo por una parte la idea de una
cultura, esto es, el conjunto de sus interiores posibilidades, y, por
otra parte, la manifestación sensible de esa cultura en el cuadro de
la historia, esto es, su realización cumplida. Es la misma relación
que mantiene el alma con el cuerpo vivo, su expresión en el mundo
luminoso de nuestros ojos. La historia de una cultura es la
realización progresiva de sus posibilidades. El cumplimiento
equivale al término. En la misma relación se halla el alma
apolínea—que quizá algunos de nosotros puedan sentir y vivir de
nuevo—con su desenvolvimiento en la realidad, es decir, con ese
conjunto que se llama «Antigüedad», cuyos restos, accesibles
a la contemplación y al estudio inteligente investigan el
arqueólogo, el filólogo, el estético, el historiador.
La cultura es el protofenómeno de toda
la historia universal, pasada y futura. Esta idea del protofenómeno,
tan profunda como mal apreciada; esta idea que Goethe descubrió en
su
«naturaleza viviente» y que le
sirvió de base para sus investigaciones morfológicas, debemos
aplicarla aquí, en su sentido más exacto, a todas las formaciones
de la historia humana, a las que han llegado a perfecta madurez como
a las fenecidas en flor, a las muertas a medio desarrollo como a las
ahogadas en germen. Es éste un método del sentimiento, no del
análisis.
«Lo más alto a que puede llegar el
hombre es la admiración; y cuando el protofenómeno se la provoca,
debe darse por satisfecho, que más arriba no puede subir; y no
busque más, que aquí está el límite.» Un protofenómeno es aquel
en que se nos aparece en toda su pureza la idea del devenir. Goethe
pudo contemplar claramente, con los ojos del espíritu, la idea de la
protoplanta en la figura de una planta cualquiera, hija del azar
y hasta de una planta posible. Su gran descubrimiento del os
intermaxillare se funda en el protofenómeno del tipo vertebrado. En
otros problemas, su punto de partida fue la disposición geológica
de las capas, o la hoja como protoforma de todos los órganos
vegetales, o la metamorfosis de las plantas como imagen primaria de
todo producirse orgánico. «La misma ley podrá aplicarse a los
demás seres vivientes», escribía desde Nápoles a Herder, al
comunicarle su descubrimiento. Era ésta una visión de las cosas que
Leibnitz hubiera entendido. El siglo de Darwin ha permanecido alejado
de este punto de vista.
Pero aun falta una concepción de la
historia que esté totalmente libre de los métodos darwinistas, es
decir, de la física sistemática, de la física edificada sobre el
principio de causalidad. Nunca se ha hablado todavía de una
fisiognómica rigurosa y clara, perfectamente consciente de sus
recursos y de sus limites. Sus métodos estaban aún por descubrir.
Este es el gran problema del siglo XX: poner cuidadosamente de
manifiesto la estructura de las unidades orgánicas, por las cuales y
en las cuales se desenvuelve la historia universal; distinguir lo que
morfológicamente en necesario y esencial de aquello que sólo es
contingente; comprender la expresión, el cariz de los acontecimiento
e interpretar su lenguaje.
Una masa inabarcable de seres humanos,
un torrente sin orillas, que nace en el pasado sombrío, allá
donde nuestro sentimiento del tiempo pierde su eficacia
ordenativa y la fantasía inquieta—o el terror—evoca la imagen
de los períodos geológicos, para ocultar tras ella un enigma
indescifrable; un torrente que va a perderse en un futuro tan negro e
intemporal como el pasado; tal es el fondo Sobre que se destaca la
imagen fáustica de la historia humana. El oleaje uniforme de las
innumerables generaciones estremece la amplía superficie.
Refulgentes destellos surcan los
ámbitos. Inciertas luces se agitan temblorosas, enturbiando el claro
espejo; se confunden, brillan y desaparecen. Las hemos llamado razas,
pueblos, tribus. Reúnen una serie de generaciones en un limitado
circulo de la superficie histórica, y cuando se extingue en ellas la
fuerza creadora—fuerza muy variable, que prefija a esos fenómenos
una duración y plasticidad también muy variables—extínguense
asimismo los caracteres fisiognómicos, lingüísticos, espirituales,
y la Concreción histórica vuelve a disolverse en el caos de
las generaciones. Arios, mongoles, germanos, celtas, partos,
francos, cartagineses, bereberes, bantúes, son nombres que aplicamos
a muy distintas formaciones de este orden.
Sobre esta superficie describen las
grandes culturas sus círculos majestuosos [8]. Emergen de pronto,
extienden a lo lejos sus magnificas curvas, debilítanse luego y
desaparecen.
Y el espejo del agua sigue terso,
solitario, adormecido.
Una cultura nace cuando un alma grande
despierta de su estado primario y se desprende del eterno
infantilismo humano; cuando una forma surge de lo informe; cuando
algo limitado y efímero emerge de lo ilimitado y perdurable.
Florece entonces sobre el suelo de una
comarca, a la cual permanece adherida como una planta. Una cultura
muere, cuando ese alma ha realizado la suma de sus posibilidades, en
forma de pueblos, lenguas, dogmas, artes, Estados, ciencias, y torna
a sumergirse en la espiritualidad primitiva. Pero su
existencia vivaz, esa serie de grandes épocas, cuyo riguroso
diseño señala el progresivo cumplimiento de su destino, es una
lucha intima, profunda, apasionada, por afirmar la idea contra las
potencias del caos en lo exterior y contra la inconsciencia interior
adonde han ido éstas a refugiarse coléricas.
No sólo el artista lucha contra la
resistencia de la materia y el aniquilamiento de la idea. Toda
cultura se halla en una profunda relación simbólica y casi mística
con la extensión, con el espacio, en el cual y por el cual
quiere realizarse. Cuando el término ha sido alcanzado, cuando
la idea, la muchedumbre de las posibilidades interiores se ha
cumplido y realizado exteriormente, entonces, de pronto, la cultura
se anquilosa y muere; su sangre se cuaja, sus fuerzas se agotan;
se transforma en civilización. Esto es lo que sentimos y
comprendemos en las palabras Egipticismo, Bizantinismo,
Mandarinismo. Y el cadáver gigantesco, tronco reseco y sin savia,
puede permanecer erecto en el bosque siglos y siglos, alzando sus
ramas muertas al cielo. Tal es el caso de China, de la India, del
mundo del Islam. La civilización antigua de la época imperial
se erguía gigantesca, con aparente riqueza y fuerza juvenil; pero
en realidad lo que hacía era privar de aire y de luz a la Joven
cultura arábiga de Oriente [9].
Este es el sentido de todas las
decadencias en la historia —cumplimiento interior y exterior,
acabamiento que inevitablemente sobreviene a toda cultura viva—.
La de más limpios contornos se halla ante nuestros ojos; es la
«decadencia de la antigüedad». Y ya hoy podemos rastrear
claramente en nosotros y en torno a nosotros los primeros síntomas
de la decadencia propia, de la «decadencia de Occidente»,
acontecimiento que por su transcurso y duración coincide
plenamente con la decadencia de la antigüedad y se sitúa en
los primeros siglos del próximo milenio [10].
Toda cultura pasa por los mismos
estados que el individuo.
Tiene su niñez, su juventud, su
virilidad, su vejez. En el orto del románico y del gótico se
manifiesta un alma joven, tímida, henchida de presentimientos, que
llena el paisaje fáustico, desde la Provenza de los trovadores
hasta la catedral de Hildesheim, bajo el obispo Bernward.
Sopla por estas comarcas un viento de primavera. «Las obras de la
vieja arquitectura alemana—dice Goethe—son la flor de una
situación extraordinaria. Ante el espectáculo inmediato de este
florecimiento no cabe otra actitud que la admiración; pero quien
sepa escudriñar en la secreta vida interior de las plantas en la
expansión de las fuerzas, en el desarrollo paulatino de los
gérmenes, ese ve con otros ojos y sabe lo que ve...»
Esta niñez del alma se expresa
también, y con muy parecidos tonos, en el dórico de la época
homérica, en el arte cristiano primitivo, esto es,
arábigo-primitivo, y en las obras del Antiguo Imperio egipcio, que
comienza con la cuarta dinastía. Una conciencia mística del
universo entra aquí en lucha con todas las obscuridades,
con todos los demonios que habitan en ella misma y en la
naturaleza; el alma pelea contra el pecado y va poco a poco
aproximándose a la expresión pura y luminosa de una
existencia al fin lograda y comprendida. Cuando una cultura se
acerca al mediodía de su vida, su lenguaje de formas, al fin
conquistado, se hace cada vez más viril, más áspero, más
continente, más saturado, más convencido y lleno del sentimiento de
su propia fuerza, más claro en sus rasgos.
En los comienzos, todo es aún vago,
confuso, vacilante, lleno a un tiempo de anhelo y de terror pueriles.
Considérese la ornamentación de las portadas en las iglesias
románico- góticas de Sajonia y del sur de Francia. Piénsese en las
catacumbas cristianas, en los vasos de estilo Dipylon. Pero luego,
cuando ya el alma tiene conciencia de haber llegado a la plenitud de
sus fuerzas plásticas, por ejemplo en la época en que comienza el
Imperio Medio, en el tiempo de los Pisistratidas, de Justiniano I, de
la Contrarreforma, entonces todos los detalles de la expresión
aparecen seleccionados, rigurosos, mesurados, llenos de admirable
ligereza y como inevitables. Entonces surgen por doquiera esos
momentos de brillante perfección, en que se producen la cabeza de
Amenemhet III (la esfinge del Hycso de Tanis), la bóveda de Santa
Sofía, los cuadros del Tiziano. Luego vienen ya otras obras más
tiernas, casi quebradizas, acariciadas por las suaves melancolías
del otoño: la Afrodita de Cnido, las Corés del Erecteion, los
arabescos de los arcos de herradura, el torreón de Dresde, Watteau,
Mozart. Por último, en la senectud de la civilización incipiente
extínguese el fuego del alma. La fuerza, que declina, se
atreve aún, con éxito mediano—es el clasicismo que
encontramos en toda cultura moribunda—, a acometer una creación
magna; el alma piensa otra vez—es el romanticismo—, con
melancólica añoranza, en su niñez pasada. Al fin, rendida,
hastiada y fría, pierde el gozo de vivir y anhela—como en la época
romana— alejarse de la luz milenaria y sumergirse de nuevo en la
negrura mística de los estadios primitivos, en el seno materno, en
la tumba. Este es el encanto de la «segunda religiosidad» [11] que
los cultos de Isis, Mithra y el Sol ejercían sobre los antiguos en
su postrimería; esos mismos cultos que un alma nueva, en Oriente,
había inventado como primera manifestación angustiosa y ensoñada
de su existencia en este mundo y había llenado de inédita
intimidad.
Cuando hablamos del hábito [12] de
una planta nos referimos a su peculiar modo de manifestarse
exteriormente, al carácter, al curso y a la duración de su paso por
el mundo luminoso de nuestros ojos; carácter por el cual cada una de
sus partes, y en cada una de sus épocas, se distingue de los
ejemplares de las demás especies. Aplicaré a los grandes organismos
de la historia este concepto que es muy importante para la
fisiognómica; hablaré, pues, del hábito de la cultura, de la
historia o de la espiritualidad india, egipcia, antigua.
El concepto de estilo ha querido
expresar siempre cierto sentimiento indefinido de esta peculiaridad,
y cuando se habla del estilo religioso, espiritual, político,
social, económico de una cultura y, en general, del estilo de un
alma, no se hace otra cosa que aclararlo y profundizarlo. Ese hábito
de la existencia en el espacio, que en el individuo humano se
extiende a sus sentimientos, a sus pensamientos, a sus
ademanes, a sus acciones, comprende, en la existencia de las
culturas, la integridad de cuanto es expresión superior de la vida:
preferencia por determinadas artes—plástica escultórica, pintura
al fresco entre los helenos, contrapunto, pintura al óleo
entre los occidentales—, la decidida negativa a admitir otras—la
plástica rechazada por los árabes—, la inclinación al
esoterismo—indios—, o a la popularidad—Antiguos—, a la
oratoria—Antiguos—, o a la escritura—China y
Occidente—, las formas de comunicación espiritual, los tipos de la
indumentaria, las administraciones, las comunicaciones, las fórmulas
de cortesía. Todas las grandes personalidades de la antigüedad
constituyen un grupo, cuyo hábito anímico es bien diferente
del de los grandes hombres del grupo árabe u occidental. Si
comparamos a Goethe o a Rafael mismos con los antiguos, tendremos que
agrupar en seguida en una misma familia a Heráclito, Sófocles,
Platón, Alcibíades, Temístocles, Horacio, Tiberio. Toda gran
ciudad antigua, desde la Siracusa de Hieron hasta la Roma imperial,
es la encarnación, el símbolo de uno y el mismo sentimiento de la
vida; y por su diseño, por sus calles, por la lengua que nos hablan
sus edificios públicos y privados, por el tipo de sus plazas,
patios, callejuelas y fachadas, por sus colores, sus rumores, su
movimiento y el espíritu de sus noches, se distingue estrictamente
del grupo de las grandes ciudades indias, árabes u occidentales. En
Granada, conquista reciente de los cristianos, quedó
flotando durante mucho tiempo el alma de las ciudades árabes,
Bagdad, Cairo, cuando ya el Madrid de Felipe II tenia todas las
características fisiognómicas de las ciudades modernas, Berlín,
Londres y París. Hay un alto simbolismo en todos esos rasgos
distintivos; piénsese en la afición de los occidentales a las
perspectivas y calles en línea recta, cual se manifiesta en la traza
poderosa de los Campos Elíseos, desde el Louvre, o en la plaza de
San Pedro; en cambio recuérdese la casi premeditada confusión y
estrechez de la Vía Sacra, del Foro romano, del Acrópolis, con su
distribución asimétrica y sin perspectiva.
La estructura de las ciudades, ya sea
por un impulso obscuro como en el gótico, ya conscientemente, como
desde Alejandro y Napoleón, reproduce el principio de la
matemática leibnitziana del espacio infinito o el de la euclidiana
de los cuerpos aislados [13].
Entre los elementos que constituyen el
hábito de un grupo de organismos debemos incluir cierta, duración
de su vida y cierto compás en su evolución. Estos conceptos no
pueden faltar en una teoría de las estructuras históricas. El
ritmo de la existencia antigua era diferente del de la egipcia o
árabe.
Puede decirse que el espíritu
helénico-romano ejecuta un andante y el espíritu fáustico un
allegro con brío. El concepto de lo que dura la vida de un hombre,
de una mariposa, de un roble o de una hierba, tiene un valor
determinado, independiente de las contingencias del sino individual.
Diez años son en la vida de los hombres un trecho que significa
aproximadamente lo mismo para todos; la metamorfosis de los insectos
en algunos casos se verifica en un número de días exactamente
prefijado. Los romanos asociaban a sus conceptos de pueritia,
adolescencia, juventus, virilitas, senectus, una representación casi
matemática. La biología del futuro hallará sin duda en
esta duración prefijada de las especies y los géneros—en
oposición al darwinismo y excluyendo radicalmente todos los temas
finalistas y causales para explicar el origen de las especies—la
base para una nueva posición del problema [14]. Lo que dura una
generación—de cualesquiera seres—tiene una significación casi
mística. Estas relaciones pueden aplicarse también a las culturas,
en un sentido que nadie, hasta ahora, ha sospechado. Toda cultura,
toda época primitiva, todo florecimiento, toda decadencia, y cada
una de sus fases y períodos necesarios, posee una duración fija, siempre la misma y que
siempre se repite con la insistencia de un símbolo. En este libro
hemos de renunciar a descubrir ese mundo de misteriosas conexiones;
pero los hechos, que en el transcurso de la exposición aparecerán
cada vez más luminosos, podrán manifestar lo que aquí no digo.
¿Qué significan esos períodos de cincuenta años que en todas las
culturas constituyen el ritmo del acontecer político, espiritual,
artístico? [15] ¿Qué significan esos períodos de trescientos años
que duran el barroco, el jónico, las grandes matemáticas, la
plástica ática, el mosaico, el contrapunto, la mecánica de
Galileo? ¿Qué significa esa duración ideal de un milenio que tiene
una cultura, comparada con la del individuo, «cuya vida dura unos
setenta años»?
Así como las hojas, las flores, las
ramas, los frutos expresan por su aspecto, forma y posición una
determinada especie vegetal, así también las formaciones
religiosas, científicas, políticas, económicas, expresan una
cultura. Lo que para la individualidad de Goethe significan la serie
de sus varias manifestaciones en el Fausto, en la teoría de los
colores, en el zorro Reinecke, en el Tasso, en el Wérther, en el
Viaje a Italia, en el amor a Federica, en el Diván y en las
Elegías romanas, eso mismo significan, para la
individualidad de la cultura antigua, las guerras médicas, la
tragedia ática, la Polis, el movimiento dionysíaco, la tiranía, la
columna jónica, la geometría de Euclides, la legión romana, los
combates de gladiadores y el panem et circenses de la época
imperial.
En este sentido, la existencia de todo
individuo algo significativo reproduce, con profunda necesidad, todas
las épocas de la cultura a que pertenece. En cada uno de nosotros
despierta la vida interior—momento decisivo a partir del cual sabe
uno que tiene un yo—en el punto y manera en que antaño despertó
el alma de la cultura toda. Cada uno de nosotros, hombres de
Occidente, revive de niño, en los ensueños despiertos y en los
Juegos infantiles, su época gótica, su catedral, su castillo, su
leyenda heroica, el Dieu le veut de las Cruzadas y el dolor del mozo
Parsifal. Todos los muchachos griegos tuvieron su edad homérica y su
Maratón. En el Wérther, de
Goethe, imagen de una juventud que todo
hombre fáustico, pero ningún antiguo, conoce, resurge el tiempo del
Petrarca y de los minnesinger. Cuando Goethe bosquejó su primer
Fausto, era Parzival. Cuando terminó la primera parte, era Hamlet.
Sólo en la segunda parte fue ya el hombre de mundo del siglo XIX,
que comprendía a Byron. La senectud misma de la antigüedad, esos
caprichosos e infecundos siglos del helenismo final, esa
«segunda niñez» de una inteligencia cansada y desengañada, puede
estudiarse en pequeño en más de uno de los grandes ancianos de la
antigüedad. En Las Bacantes de Eurípides, se anticipa no poco de
aquella vitalidad que luego se manifiesta en la época imperial; en
el Timeo, de Platón, puede vislumbrarse algo de aquel sincretismo
religioso que aparece en esa misma época imperial. Y el segundo
Fausto de Goethe, como el Parsifal, de Wagner, nos indican de
antemano la forma que ha de tener nuestra alma en los
próximos, últimos, siglos creadores.
La biología llama homología de los
órganos a su equivalencia morfológica, por oposición a la analogía
de los órganos, con que designa la equivalencia funcional. Goethe ha
forjado aquel concepto importantísimo y tan fecundo, que le condujo
a descubrir en el hombre el os intermaxillare; Owen le ha dado una
fórmula estrictamente científica. Introduzco también ese concepto
en el método histórico.
Es sabido que a cada parte del cráneo
humano corresponden exactamente otras partes de los vertebrados,
hasta los peces; las aletas pectorales de los peces y los pies, las
alas y las manos de los vertebrados terrestres son órganos
homólogos, aun cuando hayan perdido hasta la más leve sombra de
semejanza. Los pulmones de los vertebrados terrestres y la vejiga
natatoria de los peces son homólogos; en cambio los pulmones y las
branquias [16] son análogos—con respecto a su función.
Manifiéstase en estas observaciones un talento morfológico
profundo, adquirido por medio de una severa educación de la mirada y
que la historiografía moderna, con sus comparaciones
superficiales—Cristo con Buda, Arquímedes con Galileo, César con
Wallenstein, las pequeñas ciudades alemanas con las griegas—,
desconoce por completo. En el curso de este libro veremos a qué
inauditas perspectivas puede llegar la visión histórica, cuando se
comprenda y se afine esta nueva y honda manera de concebir los
fenómenos históricos.
Son formaciones homologas, para no
citar otras muchas, la plástica griega y la música instrumental de
Occidente, las pirámides de la cuarta dinastía y las catedrales
góticas, el budismo indio y el estoicismo romano (el budismo y el
cristianismo no son ni siquiera análogos), las épocas de los
«Estados luchando», en China, de los Hycsos y de las guerras
púnicas, la de Perícles y la de los Omeyas, la del Rig-Veda, la de
Plotino y la de Dante. Son homólogos el movimiento dionysíaco y el
Renacimiento; en cambio el movimiento dionysíaco y la Reforma son
análogos. Para nosotros—Nietzsche lo ha sentido muy bien—
«Wagner compendia la
modernidad». Por consiguiente, tiene que haber algo
correspondiente para la modernidad «antigua». Es el arte de
Pergamo. Los cuadros sinópticos que van al principio de este
libro pueden dar un concepto provisional de la fecundidad que
atesora este punto de vista.
De la homología de los fenómenos
históricos se deriva un concepto completamente nuevo. Llamo
correspondientes a dos hechos históricos que, cada uno en su
cultura, se producen en la misma—relativa—posición y tienen,
por lo tanto, una significación exactamente pareja. Ya se ha
visto cómo el desarrollo de la matemática antigua y el de la
occidental se verifican con entera congruencia. Hubiéramos
podido citar como correspondientes a Pitágoras y Descartes, a
Archytas y Laplace, a Arquímedes y Gauss. Correspóndense el
nacimiento del jónico y el del barroco. Polignoto y
Rembrandt, Policleto y Bach son también correspondientes. Con
exacta correspondencia se presenta en todas las culturas su Reforma,
su Puritanismo y, sobre todo, el momento en que la cultura
pasa a ser civilización. En la antigüedad ese momento va unido a
los nombres de Filipo y Alejandro; en el Occidente, el suceso
correspondiente aparece bajo la forma de la Revolución y
Napoleón. Alejandría, Bagdad y Washington fueron construidas
en épocas correspondientes [17]. Correspóndense la moneda
antigua y nuestra contabilidad por partida doble, la primera
tiranía y la Fronda, Augusto y Chihoangti, Aníbal y la guerra
mundial.
Espero demostrar que, sin excepción,
todas las grandes creaciones y formas de la religión, del arte, de
la política, de la sociedad, de la economía, de la ciencia, en
todas las culturas, nacen, llegan a su plenitud y se extinguen en
épocas correspondientes; que la estructura interna de cualquiera de
ellas coincide exactamente con la de todas las demás; que no hay en
el cuadro histórico de una cultura un solo fenómeno de
honda significación fisiognómica, cuyo correlato no pueda
encontrarse en las demás culturas, en una forma característica y en un punto
determinado. Desde luego, para comprender esa homología de dos
fenómenos hace falta profundizar y no dejarse seducir por el aspecto
del primer plano; y esa profundidad, esa distancia del objeto, es
justamente lo que más ha faltado hasta ahora a los historiadores,
que no hubieran podido ni soñar siquiera con que el protestantismo
hallase su correlato en el movimiento dionysíaco y el puritanismo
inglés de Occidente correspondiese al Islam del mundo árabe.
Vistas asi las cosas, se ofrece una
posibilidad que supera todas las ambiciones de nuestra
historiografía, la cual se ha limitado, en lo esencial, a ensartar
uno tras otro los hechos conocidos del pasado. Me refiero a la
posibilidad de avanzar más allá del presente, más allá de los
limites de la investigación, y predecir la forma, la duración, el
ritmo, el sentido, el resultado de las fases históricas que aun
no han transcurrido; me refiero también a la posibilidad de
reconstruir épocas pretéritas, muy remotas y desconocidas, culturas
enteras del pasado, por medio de las conexiones morfológicas. Este
método, en cierto modo, se parece al de la paleontología, que, por
el examen de un pedazo de cráneo, infiere datos seguros sobre el
esqueleto y la especie a que el ejemplar pertenece.
Si suponemos que el historiador sabe
compenetrarse con el ritmo fisiognómico, le será posible,
interpretando detalles sueltos de la ornamentación, de la
construcción, de la escritura, o datos aislados de índole
política, económica, religiosa, reconstruir los rasgos orgánicos
fundamentales del cuadro histórico, durante siglos enteros.
Ciertas particularidades de las formas artísticas le permitirán,
por ejemplo, inferir la forma política contemporánea, y los
principios matemáticos le darán a conocer acaso el carácter de la
economía de la misma época.
Este método está orientado
verdaderamente en el sentido de Goethe, como que se funda en la idea
del protofenómeno; la morfología comparativa de los animales y
las plantas lo emplea habitualmente, aunque en esferas
limitadas; pero puede aplicarse también a la historia, en
proporciones que nadie ha vislumbrado aún.
II
LA IDEA DEL SINO Y EL PRINCIPIO DE
CAUSALIDAD
Estas consideraciones nos descubren, en
fin, una oposición que nos proporciona la clave de uno de los más
viejos y más grandes problemas de la humanidad. Con ella podemos
ahora abordar ese problema y aun resolverlo—si es que esta palabra
encierra algún sentido—. Me refiero a la oposición entre la idea
del sino y el principio de causalidad; oposición que hasta hoy nadie
ha conocido, en su necesidad profunda, en esa necesidad que da al
mundo sus formas.
El que comprenda bien el sentido en que
se puede decir que el alma es la idea de una existencia, comprenderá
asimismo que en el alma ha de residir la certidumbre de un sino y que
la vida misma—que he llamado la forma de realizarse la
posibilidad—debemos sentirla como orientada en una dirección, como
irrevocable y regida por un sino. Este sentimiento del sino despunta
confuso y angustioso en el hombre primitivo; luego ya aparece claro y
reducido a la fórmula de una concepción del mundo, en el
hombre de las culturas superiores, aun cuando sólo es comunicable
por medio del arte y de la religión y nunca por demostraciones y
conceptos.
En todo idioma culto hay un cierto
número de palabras que permanecen envueltas en un profundo misterio:
hado, fatalidad, azar, predestinación, destino. No hay hipótesis,
no hay ciencia que pueda expresar la emoción que se apodera de
nosotros cuando nos sumergimos en el sonido y significación de
dichos vocablos. Son símbolos y no conceptos. Constituyen el centro
de gravedad de esa imagen del mundo que he llamado el universo como
historia, a distinción del universo como naturaleza. La idea del
sino requiere experiencia de la vida, no experiencia científica;
vigor intuitivo, no cálculo; profundidad, no ingenio. Hay una lógica
orgánica, una lógica instintiva de la vida, segura como un ensueño
y opuesta a la lógica de lo inorgánico, de la inteligencia, de lo
intelectual. Hay una lógica de la dirección, opuesta a la lógica de la extensión. Ningún
filósofo sistemático, ningún Kant, ningún Aristóteles ha sabido
tratarla. Estos pensadores nos han hablado de Juicio, de percepción,
de atención, de recuerdo; pero nada nos han dicho de lo que
hay en las palabras esperanza, ventura, desesperación,
arrepentimiento, devoción, obstinación. El que busque aquí, en lo
viviente, premisas y consecuencias; el que crea que conocer el íntimo
sentido de la vida equivale a fatalismo y predestinación, no sabe lo
que esto significa y contunde la experiencia intima con la rigidez de
lo conocido y de lo cognoscible. Causalidad es lo que el
entendimiento concibe, lo legal, lo expresable, la forma misma de
nuestra vigilia inteligente.
La palabra sino alude en cambio a una
inefable certidumbre interna. La esencia de lo mecánico queda
expuesta claramente en un sistema físico o gnoseológico, en un
cálculo matemático, en un análisis por conceptos. Pero la idea del
sino no puede comunicarse mas que por medios artísticos, como el
retrato, la tragedia, la música. La causalidad exige una
diferenciación, es decir, una destrucción; el sino es una creación.
Por eso el sino se refiere a la vida, y la causalidad a la muerte.
En la idea del sino se revela el anhelo
cósmico que atormenta a un alma, su ansia de luz, de ascensión, de
cumplimiento, su afán de realizar el propio destino. A ningún
hombre le falta por completo la idea del sino. El hombre de las
postrimerías, el desarraigado habitante de las grandes ciudades, con
su sentido práctico de los hechos, con la coacción que su intelecto
mecánico ejerce sobre su visión primitiva, suele perderla de vista,
hasta que en una hora profunda resurge ante sus ojos, con una
terrible claridad que aniquila todo el causalismo superficial del
universo. El mundo, considerado como sistema de conexiones
causales, aparece tardía y raramente, sólo en el intelecto enérgico
de las culturas superiores, como una adquisición más firme, pero,
en cierto modo, más artificial. Causalidad equivale a ley. No hay
más leyes que las causales. Pero así como el nexo causal es,
según Kant, un principio necesario del pensamiento vigilante,
la forma básica de su relación con el mundo, asi también
las palabras sino, predestinación, destino, expresan un
principio necesario de la vida. La historia real tiene un sino y no
leyes. Se puede prever el futuro; la mirada puede penetrar
profundamente en los arcanos del futuro; pero no es posible
calcularlo. Hay un ritmo fisiognómico, la facultad de leer toda una
vida en un rostro y la historia de pueblos enteros en el cuadro de
una época. Pero esa facultad es involuntaria, irreductible a un
«sistema», alejada infinitamente de toda «causa» y «efecto».
El que conciba el mundo sensible de
manera sistemática y no físiognómica; el que se lo apropie por
medio de experiencias causales creerá necesariamente que comprende
toda vida desde el punto de vista de la causa y el efecto, esto es,
sin dirección interna, sin misterio. Pero el que, como Goethe y
como casi todos los hombres, en casi todos los momentos de su
existencia, deja que el mundo circundante impresione sus sentidos y
se asimila la totalidad de esa impresión; el que siente lo producido
como un producirse y le arranca al universo la rígida máscara de la
causalidad; el que no retuerce su mente en reflexiones lógicas, ese
comprende al punto el enigma del tiempo; para él el tiempo ya no es
ni un concepto, ni una «forma», ni una dimensión, sino algo que se
siente en la intimidad personal con profunda certidumbre; para él el
tiempo es el mismo sino; y su dirección, su irreversibilidad, su
vitalidad, le aparecen ahora como el sentido del universo en su
aspecto histórico.
El sino es a la causalidad como el
tiempo al espacio.
En las dos posibles imágenes del
mundo, en la historia y en la naturaleza, en la fisonomía de todo el
producirse y en el sistema de todo lo producido, imperan, pues, el
sino o la causalidad.
Existe entre ellos la misma diferencia
que entre el sentimiento vital y el conocimiento. Cada uno es el
punto de partida de un mundo perfecto, concluso, pero que no es el
único posible.
Mas el producirse es el fundamento de
lo producido, y consiguientemente la intima y segura sensación de
un sino sirve de base al conocimiento de las causas y los efectos. La
causalidad es—si se me permite la expresión—el sino realizado,
transformado en cosa inorgánica, petrificado en las formas del
entendimiento, El sino—junto al cual han pasado silenciosos todos
los constructores de sistemas intelectualistas, como Kant, porque les
era imposible captar lo viviente con sus abstracciones privadas de
vida—el sino reside más allá y fuera de toda concepción
naturalista. Pero siendo lo primario, es él quien da al principio de
causalidad, principio muerto y rígido, la posibilidad—
histórico-vital— de aparecer como la forma y complexión de un
pensamiento tiránico, en las culturas muy desarrolladas. La
existencia del alma antigua es la condición sin la cual no se
hubiera producido el método de Demócrito; la existencia del alma
fáustica es la condición del de Newton.
Y cabe muy bien imaginar que ambas
culturas hubiesen permanecido sin física de estilo propio, pero no
que ambos sistemas físicos existan sin el fundamento de esas
culturas.
Se comprende, pues, en qué sentido el
producirse y el producto, la dirección y la extensión se implican y
subordinan mutuamente, según que nuestra imagen del universo sea
histórica o naturalista. Si la «historia» es en efecto aquella
manera de concebir el universo que consiste en comprenderlo todo
subordinando el producto al producirse, lo mismo ocurrirá con los
resultados de la investigación física. Y en realidad, ante la
mirada del historiador, no hay más que historia de la física. Quiso
el sino que los descubrimientos del oxígeno, de Neptuno, de la
gravitación, del análisis espectral, aconteciesen precisamente en
cierto modo y en cierto momento.
Quiso el sino que la teoría
flogística, la teoría ondulatoria de la luz, la teoría cinética
de los gases surgiesen en general como interpretaciones de
ciertos hallazgos, es decir, como convicciones personales de
algunos espíritus, aunque otras teorías —«exactas»
o
«falsas»—pudieron muy bien surgir
en lugar de las citadas. Si tal opinión desaparece y tal otra, en
cambio, orienta en cierta dirección el mundo de la física, es ello
igualmente debido al sino, es efecto de la impresión producida por
una vigorosa personalidad. Y hasta el naturalista nato habla del
destino de un problema y de la historia de un descubrimiento.
Recíprocamente: si la «naturaleza» es la concepción intelectual
que aspira a incorporar el producirse a los productos, a igualar la
dirección viviente con la extensión rígida, entonces la historia
figurará, a lo sumo, en un capítulo de la teoría del conocimiento,
y realmente así la hubiera concebido Kant si—lo que es aún más
significativo—no la hubiese del todo olvidado en su sistema. Para
Kant, como para todos los sistemáticos, la naturaleza es el mundo;
cuando Kant habla del tiempo, sin notar que el
tiempo es dirección,irreversibilidad, demuestra, por lo
que dice, que está hablando de la naturaleza y no sospecha
siquiera la posibilidad del otro mundo, del mundo histórico,
que acaso era realmente imposible para él.
Pero la causalidad no tiene nada que
ver con el tiempo. Esto, dicho ante un mundo de kantianos, que ni
siquiera saben hasta qué punto lo son, parece hoy una enorme
paradoja.
Empero, en todas las fórmulas de
la física occidental cabe distinguir esencialmente el¿cómo? del ¿cuánto tiempo? Si
consideramos profundamente la relación causal, veremos que se limita
estrictamente a estatuir que algo sucede; pero sin decirnos cuándo
sucede. El«efecto» tiene necesariamente que
darse con la «causa». Pero la distancia entre ambos pertenece a
otro orden; hállase en el comprender mismo, como momento de la vida,
no en lo comprendido. La esencia de la extensión consiste en superar
la dirección. El espacio contradice al tiempo, aun cuando, en lo mas
profundo, éste precede a aquél y le sirve de fundamento. E igual
prioridad recaba para sí el sino.
Primero tenemos la idea del sino, y
luego, por contraposición a ella, naciendo del terror, como ensayo
de la conciencia vigilante para conjurar y vencer, en el mundo
sensible, el término inevitable, la muerte, sobreviene el principio
de causalidad, con el cual el terror vital intenta defenderse del
sino, fundando frente a él otro mundo distinto. Tendiendo sobre su
haz sensible la red de causas y efectos, elabora la persuasiva imagen
de una duración intemporal y crea una realidad que vive envuelta en
el pathos del pensamiento puro. Esta tendencia se manifiesta en
un sentimiento que conocen muy bien todas las culturas
avanzadas: que el saber da fuerza. Entiéndase: fuerza sobre el sino.
El científico abstracto, el investigador de la naturaleza, el
pensador sistemático, cuya existencia espiritual se funda en el
principio de causalidad, es una encarnación tardía del odio
inconsciente a las fuerzas del sino y de lo inconcebible. La «razón
pura» niega todas las posibilidades que no residan en ella misma.
Aquí aparece el pensamiento riguroso en eterna lucha contra el arte.
Aquél se subleva; éste se entrega. Un hombre como Kant se sentirá
siempre superior a Beethoven, como el adulto se siente superior al
niño; pero no podrá impedir que Beethoven aparte de si la Crítica
de la razón pura, considerándola como una mísera concepción del
universo. El error de toda teleología—-la teleología es el
absurdo de los absurdos en la esfera de la ciencia pura—consiste
en querer asimilarse el contenido viviente de todo conocimiento
naturalista y con él la vida misma, por medio de una causalidad
invertida, pues el conocer supone un sujeto que conoce, y si el
contenido de ese pensamiento es «naturaleza», en cambio el acto de
pensar es «historia». La teleología es una caricatura de la idea
del sino. Lo que Dante siente como su destino, el científico lo
convierte en un fin de la vida. Tal es la tendencia característica y
más profunda del darwinismo, concepción intelectual propia de las
grandes urbes, en la más abstracta de todas las civilizaciones; tal
es también la tendencia de la concepción materialista de la
historia, que tiene la misma raíz que el darwinismo, y, como éste,
mata lo orgánico, el sino.
Por eso el elemento morfológico de la
causalidad es un principio, mientras que el del sino es una idea:
idea que no puede ser «conocida», descrita, definida y si sólo
sentida y vivida interiormente, idea que, o no se concibe jamás, o
arraiga en el alma con plena certidumbre, como le sucede al hombre
primitivo, y, en las postrimerías, a todos los hombres
verdaderamente significativos, a los creyentes, a los amantes, a los
artistas, a los poetas.
Y así aparece el sino como el modo de
ser típico del protofenómeno. En el protofenómeno, la idea viva
del devenir se desenvuelve inmediatamente a los ojos del espíritu.
Asi, la idea del sino domina el cuadro cósmico de la
historia, mientras que la causalidad, que caracteriza el modo de
ser de los objetos e imprime al mundo de las sensaciones el carácter
de cosas, propiedades, relaciones distintas y limitadas, constituye,
como forma del entendimiento, el alter ego del intelecto, el mundo
como naturaleza.
El problema de saber hasta dónde llega
la validez de los nexos causales, en una imagen natural, o lo que ya
para nosotros es lo mismo, el problema de los sinos a que está
sometida esa imagen de la naturaleza, nos aparecerá todavía más
difícil si llegamos a la noción de que, para el hombre
primitivo, como para el niño, no existe un mundo
circundante ordenado perfectamente según nexos causales rigurosos.
Nosotros mismos, hombres de las postrimerías, cuya conciencia
vigilante sufre la continua coacción de un pensamiento
tiránico, afilado por el idioma; nosotros mismos, en los momentos de
más esforzada atención—que son los únicos en que realmente
poseemos una imagen física del mundo—lo más que podemos afirmar
es que ese orden mecánico está contenido en la realidad, incluso en
los demás momentos que no son esos de atención esforzada. Ante la
realidad, «vestidura viviente de Dios», nuestra conciencia
vigilante adopta una actitud fisiognómica, y la adopta
involuntariamente, fundándose en una profunda experiencia que
asciende desde las fuentes mismas de la vida.
Los rasgos sistemáticos son, en
cambio, la expresión de un intelecto abstracto, separado de la
sensación: son el medio de que nos valemos para reducir la imagen
representativa de todos los tiempos y de todos los hombres a la
imagen momentánea de una naturaleza, que nosotros mismos hemos
compuesto. Pero el modo de componer esa naturaleza tiene una historia
en la que nosotros no podemos influir. No es efecto de una causa; es
un sino.
Partiendo del sentimiento cósmico del
anhelo y su expresión clara en la idea del sino, podemos
plantearnos ahora el problema del tiempo. Expondremos
brevemente su contenido, por lo que toca al tema del presente
libro. La palabra tiempo evoca siempre algo muy personal, aquel
elemento que al principio hemos designado con la voz lo propio, por
sentirlo con certidumbre intima opuesto a lo extraño, que se insinúa
en el individuo con las impresiones y por las impresiones de la vida
sensible. Lo propio, el sino, el tiempo, son palabras que se refieren
todas a una misma cosa.
El problema del tiempo, como el del
sino, ha sido tratado con una falta absoluta de comprensión por
todos los pensadores, que se han limitado a sistematizar lo
producido. En la famosa teoría de Kant no se menciona la nota de
dirección, tan característica del tiempo. Y nadie ha echado de
menos las manifestaciones pertinentes a este punto. ¿Qué es,
empero, el tiempo como simple transcurso? ¿Qué es el tiempo sin
dirección? Todo ser vivo posee— en este punto es forzoso
repetirse—vida, dirección, instinto, voluntad, una movilidad íntimamente emparentada con el anhelo,
una movilidad que no tiene la menor relación con el «movimiento»
físico. Lo viviente es indivisible, irreversible, singular; no puede
repetirse y no hay nexo mecánico capaz de determinar su curso; todo
lo cual constituye la esencia misma del sino. Y el «tiempo»—lo
que sentimos realmente al oír este término, lo que la música
expresa mejor que la palabra y la poesía mejor que la prosa—tiene,
a diferencia del espacio muerto, ese carácter orgánico. Desaparece,
pues, la posibilidad, admitida por Kant y otros pensadores, de
someter el tiempo a una consideración gnoseológica, paralela a la
del espacio. El espacio es un concepto. Pero la palabra tiempo indica
algo inconcebible; es un símbolo sonoro; y quien le dé el trato
científico de un concepto equivoca por completo su sentido. La misma
voz dirección, que no cabe, sin embargo, substituir por ninguna
otra, puede inducirnos a error, por su contenido óptico. El concepto
de vector que usa la Física es una buena prueba de ello.
Para el hombre primitivo, la
palabra «tiempo» no puede significar nada. El hombre
primitivo vive sin necesidad de contraponer el término tiempo a
ninguna otra cosa. Posee tiempo, pero nada sabe de él. En estado de
vigilia tenemos todos conciencia del espacio solamente y no del
tiempo. El espacio, en efecto, «existe»; existe en y con nuestro
mundo sensible. Cuando vivimos entregados al sueño, al instinto, a
la intuición, a eso que se llama
«sabiduría», es entonces el espacio
un extenderse de las cosas, y sólo en los momentos de esforzada
atención es el espacio; espacio, en el sentido estricto de la
palabra. «El tiempo», en cambio, es un descubrimiento que no
hacemos hasta que pensamos. Creamos el tiempo como representación o
concepto, y mucho más tarde es cuando entrevemos que nosotros
mismos, viendo, somos el tiempo [17].
Sólo la inteligencia cósmica de
las culturas superiores, sometida a la impresión de la«naturaleza», que todo lo mecaniza, y
dominada por la conciencia de una extensión rigurosamente ordenada,
mensurable y concebible, dibuja la imagen espacial, el fantasma del
tiempo [18] para dar satisfacción a su necesidad de concebirlo
todo, de medirlo y ordenarlo todo por causas y efectos. Y ese
instinto, que muy pronto aparece en todas las culturas, como señal
de haber perdido la inocencia de la vida, crea, más allá del
sentimiento verdadero de la vida, eso que todos los idiomas cultos
llaman tiempo, eso que para el espíritu urbano se ha transformado en
una magnitud inorgánica, tan errónea como habitual. Pero si los
fenómenos idénticos que llamamos extensión, límites y causalidad,
significan un conjuro y encantamiento de las potencias extrañas por
el alma—Goethe habla una vez de«el principio de ordenación
inteligible, que llevamos en nosotros y que quisiéramos
imprimir, como sello de nuestro poderío, sobre todo cuanto nos
toca»—; si toda ley es una cadena, con que el terror cósmico
sujeta las insistentes impresiones del mundo sensible, una profunda
defensa de la vida, entonces la concepción del tiempo consciente, en
el sentido de una representación espacial, aparece como un momento
posterior de esa misma actividad defensiva, como un nuevo intento
de conjurar, por la tuerza del concepto, el enigma interior,
tanto más insoportable cuanto mayor es el predominio del
intelecto, que se le opone. Siempre hay algo de odio en el acto
espiritual de recluir una cosa en la esfera y mundo formal de la
medida y de la ley. Matamos lo viviente, al incorporarlo al espacio;
pues el espacio, sin vida, deja sin vida a cuanto a él se aproxima.
Nacer es ya morir, y la plenitud es el término. Algo muere en la
mujer cuando concibe.
He aquí el fundamento del odio
eterno de los sexos, que tiene su origen en el terror cósmico.
El hombre, cuando engendra, aniquila algo, en un sentido muy
profundo; por generación corpórea en el mundo sensible, por
conocimiento en el mundo espiritual. Aun para Lulero tiene la voz
«conocer» el sentido adjetivo de procreación sexual. Con el saber
de la vida, que permaneció inaccesible a los animales, ha ido
creciendo en poderío el saber de la muerte, hasta dominar por
completo la conciencia humana vigilante. La imagen del tiempo ha
convertido la realidad en cosa transitoria [19].
La creación del simple nombre del
tiempo fue una liberación que no tiene semejanza. Nombrar algo por
su nombre significa adquirir poder sobre ello: esta creencia forma
parte esencialísima de la magia primitiva. Conjúranse las potencias
adversas nombrándolas por
su nombre. El enemigo queda quebrantado
y aun muerto cuando con su nombre se verifican ciertas prácticas
mágicas [20]. Esta primitiva expresión del terror cósmico se
conserva aún parcialmente en el atan de toda filosofía sistemática
por reducir a conceptos o, si otra cosa no fuere posible, a meros
nombres, lo incomprensible, lo que el espíritu no puede dominar.
Basta darle a algo el nombre de «lo absoluto», para sentirse ya
superior a ello. La«filosofía», el amor a la sabiduría,
es en realidad la defensa contra lo inconcebible. Lo que nombramos,
concebimos, medimos, queda sometido a nuestro poder y transformado encosa rígida, hecho «tabú» [21].
Digámoslo una vez más: «saber es poder». En esto se fundala distinción entre las concepciones
realistas e idealistas del universo, distinción que corresponde al
doble sentido de la palabra «temor». Unas nacen del temor
respetuoso; otras, del temor repulsivo ante lo inaccesible. Aquéllas
contemplan; éstas quieren reducir, mecanizar el mundo y hacerlo
inofensivo. Platón y Goethe acogen humildemente elmisterio; Aristóteles y Kant quieren
desenmascararlo, aniquilarlo. El ejemplo más profundo del sentido
oculto, que yace en todo realismo, nos lo ofrece el problema del
tiempo. La magia del concepto conjura, aniquila lo que el tiempo
tiene de inquietante, esto es, la vida misma.
Nada de lo que la filosofía, la
psicología, la física «científicas» han dicho sobre el tiempo—
creyendo contestar a la pregunta; ¿Qué es el tiempo?, pregunta que
no hubiera debido hacerse nunca—se refiere al misterio mismo, y sí
sólo a un fantasma de forma espacial, que substituye al tiempo, y en
el cual la dirección viviente, el sino, queda reemplazado por la
representación interior de una distancia, representación que,
por muy intima que sea, siempre es la copia mecánica,
mensurable, reversible, divisible, de algo que en realidad no puede
ser copiado; es un tiempo que puede reducirse a fórmulas
matemáticas como√ t, t² - t , que no excluyen la
hipótesis de un tiempo cero y aun de tiempos negativos [22]. Sin
duda aquí no se tiene en cuenta para nada la esfera de la vida, del
sino, del tiempo vivo, histórico. Se trata de un sistema de signos
puramente intelectuales, que hacen abstracción incluso de la vida
sensible.
Póngase en cualquier texto filosófico
o físico en lugar de tiempo la palabra sino, y se verá en seguida
adonde ha ido a extraviarse la inteligencia, aislada de la
sensación por el lenguaje, y se comprenderá que el grupo habitual
«espacio y tiempo» es de todo punto insostenible. Todo lo que no
sea vivido ni sentido, sino solamente pensado, toma necesariamente
las propiedades del espacio. Asi se explica que ningún filósofo
sistemático haya conseguido nunca establecer una
teoría del pasado y el futuro, voces simbólicas que viven rodeadas
de misterios y van hacia la lejanía. En las explicaciones que Kant
da del tiempo, esas palabras no aparecen; no se comprende, en
efecto, como hubieran podido relacionarse con el tema de que Kant
trata.
Sólo así resulta posible esa
reciproca dependencia funcional, en que ponemos el espacio y el
tiempo, considerándolos como magnitudes del mismo orden; y, en
efecto, ello se ve con suma claridad en el análisis
cuatridimensional de los vectores [23].
Ya Lagrange (en 1813) llamó a la
mecánica una geometría de cuatro dimensiones, y ni el concepto
newtoniano del tiempo, tan cuidadosamente definido como tempus
absolutum, sive duratio se substrae a la necesidad intelectual de
transformar lo viviente en extensión pura. En la filosofía antigua
he encontrado la única característica profunda y respetuosa del
tiempo. Hállase en San Agustín—Confesiones XI, 14—: Si nemo ex
me quoerat, scio; si quoerenti explicare velim nescio [24].
Cuando los filósofos modernos
occidentales dicen—y todos emplean esta expresión—que las cosas
están en el tiempo, como están en el espacio, y que nada puede
«pensarse»
«fuera» del espacio y del tiempo, no
hacen sino imaginar una segunda espacialidad, que agregan a la
espacialidad consuetudinaria.
Pero esto es lo mismo que si dejáramos
que la electricidad y la esperanza son las dos fuerzas del universo.
Cuando Kant habla de «las dos formas» de la intuición, no hubiera
debido olvidar que, si bien cabe entenderse científicamente acerca
del espacio—aunque no explicarlo en el sentido habitual de la
palabra, porque esto excede toda posibilidad científica—, en
cambio una consideración del mismo estilo, acerca del
tiempo, está condenada a irremediable fracaso. El que lea la
Crítica de la razón pura y los Prolegómenos advertirá que
Kant nos da una prueba minuciosa de la conexión que existe entre el
espacio y la geometría, pero que evita cuidadosamente de hacer otro
tanto para el tiempo y la aritmética, limitándose en esto a la
afirmativa; y la constante analogía de los conceptos encubre este
vacío, cuya imposibilidad de licitar hubiera puesto bien de
manifiesto la inconsistencia del esquema. Frente al «dónde» y al
«cómo», constituye el «cuándo» un mundo por si; ésta es
la diferencia que separa la física de la metafísica. Espacio,
objeto, número, concepto, causalidad son nociones tan íntimamente
afines, que es imposible—como lo demuestran innumerables
fracasos sistemáticos—investigar una de ellas
independientemente de las demás. La mecánica es una reproducción
de la lógica y recíprocamente. La imagen del pensamiento, cuya
estructura nos describe la psicología, es una reproducción del
mundo extenso, que estudia la física. Los conceptos y las cosas, las
premisas y las causas, los raciocinios y los procesos son
representaciones tan perfectamente coincidentes, que precisamente
los pensadores más abstractos no han podido resistir al encanto de
exponer el «proceso» del pensamiento en forma gráfica y en cuadros
sinópticos, es decir, en la forma del espacio—recuérdense las
tablas de las categorías en Kant y en Aristóteles—. Donde no hay
esquema no hay filosofía; este es el prejuicio tácito de todos los
sistemáticos profesionales, frente a los «intuitivos», a quienes
consideran como muy inferiores. Por eso a Kant le irritaba el estilo
del pensamiento platónico, al que llamaba«arte de charlar abundantemente», y
por eso hoy todavía el filósofo de cátedra guarda silencio sobre
la filosofía de Goethe. Toda operación lógica puede ser dibujada.
Todo sistema es un modo geométrico de
obtener ideas. Por eso el tiempo no halla lugar en ningún «sistema» o, si lo halla, es
pereciendo víctima del método.
Con esto queda refutado el error
corriente que empareja el tiempo con la aritmética y el espacio con
la geometría, estableciendo así entre ellos una relación harto
trivial. No hubiera debido caer Kant en este error, pues de
Schopenhauer no cabía esperar otra cosa, dada su falta de sentido
matemático.
El acto vivo de contar se halla
realmente en cierta relación con el tiempo; por eso el número ha
sido mezclado de continuo con el tiempo. Pero el contar, el numerar
no es un número, como el dibujar no es un dibujo. Contar y dibujar
son un producirse; los números y los dibujos son productos. Kant y
los demás han visto allá el acto vivo—el contar-y aquí su
resultado—las relaciones formales de la figura ya hecha—. Aquél
pertenece a la esfera de la vida y del tiempo; éste a la de la
extensión y causalidad. El contar forma parte de la lógica
orgánica; lo que yo cuento forma parte de la lógica inorgánica.
toda la matemática o, dicho en términos populares, la aritmética y
la geometría, contestan ambas al cómo y al qué, es decir, al
problema del orden natural de las cosas. Pero frente a éste
se plantea el problema del cuándo, el problema específicamente
histórico, el problema del sino, del futuro, del pasado.
Todo esto está implícito en la
palabra cronología, que el hombre ingenuo entiende con claridad
perfecta.
No hay oposición entre la aritmética
y la geometría [25].
Todas las especies de número—como
habrá demostrado el primer capitulo—forman parte de la extensión,
de lo «producido», bien como magnitud euclidiana, bien como función
analítica.
¿En cuál de las dos ciencias,
la aritmética o la geometría, habríamos de colocar las
funciones ciclométricas, el teorema del binomio, las superficies de
Riemann, la teoría de los grupos?
El esquema de Kant estaba ya refutado
por Euler y d'Alembert mucho antes de que lo inventara su autor; y
sólo la poca familiaridad de los filósofos modernos con
las matemáticas —muy en oposición a Descartes, Pascal y Leibnitz,
que crearon la matemática de su tiempo sacándola de su filosofía—es
culpable de que se hayan extendido, casi sin contradicción, esas
opiniones de ignaros sobre la relación del «tiempo» con la
«aritmética». En verdad, la matemática no tiene un solo punto
de contacto con el devenir viviente. Newton, que además de
matemático era un excelente filósofo, creyó, fundándose en
profundas razones, que había logrado captar el problema del devenir,
esto es, el problema del tiempo, en el principio de su cálculo
diferencial (cálculo de fluxiones) —concepción que desde luego
es mucho más fina que la de Kant—-; sin embargo esa
creencia ha resultado insostenible, aunque encuentra hoy todavía
partidarios. En el origen de la teoría newtoniana de las fluxiones
tuvo un papel decisivo el problema metafísico del movimiento. Pero
desde que Weierstrass ha demostrado que hay funciones continuas que
no pueden ser diferenciadas sino en parte, e incluso que no pueden
serlo en absoluto, queda liquidado para siempre este ensayo, que es
el más profundo que se ha hecho para resolver
matemáticamente el problema del tiempo.
El tiempo es un contraconcepto del
espacio. De igual manera, el concepto de vida—no el hecho de la
vida—ha nacido por oposición al pensamiento, y el concepto de
nacimiento, de creación—no el hecho de nacer—ha surgido por
oposición a la muerte [26]. Esto pertenece a la esencia profunda de
toda conciencia vigilante. Así como la impresión sensible no se
nota hasta que se destaca sobre otra impresión diferente, así
también toda especie de intelección, siendo propiamente una
actividad critica, sólo es posible cuando se forma un concepto
nuevo, contrapuesto a otro concepto anterior o cuando adquiere
realidad una pareja de conceptos interiormente opuestos, que se
separan, por decirlo así, uno de otro. No hay duda
de que—como se ha creído desde hace
tiempo—todas las voces primarias del idioma, bien designen cosas,
bien propiedades, 1an surgido por parejas. Pero más tarde, y aun
hoy, toda nueva palabra recibe su contenido por contraposición a
otra. La inteligencia, dirigida por el lenguaje, e incapaz de
incorporar a su mundo de formas la intima certidumbre del sino, ha
creado el «tiempo» como lo contrario del espacio. Si no, no
tendríamos ni la palabra tiempo, ni lo que esta palabra contiene. Y
estas formaciones llegan hasta el punto de que el estilo «antiguo»
de la extensión produjo un concepto de tiempo que es
típico de la antigüedad y que se distingue del tiempo indio,
chino u occidental tan exactamente como se distinguen las nociones
del espacio en todas esas culturas.
Por este motivo, el concepto de forma
artística—que es igualmente un «contraconcepto»— no pudo
aparecer hasta que los hombres tuvieron conciencia de un «contenido»
en las creaciones artísticas, es decir, cuando el lenguaje expresivo
del arte, con todos sus efectos, hubo cesado de ser algo enteramente
natural y evidente, como sucedía, sin duda alguna, en el tiempo de
las pirámides, de los castillos micenianos y de las catedrales
góticas. Entonces la atención se posa súbitamente sobre la
producción de las obras, y para la pupila inteligente
sepáranse en todo arte vivo el aspecto causal y el aspecto fatal (el
sino).
En las obras que nos revelan el hombre
todo, el sentido integral de la existencia, aparecen contiguos,
aunque siempre distintos, el terror y el anhelo. Al terror,
a la causalidad mecánica, pertenece todo el aspecto del arte, que
podríamos llamar «tabú»: el tesoro de motivos, formado en la
severidad de las escuelas, en el largo aprendizaje del oficio,
cuidadosamente conservado y fielmente transmitido, todo lo que es
concepto, todo lo que puede aprenderse, contarse, toda la lógica del
color, de la línea, del sonido, de la estructura, del orden, todo
eso en suma que constituye la «lengua materna» de los buenos
maestros y de las grandes épocas. Lo otro, empero, lo que, como
dirección, se opone a la extensión; lo que es evolución y sino de un arte, en
contraposición a las premisas y consecuencias que forman la trama de
su lenguaje de formas, aparece y se manifiesta como «genio», es
decir, esa potencia plástica personal, esa pasión creadora, esa
profundidad y riqueza que en los artistas, considerados
individualmente, se diferencia del simple dominio de la forma, y se
presenta también como superabundancia en la capacidad de la raza,
que es la que da lugar a que se desarrollen o decaigan artes enteras.
Este otro aspecto del arte, que podríamos llamar «tótem», es la causa de que, a pesar
de lo que diga la estética, no existe un arte intemporal que sea el único verdadero, sino una
historia del arte, que, como todo lo viviente, tiene el carácter de
la irreversibilidad [27].
Por eso la gran arquitectura, que es la
única de entre las artes que trabaja sobre el elemento mismo de lo
extraño, de lo que infunde terror, de lo puramente extenso, la
piedra, es también naturalmente el primer arte que aparece en todas
las culturas; es el arte que más tiene de matemático. Después,
paso a paso, va dejando el primer puesto a las artes urbanas
particulares, la estatua, el cuadro, la composición musical, que
emplean medios formales más profanos. Miguel Ángel, que es de
todos los artistas de Occidente el que más ha sufrido bajo la garra
opresora del terror cósmico, es también el único de los maestros
del Renacimiento que no pudo librarse jamás de la tendencia
arquitectónica. Pintaba, como si las superficies cromáticas fuesen
piedra, producto rígido y odiado. Su modo de trabajar era una lucha
dura contra las potencias cósmicas enemigas, que se le aparecían
bajo la forma del material. En cambio, para Leonardo, el
anhelante, eran los colores como una espontánea encamación
del alma. En todos los problemas de la gran arquitectura se
manifiesta una implacable lógica mecánica y hasta una
matemática; en las columnatas antiguas aparece la relación
euclidiana de carga y sostén; en las arcadas góticas, cuyo carácter
es «analítico», la relación dinámica de fuerza y masa. La
tradición constructiva, que ha habido aquí como allí, y sin la
cual no se concibe la arquitectura egipcia —se desarrolla en todos
los períodos primitivos para desaparecer regularmente en el curso de
los periodos posteriores—contiene la suma de esa lógica de la
extensión. Pero el simbolismo de la dirección, del sino, trasciende
de toda la «técnica» de las artes mayores, y apenas es accesible a
la estética formal. Ese simbolismo del sino se manifiesta, por
ejemplo, en la contradicción—que siempre fue sentida y que nadie
supo nunca interpretar claramente, ni Lessing ni Hebbel—entre la
tragedia antigua y la occidental; en esa sucesión de escenas que
vemos en los relieves más viejos de Egipto; en la ordenación por
serie de las estatuas, esfinges y salas del arte egipcio; en la
elección —no en el trato—del material, desde la más dura
diorita que afirma el futuro hasta la madera más blanda que lo
niega; en el nacimiento y muerte de las artes particulares—no en su
lenguaje de formas—, la victoria del arabesco sobre la plástica de
la época cristiana primitiva, el retroceso de la pintura al óleo,
de la época barroca, ante la música de cámara; en las intenciones,
tan diferentes, de las estatuas egipcias, chinas y antiguas. Nada de
esto depende de la capacidad del artista, sino de una forzosidad
íntima. Por eso, ni la matemática ni el pensamiento abstracto, sino
las artes mayores, que son las hermanas de la religión, nos dan la
clave para descifrar el problema del tiempo, que sólo puede
comprenderse en el terreno de la historia.
El sentido que le hemos dado aquí a la
cultura, como protofenómeno, y al sino, como lógica orgánica de la
existencia, implica que cada cultura deberá tener su propia idea del
sino; es más, esta consecuencia ya va inclusa en el sentimiento de
que toda cultura superior es la realización y la forma de un alma
única y determinada. Lo que nosotros llamamos predestinación, azar,
providencia, sino; lo que el hombre antiguo llamaba némesis, ananké,
tyché, fatum; lo que el árabe llama Kismet y otros designan con
otros nombres; lo que nadie puede sentir de consuno con otro, cuya
vida es precisamente la expresión de su idea; lo que con palabras no
puede expresarse, representa esa concepción del alma, que nunca se
repite y que cada cual siente por si mismo con plena certidumbre
íntima.
Me atrevo a llamar euclidiana la
concepción antigua del sino. Realmente, en la tragedia de Sófocles
el sino zarandea y maltrata la persona sensible y real de Edipo, su
«yo empírico»; más aún, su sÇma. Edipo gime [28] porque Creon
ha hecho daño a su cuerpo y [29], porque el oráculo se refiere a su
cuerpo. Esquilo, al hablar en Las Coéforas (704), de Agamenón, le
llama «el cuerpo regio, conductor de armadas». Es la misma palabra
sÇma que los matemáticos usan algunas veces para designar sus
cuerpos. En cambio, el sino del rey Lear, que yo llamo sino
analítico, recordando aquí también el correspondiente mundo de los
números, depende todo de obscuras relaciones internas; aquí surge
la idea de la paternidad y en el drama se entrecruzan unos hilos
espirituales, incorpóreos, trascendentes, extrañamente iluminados
por la segunda tragedia, tratada en contrapunto, que se desarrolla en
casa de Gloster. Lear, por último, es un mero nombre, el centro de
algo ilimitado.
Este sentido del sino es
«infinitesimal»; se propaga en un espacio infinito y en tiempos
infinitos, sin tocar para nada a la existencia corpórea, euclidiana
y refiriéndose sólo al alma.
El rey demente, entre el bufón y el
pordiosero, en medio de la llanura azotada por la tormenta—he aquí
la contraposición del antiguo Laocoonte—. Hállanse una frente a
otra dos maneras de padecer: la fáustica y la apolínea. Sófocles
había escrito también un drama de Laocoonte; seguramente no se
trataba en él de puros dolores morales. Antígona perece, como
cuerpo, porque ha enterrado el cuerpo de su hermano. Basta nombrar a
Ayax y a Filoctetes, y citar después al principe de Homburgo
y al Tasso, de Goethe, para ver claramente cómo la oposición
entre la magnitud y la relación radica hasta en las más hondas
capas de la creación artística.
Con esto llegamos a otra conexión de
gran importancia simbólica. Suele decirse que el drama occidental
es drama de caracteres; debiera considerarse, por lo tanto, el
drama griego como drama de situaciones. De esta manera queda bien
subrayado lo que el hombre de ambas culturas siente como forma
fundamental de su vida, y, por lo tanto, lo que la tragedia, el sino,
han de poner en cuestión. Si en vez de dirección de la vida decimos
irreversibilidad: si nos sumimos en el sentido terrible que tienen
las palabras: ¡demasiado tarde!, que indican que un trozo fugaz del
presente entra en el eterno pasado, comprenderemos bien el fundamento
de todo conflicto trágico. Lo trágico es el tiempo, y las distintas
culturas se diferencian por su modo de sentir el tiempo. Por eso la
gran tragedia no se ha desarrollado mas que en las
dos culturas que han afirmado o negado el tiempo con pasión
avasalladora. Hay una tragedia antigua, la tragedia del
instante, y una tragedia occidental, que es el desarrollo de vidas
enteras.
Así se han sentido a si mismas un alma
ahistórica y un alma sobremanera histórica. Nuestra tragedia nace
del sentimiento de que el devenir tiene una inflexible lógica. El
griego, en cambio, sentía lo alógico, el azar ciego del momento. La
vida del rey Lear camina interiormente hacia una catástrofe; la del
rey Edipo tropieza inadvertidamente contra una situación exterior.
Ahora se comprende bien por qué, al mismo tiempo que el drama
occidental, florece y declina en nuestra cultura un poderoso arte del
retrato—que llega a su apogeo en Rembrandt—, una especie de arte
histórico y psicológico, que por eso mismo fue severamente
rechazado por la Grecia clásica, en la época más floreciente del
teatro ático. En Grecia estaba prohibido ofrendar a los dioses
estatuas icónicas, y el momento en que— desde Demetrio de
Alopeke—comienza a desenvolverse tímidamente un arte idealista del
retrato, coincide con la decadencia de la gran tragedia, que
pasa a segundo plano, reemplazada por las ligeras comedias
de sociedad que constituyen la época llamada
«media». En realidad, todas las
estatuas griegas llevan en el rostro una máscara uniforme, como los
actores en el teatro de Dionysos. Todas ellas nos ofrecen actitudes y
posiciones somáticas, concebidas con precisión máxima. Sus
fisonomías no hablan; corporalmente debían estar desnudas. Hasta la
época helenística no encontramos en Grecia cabezas de carácter,
con rasgos personales, tomadas del natural. Recordemos una vez más
los dos mundos numéricos correspondientes; en la matemática
griega se calculan resultados tangibles, en la nuestra se
investiga morfológicamente el carácter de ciertos grupos de
relaciones entre funciones, ecuaciones, y, en general, entre
elementos formales del mismo orden, para fijarlo como tal carácter
en expresiones regulares.
Cada individuo tiene una distinta
capacidad para vivir la historia presente; varia mucho el modo de
compenetrarse los individuos con su propio devenir y con el de la
historia.
Cada cultura posee su manera de ver la
naturaleza, de conocerla, o lo que es lo mismo: cada cultura tiene su
naturaleza propia y peculiar, que ningún otro tipo de hombres puede
poseer en igual forma. De la misma suerte, también cada cultura—y
en ella, con diferencias de escaso valor, cada individuo—tiene
su peculiar manera de ver la historia, en cuyo cuadro, en cuyo
estilo, intuye, siente y vive inmediatamente lo general y lo
personal, lo interior y lo exterior, el devenir histórico-universal
y el devenir biográfico. Asi, la tendencia autobiográfica de la
humanidad occidental, que ya se manifiesta por modo impresionante en
el símbolo de la confesión en la época gótica [30], es
extraña por completo a los antiguos.
La agudísima conciencia histórica de
la Europa occidental se opone a la inconsciencia de los indios, cuya
historia es como un sueño. Y ¿qué imaginaban los hombres de la
cultura arábiga, desde los cristianos primitivos hasta
los pensadores del Islam, cuando pronunciaban la palabra
historia universal? Pero si harto difícil es ya formarse una
representación exacta de lo que sea para otros la
naturaleza, el mundo mecánico, ordenado—y eso que en este caso
la realidad cognoscible se unifica en un sistema comunicable—habrá
de ser de todo punto imposible penetrar, con las fuerzas de nuestra
propia alma, en el aspecto histórico del mundo, tal como lo ven
culturas extrañas, es decir, en la imagen del devenir que hayan
formado otras almas con otras disposiciones distintas de las
nuestras. Siempre quedará un resto indescifrable, que será tanto
mayor cuanto más escasos sean nuestro propio instinto histórico,
nuestro ritmo fisiognómico, nuestro conocimiento o experiencia de
los hombres. Sin embargo, la solución de este problema es una
condición de toda inteligencia profunda del universo. El mundo
histórico, que circunda a los demás, es una parte de su esencia, y
nadie entenderá bien otro hombre si no conoce su sentimiento del
tiempo, su idea del sino, el estilo y el grado de conciencia que haya
en su vida interior. Lo que no pueda averiguarse inmediatamente por
Confesiones, habremos de buscarlo en el simbolismo de la cultura
externa. Sólo así podremos tener acceso a lo que por si mismo es
inconcebible; de aquí el incalculable valor que para nosotros tienen
el estilo histórico de una cultura y sus grandes símbolos del
tiempo.
Ya hemos citado el reloj como uno de
esos signos que casi nadie ha sabido comprender. El reloj es una
creación de culturas muy desarrolladas, creación que aparece tanto
más enigmática cuanto más se medita sobre ella. La humanidad
antigua supo vivir sin relojes y lo hizo en cierto modo
intencionadamente; hasta mucho después de Augusto la hora del día
se computaba por la longitud de la sombra [31]. En cambio, los
relojes de sol y de agua fueron de uso corriente en los dos mundos
más viejos, el mundo del alma babilónica y el del alma egipcia, y
estaban en relación con una cronología rigurosa y con una honda
visión del pasado y del futuro [32]. Pero la existencia
«antigua», euclidiana, punctiforme, transcurría sin referirse a
nada, recluida en el presente. No debía haber en ella nada que
señalase hacia el futuro y el pasado. Los antiguos no tuvieron
arqueología, ni tampoco astrología, que es la inversión psíquica
de aquélla. Los oráculos y las sibilas antiguas, como los arúspices
y augures etrusco-romanos, no pretenden revelar el futuro lejano,
sino resolver el caso particular que se presenta actualmente. No
había en la conciencia general de los antiguos nada que se pareciese
a una cronología. Las olimpíadas constituían un mero recurso
literario. Lo importante no es averiguar si un calendario es bueno o
malo, sino quién lo usa y si la vida de la nación se rige
efectivamente por él. En las ciudades antiguas no hay nada que haga
recordar la duración, el tiempo antecedente, el porvenir; no se
rodean las ruinas de piadosos cuidados; no se planean obras en
beneficio de las generaciones venideras; no se hace una elección de
material, que tenga sentido, aunque haya de vencer dificultades
técnicas. El griego de la época dórica abandonó la técnica
miceniana de la piedra y volvió a edificar con madera y barro, y,
sin embargo, tenia a la vista los modelos de Micenas y de Egipto y
vivía en una comarca donde abundaban los mejores materiales pétreos.
El estilo dórico es un estilo de madera. En la época de Pausanias
podía verse en el Heraion de Olimpia la última columna de madera,
que aun no había sido substituida. El alma antigua carece de órgano
histórico, no tiene memoria en el sentido que hemos dado a esta
palabra, es decir, facultad de mantener siempre presente la imagen
del pasado personal y tras ella la del pasado nacional y universal
[33] y asimismo el curso de la vida interior, no sólo propia, sino también ajena. En
la «antigüedad» no hay «tiempo». Para el antiguo que vuelve la
vista hacia la historia, el presente personal se destaca sobre un
fondo que carece de toda ordenación temporal y, por lo tanto,
histórica.
Para Tucídides las guerras médicas,
para Tácito las revueltas de los Gracos forman ya parte de ese
fondo [34]. Y lo mismo puede decirse de las grandes
familias romanas, cuya tradición era una pura novela; recuérdese
a Bruto, el asesino de César, y su firme creencia en sus famosos
antepasados. La reforma del calendario por César puede considerarse
casi como un acto de emancipación del antiguo sentimiento de la
vida; pero César pensaba prescindir de Roma y transformar el Estado
en un Imperio dinástico, esto es, sometido al símbolo de la
duración, con el centro de gravedad en Alejandría, de donde procede
su calendario. El asesinato de César nos hace el efecto de la
última convulsión del viejo sentimiento vital, enemigo de la
duración, encarnado en la polis, en la Urbs Roma.
Los hombres de entonces vivían cada
hora, cada día por sí mismo. Y no sólo los individuos, griegos y
romanos, sino también la ciudad, la nación, la cultura
entera. Las fiestas rebosantes de fuerza y sangre, las orgías
palatinas, las luchas del circo, bajo Nerón y Calígula, que
Tácito, romano de pura cepa, nos describe exclusivamente sin dedicar
ni una mirada, ni una palabra a la vida lenta de aquellos inmensos
territorios que constituían las provincias, son la expresión última
y magnífica de ese sentimiento euclidiano del mundo, que diviniza el
cuerpo y el presente. Los indios, cuyo Nirvana se caracteriza
igualmente por la falta de cronología, no tuvieron tampoco relojes,
ni, por lo tanto, historia, ni recuerdos, ni cuidados, ni
preocupaciones. Eso que nosotros, hombres de eminente sentido
histórico, llamamos la historia india, ha ido realizándose sin la
menor conciencia de sí misma. Los mil años de cultura india que
transcurren desde los Vedas hasta Buda nos producen el efecto de los
movimientos que hace un hombre durmiendo. Allí realmente era la
vida sueño. ¡Cuán diferentes, en cambio, son los mil años de
nuestra cultura occidental! Nunca, ni siquiera en el
«correspondiente» período de la cultura china, en el periodo Chu,
con su finísimo sentido de las épocas [35], han estado los hombres
más vigilantes; nunca han sido más conscientes; nunca han sentido
el tiempo con mayor profundidad ni lo han vivido con un sentimiento
más agudo de su dirección y de su movilidad, preñada de sinos. La
historia de la Europa occidental realiza voluntariamente su sino; la
historia india acepta el suyo con resignación. En la existencia
griega, los años no representan nada; en la historia india, los
decenios apenas significan algo; en el occidente europeo, la hora, el
minuto y hasta el segundo tienen su importancia.
Ni un griego ni un indio hubieran
podido representarse esa tensión trágica de las crisis históricas,
en que tos segundos pesan, como, por ejemplo, en los días de agosto
de 1914. Los hombres profundos de Occidente pueden sentir esas
crisis, incluso en si mismos; los helenos, no. Las innumerables
torres que se alzan sobre nuestro suelo occidental lanzan al espacio
sus campanadas noche y día, insertando el futuro en el pasado,
deshaciendo el efímero presente «antiguo» en una inmensa curva de
relación. El descubrimiento de los relojes mecánicos se efectúa en
el mismo momento en que nace nuestra cultura, esto es, fin la época
de los emperadores sajones [36]. No es posible representarse
el hombre de Occidente sin una minuciosa cronometría, una
cronología del futuro, que corresponde exactamente a nuestra enorme
necesidad de arqueología, de conservación, de excavaciones, de colecciones. La época del barroco
exageró el símbolo gótico de los relojes hasta el punto grotesco
de inventar los relojes de bolsillo, que acompañan por doquiera al
individuo [37].
Y junto al símbolo de los relojes hay
otro no menos profundo e igualmente incomprendido:
el de las formas de sepelio,
santificadas por el culto y el arte de las grandes culturas.
El gran estilo comienza en la India con
los templos funerarios; en la antigüedad, con los vasos fúnebres;
en Egipto, con las Pirámides; en el cristianismo primitivo,
con las catacumbas y los sarcófagos. En los tiempos
primitivos coexisten en caótica mezcla muchas formas funerarias
posibles, y cada cual se rige por la necesidad, la comodidad o la
costumbre de su tribu. Pero pronto cada cultura elige una de esas
formas y la eleva al supremo rango simbólico. El «antiguo»,
dirigido por un sentimiento vital profundo e inconsciente, prefirió
la cremación, acto de aniquilamiento, en el cual recibe una
expresión vigorosa su existencia euclidiana, que se atiene al ahora
y al aquí. El antiguo no quería historia, ni duración, ni pasado,
ni futuro, ni preocupaciones, ni descomposición; por eso destruyó
lo que ya no tenia presente, el cuerpo de un Perícles, de un César,
de un Sófocles, de un Fidias. El alma, empero, pasaba a formar parte
de la legión informe, a quien estaban dedicados los cultos de los
abuelos y las fiestas de las almas, celebradas por los miembros vivos
de la familia—que pronto fueron descuidando esta
obligación—. Esa informe multitud de las almas constituye la más
fuerte oposición a las genealogías que las familias occidentales
inmortalizan en sus enterramientos, con todos los signos de la
ordenación histórica. No hay otra cultura que sea en esto
comparable a la cultura antigua [38]—con una excepción
significativa: la época primitiva de los Vedas en la India—. Debe
advertirse que, en los tiempos homéricos, en la edad primera del
dórico, se celebraba la cremación con todo el pathos de un símbolo
recién creado, como se ve sobre todo en la Ilíada, y en cambio,
aquellos hombres que yacían sepultados en las tumbas de Micenas,
Tirinto y Orcomenos, y cuyas luchas
fueron acaso las que dieron origen a la epopeya de Homero, habían
sido enterrados casi a la manera egipcia. Cuando en la época
imperial aparece, junto a la urna funeraria, el sarcófago, «el que
se traga la carne» [39]—cristiano, Judío y pagano—es porque
acaba de surgir un nuevo sentimiento del tiempo; del mismo modo que a
las tumbas de Micenas sigue la urna de Homero.
En cambio, los egipcios, que
conservaron su pasado en la memoria, en la piedra y en los
jeroglíficos, tan concienzudamente que hoy, transcurridos cuatro mil
años, podemos determinar con exactitud los números de sus reyes,
quisieron también eternizar su cuerpo, y de tal suerte lo
consiguieron, que los grandes Faraones—¡ símbolo de
terrible sublimidad!— ostentan hoy día en nuestros museos los
rasgos personales de su rostro, mientras que los reyes de la época
dórica no han dejado rastro ni de sus nombres siquiera. Conocemos la
fecha exacta del nacimiento y de la muerte de casi todos nuestros
grandes hombres, a partir del Dante. Y ello nos parece la cosa más
natural del mundo. Pero en la época de Aristóteles, en la cumbre de
la evolución antigua, no se sabía ya si Leucipo, fundador del
atomismo y contemporáneo de Perícles, había realmente existido un
siglo antes. Es como si nosotros no estuviésemos seguros de la
existencia de Giordano Bruno, o como si el Renacimiento quedase ya
envuelto en las tinieblas de la leyenda.
Y esos mismos museos, en donde
depositamos los restos corpóreos del pasado, ¿no son también un
símbolo de primer orden? ¿No conservan momificado el «cuerpo» de
la cultura toda en su evolución? En millones de libros impresos
hemos reunido fechas innumerables. En las cien mil salas de los
museos de Europa hemos juntado todas las obras de todas las culturas
muertas; y cada objeto, allí, aislado en la masa de la colección,
substraído al fugaz instante de su fin verdadero —que para un alma
antigua hubiera sido lo único sagrado—, se disuelve, por decirlo
asi, en una infinita movilidad del tiempo. Recuérdese lo que
los helenos llamaban «museión», y piénsese en el profundo sentido
que manifiesta ese cambio de significación que ha sufrido la
palabra.
El sentimiento primario de la
preocupación, o precaución del porvenir, predomina en la fisonomía
de la historia occidental, como asimismo en la egipcia y china; y da
forma al simbolismo de lo erótico, que representa la corriente
interminable de la vida en la imagen de las generaciones. La
existencia «antigua», euclidiana, punctiforme, sintió también en
esto el «ahora y el aquí» de los actos decisivos: generación y
alumbramiento. Por eso, en el centro del culto a Demeter puso los
quejidos de la parturiente y extendió por todo el mundo antiguo el
símbolo dionysíaco del falo, signo de una sexualidad consagrada por
completo al momento presente y tan olvidadiza del pasado como
del futuro. Correspóndele, en el mundo indio, el signo del
lingam y el culto de la diosa Parwati. El hombre se siente
entregado sin voluntad y sin preocupación al sentido del
devenir como un trozo de naturaleza, como una planta. El culto
doméstico de los romanos se tributaba al genius, es decir, a la
potencia generatriz del padre de familia.
En cambio, la preocupación
profunda y meditativa del alma occidental ha opuesto a
aquellos signos el signo del amor maternal, que apenas si aparece en
el horizonte de la mitología antigua; v. gr., en las quejas de
Perséfone o en la estatua sentada de la Demeter, de Cnido (de época
helenística). La madre amamantando al hijo—el futuro—; el culto
de María, tomado en este sentido nuevo, fáustico, no floreció
hasta los siglos del goticismo, y halla su expresión suprema en la
Madonna de la Capilla Sixtina, por Rafael. Este símbolo no tiene una
significación general cristiana; pues si bien el cristianismo mágico
consideró a María como theotokos, como generatriz de Dios [40],
y la elevó a la categoría de un símbolo, ello fue con un sentido
completamente distinto. La madre amamantando al niño es un tema tan
extraño al arte cristiano primitivo y bizantino como al arte
helénico, aunque por otros motivos. La Margarita del Fausto, con el
profundo encanto de su inconsciente maternidad, está seguramente más
próxima a las madonas góticas que todas las Marías de los mosaicos
de Bizancio y de Rávena, Una prueba notable de lo profundas que son
estas relaciones se encuentra en el hecho de que a la Madonna con el
niño Jesús corresponde exactamente la Isis egipcia con el niño
Horus—las dos son madres solicitas—; y este símbolo, que
permaneció olvidado durante miles de años, durante todo el
tiempo que vivieron las culturas antigua y árabe, para las cuales
no podía significar nada, fue al fin resucitado por el alma
fáustica.
De la preocupación maternal pasamos,
naturalmente, a la del padre, y con ésta al Estado, símbolo supremo
del tiempo, el más alto símbolo que aparece en el circulo de las
grandes culturas. Para la madre, el hijo significa el futuro, la
prolongación de la propia vida; de suerte que el amor materno anula,
por decirlo asi, la dualidad y separación de ambos seres. Otro tanto
significa para los varones la comunidad armada, que asegura la casa y
el hogar, la mujer y los hijos, y, por consiguiente, todo el pueblo,
con su porvenir y su actividad. El Estado es la forma interna de una
nación; es la nación cuantío está «en forma». Y la historia,
en su sentido amplio, es ese mismo Estado cuando lo pensamos no como
movido, sino como movimiento. La mujer en cuanto madre es
historia: el hombre en cuanto guerrero y -político hace la
historia [41].
La historia de las culturas superiores
tíos ofrece tres ejemplos de formaciones políticas llenas de
cuidadosa solicitud: la administración egipcia del Imperio antiguo
desde el año 3000 antes de J. C.; el Estado chino
primitivo de los Chu, cuya organización fue explicada por el Chu-li
de manera tan perfecta, que más tarde no se atrevieron a creer los
científicos en la autenticidad del libro, y los Estados
occidentales, cuya constitución previsora demuestra una voluntad
de futuro que no podrá ser superada [42]. Frente a estos ejemplos de
solícita atención aparece por dos veces una imagen del
abandono más completo al momento y sus azares: una vez, en el
Estado «antiguo», y otra, en el Estado indio. Por diferentes que
sean en sí mismos el estoicismo y el budismo, emociones seniles de
esos dos mundos, sin embargo coinciden en una cosa: en oponerse al
sentimiento histórico de la preocupación, en despreciar la labor
asidua, la fuerza organizadora, la conciencia del deber. Por eso, ni
en las cortes de los reyes indios ni en el foro de las ciudades
antiguas hubo nadie que pensase en el mañana, ni para propio
provecho ni para provecho de la comunidad. El carpe diem del hombre
apolíneo es igualmente aplicable al Estado antiguo.
Y lo mismo que en el aspecto político
sucede en el otro aspecto de la existencia histórica, en el
económico. Al amor indio y al amor antiguo, que comienzan y
concluyen en el goce del momento, corresponde la vida al día, de las
manos a la boca. En Egipto existió, en cambio, una organización
económica de estilo portentoso, que llena el cuadro todo de la
cultura egipcia y que se manifiesta hoy aún en escenas colmadas de
laborioso orden. En China, los mitos y la historia de los
dioses y los emperadores legendarios giran continuamente
alrededor de las tareas sagradas del campo. Por último, en
la Europa occidental comenzó la economía con los cultivos modelos
de las órdenes religiosas, y llegó a su apogeo en una ciencia
propia, la economía nacional, que desde un principio fue
hipótesis metódica, no para enseñarnos propiamente lo que ha
sucedido, sino lo que debiera suceder. Pero los antiguos, por no
hablar de los indios, administraban al día, a pesar de que tenían
ante los ojos el modelo de Egipto. El Estado entraba a saco no sólo
en los tesoros, sino en las meras posibilidades, y desperdiciaba
luego en repartos a la plebe los sobrantes que casualmente quedaran.
Basta examinar las grandes figuras políticas de la antigüedad:
Perícles y César, Alejandro y Escipión, y hasta los
revolucionarios, como Cleón y Tiberio Graco, para ver que ni uno
solo pensó nunca en lejanías económicas. Ninguna ciudad antigua
emprendió la obra de desecar un pantano o de roturar un monte, o de
introducir nuevos métodos o nuevas especies vegetales o animales.
Seria un gran error el interpretar la «reforma agraria» de los Gracos en
sentido occidental y creer que éstos se propusieron hacer de sus
partidarios propietarios rurales. Nada estaba más lejos de su
pensamiento que la idea de una educación agrícola, o incluso de
fomentar la agricultura en Italia. Se dejaba llegar el futuro sin intentar siquiera
actuar sobre él. Por eso el socialismo—no el teórico de Marx,
sino el práctico de los prusianos, el fundado por Federico
Guillermo I, el que precedió al marxista y acabará por superarlo
también—, por su profunda afinidad con el egipticismo, es la
contraposición del estoicismo económico de la antigüedad; es
egipcio, en efecto, por sus hondas preocupaciones, encaminadas a
establecer relaciones económicas perdurables, por su educación
del individuo en el cumplimiento del deber para la comunidad,
y por su santificación del trabajo, que afirma el tiempo y el
futuro.
El hombre vulgar de todas las culturas
no percibe, en la fisonomía del devenir—el suyo propio y el del
mundo viviente que le rodea—, nada más que lo que se presenta
inmediatamente en el primer término. El conjunto de sus
experiencias, tanto interiores como exteriores, llena el curso de
sus días, en la forma de una simple sucesión de hechos. Sólo el
hombre importante siente, tras el nexo vulgar de la
superficie, agitada por el movimiento de la historia, una lógica
profunda del devenir, que se manifiesta en la idea del sino y que
hace que esas formas superficiales y poco significativas de cada día
aparezcan como fortuitas.
Entre el sino y el azar dijérase, a
primera vista, que no hay mas que una diferencia de grado. Se
considera, verbigracia, como un azar el hecho de que Goethe estuviese
en Sesenheim, y como un sino, el de que marchase a Weimar. Aquello
parece constituir un episodio; esto, una época. Sin embargo, se ve
claro que la distinción depende de lo que valga interiormente el
hombre que la hace. A la plebe la vida misma de Goethe le aparecerá
como una serie de azares anecdóticos, y habrá pocos hombres que
sientan con admiración la necesidad simbólica que hay en ella, aun
en su parte más insignificante. Pero el descubrimiento del sistema
heliocéntrico por Aristarco, ¿fue quizá un azar sin importancia
para la cultura antigua? Y, en cambio, su nuevo descubrimiento por
Copérnico, ¿fue un sino para la cultura fáustica? ¿Fue un sino la
falta de espíritu organizador en Lutero, que en esto se opone a
Calvino? ¿Y para quién lo fue? ¿Para los protestantes, para los
alemanes, para toda la humanidad occidental? ¿Fueron Tiberio Graco y
Sila unos azares y, en cambio, César un sino?.
En este punto, ya no es posible
entenderse por conceptos.
¿Qué es sino y qué azar? A esta
pregunta sólo pueden contestar las experiencias íntimas decisivas
del alma individual y del alma de las culturas. Enmudecen aquí toda
experiencia erudita, todo conocimiento científico, toda definición;
y si alguien intenta concebir el sino y el azar por medios
gnoseológicos es porque nunca los ha sentido. La reflexión critica
no puede nunca proporcionarnos ni la sombra de un sino; sentir esta
verdad con intima certidumbre es una condición indispensable para
que el mundo del devenir se manifieste a nuestros ojos. Conocer,
distinguir por medio de juicios, es lo mismo que establecer
relaciones causales entre las cosas conocidas y separadas, las
propiedades y las posiciones.
El que investigue la historia
formulando juicios lógicos no encontrará mas que datos. Pero lo que
yace en las profundidades de la historia, ya sea la providencia o la
fatalidad, sólo puede ser vivido; vivido en el acontecer presente
como en la imagen de lo que aconteció; vivido con ese género de
certidumbre inefable y emocionante que la verdadera tragedia
despierta en el espectador ingenuo. El sino y el azar forman siempre
una oposición, en cuyos términos intenta el alma encubrir lo
que sólo puede ser un sentimiento, una experiencia íntima,
una intuición, lo que sólo las más íntimas creaciones de la
religión y del arte revelan con claridad a los elegidos para tal
sabiduría.
Para evocar ese sentimiento primario de
la existencia viva, ese sentimiento que da sentido y consistencia a
la imagen cósmica de la historia—el nombre es ruido y humo—, no
conozco nada mejor que una estrofa de Goethe, la misma que va
inscrita como lema en la portada de este libro, expresando su
tendencia fundamental:
Cuando, en lo infinito, lo idéntico
A compás eternamente fluye, La bóveda
de mil claves
Encaja con fuerza unas en otras.
Brota a torrentes de todas las cosas la
alegría de vivir, De la estrella más pequeña, como de la más
grande, Y todo afán, toda porfía
Es paz eterna en el seno de Dios,
Nuestro Señor.
En la superficie del acontecer
universal domina lo imprevisto. Lo imprevisto acompaña y caracteriza
todo suceso particular, toda decisión singular, toda personalidad.
Nadie, al ver presentarse a Mahoma, pudo predecir la ruina del Islam.
Nadie, ante la caída de Robespierre,
pudo prever a Napoleón.
No es posible predecir si va o no a
surgir un gran hombre, ni qué va a emprender, ni si sus empresas van
a tener o no un éxito afortunado. Nadie sabe si una evolución, que
se inicia poderosa, va a realizar, efectivamente, su curva
perfecta, como le ocurre a la nobleza romana, o si va a perecer
víctima de la fatalidad, como los Hohenstaufen y toda la cultura
maya. Y lo mismo sucede, a pesar de toda la ciencia natural,
al sino de una especie particular de plantas o de animales en la
historia de la tierra; más aún: lo mismo le sucede al sino de la
tierra y de los sistemas solares y de las vías lácteas. El
insignificante Augusto ha hecho época; en cambio, el gran Tiberio
pasó sin dejar rastro. Y no de otro modo se nos presenta el destino
de los artistas, de las obras y de las formas artísticas, de los
dogmas y de los cultos, de las teorías y de los inventos.
En la vorágine del devenir hay
elementos que sufren un sino y otros que producen un sino, a veces
para siempre; aquéllos desaparecen en el oleaje de la historia;
éstos, en cambio, crean la historia. Pero no hay causa ni motivo que
pueda explicarnos esos trances, que acontecen, sin embargo, con la
más íntima necesidad. Puede aplicarse al sino lo que SanAgustín, en un momento profundo,
dijo del tiempo: Si nemo ex me quoerat, scio: si quoerenti
explicare velim, nescio.
Así, la idea de la gracia, que se
deriva del sacrificio de Jesús y que da al que la recibe el poder de
querer libremente [43] representa en el cristianismo occidental la
suprema concepción ética del azar y del sino. ¡Predestinación
(pecado original) y gracia! En esta polaridad, que sólo puede ser
forma del sentimiento, de la vida fugaz, y nunca contenido de la
experiencia científica, queda encerrada la existencia de todo
hombre realmente significativo de esta cultura. Esa polaridad,
por bien que se oculte tras el concepto naturalista de
«evolución», que proviene de ella en línea recta [44], es,
incluso para el protestante y aun para el ateo, el fundamento de toda
confesión, de toda autobiografía, escrita o imaginada; y por eso el
hombre antiguo, cuyo sino se presentaba en otra forma, no pudo tener
autobiografía. En esa polaridad se encierra el último sentido de
los autorretratos de Rembrandt y de toda la música occidental,
desde Bach hasta Beethoven. Llámese predestinación,
providencia o evolución interna [45], nunca podrá el pensamiento
captar ese elemento que imprime a las vidas de todos los
occidentales un sello de profunda afinidad. La «voluntad libre»
es una certidumbre interior. Pero sean cuales fueren nuestras
voliciones y nuestros actos, es lo cierto que los resultados reales y
las consecuencias de toda decisión, resultados y consecuencias
súbitos, sorprendentes, imprevisibles, están al servicio de una
necesidad más profunda y se incorporan a un orden superior que
percibe la mirada inteligente cuando recorre la imagen del remoto
pasado. Entonces lo inexplicable puede producir la impresión de un
don de la gracia, si el sino de aquella voluntad era precisamente el
de realizarse. ¿Qué es lo que quisieron Inocencio III,
Lutero, Loyola, Calvino, Jansenio, Rousseau, Marx? ¿Cuáles han
sido las consecuencias de sus voluntades en el curso de la
historia occidental? ¿Han sido gracia o fatalidad? Todo
análisis racionalista remata aquí en el absurdo. La teoría de la
predestinación, en Calvino y Pascal—que, más sinceros que Lutero
y Tomás de Aquino, se atrevieron a sacar las consecuencias causales
de la dialéctica agustiniana— representa el absurdo a que
necesariamente se llega cuando se tratan estos misterios con la
inteligencia. La lógica del sino, que rige en el devenir cósmico,
se transforma en la lógica mecánica de los conceptos y de las
leyes. La intuición inmediata de la vida se convierte en un sistema
mecánico de objetos. Las terribles luchas interiores de Pascal
denotan un hombre que a una vida interior muy profunda unía un
espíritu dotado de altas disposiciones matemáticas, y que quiso
someter los últimos y más graves problemas del alma simultáneamente
a las grandes intuiciones de una ardiente fe y a la precisión
abstracta de un gran talento matemático. Esto dio a la idea del sino
o, dicho en términos religiosos, de la providencia divina, la forma
esquemática del principio de causalidad; esto es, la forma
kantiana de la actividad intelectual. Tal es, en efecto, el
sentido de la predestinación, en la cual la gracia, libre de todo
nexo causal, la gracia viva, que sólo como certidumbre interior
puede sentirse, aparece cual fuerza natural unida a leyes
inquebrantables y convierte la imagen religiosa del universo en
un árido y rígido mecanismo. ¿No fue un sino también—para ello
y para el mundo—el que los puritanos ingleses, llenos de esta
convicción, en vez de caer en una adoración quietista,
alimentasen la estimulante certidumbre de que su voluntad era
la voluntad de Dios?
Si tomamos ahora al intento de aclarar
un poco más qué sea el azar, ya no correremos el peligro de ver en
él una excepción o quiebra del mecanismo natural. La «naturaleza»
no es la imagen cósmica en la cual el sino es algo esencial. Cuando
la mirada, volviéndose hacia dentro, se desvía de las cosas
sensibles, de los productos, y transformándose casi en una visión
de iluminado, atraviesa el contorno cósmico y contempla, no los
objetos, sino los protofenómenos mismos, entonces surge el gran
panorama histórico, el aspecto extranatural y sobrenatural. Tal es
la mirada de Dante y de Wolfram; tal es la mirada de Goethe en su
vejez, cuya expresión se halla, sobre todo, en el final del segundo
Fausto. Si nos detenemos a contemplar este mundo del sino y del azar,
acaso nos parezca un azar el que, en nuestro minúsculo planeta,
perdido entre innumerables sistemas solares, se haya representado una
vez
ese episodio de la «historia
universal»; un azar, el que los hombres—extraños organismos
animales, sobre la corteza de ese planeta—ofrezcan el espectáculo
del «conocimiento», precisamente en esta forma, expuesta de tan
distintos modos por Kant, Aristóteles y otros; un azar, el que, como
el otro polo de ese conocimiento, aparezcan precisamente estas leyes
naturales—«eternas y universales»—y evoquen la imagen de una
«naturaleza» que, según cada hombre cree, es la misma para todos.
La física—muy justamente—excluye el azar de su cuadro; pero un
azar es, a su vez, el que la física misma haya surgido cierto día,
en el período aluvial de la corteza terrestre, como una especie
particular de concepción mental.
El mundo del azar es el mundo de las
realidades singulares, hacia las cuales, tomadas como un futuro,
vamos viviendo anhelantes o medrosos. Ellas son también el presente
vivo, que ora nos deprime, ora nos excita. Ellas forman, en fin, el
pasado que nosotros contemplativamente podemos revivir con fruición
o con dolor. El mundo de las causas y de los efectos, en cambio, es
el mundo de las permanentes posibilidades, mundo de verdades
intemporales que conocemos por distinciones y análisis.
Sólo este último mundo es accesible a
la ciencia. Sólo este último es idéntico a la ciencia. Quien, como
Kant y la mayoría de los sistemáticos del pensamiento, no tenga
ojos para el primero—el mundo como divina comedia, como espectáculo
para un Dios—, sólo hallará en él una absurda maraña de azares,
esta vez en el más trivial sentido de la palabra [46].
Y en cuanto a la investigación
profesional, no artística, de la historia, con sus colecciones y
ordenamientos de simples datos, no es casi nada más que una sanción,
todo lo ingeniosa que se quiera, que confirma la banalidad del azar.
La mirada capaz de penetrar hasta la realidad metafísica es la que
revive en los datos el simbolismo de lo acontecido y, de esa suerte,
eleva el azar a la dignidad de sino. El hombre que por sí mismo sea
un sino—como Napoleón—, no necesita tener esa mirada, pues entre
él, como hecho, y los demás hechos, existe una armonía metafísica
que da a sus resoluciones una seguridad de ensueño [47].
Esa mirada constituye precisamente la
fuerza típica de Shakespeare, en quien nadie ha buscado, ni
vislumbrado siquiera, al verdadero trágico del azar. Y, sin embargo,
aquí está precisamente el sentido último de la tragedia
occidental, que es al mismo tiempo la copia de la idea occidental de
la historia y, por lo tanto, la clave de lo que significa para
nosotros la palabra «tiempo», que Kant no supo entender. Es un azar
el que la situación política en Hamlet, el asesinato del rey y el
problema de la sucesión a la corona, concurran justamente en un
joven de este carácter. Es un azar el que Yago, un pícaro vulgar,
como los que se ven en cualquier parte, elija por victima justamente
a Otelo, cuya persona posee una fisonomía que no tiene nada de
vulgar. ¿Y Lear? ¿Hay nada más fortuito—y, por lo tanto, «más
natural»—que la reunión de esa majestad imperativa
con esas pasiones fatales, transmitidas a las hijas?
Shakespeare recoge la anécdota tal como la encuentra, y
justamente por eso la llena con el peso de la más intima
necesidad—nunca más sublime que en sus dramas romanos—. Pero
esto no ha podido comprenderlo nadie todavía, porque la voluntad de
inteligencia se ha ido agotando en intentos desesperados por
introducir en Shakespeare una causalidad mora), una
«motivación», una relación de «penitencia» a «pecado». Mas estas interpretaciones
no son ni verdaderas ni falsas—verdad y falsedad son nociones que
pertenecen al mundo como naturaleza y significan una crítica del
mecanismo causal—, sino mezquinas, míseras, comparadas con la
manera profunda como el poeta revive la anécdota efectiva. Sólo el
que sienta esto podrá admirar la grandiosa ingenuidad del principio
del rey Lear o de Mácbeth. Hebbel, en cambio, es todo lo contrario:
anula la profundidad del azar, substituyéndola por un sistema de
causas y efectos. Lo forzado, lo conceptual de sus bosquejos, que
todo el mundo siente, sin poderlo explicar, proviene de que el
esquema causal de sus conflictos espirituales contradice el
sentimiento cósmico de la historia y su muy diferente lógica. Esos
hombres no viven; vienen con su presencia a demostrarnos algo.
Se siente en Hebbel la actuación de un
gran intelecto, no de una vida profunda. En lugar del azar, ha puesto
un problema.
Precisamente esta especie occidental
del azar es la que falta por completo en el sentimiento cósmico de
los antiguos y, por lo tanto, en el drama antiguo. Antígona no posee
ninguna cualidad accidental que tenga importancia para su destino.
Lo que le sucede al rey Edipo—por
oposición al sino de Lear le hubiera podido suceder a cualquiera.
Este es el sino antiguo, el fatum «universal humano», que
vale para un«cuerpo» cualquiera y no depende en
modo alguno de la personalidad accidental.
La historiografía corriente, cuando no
va a perderse en las colecciones de datos, se atiene siempre al
mezquino azar. Así lo quiere el sino de sus creadores, que, más o
menos, son, por el espíritu, hombres de la multitud. Ante sus ojos
pasan Juntas la naturaleza y la historia en una unidad popular. Y el
azar, «sa sacrée Majesté le Hasard», es justamente lo más fácil
de entender para el hombre de la multitud. El azar, en efecto, es la
causa que permanece invisible detrás de la cortina; es lo que no ha
sido aún demostrado; y esto, para el hombre vulgar, ocupa el puesto
de la lógica histórica, que él no siente. La muchedumbre se halla
a gusto en el cuadro anecdótico de la historia, ese coto de caza
adonde los historiadores científicos van en busca de nexos causales
y los novelistas y dramaturgos vulgares, de asuntos. ¡Cuántas
guerras declaradas porque un cortesano celoso quiere separar a su
mujer de un general! ¡Cuántas batallas
perdidas o ganadas por ocurrencias ridículas! ¡Recuérdese cómo se
estudiaba la historia romana en el siglo XVIII, y aun hoy la historia
china!.
El abanicazo del bey de Argel, y otros
casos por el estilo, llenan la escena histórica de motivos de
opereta. La muerte de Gustavo Adolfo o de Alejandro parecen traídas
por un dramaturgo malo. Aníbal es un simple intermezzo de la
historia antigua, en cuyo curso sorprende verlo caer. El «paso» de
Napoleón por la historia no carece de cierto aspecto melodramático.
Quien busque la forma inmanente de la historia en alguna secuencia
causal de los sucesos particulares visibles encontrará siempre,
si es sincero, una comedia de burlescos absurdos. Me atrevo
a creer que la escena—tan poco notada—en que salen
bailando los triunviros borrachos en el Antonio y Cleopatra, de
Shakespeare—para mí una de las más fuertes en esta obra de
infinita profundidad—, responde al desprecio que el primer trágico
histórico de todos los tiempos profesaba al aspecto
«pragmático» de la historia. Pues este aspecto es el que ha
dominado siempre en el «mundo».
A los ambiciosos pequeños les ha
dado ánimo y esperanza de actuar en la historia. Rousseau y
Marx se figuraban que mirando hacia él y considerando su
estructura racionalista iban a poder cambiar «el curso del mundo»
con una teoría.
La interpretación social o económica
de los desarrollos políticos, que es la más alta cumbre a que se
eleva hoy la historiografía, tiene un cariz biológico que la hace
siempre sospechosa de fundarse en nexos mecánicos, y así resulta
tan trivial y popular.
En algunos momentos importantes tuvo
Napoleón un fuerte sentimiento de la profunda lógica del devenir
cósmico.
Pudo vislumbrar entonces hasta qué
punto él mismo era un sino y hasta qué punto tenia un sino. «Me
siento empujado hacia un fin que no conozco. Tan pronto
como lo haya alcanzado, tan pronto como ya no sea yo
necesario, bastará un átomo para hacerme pedazos; pero, hasta
entonces, nada podrán contra mi todas las fuerzas humanas», decía
al comenzar la campaña de Rusia. He aquí un pensamiento que no es
pragmático. En este momento siente Napoleón que la lógica del sino
no necesita ni un hombre determinado ni una situación particular;
él mismo, como persona empírica, hubiera podido caer en
Marengo, pero lo que él significaba se hubiera realizado entonces
en otra forma. Una melodía, entre las manos de un gran músico, es
susceptible de muchas variaciones. Acaso estas variaciones le
parezcan al auditor sencillo melodías totalmente distintas,
y, sin embargo, en lo profundo—en muy diferente sentido—no habrá
cambiado la melodía. La época de la unidad nacional alemana se
realizó en la persona de Bismarck; la época de la guerra de la
Independencia se realizó en amplios y casi innominados
acontecimientos, Estos dos «temas», hablando en términos
musicales, pudieron muy bien desarrollarse de otro modo. Bismarck
pudo ser despedido antes; la batalla de Leipzig pudo perderse; el
grupo de las guerras de 1864, 1866 y 1870 pudo no tener lugar y
verificarse, en cambio, acciones diplomáticas, dinásticas,
revolucionarias o económicas—a manera de
«modulaciones»-—. Sin embargo, el
sello fisiognómico de la historia occidental, por oposición al
estilo, v. gr., de la historia india, exige, por decirlo
así, con necesidad contrapuntística, que haya, en los
pasos decisivos, fuertes acentos, guerras o grandes
personalidades. Bismarck mismo indica en sus Recuerdos que en la
primavera de 1848 hubiera podido obtenerse una unidad más amplia que
la que se obtuvo en 1870; pero falló por la política del rey de
Prusia, o más exactamente por el gusto personal del rey. Sin
embargo, este desarrollo de la frase musical hubiera sido, para el
propio sentimiento de Bismarck, incoloro y desabrido, y hubiera
exigido necesariamente una coda (dacapo e poi la coda). Pero ninguna
forma de la realidad hubiera podido alterar el sentido de la época:
el tema. Goethe pudo quizá morir joven; su idea, no. Fausto
y Tasso no hubieran sido escritos; pero hubieran «existido»,
aunque sin realidad poética y en un sentido muy misterioso.
Un azar ha sido el que la historia de
la humanidad superior se haya desenvuelto en la forma de grandes
culturas; un azar, el que una de esas culturas haya despertado a la
vida en la Europa occidental hacia el año 1000; pero desde el
momento en que nació, hubo de seguir«la ley con que había empezado».
Hay para cada época una infinita multitud de posibilidades
sorprendentes e imprevisibles de realizarse en hechos individuales;
pero la época misma es necesaria, porque la impone la unidad vital
de la cultura. El tener tal o cual forma interior, precisamente,
es cosa que pertenece a su destino mismo. Otros azares
podrán hacer que su evolución sea grandiosa o mezquina, feliz o
dolorosa, pero no pueden alterarla. Hechos irrevocables son no sólo
los casos particulares, sino también los tipos particulares: el tipo
del «sistema polar», con los planetas y sus trayectorias, en la
historia del universo; el tipo del «ser vivo», con su juventud, su
vejez, su duración, su reproducción, en la historia de nuestro
planeta; el tipo del hombre, en la historia de los seres vivos; el
tipo de la gran cultura [48], en el estadio humano de la «historia
universal». Y estas culturas tienen una afinidad esencial con las
plantas: permanecen durante toda su vida adheridas al suelo de donde
brotaron. Por último, también es típico el modo como los hombres
de una cultura conciben y viven el sino, por muy distintos colores
que presenten las diferentes imágenes individuales. Lo que sobre
esto se dice aquí no es «verdad», sino que es «necesario íntimamente» para esta
cultura y este período. Y si convence a otras personas, no es porque
la verdad sea una sola, sino porque estas personas pertenecen a la
misma época.
El alma cuotidiana de la antigüedad no
pudo vivir su vida, adherida a los primeros planos del presente, sino
en la forma de azares de estilo antiguo. Si para el alma occidental
es licito interpretar el azar como un sino de inferior potencia,
recíprocamente será lícito, para el alma antigua, interpretar el
sino como un azar sublimado. Esto es lo que significan ananké,
eimarmené, fatum. El alma antigua no vivió propiamente la historia.
Esto quiere decir que le faltó el sentido propio para una lógica
del sino. No nos dejemos engañar por las palabras. La diosa más
popular del helenismo fue Tyqué, que apenas podía distinguirse de
Ananké. Nosotros, en cambio, sentimos el sino y el azar con toda la
gravedad de una oposición. Y todo depende, para nosotros, del modo
como ambos términos se concilien en las profundidades de nuestra
existencia. Nuestra, historia es la historia de las grandes
conexiones. La historia antigua—me refiero no sólo a la imagen que
de ella nos dan sus historiadores, como Herodoto, sino a la historia
en su plena realidad—es una colección de anécdotas, esto es,
una serie de casos plásticos. El estilo de la existencia
antigua, en general, como el de cada una de sus vidas en particular,
es siempre anecdótico, en el más hondo sentido de esta palabra. El
aspecto corpóreo y tangible de los sucesos se condensa en azares anti históricos, demoníacos,
absurdos, que ocultan y niegan la lógica del acontecer. Todas las
fábulas de las grandes tragedias antiguas consisten en azares, que
constituyen una mofa de todo sentido del mundo. No de otro modo puede
definirse el significado de la palabra eÞmarm¤nh en oposición a la
lógica shakespeariana del azar. Repitámoslo: lo que cae sobre Edipo
desde fuera de él mismo y sin ninguna necesidad interna hubiera
podido acontecerle a cualquier otro hombre, sin excepción. Esta es
la forma del mito antiguo. Comparemos esto con la profunda e intima
necesidad que hay en el sino de Otelo, de Don Quijote, de Werther;
necesidad condicionada por una existencia entera y por la relación
de esta existencia con la época a que pertenece. Aquí se opone,
como ya se ha dicho, la tragedia de situación a la tragedia de
carácter. Mas en la historia misma se repite esta oposición. Todas
las épocas de la historia occidental tienen carácter; las de la
antigüedad presentan situaciones. La vida de Goethe manifiesta la
lógica del sino; la de César es una serie de azares míticos.
Shakespeare es el que retrospectivamente ha introducido en ella la
lógica. Napoleón es un carácter trágico; Alcibíades cae
en situaciones trágicas. La astrología, en la forma en que,
desde el gótico hasta el barroco, impera sobre el sentimiento
cósmico, incluso de sus propios adversarios, quería dominar todo el
curso futuro de la vida.
El horóscopo fáustico, cuyo ejemplo
más conocido es quizá el de Wallenstein, establecido por Képler,
presupone que toda la vida futura de un hombre ha de seguir una
dirección unitaria y congruente. El oráculo antiguo, en
cambio, que se refiere siempre a casos aislados, es propiamente
el símbolo del azar absurdo, del instante; subraya, en el curso del
mundo, lo punctiforme, lo inconexo, y por eso los oráculos encajaban
perfectamente en el género de historia que escribían y vivían los
atenienses. ¿Ha habido nunca un griego que tenga conciencia de una
evolución histórica hacia un fin? En cambio, nosotros no hemos
podido nunca, sin esa conciencia, ni meditar sobre
historia ni hacer la historia. Comparemos el sino de Atenas y el
de Francia en las épocas correspondientes de ambas culturas, esto
es, desde Temístocles y Luis XIV; encontraremos que el
estilo del sentimiento histórico y el estilo de la realidad son
siempre uno mismo: aquí una lógica extremada, allá una extremada
falta de lógica.
Ahora se comprenderá bien el último
sentido de este hecho importantísimo. La historia es la realización
de un alma.
Uno y el mismo estilo predomina
en la historia que se hace y en la historia que se
contempla. La matemática antigua excluye el símbolo del espacio
infinito; por lo tanto, la historia antigua lo excluye igualmente. No
en vano el escenario de la existencia antigua es el más pequeño de
todos: la Polis, la ciudad aislada. A la vida antigua le falta
horizonte y perspectiva—a pesar del episodio de las campañas de
Alejandro—, exactamente lo mismo que al escenario del teatro ático,
cerrado por un muro en el fondo. Comparemos con esto las
consecuencias lejanas que produce entre nosotros la diplomacia o el
capital. Los griegos y los romanos, en su cosmos, no conocieron ni
reconocieron por reales mas que los primeros términos de la
naturaleza; rechazaron íntimamente la astronomía caldea; sólo
tuvieron dioses domésticos, urbanos y rurales [49], nunca dioses
siderales, y no -pintaron mas que primeros planos. Jamás se produjo
en Atenas, Corinto o Sicione un paisaje con horizonte de montañas,
nubes galopantes y lejanas ciudades. En las pinturas de los vasos
encontramos solamente figuras aisladas, euclidianas, que se
bastan artísticamente a si mismas. Los grupos, en los
frontones de los templos, son siempre de estructura aditiva,
nunca contrapuntística. Los griegos vivían
también emociones de primer plano. El sino era, para ellos, lo que
de pronto empuja al hombre, no el «curso de su vida». Asi creo
Atenas, junto a la pintura al fresco de Polignoto y la geometría de
la Academia platónica, la tragedia del sino, en el sentido de la
«Novia de Messina». El absurdo perfecto de la fatalidad ciega,
encarnada, v. gr., en la maldición de los Atridas, representaba,
para el alma ahistórica de los antiguos, íntegramente el sentido de
su mundo.
Para aclarar lo dicho sirvan algunos
ejemplos audaces, pero que ya no podrán ser mal interpretados.
Imaginemos a Colón apoyado por Francia, en lugar de serlo por
España. Durante algún tiempo fue esto incluso lo más verosímil.
Francisco I, dueño de América, hubiera obtenido, sin duda, la
corona imperial, en lugar del español Carlos V. La época primera
del barroco, desde el saqueo de Roma hasta la paz de Westfalia, que
es en religión, espíritu, arte, política, costumbres, el siglo
español— que sirvió en todo de base y premisa al siglo de Luis
XIV—, no hubiera recibido su forma en Madrid, sino en París. En
lugar de los nombres de Felipe, Alba, Cervantes, Calderón,
Velázquez, citaríamos actualmente a ciertos grandes franceses
que, hoy por hoy, han quedado nonatos—que asi puede
expresarse esta concepción difícil—.
El estilo eclesiástico, fijado ya
entonces definitivamente por el español Ignacio de Loyola y por el
Concilio tridentino, imbuido de espíritu loyolista; el estilo
político, definido por la estrategia española, por la diplomacia de
los cardenales Españoles, por el espíritu cortesano del Escorial
hasta el Congreso de Viena y, en sus rasgos esenciales, hasta más
allá de Bismarck; la arquitectura barroca, la gran pintura, la
etiqueta, la sociedad distinguida de las grandes urbes, todo eso lo
hubieran representado otros ingenios en la nobleza y en el clero,
otras guerras que las de Felipe II, otro arquitecto que Vignola, otra
corte. El azar eligió el gesto hispánico para la segunda edad de la
cultura occidental. Pero la lógica interna de la época, que debía
encontrar su conclusión en la gran Revolución francesa—o en otro
suceso de análogo porte—, permaneció intacta.
La Revolución francesa pudo ser
representada por un suceso de otra forma, en otro sitio: en
Inglaterra o Alemania, por ejemplo. Su idea, como luego veremos, el
tránsito de la cultura a la civilización, la victoria de la urbe
mundial inorgánica sobre el campo orgánico, que se convierte en
«provincia», en el sentido espiritual de esta palabra, era una idea
necesaria, y lo era en ese preciso momento. Para indicar esto,
debemos emplear la voz época en su sentido antiguo, hoy ya algo
borroso (por la confusión entre época y período). Un suceso hace
época cuando señala, en el organismo de una cultura, un paso
necesario que pertenece a su sino. El acontecimiento fortuito,
cristalización de la superficie histórica, pudo ser substituido
por otros azares correspondientes; la época, empero, es
necesaria y está prefijada. Puede un suceso tener la significación
de época o solamente de episodio, con respecto a una cultura y al curso de la
misma; esto se halla, como hemos visto, en relación estrecha con las
ideas de sino y de azar, y también, por lo tanto, con la diferencia
entre la tragedia occidental, que es de «época », y la tragedia
antigua, que es de «episodios».
Pueden distinguirse también las
épocas en anónimas y personales, según su tipo fisiognómico
en el cuadro de la historia. Entre los azares de primer orden se
cuentan las grandes personalidades con la fuerza plástica de su sino
personal, que incorpora a su forma el sino de miles de hombres, de
pueblos y períodos enteros. Pero lo que distingue a los afortunados
sin grandeza interior—como Dantón y Robespierre—de los héroes
históricos es que en aquéllos el sino personal no presenta otros
trazos que los del sino general. «Los Jacobinos», a pesar de su
nombre sonoro, constituyen en conjunto, y no algunos de ellos, el
tipo que ha predominado en aquel tiempo.
La primera parte de la Revolución es,
pues, época anónima; la segunda, la napoleónica, es sobremanera
personal. La inaudita vehemencia de estas manifestaciones llevó a
término, en pocos años, la misma empresa que la época
correspondiente de la antigüedad—386 a 322— hubo de realizar
confusa e inseguramente en varios decenios de subterránea
reconstrucción.
La esencia de todas las culturas exige
que, al presentarse un nuevo estadio, exista igual posibilidad de
realizar lo necesario, bien por medio de un gran
personaje—Alejandro, Diocleciano, Mahoma, Lutero, Napoleón—,
bien por medio de un hecho casi anónimo, de forma interior
significativa—guerra del Peloponeso, guerra de los Treinta Años,
guerra de la Sucesión de España—, bien por una evolución
confusa e imperfecta—época de los diadocos, época de los
Hycsos, interregno alemán—. ¿Cuál de estas formas tiene a su
favor la verosimilitud? Esta es ya una cuestión de estilo histórico,
es decir, trágico.
Lo trágico en la vida de Napoleón—que
aun está esperando a un poeta bastante grande para concebirlo y
darle forma—consiste en que, habiéndose pasado la vida luchando
contra la política inglesa, máximo representante del espíritu
inglés, esa continua lucha acabó por imponer en el continente ese
mismo espíritu inglés, que, tomando la forma de los «pueblos
libertados», llegó a ser lo bastante poderoso para vencerle a él y
hacerle morir en Santa Elena. No fue Napoleón el fundador del
principio de la expansión. Este principio tiene su origen en el
puritanismo del círculo de Cromwell, que dio vida al sistema
colonial inglés [50]; y esa fue la tendencia del ejército
revolucionario, desde la jornada de Valmy, que sólo Goethe
comprendió, como lo demuestran sus famosas palabras en la noche de
la batalla. Los soldados franceses iban empujados por las ideas de la
filosofía inglesa, que conocían a través de los hombres educados
en ella, como Rousseau y Mirabeau. No fue Napoleón el que creó esas
ideas; fueron esas ideas las que crearon a Napoleón. Y cuando éste
ocupó el trono, hubo de seguir realizándolas, en contra de la única
potencia, Inglaterra, que quería lo mismo. El imperio napoleónico
es una creación de sangre francesa, pero de estilo inglés.
Locke, Shaftesbury, Clarke, y sobre
todo Bentham, elaboraron en Londres la teoría de la civilización
«europea», el helenismo de occidente. Bayle, Voltaire, Rousseau la
trasladaron a París. En nombre de esa Inglaterra del
parlamentarismo, de la moral comercial y del periodismo, se luchó
en Valmy, Marengo, Jena, Smolensk y Leipzig, y el espíritu inglés
fue el que venció en todas esas batallas—a la cultura francesa de
occidente [51]. El primer Cónsul no tenia el propósito de
incorporar Europa a Francia; quería, ante todo—¡el pensamiento de Alejandro en el
umbral de toda civilización!—, constituir un imperio
colonial francés, en lugar del inglés, afianzando asi en bases
inconmovibles la hegemonía politicomilitar de Francia sobre el
territorio cultural de Occidente. Este hubiera sido el imperio de
Carlos V, en donde no se ponía el sol, y hubiera estado, a pesar de
Colón y de Felipe II, concentrado en París y organizado no como
unidad eclesiásticocaballeresca, sino como conjunto
económicomilitar. Hasta ese punto quizá habla un sino en su misión;
pero desde la paz de París, en 1763, estaba ya decidida la cuestión
en contra de Francia. Los poderosos planes de Napoleón fracasaron
siempre por azares nimios: primero, delante de San Juan de Acre, por
un par de cañones que los ingleses desembarcaron a tiempo; otra vez,
después de la paz de Amiens, teniendo ya en su poder todo el valle
del Misisipí, hasta los grandes lagos, y estando en relación
con Tippo Sahib, que defendía entonces la India oriental contra
los ingleses, porque su almirante mandó un movimiento equivocado,
que le obligó a interrumpir una empresa cuidadosamente preparada;
por último, había proyectado un nuevo desembarco en Oriente,
apoderándose del Mar Adriático, ocupando la Dalmacia, Corfú y toda
Italia, y negociando con el shah de Persia sobre un ataque a la
India, cuando se interpuso el capricho del emperador Alejandro; y en
efecto, si éste, llegado el momento, hubiese emprendido la marcha
sobre la India, el plan napoleónico hubiera tenido un éxito seguro.
Mas cuando, después de fracasadas todas sus combinaciones
extraeuropeas, decidió como última ratio en su lucha contra
Inglaterra anexionarse Alemania y España, estos países, imbuidos
de sus ideas revolucionarias inglesas, se alzaron contra él, contra
el propio medianero de esas ideas. Este paso hizo ya superfina su
actuación [52].
El sistema colonial universal, que
el espíritu español bosquejara antaño, pudo recibir entonces
el sello de Inglaterra o el de Francia; los Estados Unidos de Europa,
que fueron entonces lo que «corresponde» a los reinos de los
diadocos y que serán más tarde lo que corresponda al Imperio
romano, pudieron haber sido organizados por Napoleón como monarquía
romántica militar, de base democrática, o podrán realizarse en el
siglo XXI por el esfuerzo de un hombre práctico, de estilo cesáreo,
como organismo económico; todo esto pertenece a los azares del
cuadro histórico. Las victorias y derrotas de Napoleón, detrás de
las cuales se oculta siempre una victoria inglesa, una victoria de la
civilización sobre la cultura; su Imperio, su caida, la grande
nation, la episódica liberación de Italia, que, en 1796 como en 1859, no fue mas que el
cambio de ropa política de un pueblo, que desde hacia tiempo había
perdido ya toda significación; la destrucción del Imperio alemán,
ruina gótica, todas estas formaciones son superficiales. Tras ellas
se desenvuelve la gran lógica de la historia verdadera, de la
historia invisible; y en el sentido de esta lógica realizó
entonces el Occidente el tránsito de la cultura, que culmina en el
ancien régime, en forma francesa, a la civilización, que lleva
el sello británico. Como símbolos de épocas «correspondientes» emparéjanse la
toma de la Bastilla, Valmy, Austerlitz, Waterloo, el
engrandecimiento de Prusia, con los hechos de la historia
antigua que se denominan batallas de Queronea y Cárgamela,
expedición a la India y la victoria romana de Sentinum. Se comprende
bien que en las guerras y en las catástrofes políticas, que son la
materia fundamental de nuestra historiografía, no es la victoria lo
esencial de una lucha ni es la paz el término de una revolución.
El que se haya asimilado estas ideas
comprenderá las consecuencias fatales que había de tener el
principio de causalidad para los que quisieran vivir la
verdadera historia. El principio de causalidad, en su forma rígida,
no aparece hasta los estadios posteriores de la cultura, y actúa
entonces con predominio tiránico sobre la imagen cósmica. Kant tuvo
la precaución de definir la causalidad como la forma necesaria del
conocimiento, y nunca se insistirá bastante en que por tal debe
entenderse sólo la concepción intelectualista del mundo
circundante. Las palabras «forma necesaria» fueron oídas con
gusto; pero nadie se fijó en que el principio se limitaba a una sola
esfera del conocimiento, de la que están excluidas justamente la
contemplación y la sensación de la historia viva. El conocimiento
de los hombres y el conocimiento de la naturaleza son, por esencia,
irreductibles uno a otro. Pero el siglo XIX ha intentado borrar los
límites entre la naturaleza y la historia en favor de la primera.
Queriendo pensar históricamente, ha olvidado que en la historia no
es lícito pensar como en la naturaleza. Al aplicar con violencia a
lo viviente el esquema rígido de una relación espacial y enemiga
del tiempo, la relación de causa a efecto, ha impreso en el aspecto
visible del acontecer las líneas constructivas de la imagen física,
y nadie—en medio de una espiritualidad decadente, urbana, habituada
a la coacción de la causalidad—sintió el profundo absurdo de una
ciencia que, por error metódico, quería concebir un producirse
orgánico como un producto mecánico. Pero el día no es la causa de
la noche, ni la juventud la de la vejez, ni la flor la del fruto.
Todo lo que concebimos con el intelecto tiene una causa; todo lo que
vivimos como organismo con intima certidumbre tiene un pasado. La
causa caracteriza el «caso», que es posible siempre y en cualquier
parte, y cuya forma interna permanece idéntica a sí misma, sin que
nada importe que ocurra, en efecto, en cierto momento y con tal o
cual frecuencia; el pasado, en cambio, caracteriza el acontecimiento,
que fue una vez y no vuelve a ser nunca más. Y según hayamos
concebido una cosa, en el mundo circundante, por modo crítico y
consciente, o por modo fisiognómico e involuntario, así nuestra
conclusión partirá, o de la experiencia técnica, o de la
experiencia vital, y llegará o a una causa intemporal en el espacio,
o a una dirección que, partiendo del ayer, nos conduce al hoy y al
mañana.
Pero el espíritu de nuestras grandes
urbes rechaza tales conclusiones. Rodeado de una técnica y de una
maquinaria, que él mismo ha creado, arrancando a la naturaleza su
más peligroso secreto: la ley quiere también, con esa técnica,
conquistar la historia teórica y prácticamente. Finalidad, he aquí
el término de que se ha valido para transformar la historia a su
semejanza. En la concepción materialista de la historia
predominan las leyes mecánicas; de donde se dedujo que nos es
lícito dar a ciertos ideales utilitarios, como la ilustración, la
humanidad, la paz universal, el valor de fines de la historia, que
deberá alcanzar la «marcha del progreso». Pero en estos ensayos
seniles se extingue por completo el sentimiento del sino, y con él
la audacia juvenil, que, henchida de futuro y olvidada de sí misma,
se entrega íntegramente a una obscura decisión.
Pues sólo la Juventud tiene futuro, es
futuro. El misterioso sonido de esta palabra equivale a dirección
del tiempo y a sino. El sino es siempre joven. El que pone en su
lugar una serie de efectos y causas, ése considera lo no realizado
aún como algo ya viejo y pasado. Fáltale la dirección. Pero el que rebosante de
afanes lanza su vida adelante, ése no necesita pensar en fines ni
utilidades. Se comprende a sí mismo como el sentido de todo cuando
ha de suceder. Esta es la fe que tuvieron en su estrella César y
Napoleón, la fe que nunca abandona a los grandes héroes de la
acción; ésta es la confianza que yace profunda, a pesar
de la melancolía Juvenil, en toda niñez, en toda generación
joven, en todo pueblo y cultura joven, y, si repasamos la historia,
en todos los activos y contemplativos que con los cabellos blancos
fueron siempre jóvenes, más jóvenes que los que se inclinan
prematuramente a la finalidad intemporal. En los primeros días
de la niñez se descubre la significación puramente sensitiva
del mundo circundante, que entonces es momentáneo; para el niño,
sólo las personas y cosas de su contorno inmediato son esenciales.
Pero ese sentido del mundo va amplificándose en una experiencia
silenciosa e inconsciente, hasta llegar a la imagen comprensiva, que
es la expresión general de toda la cultura, en ese estadio de su
desarrollo, y cuyos intérpretes sólo pueden ser el gran conocedor
de hombres y el gran historiador.
Ahora podemos establecer la
diferencia que existe entre la impresión inmediata del
presente y la imagen del pasado, que sólo en el espíritu se
representa; es decir, entre el mundo como acontecimiento y el mundo
como historia. A aquél se dirige la mirada certera del hombre
activo, del político, del general; a éste la del historiador
contemplativo, la del poeta.
Sobre aquél se actúa prácticamente,
padeciendo o haciendo; éste queda sometido a la cronología, símbolo
magno del irrevocable pasado [53]. Miramos hacia atrás y vivimos
hacia adelante, hacia lo imprevisto; pero en la imagen del
acontecer singular y único insinúanse desde la niñez, por obra
de la experiencia técnica, los rasgos de lo previsible, la imagen de
una naturaleza regular, legal, que no depende del tacto fisiognómico,
sino del cálculo intelectualista. Vemos una res, y nos aparece
primero como un ser vivo y en seguida como un alimento; vemos caer
un rayo, y primero lo sentimos como un peligro, pero en seguida lo
consideramos como una descarga eléctrica. Esta imagen del mundo,
secundaria, posterior y, por decirlo así, petrificada, va poco a
poco substituyendo a la primera. La imagen del pasado se mecaniza,
se materializa, y nos permite extraer de su seno una serie de reglas
causales, que se aplican al presente y al futuro. Y así nace la
creencia de que existen leyes históricas y de que podemos
adquirir una experiencia intelectual de ellas.
Pero la ciencia es siempre ciencia de
la naturaleza. No hay saber mecánico, no hay experiencia técnica,
sino de los producido, de lo extenso, de lo conocido. Vivimos
la historia y conocemos la naturaleza; es decir, el mundo sensible
concebido como elemento, contemplado en el espacio, envuelto en la
ley de causa y efecto. ¿Existe, pues, en fin de cuentas, una ciencia
de la historia? Recordemos que la imagen que cada persona se forma
del mundo está más o menos próxima a una de las dos imágenes
ideales, y tiene siempre algo de ambas; que no hay «naturaleza» sin
armonías vivientes; que no hay «historia» sin armonías causales.
En la naturaleza, dos acciones homogéneas producen, sin
duda, el mismo resultado legal; pero cada una en particular es un
suceso histórico, que tiene una fecha y que jamás volverá a
producirse. En la historia, los datos del pasado—cronologías,
estadísticas, hombres, figuras [54]—forman un tejido consistente y
rígido. Los hechos «son como son», aun cuando nosotros no los
conozcamos. Todo lo demás es imagen, theoria, allí como aquí.
Pero la historia consiste en el hecho
mismo de «estar en la imagen», y el material de los hechos se halla
a su servicio. En la naturaleza, en cambio, la teoría sirve para la
adquisición del material, que es propiamente el fin que se consigue.
No hay, pues, una ciencia de la
historia, sino una ciencia preparatoria para la historia, una ciencia
que proporciona a la historia el conocimiento de lo que ha existido.
Pero para la visión histórica misma, los datos son siempre
símbolos. En cambio, la física es solamente ciencia. Su origen y su
fin son técnicos, y por eso no quiere otra cosa que hallar datos,
leyes mecánicas; y si dirige la mirada hacia algún otro
objeto, al punto se toma en metafísica, en algo que está más
allá de la física, más allá de la naturaleza. Por eso los datos
históricos y los datos físicos son totalmente diferentes.
Estos se repiten de continuo; aquéllos, nunca. Estos son
verdades; aquéllos, hechos. Asi, pues, por muy próximos
parientes que en la vida diaria nos parezcan los «azares» y las
«causas», sin embargo, pertenecen a dos mundos totalmente
distintos. Seguramente la imagen histórica de un hombre—y con ella
el hombre mismo—será tanto más mezquina cuanto mayor predominio
alcance en ella el azar palpable; y una historiografía será, pues,
tanto más vacua cuanto mayor sea el número de relaciones efectivas
que necesite establecer para explicar su objeto. El que vive la
historia con profundidad, rara vez tiene impresiones
estrictamente «causales», y si las tiene, ha de
sentirlas seguramente como insignificantes. Examinad los escritos de
Goethe sobre Ciencias naturales, y admiraréis la
representación de una naturaleza viva, sin fórmulas, sin leyes,
casi sin rastro de causalidad. El tiempo no es para Goethe distancia,
sino sentimiento. Al mero científico, que analiza y ordena con
crítica, pero sin intuición ni sensación, no le es dado vivir lo
último y más profundo. La historia, empero, exige ese don. Y asi
resulta verdad la paradoja de que un historiador será tanto más
significativo e importante cuanto menos tenga de propiamente
científico.
¿Es lícito acotar un grupo de
fenómenos elementales, de carácter social, fisiológico o ético, y
considerarlo como la causa de otro grupo? La historiografía
racionalista, y más aún la sociología actual, no hacen, en
realidad, otra cosa, y eso es lo que llaman comprender la historia,
profundizar en el conocimiento histórico. Pero para el
hombre civilizado, profundizar significa siempre hallar el fin
racional. Sin fines racionales, el mundo para él carecería de
sentido. Desde luego, resulta bastante cómica esa libertad de elegir
las causas fundamentales, que no es una libertad física. Un
investigador toma como -prima causa este grupo; otro,
aquél—inagotable fuente de polémicas—, y todos llenan
sus libros de supuestas explicaciones, que interpretan el curso de
la historia como si fuera un sistema de nexos físicos. Schiller, en
una de sus inmortales trivialidades, ha encontrado la expresión
clásica, que caracteriza este método: aquel famoso verso en que
dice que «el hambre y el amor» hacen moverse al mundo. El siglo
XIX, pasando del racionalismo al materialismo, ha dado a esta opinión
el valor de una regla canónica y ha consagrado asi el culto de lo
útil, Darwin, en nombre del siglo, ha sacrificado la teoría de
Goethe en aras de la utilidad. La lógica orgánica de los hechos
vitales ha sido substituida por un mecanismo disfrazado de
fisiología. La herencia, la
adaptación, la selección, son causas finales de contenido
puramente mecánico. En lugar de los destinos históricos, se
han puesto movimientos naturales «en el espacio». Pero ¿puede
decirse que haya «procesos» históricos, espirituales y, en
general, procesos vivientes? Los «movimientos» históricos, como,
por ejemplo, la época de la ilustración o el Renacimiento, ¿tienen
algo que ver con el concepto físico de movimiento? Desde luego, con
la palabra proceso quedaba suprimido el sino y «explicado» el
misterio del devenir. Ya el acontecer universal no tiene una
estructura trágica, sino sólo una estructura matemática. Ahora el
historiador «exacto» supone que el cuadro histórico está
constituido por una serie de situaciones de tipo mecánico, que
pueden conocerse por medio de análisis intelectuales, como un
experimento físico o una reacción química.
Los motivos, los medios, los
modos, los fines, deben formar, por lo tanto, un tejido
palpable en la faz de la historia. La perspectiva queda, pues,
simplificada por modo sorprendente, y hay que confesar que, para un
observador que sea lo suficientemente mezquino, esta hipótesis es
legitima y conviene perfectamente con su persona y con su imagen del
mundo.
¡Hambre y amor! [55]. He aquí, según
este punto de vista, las causas mecánicas de los procesos mecánicos
que constituyen la «vida de los pueblos». Los problemas sociales y
los problemas sexuales—que pertenecen ambos a una física o química
de la existencia pública, demasiado pública—son, pues, los
temas evidentes de esta concepción utilitaria de la historia,
y también, por lo tanto, los de la tragedia que le corresponde. El
drama social aparece necesariamente con el materialismo
histórico. Y lo que en las «Afinidades electivas» es sino,
en el sentido más alto de la palabra, se reduce a un problema sexual
en La dama del mar. Ni Ibsen ni ninguno de los poetas
intelectualistas de nuestras grandes ciudades han hecho obra de
poetas; todos han establecido una relación de causalidad entre una
causa primera y un último efecto. Las duras luchas artísticas de
Hebbel significan un esfuerzo supremo por vencer ese elemento
absolutamente prosaico de su talento, más crítico que
intuitivo, aunque Hebbel era un verdadero poeta. De aquí la
tendencia desmedida, y totalmente contraria a Goethe, que le lleva a
motivar los acontecimientos. Motivar significa en Hebbel, como en
Ibsen, querer dar a la tragedia la forma de causas y efectos. Hebbel
habla algunas veces de trayectorias helicoidales en la motivación de
un carácter; analiza y transforma la anécdota hasta convertirla en
un sistema, en la prueba de un caso; véase cómo ha tratado la
historia de Judit. Shakespeare, en cambio, la hubiera tornado tal
como fue y hubiera vislumbrado el secreto del universo en
el encanto fisiognómico de un suceso auténtico. Goethe ha dicho
una vez: «No busquéis nada tras los fenómenos; los fenómenos
mismos son la teoría.» Pero esta sentencia no era inteligible para
el siglo de Marx y de Darwin. Ni en la fisonomía del pasado se ha
sabido leer un sino, ni en la tragedia se ha querido representar un
puro sino.
El culto de lo útil ha impuesto, allí
como aquí, otros fines muy distintos. Se ha creado arte, para
demostrar tesis. Se «tratan» «cuestiones» del tiempo; se
«resuelven» problemas sociales. La escena, como la historiografía,
es un buen medio para ello. El darwinismo, quizá sin darse cuenta,
ha dado una eficacia política a la biología. La hipotética
mucosidad primaria se ha encontrado ahora en posesión de una
actividad democrática, y la lucha de los gusanos por la existencia
constituye una enseñanza ejemplar para los bípedos, que han venido
al mundo simplemente y sin complicaciones.
Y, sin embargo, los historiadores
hubieran debido tomar ejemplo de los físicos, que representan a
nuestra ciencia más adelantada y rigurosa, y aprender de ellos la
necesaria cautela. Aun admitiendo el uso del método causal en la
historia, ofende la mezquindad con que lo aplican nuestros
historiadores. Les falta, en efecto, esa disciplina espiritual, esa
grandeza de miras que caracterizan al físico; y no hablemos del
profundo escepticismo implícito en la manera como el físico usa dé
las hipótesis [56]. Este, en efecto, considera sus átomos y
electrones, sus corrientes y sus campos de fuerza, el éter y la
masa, no como los concibe la fe ingenua del lego y del monista, sino
como imágenes que se acoplan a las relaciones abstractas de sus
ecuaciones diferenciales, para envolver en intuiciones los
números que por si mismos son inaccesibles a la intuición. El
físico escoge con cierta libertad entre varias teorías, sin buscar
en ellas más realidad que la de unos signos convencionales [57]. El
físico sabe que por ese camino, que es el único posible para su
ciencia, sólo puede llegar a obtener, además de algunas
experiencias sobre la estructura técnica del contorno cósmico, una
interpretación simbólica del universo; nada mas. Desde luego, sabe
que no es posible un «conocimiento», en el sentido optimista
popular. Conocer la imagen de la naturaleza—que es la creación,
la copia del espíritu, el alter ego del espíritu, en el reino de
la extensión—significa conocerse a si mismo.
Así como la física es nuestra ciencia
más adelantada, asi la biología, que investiga el cuadro de la vida
orgánica, es nuestra ciencia más floja, tanto por su contenido
como por su método. La serie de los estudios naturalistas de Goethe
demuestra perfectamente que una verdadera investigación histórica
debe ser, ante todo, fisiognómica- Goethe se ocupa de mineralogía,
y al punto los conocimientos se componen en su espíritu, formando un
cuadro histórico de la tierra, en el cual el granito, su roca
predilecta, significa aproximadamente eso que yo llamo, en la
historia de los hombres, el elemento humano primitivo. Comienza a
investigar algunas plantas conocidas, y en seguida se le aparece el
protofenómeno de la metamorfosis, protoforma de toda la historia
vegetal, y llega a esas extrañas y profundas concepciones sobre la
tendencia vertical y espiral de la vegetación, que nadie todavía ha
comprendido bien. Sus estudios osteológicos, orientados hacia la
intuición de lo viviente, le llevan al descubrimiento del os
intermaxillare en el hombre, y a la concepción de que el cráneo de
los vertebrados se ha desarrollado partiendo de seis vértebras. No
habla nunca de causalidad. Goethe sintió la necesidad del sino tal
como la ha expresado en sus órficas palabras:
Asi debes tú ser, y no puedes huir de
ti mismo. Así lo han dicho ya las sibilas, así los profetas. Y
ningún tiempo ni poder ninguno pulveriza La forma estampada, que en la vida se
desenvuelve.
La simple química astral, el lado
matemático de las observaciones físicas, la fisiología
propiamente dicha, le importan muy poco a este gran historiador de la
naturaleza, porque son cosas sistemáticas, experiencia de lo
producido, de lo muerto, de lo rígido. He aquí el fundamento de su
polémica contra Newton—un caso en que las dos partes tienen
razón—:
Newton conoció en el color muerto el
proceso natural exacto y legal; Goethe, artista, vivió
el color en la intuición sensible.
Aquí se manifiesta claramente la
oposición de los dos mundos, y ahora la condenso, en todo su rigor.
La historia tiene el carácter del
hecho singular; la naturaleza, el de la constante
posibilidad. El que observa la imagen del mundo en derredor, para
descubrir las leyes por las cuales debe realizarse, sin tener en
cuenta la diferencia entre el acontecer real y el acontecer posible;
el que observa el mundo prescindiendo del tiempo, es un investigador
de la naturaleza, hace labor de verdadera ciencia. La necesidad de
una ley natural—y otras leyes no existen—permanece intacta, ya se
manifieste la cosa con frecuencia infinita o no se manifieste nunca;
esto quiere decir que la necesidad de la ley es independiente del
sino. Hay miles de combinaciones químicas que nunca se verificaron
ni son jamás producidas; pero están demostradas como posibles y,
por lo tanto, existen— para el sistema fijo de la naturaleza, no
para la fisonomía del universo en sus continuos giros—. Un sistema
consta de verdades; una historia descansa sobre hechos. Los hechos se
siguen unos a otros; las verdades se siguen unas de otras. Tal es la
diferencia que existe entre el «cuando» y el «como». Hay relámpagos: he aquí un
hecho que puede indicarse con un ademán mudo.
Si hay relámpagos, hay también
truenos; para comunicar esto hace falta una frase. La experiencia
intuitiva puede ser muda; el conocimiento sistemático exige
palabras. «Sólo es definible lo que no tiene historia», dice
Nietzsche. La historia, empero, es el acontecer actual, disparado
hacia el futuro y con la vista vuelta al pasado. La naturaleza está
más allá del tiempo; tiene el carácter de la extensión, no el de
la dirección. En la naturaleza domina la necesidad matemática. En
la historia, la necesidad trágica.
En la realidad de la existencia
vigilante se entrecruzan ambos mundos: el de la observación y el del
abandono, del mismo modo que en un tapiz flamenco el hilo y la trama
«producen» la imagen. Toda ley, para existir ante la inteligencia,
necesita haber sido descubierta cierto día de la historia por una
disposición del sino; esto es, necesita haber sido vivida; y todo
sino aparece a su vez envuelto en una vestidura sensible—personas,
hechos, escenas, gestos—, en la cual actúan las leyes naturales.
La vida humana primitiva estaba entregada a la unidad demoníaca del
sino; la conciencia de los hombres cultos, llegados a la madurez, no
puede acallar jamás la contradicción entre aquella primera y esta
posterior imagen del mundo; y en el hombre civilizado el Intelecto
mecánico acaba por matar al sentimiento trágico. La historia y la
naturaleza están en nosotros contrapuestas como la vida y la
muerte, como el tiempo que eternamente está produciéndose y el
espacio, que es el eterno producto. En la conciencia vigilante
luchan el producirse y el producto por obtener la hegemonía sobre
la imagen cósmica. La forma suprema y más madura de los dos modos
de contemplar la realidad—que sólo es posible en las grandes
culturas—se manifiesta para el alma antigua en la oposición de
Platón y Aristóteles, y para el alma occidental, en la de Goethe y
Kant: la fisonomía pura del mundo, vista por el alma de un eterno
niño, y el sistema puro, conocido por el intelecto de un eterno
anciano.
Y aquí veo yo el último gran problema
de la filosofía occidental, el único problema que aun le está
reservado a la senectud espiritual de la cultura fáustica;
problema que aparece prefijado por una evolución secular de
nuestra alma.
Ninguna cultura es libre de elegir el
método y el contenido de su pensamiento; pero ahora, por vez
primera, puede una cultura prever la senda que el sino ha escogido
para ella.
Entreveo un modo—específicamente
occidental—de investigar la historia, en el más alto sentido de la
palabra; un método que nunca hasta ahora se ha manifestado y que ha
debido permanecer extraño tanto al alma antigua como a
cualquier otra. Es una amplia fisiognómica de la existencia
toda, una morfología de todo el devenir humano, que, en su curso,
llegue hasta las ideas más altas y más remotas; es el problema de
comprender el sentimiento cósmico no sólo del alma propia, sino de
todas las almas, en las cuales se han manifestado hasta ahora grandes
posibilidades y cuya expresión en el cuadro de la realidad son las
culturas particulares. Esta visión filosófica a que nos autorizan—a
nosotros solos— la matemática analítica, la música
contrapuntística y la pintura de perspectiva, presupone algo muy
superior al talento del sistemático; presupone la mirada del
artista, y no de un artista cualquiera, sino de uno que sienta
disolverse el mundo sensible y palpable, que le rodea, en una
profunda infinidad de misteriosas relaciones. Asi sentía Dante; así
sentía Goethe. El fin no es otro que destacar sobre el tejido del
acontecer universal un milenio de historia cultural orgánica,
considerándolo como una unidad, como una persona, y
concebirlo en sus más intimas condiciones espirituales. Así como es
posible interpretar los rasgos de un retrato de Rembrandt o del busto
de un César, asi también este nuevo arte consiste en intuir y
comprender los grandes rasgos, colmados de sino, que aparecen en la
faz de una cultura, esto es, de una individualidad humana de orden
máximo. Ya algunas veces se ha intentado penetrar en el alma de un
poeta, de un profeta, de un pensador, de un conquistador, para ver
cómo es por dentro; pero sumergirse en el alma antigua, en el alma
egipcia, en el alma árabe, para revivirlas con toda su expresión
en los hombres y las situaciones típicas, en la religión y
el Estado, en el estilo y las tendencias, en el pensamiento
y las costumbres, es una nueva especie de «experiencia de la vida»
que nadie ha hecho todavía. Cada época, cada gran figura, cada
deidad; las ciudades, las lenguas, las naciones, las artes, todo lo
que existió y existirá es un rasgo fisiognómico de supremo
simbolismo, y para interpretarlo hace falta ser un conocedor de
hombres en un nuevo sentido de la palabra. Poemas y batallas, las
fiestas de Isis y Cibeles y la misa católica, los altos hornos y los
combates gladiadores, los derviches y los darwinistas, los
ferrocarriles y las vías romanas, el «progreso» y el nirvana, los
periódicos, los esclavos, el dinero, las máquinas, todo en la
imagen cósmica del pasado es por igual signo y símbolo, que un alma
se representa con significación. «Todo lo transitorio es un
símbolo». Hay aquí soluciones y perspectivas que nunca han
sido vislumbradas. Acláranse ahora muchas cuestiones obscuras
que constituyen la base de los más profundos sentimientos humanos:
el terror y el anhelo; cuestiones que el afán de comprender ha
disfrazado con los nombres de problemas del tiempo, de la necesidad,
del espacio, del amor, de la muerte, de las causas primeras. Hay una
música inaudita de las esteras que quiere ser oída y que oirán
algunos de nuestros más profundos espíritus. La
fisiognómica del acontecer universal será la Última filosofía
fáustica.
Notas:
[1] Véase pág. 90 y siguientes, y
parte II, cap. I, núm. 6.
[2] El antihistoricismo, como
consecuencia de un punto de vista sistemático, no debe
confundirse con el espíritu ahistórico. El comienzo del
libro IV de «El mundo como voluntad y representación»
(párrafo 53) es característico de un hombre que piensa
antihistóricamente; es decir, que, por motivos teóricos,
elimina y suprime la tendencia histórica que en él reside. En
cambio, la naturaleza helénica es ahistórica; no tiene ni conoce
la inclinación histórica.
[3] «Hay protofenómenos que no
debemos perturbar ni lesionar en su divina sencillez» (Goethe).
[4] Véase parte II, cap. I, núm. 6, y
cap. III, núm. 15. [5] Véase parte II, cap. I, núm. 7.
[6] Véase parte II, cap. I, núm. 9.
[7] No el método analítico del
«pragmatismo» zoológico de los darwinistas, con su persecución de
los nexos causales, sino el intuitivo y panorámico de Goethe.
[8] Véase parte II, cap. I, núm. 9.
[9] Véase parte II, cap. III, núm. I.
[10] Véase parte II, cap. II, núm. 9.
No es la catástrofe de las invasiones bárbaras. Estas, como el
aniquilamiento de la cultura maya por los españoles (parte II, cap.
I, núm. 10), son un hecho fortuito, sin necesidad profunda. Se trata
de la disolución interna, que para la Antigüedad comienza en
Adriano y, para la China, con exacta correspondencia, en la
dinastía oriental Han (25-270).
[11] Véase parte II, cap. III, núm.
20.
[12] [Habitus dice el original.
Deliberadamente conservamos el término que entre nosotros ha perdido
su imprescindible sentido latino, con la intención de que llegue a
reincorporarse al léxico usual.]—Nota del traductor.
[13] Véase parte II, cap. II, núm. 3.
[14] Véase parte II, cap. I, núm. 8.
[15] Haré notar aquí la distancia
entre las tres guerras púnicas y la serie también rítmica que
forman la guerra de la Sucesión de España, las de Federico el
Grande, las de Napoleón, las de Bismarck y la guerra mundial. (Véase
parte II, cap. IV, num. 10.) A esto se refiere también la relación
espiritual entre el abuelo y el nieto. De aquí procede la creencia
de los pueblos primitivos de que el alma del abuelo vuelve a encarnar
en el nieto y la costumbre universal de dar al nieto el nombre del
abuelo; la fuerza mística del nombre evoca en el mundo de los
cuerpos el alma del abuelo.
[16] No es superfluo añadir que estos
fenómenos puros de la naturaleza viviente están muy lejos de todo
nexo causal. El materialismo hubo de enturbiar su imagen, insinuando
en ella tendencias utilitarias antes de reducirla a un sistema
inteligible. Goethe, que se anticipó al darwinismo, justamente en
aquella parte de esta doctrina, que quedará viva aun dentro de
cincuenta años, excluye en absoluto el principio de causalidad. La
vida real no tiene ni causas ni fines; y es muy característico el
hecho de que los darwinistas no hayan advertido que el principio
causal falla aquí por completo. El concepto de protofenómeno no
admite premisas causales, a no ser que se interprete erróneamente en
un sentido mecánico.
[17] La vida de los sentidos y la vida
del espíritu son tiempo también. La experiencia interna de la
sensibilidad y del espíritu, el mundo, es de naturaleza espacial.
(La feminidad está más cerca del tiempo. Sobre esto véase parte
II, cap. IV, núm. I.)
[18] La lengua española—como la
alemana y muchas otras—emplea términos como
«espacio de tiempo», que prueban que
para representarnos la dirección tenemos que acudir a la extensión.
[19] Véase parte II, cap. I, núm, 4.
[20] Véase pág. 128. Véase parte II,
cap. II, núm. II, y cap. III, número 15. [21] Véase parte II, cap.
II, núm. 7.
[22] La teoría de la relatividad,
hipótesis metódica que está a punto de derribar la mecánica de
Newton—esto significa en último termino: su concepción
del problema del movimiento—, admite casos en que se
invierten las denominaciones «antes» y «después»; los
fundamentos matemáticos de esta teoría, que ha dado Minkowski,
emplean unidades imaginarias de tiempo, con fines meditivos.
[23] Las dimensiones son x, y, s y t,
cuyos valores permanecen equivalentes en las transformaciones.
[24] [Si no me lo pregunta nadie, lo
sé; pero si intento explicarlo, ya no lo sé.]—N. del T.)
[25] Salvo en la matemática elemental.
Desde luego la mayor parte de los filósofos, desde Schopenhauer, se
han acercado a estos problemas, bajo la impresión única de la
matemática elemental.
[26] Véase parte II, cap. I, núms. 2
y 4. [27] Véase parte II, cap. II, núms. 7 y 10.
[28] Edipo rey, 242. Véase Rudolf
Hirzel, Die person [La persona],
1914, pág. 9.
[29] Edipo en Colonos, 355.
[30] Véase parte II, cap. III, núm.
17.
[31] Diels. Antike Technie [La técnica
de los antiguos], 1920, página 159.
[32] En algunos círculos de sabios en
Ática y jonia se construyeron relojes de sol desde el año 400;
desde Platón hubo en Grecia clepsidras aun más primitivas. Pero
ambas formas eran malas imitaciones de los modelos orientales y no
entraron en el sentimiento antiguo de la vida. (Véase Diels., pág.
160 y siguientes.)
[33] Para nosotros el pasado se
ordena merced a la Era cristiana y al esquema Edad Antigua,
Media y Moderna. Sobre esta base se han compuesto cuadros de la
historia del arte y de la religión desde los primeros tiempos
góticos, y a esos cuadros se atienen todavía un gran número de
personas en Occidente. No nos sería posible suponer eso en Platón o
Fidias; en cambio es perfectamente válido para los artistas del
Renacimiento y ha influido decisivamente en sus juicios de valor.
[34] Véase pág. 20.
[35] Véase parte II, cap. IV, núms.
10 y 14.
[36] Podemos suponer igualmente que la
invención de los relojes de sol por los Babilonios y de los relojes
de agua por los egipcios ocurre hacia el año 3000 antes de J.C., es
decir, en la época «correspondiente» de estas dos culturas. La
historia de los relojes es inseparable de la del calendario; por eso
hay que suponer también que las culturas china y mejicana, con su
profundo sentido de la historia, inventaron muy pronto y adoptaron
rápidamente algún método para medir el tiempo.
[37] Figurémonos lo que sentiría un
griego que de pronto conocieseesta costumbre.
[38] El culto chino de los antepasados
rodeó la genealogía de un ceremonial riguroso, y poco a poco este
culto fue ocupando el centro de toda la religiosidad. En cambio,
entre los
antiguos el culto de los antepasados
cede la preeminencia al de los dioses presentes, hasta el punto de
que en Roma apenas si ya existió.
[39] Alude claramente a la
«resurrección de la carne» (¡k nekrÇn ).El cambio de sentido que
hacia el año 1000 sufre este término—transformación profunda y
aun hoy casi desconocida—se manifiesta cada vea más claro en
la voz «inmortalidad». Con la resurrección, que es la
victoria sobre la muerte, el tiempo vuelve a empezar, por decirlo
así, en el espacio cósmico. Con la inmortalidad, el tiempo supera
el espacio.
[40] Véase parte II, cap. III, núm.
13. [41] Véase parte II, cap. IV, núm. I. [42] Véase parte II,
caps. IV y V.
[43] Véase parte II, cap. III, núms.
9 y 17.
[44] La línea que une a Calvino con
Darwin es fácil de seguir en la filosofía inglesa.
[45] Este es uno de los puntos
eternamente discutidos por la estética occidental. El alma antigua,
ahistórica, euclidiana, no «evoluciona», El alma occidental se
agota íntegramente evolucionando; es una función dirigida hacia un
término. Aquélla «es»; ésta «deviene». Por eso la tragedia
antigua presupone la constancia de la persona, y la
occidental, su variabilidad. Esto es lo que nosotros llamamos
«carácter», forma de la realidad, que consiste en un
incesante movimiento y una infinita riqueza de relaciones. En
Sófocles, el gran gesto ennoblece el dolor, en Shakespeare, los
grandes sentimientos ennoblecen la acción. Nuestra estética ha
tomado sus ejemplos de ambas culturas, sin distinción, y por eso no
ha acertado en el problema fundamental.
[46] «Plus on vieillit, plus on se
persuade que sa sacrée Majesté le Hasard fait les trois quarts de
la besogne de ce miserable univers.»
Cuanto más se envejece, más se
convence uno de que la sagrada majestad del azar hace las tres
cuartas partes de la tarea en este miserable universo. (Federico el
Grande a Voltaire.) Así siente por necesidad el verdadero
racionalista.
[47] Véase parte II, cap. I, núm. 5.
[48] El método comparativo que empleo
en este libro se basa justamente sobre el hecho de que un grupo de
esas grandes culturas se halla ante nuestros ojos. Véase parte II,
cap. I, núm. 9.
[49] Helios es una simple figura
poética; no tenía ni templos, ni estatuas, ni culto. Menos aún era
Selene, diosa de la Luna.
[50] Recuérdense las palabras de
Canning al principio del siglo XIX:
«¡Sudamérica, libre, y, en lo
posible, inglesa!» Nunca con más pureza se ha expresado el instinto
expansivo.
[51]La cultura occidental, en su
madurez, es totalmente francesa, con Luis XIV, aunque procede de la
española. Pero ya bajo Luis XVI
vence en París el parque inglés
al francés, la sensibilidad al «esprit», los trajes y las
maneras de Londres a los de Versalles, Hogarth a Watteau, los muebles
de Chippendale y las porcelanas de Wedgwood a las de Boulle y Sevres.
[52] Hardenberg reorganizó Prusia
en sentido estrictamente inglés, cosa que Federico Augusto von
der Marwitz le reprochó acerbamente. Asimismo la reforma del
ejército por Scharnhorst es una especie de «vuelta a la naturaleza»
en el sentido de Rousseau, frente a los ejércitos profesionales de
las guerras de gabinete, en tiempos de Federico el Grande.
[53] Si la cronología puede hacer uso
de signos matemáticos, es Justamente porque ya no pertenece al
tiempo. Esos números rígidos significan para nosotros el sino de
entonces. Sin embargo, su sentido no es matemático—el pasado no es
una causa, una fatalidad, no es una fórmula—, y el que los
considere matemáticamente, como hace el materialista histórico,
cesa al punto de ver el pasado realmente como tal pasado, que ha
vivido una vez y sólo una vez.
[54] No sólo los tratados de paz y las
fechas de los fallecimientos son datos. También el estilo
renacentista, la polis, la cultura mejicana son dalos, hechos que han
existido, aun cuando no tenemos representación de ellos.
[55] En la parte II, cap. IV, núm. I,
y cap. V, núm. I, se indican los fundamentos de esta concepción,
las raíces metafísicas de la economía y de la política.
[56] La construcción de hipótesis se
verifica en la química con mucha menos dificultad, por la menor
afinidad que existe entre la química y la matemática. Las actuales
investigaciones sobre la estructura de los átomos forman un
castillo de naipes que sería totalmente inadmisible en la
teoría electromagnética de la luz (véase sobre esto M. Born, Der
Aufbau der Materie ; La estructura de la materia], 1920), cuyos
autores tuvieron continuamente a la vista los límites que separan
una noción matemática de su representación intuitiva por medio
de una imagen, nada más que una imagen.
[57] Entre esas imágenes y los signos
de un cuadro de distribución no existe diferencia esencial.