LA DECADENCIA DE OCCIDENTE. CAP 1

CAPÍTULO I

EL SENTIDO DE LOS NÚMEROS


Ante todo es necesario definir algunos conceptos fundamentales, que empleo aquí en un sentido riguroso y en parte nuevo. Su contenido metafísico irá manifestándose por sí mismo en el curso de la exposición; pero tienen que quedar desde un principio definidos sin ambigüedades.

La distinción popular, corriente también en la filosofía, entre ser y devenir, no expresa adecuadamente lo esencial de la oposición a que se refiere. Un devenir infinito—actuar,«actualidad»—puede concebirse también como un estado y por lo tanto subsumirse en el ser; sirvan de ejemplos los conceptos físicos de velocidad uniforme, de estado de movimiento, o la representación fundamental de la teoría cinética de los gases. En cambio cabe distinguir—con Goethe—el producirse y el producto como últimos elementos de lo que está absolutamente dado en la conciencia y con la conciencia. En todo caso, si se pone en duda la posibilidad de reducir a conceptos abstractos los últimos fundamentos de lo humano, el sentimiento muy claro y preciso, de donde brota esa oposición fundamental, que toca a los extremos límites de la conciencia, es el elemento más primario que podemos alcanzar.

De aquí se sigue con necesidad que el producto siempre implica un producirse y no viceversa.

Distingo, además, con las denominaciones de lo propio y lo extraño dos hechos primarios de la conciencia, cuyo sentido comprende todo hombre que se halle en el estado de vigilia—no en el ensueño—con inmediata certidumbre interna, sin que pueda aclararse más por medio de una definición. El elemento de lo extraño se halla siempre en cierta relación con el hecho primario que designa la voz sensibilidad —mundo sensible—. La potencia expresiva de los grandes filósofos se ha esforzado repetidas veces por aprehender rigurosamente esa relación, empleando concepciones esquemáticas semiintuitivas: fenómeno y cosa en sí, mundo como voluntad y representación, yo y no yo. Pero tal propósito excede de seguro las posibilidades del conocimiento humano exacto.

Igualmente el hecho primario que llamamos sentimiento— mundo interior—contiene el elemento de lo propio de una manera cuya rigurosa concepción permanece inasequible a los métodos del pensamiento abstracto.

Designo con las palabras alma y mundo una oposición que es idéntica a la conciencia vigilante y puramente humana.

Hay grados en la claridad y agudeza de esta oposición, es decir, hay grados en la espiritualidad de la conciencia vigilante, desde la sensibilidad intelectiva de los hombres primitivos y del niño, que a pesar de ser nebulosa tiene a veces una claridad que llega a lo profundo—a este grado pertenecen los momentos de inspiración religiosa y artística, que en las épocas decadentes se hacen cada vez más raros—hasta la máxima agudeza de la conciencia vigilante, en pura intelección; por ejemplo, el pensamiento de Kant y Napoleón. En este estado, la oposición entre el alma y el mundo se convierte en la oposición entre sujeto y objeto. Esta estructura elemental de la conciencia vigilante es un hecho inmediatamente cierto, inasequible al análisis conceptual. Y esos dos elementos, separables sólo por el lenguaje y, en cierto modo, artificialmente, existen siempre uno con otro, uno por otro, y se presentan siempre en unidad, en totalidad, sin que nada justifique el prejuicio gnoseológico del idealista y del realista nativos, que sostienen, el uno, que el alma es lo primario, la «causa»—así dicen—del mundo, y el otro, que el mundo es la del alma.

En los sistemas filosóficos gravita el acento unas veces sobre el alma, otras sobre el mundo; pero esta diferencia no tiene mas que una importancia biográfica que caracteriza la personalidad del autor.

Si aplicamos los conceptos del producirse y del producto a esta estructura de la conciencia vigilante, considerada como la tensa contraposición de dos términos, recibirá la palabra vida un sentido que se acerca mucho al de la voz «producirse».

Cabe decir que el producirse y el producto constituyen la forma en que el hecho y el resultado de la vida se presentan ante la conciencia vigilante. La vida propia, progrediente, en constante ejecutividad, es representada en la conciencia vigilante—mientras dura el estado de vigilia—por el elemento del devenir—este hecho se llama el presente—, y tanto la vida como todo devenir en general poseen la enigmática nota de dirección, que el hombre ha intentado fijar e interpretar en vano en todos los idiomas superiores por medio de la palabra tiempo y los problemas que se conexionan con ella. De aquí se sigue una profunda relación que une el producto (lo rígido) con la muerte.

Si el alma—tal como la sentimos, no tal como nos la imaginamos o representamos—la llamamos posibilidad, y al mundo, en cambio, realidad, expresiones de cuyo sentido no nos deja duda un sentimiento íntimo, nos aparecerá la vida como la forma en que la posibilidad se realiza. Con referencia a la nota de dirección, la posibilidad se llama futuro; lo realizado, pasado. La realización misma, centro y sentido de la vida, llevará el nombre de presente.
«Alma» es lo que está realizándose; «mundo», lo realizado; «vida», la realización. Las expresiones momento, duración, evolución, contenido de la vida, destino, extensión, fin, término, plenitud y vacío de la vida, reciben así una significación esencial para cuanto digamos en adelante, sobre todo para la inteligencia de los fenómenos históricos.

Por último, las palabras historia y naturaleza se emplean aquí, como ya hemos dicho, en un sentido muy preciso no usado hasta ahora. Significan los modos -posibles de reducir el conjunto de lo consciente, el producirse y el producto, la vida y lo vivido, a una imagen cósmica uniforme, espiritualizada y bien ordenada, imagen que será histórica o naturalista, según sea el producirse o el producto, la dirección o la extensión—«el tiempo» o «el espacio»—el que predomine y dé forma a la impresión indivisible. Pero no se trata aquí de una alternativa entre dos posibilidades, sino de una escala infinitamente rica y variada. Hay infinitas formas posibles del «mundo exterior», reflejo y testimonio de la propia existencia; y esas formas posibles constituyen una escala, cuyos dos extremos son una intuición puramente orgánica y una intuición puramente mecánica del mundo. El hombre primitivo—tal como nos imaginamos su conciencia vigilante—y el niño—tal como recordamos nuestra infancia—no poseen todavía ninguna de esas posibilidades estructuradas con suficiente claridad. La condición de esta superior conciencia del mundo es, en primer término, el lenguaje, y no un lenguaje humano cualquiera, sino un idioma culto que para el hombre primitivo no existe aún, y para el niño, aunque existe, no está a su alcance. Dicho de otro modo: ninguno de los dos posee todavía un pensamiento claro y distinto; vislumbra algo, pero no tiene un conocimiento real de la historia y de la naturaleza, en cuyo nexo su propia existencia aparece incluida; no tiene cultura.

Este término importantísimo recibe aquí un sentido determinado, altamente significativo, que va implícito en todo lo que hemos de decir en adelante. Refiriéndome a las palabras «posibilidad» y «realidad», con que ya he designado antes el alma y el mundo, distinguiré ahora la cultura posible y la cultura real, es decir, la cultura como idea de la existencia— general o particular—y la cultura como el cuerpo de esa idea, como el conjunto de su expresión sensible en el espacio: actos y opiniones, religión y Estado, artes y ciencias, pueblos y ciudades, formas económicas y sociales, idiomas, derechos, costumbres, caracteres, rostros y trajes. La historia es—en íntima afinidad con la vida, con el devenir— la realización de la cultura posible [3].

Debemos añadir que estas nociones fundamentales son en gran parte incomunicables por conceptos, definiciones y demostraciones. En su sentido más profundo han de ser sentidas, vividas, intuidas. Existe una gran diferencia—rara vez apreciada—entre vivir una cosa y conocer una cosa, entre la certeza inmediata, que proporcionan las varias clases de intuición—iluminación, inspiración, visión artística, experiencia de la vida, golpe de vista del entendido en hombres, «fantasía sensible exacta» de Goethe—y los resultados de la experiencia intelectual y de la técnica experimental. Para comunicar aquélla, sirven la comparación, la imagen, el símbolo; para comunicar éstos, sirven la fórmula, la ley, el esquema. El objeto del conocimiento es lo producido, o, mejor dicho, el acto del conocimiento, una vez verificado, es para el espíritu humano—como demostraremos— idéntico al objeto. Pero el producirse mismo sólo puede ser vivido, sentido en una aprehensión profunda e inefable. He aquí el fundamento de eso que llamamos experiencia de la vida, conocimiento de los hombres. Comprender la historia es como conocer a los hombres, en el más alto sentido de la palabra. La pura imagen histórica no es visible sino para quien la mira con esa mirada que penetra en lo íntimo de las almas y que nada tiene que ver con los medios del conocimiento estudiados en la Critica de la razón pura. El mecanismo de una imagen naturalista, v. g., el mundo de Newton y de Kant, se conoce, se concibe, se analiza, se reduce a leyes y ecuaciones, y, finalmente, a un sistema. El organismo de una pura imagen histórica, v. g., el mundo de Plotino, Dante y Bruno, se intuye, se vive internamente, se aprehende como forma y símbolo y se reproduce por último en concepciones poéticas y artísticas.

La «naturaleza viviente» de Goethe es una imagen histórica del mundo.

Para hacer ver cómo un alma intenta realizarse en la imagen del mundo que la circunda; para mostrar hasta qué punto la cultura realizada es expresión y copia de una idea de la existencia humana, tomaré por ejemplo el número, elemento que la matemática recibe pura y simplemente para poder constituirse. Y elijo el número porque la matemática, ciencia que pocos pueden penetrar en toda su profundidad, ocupa un puesto peculiar entre todas las creaciones del espíritu. Es una ciencia de estilo riguroso, como la lógica, pero más amplia y mucho más rica de contenido; es un verdadero arte, que puede ponerse al lado de la plástica y de la música, porque, como éstas, ha menester una inspiración directriz y amplias convenciones formales para su desarrollo; es, por último, una metafísica de primer orden, como lo demuestran Platón, y sobre todo Leibnitz. El desarrollo de la filosofía se ha verificado hasta ahora en íntima unión con una matemática correspondiente. El número es el símbolo de la necesidad causal. Contiene, como el concepto de Dios, el último sentido del universo, considerado como naturaleza. Por eso puede decirse que la existencia de los números es un misterio, y el pensamiento religioso de todas las culturas ha afirmado siempre esta impresión [5].

Así como todo producirse tiene la nota primaria de dirección—irreversibilidad—, así también todo producto tiene la nota de extensión, de tal suerte que no parece posible distinguir sin artificio el sentido de estas palabras. El enigma propio de lo producido y por lo tanto de lo extenso—en el espacio y la materia—se manifiesta en el tipo del número matemático, que se opone al número cronológico. En la esencia del número matemático hay el propósito de una limitación mecánica. El número tiene en esto gran afinidad con la palabra, la cual—como concepto, esto es, captando, o como signo, esto es, dibujando— limita igualmente las impresiones del mundo. Lo más hondo aquí resulta siempre inaprensible e inexplicable. El número real con que trabaja el matemático, el signo numérico, exactamente representado, hablado y escrito —cifra, fórmula, guarismo, figura—es ya, como la palabra pensada, dicha, escrita, un símbolo óptico, sensible y comunicable, una cosa que la visión interna y externa puede captar y en la que aparece realizada la limitación. El origen de los números se parece al origen del mito. El hombre primitivo considera las confusas impresiones de la naturaleza—«lo extraño»—como deidades, numina, y las conjura, limitándolas por medio de un nombre. De igual manera los números sirven para circunscribir y, por lo tanto, conjurar las impresiones de la naturaleza. Por medio de los nombres y de los números, la inteligencia humana adquiere poder sobre el mundo. El ¿Idioma de signos de una matemática y la gramática de una lengua hablada tienen, en último término, la misma estructura. La lógica es siempre una especie de matemática y viceversa. Por eso, en todos los actos de la intelección humana llagué están relacionados con el número matemático—medir, contar, dibujar, pesar, ordenar, dividir [6]—existe la tendencia a limitar la extensión, tendencia que igualmente se manifiesta en sentido verbal por las formas de la demostración, la conclusión, la proposición, el sistema. Actos de esta índole, de que apenas nos damos cuenta, son los que hacen que para la conciencia humana vigilante haya objetos determinados por números de orden, propiedades, relaciones, lo singular, unidad y pluralidad, una estructura, en suma, del universo, que el hombre siente como necesaria e invariable y que llama «naturaleza» y que «conoce» como tal. La naturaleza es lo numerable. La historia es el conjunto de lo que no tiene relación con la matemática. De aquí la certeza matemática de las leyes naturales y la admirable concepción de Galileo, que la naturaleza está scritta in lingua matemática; de aquí el hecho, subrayado por Kant, de que la física exacta llega exactamente adonde llegue la posibilidad de aplicar los métodos matemáticos.

En el número, como signo de la total limitación extensiva, reside; pues, como lo comprendió Pitágoras, o quien fuera, con la íntima certidumbre de una sublime intuición religiosa, la esencia de todo lo real, esto es, de lo producido, de lo conocido y, al mismo tiempo, limitado. Mas no debe confundirse la matemática, considerada como la facultad de pensar prácticamente los números, con el concepto mucho más estrecho de la matemática como teoría de los números desarrollada en forma hablada o escrita. Ni la matemática escrita ni la filosofía explicada en libros teóricos representan todo el caudal de intuiciones y pensamientos matemáticos y filosóficos que atesora una cultura. Hay otras muchas maneras de dar forma perceptible al sentimiento que sirve de fundamento a los números. Al comienzo de toda cultura aparece un estilo arcaico, que no sólo en el primitivo arte helénico hubiera debido llamarse geométrico. Un rasgo común, netamente matemático, se encuentra sucesivamente en ese estilo antiguo del siglo x, en el estilo de los templos de la cuarta dinastía de Egipto, con su absoluto predominio de la línea y del ángulo rectos, en los relieves de los sarcófagos cristianos primitivos y en la construcción y ornamentación románica. Toda línea, toda figura de hombre o animal, con su tendencia no imitativa, manifiesta aquí un pensamiento místico de los números, que está en inmediata relación con el misterio de la muerte —de lo rígido—. Las catedrales góticas y los templos dóricos son matemática Metrificada. Cierto que Pitágoras concibió científicamente el número «antiguo» como principio de un orden universal de las cosas palpables, como medida o magnitud. Pero justamente entonces se manifiesta también el número como ordenamiento estético de unidades sensibles y corpóreas; y ello sucede en el canon riguroso de la estatua y en el orden dórico de las columnas. Todas las artes mayores son modos de limitación y tienen el mismo carácter significativo que los números.

Basta recordar el problema del espacio en la pintura. Un gran talento matemático puede muy bien, sin ciencia, llegar a ser productivo y adquirir plena conciencia de sí mismo. Ante el poderoso sentido de los números que revelan la distribución del espacio en las Pirámides, la técnica de la construcción, de la irrigación, de la administración, y no hablemos del calendario egipcio, durante el Antiguo Imperio, nadie se atreverá a pensar que el nivel de la matemática egipcia esté exactamente representado por el insignificante «Libro de cuentas de Ames», escrito en la época del Nuevo Imperio. Los naturales de Australia, cuyo desarrollo espiritual corresponde al estadio del hombre primitivo, poseen un instinto matemático o, lo que es lo mismo, un pensar numérico que no ha llegado a hacerse comunicable por palabras y signos, pero que, en lo que se refiere a la interpretación de la espacialidad pura, supera con mucho al de los griegos. Han inventado el bumerang, cuyos efectos nos permiten suponer en esos salvajes una familiaridad sentimental con cierta índole de números que nosotros incluiríamos en las regiones del análisis geométrico superior. Correspondiendo a esto—en virtud de un nexo que más adelante explicaremos—, poseen un ceremonial complicadísimo y un léxico de gradaciones tan sutiles para expresar los grados de parentesco, como no se encuentra en ninguna otra Cultura, ni aun en las más elevadas. En cambio, los griegos, en la época de su florecimiento, en el siglo de Pericles, no tenían sentido ni del ceremonial en la vida pública ni de la soledad; todo lo cual se ajusta muy exactamente a la matemática euclidiana. Lo contrario sucede en la época del barroco, que vio aparecer a un tiempo mismo el análisis del espacio, la corte del rey Sol y un sistema político basado en los parentescos dinásticos.

Así, el estilo de un alma halla su expresión en un mundo numérico; mas no solamente en la concepción científica del mismo.

De aquí se sigue una circunstancia decisiva que ha permanecido oculta hasta ahora para los mismos matemáticos.

No hay ni puede haber número en sí. Hay varios mundos numéricos porque hay varias culturas. Encontramos diferentes tipos de pensamiento matemático y, por tanto, diferentes tipos de número; uno indio, otro árabe, otro antiguo, otro occidental. Cada uno es radicalmente propio y único; cada uno es la expresión de un sentimiento del universo; cada uno es un símbolo, cuya validez está exactamente limitada aún en lo científico; cada uno es principio de un ordenamiento de lo producido, en que se refleja lo más profundo de un alma única, centro de una cultura única. Hay, por lo tanto, más de una matemática. Pues no cabe duda que la estructura interna de la geometría euclidiana es completamente distinta de la cartesiana; el análisis de Arquímedes es muy diferente del de Gauss, no sólo por lo que toca al lenguaje de las formas, al propósito y a los medios, sino sobre todo por la raíz profunda, por el sentido primario del número, cuya evolución científica expone. Ese número, esa peculiar intuición del límite que en el número se hace sensible con evidencia absoluta, la naturaleza entera, por lo tanto, el mundo extenso, cuya imagen surge de esa limitación y que no admite ser tratado mas que por una sola especie de matemática; todo eso nos habla no de humanidad universal, sino siempre y en todo caso de una determinada índole humana.

El estilo de una matemática naciente depende pues, de la cultura en que arraiga, de los hombres que la construyen.

El espíritu puede desplegar científicamente las posibilidades de esa cultura; puede concebirlas y llegar en su tratamiento a la máxima madurez; pero le es totalmente imposible modificarlas. En las primeras formas de la ornamentación antigua y de la arquitectura gótica estaba ya realizada la idea de la geometría euclidiana y del cálculo infinitesimal, muchos siglos antes de que naciese el primer matemático de esas culturas.

El momento en que comienza la comprensión del número y del idioma se caracteriza por una profunda experiencia íntima, verdadero despertar del yo, que de un niño hace un hombre, un miembro de una cultura. A partir de este momento existen para la conciencia vigilante objetos, esto es, cosas ilimitadas y bien distintas por su número y su especie. A partir de este momento, existen propiedades bien determinables, conceptos, un nexo causal, un sistema del mundo circundante, una forma del mundo, leyes del mundo—la, ley es lo asentado en firme y, por esencia, lo limitado, lo rígido, lo sometido a números—. En este momento se produce un sentimiento súbito y casi metafísico de temor y respeto a lo que significan profundamente las palabras medir, contar, dibujar, formar.

Kant ha dividido el campo del saber humano en síntesis a priori— necesarias y universales—y síntesis a posteriori—derivadas de la experiencia—, y ha situado entre las primeras el conocimiento matemático, dando asi, sin duda, una expresión abstracta a un sentimiento íntimo muy poderoso. Pero, en primer lugar, no existe una estricta separación entre ambas clases de síntesis (esto se ve muy bien en numerosos ejemplos de la alta matemática y mecánica modernas), aunque a juzgar por la procedencia del principio esa separación debiera ser rigorosa y absoluta; y, en segundo lugar, el a priori, sin duda una de las más geniales concepciones de toda crítica gnoseológica, es un concepto lleno de dificultades. Kant presupone en él, sin tomarse el trabajo de probarlo—prueba que por lo demás es imposible en absoluto dar—que la forma de toda actividad espiritual no sólo es inmutable, sino también idéntica en todos los hombres. Y a consecuencia de ello no advirtió una circunstancia de importancia incalculable, porque, para contrastar sus pensamientos con la realidad científica, no hizo uso de otros hábitos mentales que los de su tiempo, por no decir los de su persona. Y no pudo ver que esa «validez universal» de los teoremas es en realidad harto vacilante e insegura.

Junto a ciertos factores que sin duda alguna tienen una amplísima validez y son independientes, al parecer, por lo menos, de la cultura y del siglo a que pertenece el sujeto cognoscente, hay además en todo pensamiento una necesidad formal de muy otra índole, y a la cual el hombre se halla constreñido, no como hombre en general, sino como miembro de una cierta cultura, con exclusión de otra cualquiera. Hay, pues, dos muy distintas especies de a priori, y nadie podrá contestar nunca a la pregunta siguiente, que rebasa toda posibilidad de conocimiento: ¿Cuál es el límite entre esos dos a priori, si es que, en realidad, tal límite existe? Nadie hasta ahora se ha atrevido a afirmar que la constancia de las formas espirituales, considerada por todos como evidente, es una ilusión, y que en la historia hay más de un estilo de conocimiento. Pero recordemos que la unanimidad de pareceres en cosas que no se han presentado aún como problemáticas lo mismo puede demostrar la generalidad de una verdad que la generalidad de un error. En todo caso, había aquí una obscuridad, y lo exacto hubiera podido inferirse de la no coincidencia de todos los pensadores.

Ahora bien; el verdadero descubrimiento consiste en comprender que esa variedad de pensamientos no procede de una imperfección del espíritu humano, no obedece al carácter provisional y fragmentario del conocimiento, no es un defecto, en suma, sino el resultado forzoso de una necesidad histórica, la necesidad de un sino. Lo más hondo, lo último que el hombre puede conocer no ha de derivarse de la constancia, sino de la variedad y de la lógica orgánica de esta variedad.

La morfología comparativa de las formas del conocimiento es un problema que aun le queda por resolver al pensamiento occidental.

Si la matemática fuese una mera ciencia, como la astronomía o la mineralogía, podríamos definir su objeto. Pero nadie ha podido ni puede dar esa definición. En vano aplicaremos nosotros, los occidentales, nuestro propio concepto científico del número, violentamente, al objeto de que se ocupaban los matemáticos de Atenas y Bagdad; es lo cierto que el tema, el propósito y el método de la ciencia que en estas ciudades llevaba el mismo nombre, eran muy diferentes de los de nuestra matemática. No hay una matemática; hay muchas matemáticas. Lo que llamamos historia «de la» matemática, supuesta realización progresiva de un ideal único e inmutable, es, en realidad, si damos de lado a la engañosa imagen de la historia superficial, una pluralidad de procesos cerrados en sí, independientes, un nacimiento repetido de distintos y nuevos mundos de la forma, que son incorporados, luego transfigurados y, por último, analizados hasta sus elementos finales, un brote puramente orgánico, de duración fija, una florescencia, una madurez, una decadencia, una muerte. No nos engañemos. El espíritu antiguo creó su matemática casi de la nada. El espíritu occidental, histórico, había aprendido la matemática antigua, y la poseía—aunque sólo exteriormente y sin incorporarla a su intimidad—; hubo, pues, de crear la suya modificando y mejorando, al parecer, pero en realidad aniquilando la matemática euclidiana, que no le era adecuada. Pitágoras llevó a cabo lo primero; Descartes, lo segundo. Pero los dos actos son, en lo profundo, idénticos.

La afinidad entre el lenguaje formal de una matemática y el de las artes mayores de la misma época [7] no admite, pues, ninguna duda. El sentimiento vital de los pensadores y de los artistas es muy distinto; pero los medios de que dispone su conciencia vigilante para expresarse son, en su interioridad, de idéntica forma. El sentimiento de la forma en el escultor, pintor y músico es esencialmente matemático. El análisis geométrico y la geometría proyectiva del siglo XVII revelan una ordenación espiritual de un universo infinito; es la misma que la música de esa época quiere evocar, aprehender, realizar con su armonía, derivada del arte del bajo cifrado, verdadera geometría del espacio musical; la misma también que su hermana, la pintura al óleo, quiere realizar mediante un principio de perspectiva—conocido sólo en Occidente—, que es como la geometría sentimental del espacio plástico. Esto es lo que Goethe llamaba la idea. La forma de la idea puede intuirse inmediatamente en lo sensible; pero la ciencia no es intuición, sino observación y análisis. Mas la matemática traspasa los linderos de la observación y del análisis y, en sus momentos supremos, procede por intuición, no por abstracción. De Goethe son estas hondas palabras:
«El matemático no es perfecto sino cuando siente la belleza de la verdad.» Bien se comprende aquí que el enigma del número está muy próximo al misterio de la forma artística. El matemático genial tiene su puesto junto a los grandes maestros de la fuga, del cincel y del pincel, que aspiran también a comunicar, a realizar, a revestir de símbolos ese gran orden de todas las cosas que el hombre vulgar de cada cultura lleva en sí sin poseerlo realmente. Así, el reino de los números es, como el de las armonías, el de las líneas y el de los colores, una reproducción de la forma cósmica. Por eso la voz «creador» significa en la matemática algo más que en las simples ciencias. Newton, Gauss, Riemann fueron naturalezas artísticas. Léanse sus obras y se verá que sus grandes concepciones les vinieron de repente. «Un matemático—decía el viejo Weierstrass—que no tenga también algo de poeta no será nunca un matemático completo.»

La matemática, pues, es también un arte. Tiene su estilo y sus períodos. No es, como el lego cree—y también el filósofo, en tanto que juzga como lego—, de inmutable substancia, sino que está sometida, como todo arte, a cambios imperceptibles, de época en época. No debiera estudiarse la evolución de las artes mayores sin conceder a la matemática una mirada, que de seguro no sería infructuosa. Nunca se han investigado al detalle las relaciones harto profundas que existen entre las variaciones de la teoría musical y el análisis del infinito; y, sin embargo, la estética habría sacado más fruto de estos estudios que de todas las investigaciones «psicológicas». Una historia de los instrumentos musicales daría sin duda resultados de gran importancia, si se hiciese, no desde el punto de vista técnico (producción del sonido), como es lo corriente, sino partiendo de los últimos fundamentos espirituales en que radica la aspiración al colorido y al efecto sonoros. El deseo de llenar el espacio de infinitas sonoridades, deseo que se intensifica hasta el punto de convertirse en angustioso y anhelante, ha producido las dos familias predominantes de los instrumentos musicales modernos: la de teclado—órgano, piano—y la de cuerda, por oposición a la lira, cítara, caramillo y siringa antiguos y al laúd árabe. Esas dos familias, sea cual fuere su procedencia técnica, responden a un espíritu musical, que se forma en el norte germanocelta, entre Irlanda, el Weser y el Sena. El órgano y el clavicordio proceden seguramente de Inglaterra. Los instrumentos de cuerda reciben su forma definitiva en la Italia del norte, entre 1480 y 1530. El órgano se ha desarrollado principalmente en Alemania hasta convertirse en el instrumento que domina el espacio, en ese gigantesco aparato que no tiene semejante en toda la historia de la música. El arte de Bach y su tiempo es enteramente el análisis de un inmenso mundo de sonoridades. De igual manera el hecho de que los instrumentos de cuerda y de Viento no se toquen solos, sino por grupos de igual timbre, Según las distintas alturas de la voz humana (cuarteto de cuerda, instrumentos de madera, grupo de trompas) corresponde adecuadamente a la íntima estructura del pensamiento matemático occidental y no a la de la matemática antigua; de suerte que la historia de la orquesta moderna, con sus invenciones de nuevos instrumentos y sus transformaciones de los más viejos, es, en realidad, la historia de un universo sonoro que podría describirse muy bien con expresiones tomadas del análisis superior.

El círculo de los pitagóricos, hacia 540, llegó a la concepción de que el número es la esencia de todas las cosas. Esto no es, como suele decirse, «un gran paso en el desarrollo de la matemática». Es más aún: es propiamente el orto de una matemática nueva, creada en las profundidades del alma «antigua», teoría consciente de si misma, que ya se había anunciado en problemas metafísicos y en tendencias de la forma artística.

Es una nueva matemática, como la de los egipcios, que nunca fue escrita, y como la de la cultura babilónica, con sus formas algebraico-astronómicas y sus sistemas de coordenadas eclípticas. Pero la matemática egipcia y la matemática babilónica, que vinieron al mundo en una hora grande de la historia, estaban ya muertas hacía mucho tiempo cuando nació la matemática griega. Esta, que en lo esencial llega a su conclusión en el siglo II antes de Jesucristo, acabó por desaparecer también del mundo, aun cuando semeja perdurar todavía en nuestras denominaciones. Más tarde fue substituida por la matemática árabe. Lo que conocemos de la matemática alejandrina nos permite suponer que le precedió un gran movimiento, cuyo centro debió de estar en las escuelas persas y babilónicas, como Edessa, Seleucia y Ctesifon. Esta matemática prealejandrina no ejerció influencia sobre el espíritu antiguo, a no ser por algunos pequeños detalles. Los matemáticos de Alejandría, aunque tienen nombres griegos—como Zenodoro, que estudió las figuras isoperimétricas; Sereno, que investigó las propiedades de un haz de radiaciones armónicas en el espacio; Hypsicles, que introdujo la división caldea del círculo y, sobre todo, Diofanto—son todos, seguramente, arameos, y sus tratados representan una pequeña parte de una literatura escrita principalmente en lengua siria [8]. Esta matemática llegó a su plenitud en la ciencia árabe- islámica, y cuando ésta, a su vez, hubo muerto, surgió mucho después, en un nuevo suelo, una nueva creación, la matemática occidental, la matemática nuestra, la que nosotros, con extraña ceguera, consideramos como única matemática, como la cima y remate de una evolución de dos mil años, pero que, en verdad, casi ha cumplido ya su tiempo, prefijado para ella tan rigurosamente como para las anteriores.

La afirmación de que el número es la esencia de todas las cosas aprensibles por los sentidos sigue siendo la más valiosa proposición de la matemática antigua. En ella, el número se define como medida, expresando así el sentimiento cósmico de un alma apasionadamente entregada al ahora y al aquí. Medir, en este sentido, significa medir algo próximo y corpóreo. Pensemos en la obra que compendia todo el arte antiguo: la estatua de un hombre desnudo. Lo más esencial y significativo de la existencia, el ethos de la vida, se halla ahí íntegramente expresado en los planos, medidas y proporciones sensibles de las partes. El concepto pitagórico de la armonía numérica, aunque deducido acaso de una música que no conocía la polifonía ni la armonía y que, a juzgar por la forma de sus instrumentos, buscaba un sonido único, pastoso y casi corpóreo, parece enteramente forjado para ideal de esa plástica. La piedra labrada no es una cosa sino en cuanto posee límites bien calculados, una forma bien medida; es lo que es, porque el cincel del artista le ha dado ese su ser; de otra suerte sería un caos, algo no realizado aún y, por lo pronto, nada. Este sentimiento, trasladado a lo grande, es el que crea el cosmos, en oposición al caos, el mundo exterior del alma «antigua», el orden armónico de todas las cosas singulares, limitadas, de palpable presencia. La suma de esas cosas es justamente el mundo entero. Lo que media entre las cosas, el espacio cósmico, en el cual nosotros los occidentales ponemos todo el pathos de un símbolo magno, es para los griegos la nada, tò m¯ ön [9]. Para el antiguo, extensión significa cuerpo; para nosotros, espacio, como función del cual nos «aparecen» las cosas. Desde este punto de vista se llega acaso a descifrar el concepto más profundo de la metafísica antigua, el peiron [10] de Anaximandro. Esta palabra no puede traducirse a ningún idioma occidental; peiron es lo que no posee «número», en el sentido pitagórico; lo que no tiene medida, ni límite, ni por lo tanto esencia; es lo inmenso, lo informe, la estatua antes de surgir labrada del bloque. Esto es la Œrx® [11], lo que a la vista es ilimitado e informe, pero que, cuando recibe límites y se individualiza, se transforma en algo: el mundo. Es la forma a priori del conocimiento «antiguo»; es la corporeidad en sí. En la imagen kantiana del mundo, el lugar correspondiente lo ocupa el espacio absoluto que Kant podía pensar, «excluyendo de él todas las cosas».

Ahora ya se comprenderá lo que separa unas matemáticas de otras y especialmente la«antigua» de la occidental. Para el pensamiento antiguo, para el sentimiento cósmico de los antiguos, la matemática no podía ser mas que teoría de las relaciones de magnitud, medida y figura entre cuerpos sólidos.

Cuando Pitágoras, movido por ese sentimiento, halló la fórmula decisiva, era para él el número precisamente un símbolo óptico, no una forma en general o una relación abstracta; era el signo de la limitación de las cosas, que abarcamos con la mirada, como individuos sueltos. Toda la antigüedad, sin excepción, concibió los números como unidades de medida, magnitudes, distancias, superficies. No podía representarse otra especie de extensión. La matemática antigua es, en última instancia, estereometría. Cuando Euclides—que concluyó el sistema de esa matemática en el siglo III—habla de un triángulo, se refiere con íntima necesidad a la superficie límite de un cuerpo, nunca a un sistema de tres rectas secantes o a un grupo de tres puntos en el espacio de tres dimensiones. Llama a la línea «longitud sin anchura»:

( m°kow Œplat¡w ) .

En nuestra época, esta definición sería defectuosa. En la matemática antigua es excelente.

El número occidental no nace, como pensaba Kant y el mismo Helmholtz, de «la intuición a priori del tiempo». Es algo específicamente espacial, como ordenamiento de unidades homogéneas. El tiempo real no tiene la menor relación con las matemáticas; lo iremos viendo claramente en lo sucesivo.

Los números pertenecen exclusivamente a la esfera de lo extenso. Pero hay tantas maneras posibles—y por ende necesarias—de representarse el orden de lo extenso como existen culturas. El número antiguo no es el pensamiento de relaciones espaciales, sino de unidades tangibles, limitadas para los ojos del cuerpo. La «antigüedad», por lo tanto—ello se sigue necesariamente—, no conoció mas que los números «naturales»; —positivos enteros—que entre las muchas y muy abstractas especies numéricas de nuestra matemática occidental — sistemas complejos, hipercomplejos, no arquimédicos, etc. —no ocupan un lugar privilegiado.

Por eso la representación de los números irracionales, o cómo decimos nosotros, fracciones decimales infinitas, ha sido siempre irrealizable para el espíritu griego. Dice Euclides—y esto hubiera debido comprenderse mejor —que las distancias inconmensurables no se comportan como números. Y en realidad, si se analiza el concepto de número irracional, se ve que el concepto de número y el concepto de magnitud están en él perfectamente separados, porque los números irracionales, v. g., p no pueden ser nunca exactamente limitados o representados por una distancia. De aquí se sigue que para el número antiguo, que es justamente límite sensible, magnitud conclusa y nada más, la representación, v. gr., de la relación del lado del cuadrado con la diagonal, entra en contacto con una idea numérica totalmente distinta, muy extraña al sentimiento antiguo del universo y, por lo tanto, intolerable, idea que parece próxima a descubrir el arcano de la propia existencia. Este sentimiento se expresa en un extraño mito griego, de época posterior, según el cual el primero que sacó a la luz pública la noción de lo irracional perdió la vida en un naufragio, «porque lo inexpresable e inimaginable debe siempre permanecer oculto». Quien sienta el terror que se manifiesta en este mito—es el mismo terror que estremecía a los griegos de la época más floreciente ante la idea de ensanchar sus minúsculos Estados-ciudades, convirtiéndolos en territorios políticamente organizados; ante las perspectivas de largas calles en línea recta y avenidas interminables; ante la astronomía babilónica, con sus infinitos espacios estelares; ante la idea de salir del Mediterráneo con rumbos que ya de antiguo habían descubierto las naves egipcias y fenicias; es la misma angustia metafísica que les atenazaba al pensar en la disolución de lo tangible, lo sensible, lo presente, lo actual, con que la existencia antigua se había construido como una cerca protectora, allende la cual yacía no sabemos qué cosa inquietante, una sima, un elemento primario de ese cosmos, creado y mantenido en cierto modo artificialmente—, quien comprenda ese sentimiento, ha comprendido también el sentido más hondo del número antiguo, la medida opuesta a lo inmenso, y ha logrado compenetrarse con el superior ethos religioso de esa limitación. Goethe, al estudiar la naturaleza, ha conocido muy bien ese sentimiento; y así se explica su polémica, casi angustiosa, contra la matemática que, en realidad—y esto nadie todavía lo ha entendido bien—, iba dirigida instintivamente contra la matemática no «antigua», contra el cálculo infinitesimal, que servía de fundamento a la física de su tiempo.

El sentimiento religioso de los antiguos va condensándose en manifestaciones cada vez más expresivas, en cultos sensibles, actuales— locales— que corresponden a deidades euclidianas. La religión griega no conoció los dogmas abstractos, que flotan en los espacios mostrencos del pensamiento. El culto es al dogma pontificio como la estatua es al órgano de nuestras catedrales. La matemática euclidiana tiene sin duda algo de culto. Recuérdese la teoría secreta de los pitagóricos y la teoría de los poliedros regulares con su significación en el esoterismo de los platónicos. Por otra parte, a esta relación entre el culto y la matemática antigua corresponde en Occidente la profunda afinidad entre el análisis del infinito, a partir de Descartes, y la dogmática de la misma época, en su progresión, que va desde las últimas decisiones de la Reforma y la Contrarreforma hasta el deísmo puro, libre de toda referencia a lo sensible. Descartes y Pascal fueron matemáticos y jansenistas. Leibnitz fue matemático y pietista. Voltaire, Lagrange y d'Alembert son contemporáneos. Para el alma antigua, el principio de lo irracional, esto es, la destrucción de la serie estatuaria de los números enteros, representantes de un orden perfecto del mundo, fue como un criminal atentado a la divinidad misma. Este sentimiento se percibe claramente en el Timeo de Platón. La transformación de la serie discontinua de los números en una serie continua pone en cuestión no sólo el concepto «antiguo» del número, sino hasta el concepto del mundo antiguo. Se comprende ahora que en la matemática antigua no fuesen posibles no ya el cero como número —refinada creación de admirable energía, que aniquila toda representación sensible y, para el alma india, que la concibió como base del sistema de posición, constituye la clave para desentrañar el sentido de la realidad—, pero ni siquiera los números negativos, que nosotros nos representamos sin dificultad. En efecto, no hay magnitudes que sean negativas. La expresión — --2. -3 = + 6 ni es intuíble ni representa una magnitud. Con + 1 termina la serie de las magnitudes.

En la representación gráfica de los números negativos

(+3 +2 +1 0 -1 -2 -3)

._ ._ ._ ._ ._ ._ ._

cada signo, a partir del cero, se convierte de pronto en símbolo positivo de algo negativo. Significa algo, pero ya no es nada. Mas el pensamiento aritmético antiguo no estaba orientado en la dirección de un acto mental como éste.

Todo lo que nace del espíritu antiguo asciende a la categoría de realidad, por medio de la limitación plástica. Lo que no puede dibujarse no es «número». Platón, Archytas y Eudoxo hablan de números superficiales y números corporales cuando quieren expresar nuestra segunda y tercera potencia; y se comprende muy bien que no exista para ellos el concepto de potencias mayores en los números enteros. Una potencia cuarta sería un absurdo, porque el sentimiento plástico fundamental de los antiguos exigiría inmediatamente que se la imaginase como extensión material de cuatro dimensiones.

Una expresión como e –ix, que aparece muchas veces en nuestras fórmulas, o simplemente el signo 51/2, que fue empleado en el siglo XIV por Nicolás Oresme, les hubiera parecido a los griegos completamente absurdo. Euclides llama lados (pleuraÜ) a los factores de un producto. Para investigar en números enteros la relación entre dos distancias, el antiguo cuenta por quebrados—finitos, naturalmente—. Por eso no puede manifestarse la idea del cero como número; en efecto, el cero no tiene un sentido que pueda dibujarse. Contra esto no cabe argumentar diciendo que la matemática griega constituye precisamente el «estadio primitivo» en la evolución «de la» matemática. Tal objeción lleva impreso el sello característico de nuestros hábitos mentales. Pero la matemática antigua no es un preludio; dentro del mundo que la «antigüedad» se creó a sí misma, constituye un todo perfecto, y sólo nosotros no lo consideramos así. La matemática babilónica y la india, construidas mucho antes que la griega, habían ya elaborado, como elementos esenciales de su mundo numérico, esas mismas nociones que para el sentimiento de los antiguos resultaban absurdas; y algunos pensadores griegos las conocían. La matemática, repetimos, es una ilusión. Un pensamiento matemático y, en general, científico, es exacto, convincente, «necesario lógicamente», cuando corresponde perfectamente al propio sentimiento de la vida. De lo contrario, es imposible, falso, absurdo, o como solemos decir nosotros con el orgullo de los espíritus históricos, «primitivo». La matemática moderna, obra maestra del espíritu occidental—«verdadera» sólo para este espíritu—le hubiera parecido a Platón una ridicula y fatigosa aberración que se aproxima, a veces, a la matemática verdadera, la «antigua». ¡Cuántas grandes concepciones de otras culturas no habremos dejado perderse, por no poder acomodarlas en nuestro pensamiento con sus propias limitaciones o lo que es lo mismo, por sentirlas falsas, superfluas y absurdas!

La matemática antigua, teoría de magnitudes intuitivas, no quiere interpretar sino los hechos del presente palpable; por lo tanto, limita su investigación y su vigencia a ejemplos próximos y pequeños. En esto la matemática antigua es perfectamente consecuente consigo misma. En cambio la matemática occidental se ha conducido con una falta de lógica, que el descubrimiento de las geometrías no euclidianas ha puesto claramente de manifiesto. Los números son formaciones intelectuales que no tienen nada de común con la percepción sensible; son formaciones del pensamiento puro [12] que poseen en sí mismas su validez abstracta. ¿Pueden aplicarse exactamente a la realidad de la percepción inteligente? He aquí un problema continuamente planteado y nunca resuelto a satisfacción. La congruencia de los sistemas matemáticos con los hechos de la experiencia diaria no tiene por de pronto nada de evidente. Según el prejuicio vulgar—que Schopenhauer comparte—, la intuición posee una evidencia matemática inmediata; y, sin embargo, la geometría euclidiana, que idéntica grosso modo a la geometría popular de todos los tiempos, no coincide con la intuición sino en muy estrechos límites —en el papel—. En la intuición de remotas distancias vemos a las paralelas juntamente en el horizonte. Sobre este hecho descansa toda la perspectiva pictórica. Y, sin embargo,

Kant, prescindiendo de «la matemática de lo lejano», olvido imperdonable en un pensador occidental, apela siempre a figuras pequeñas en las que, justamente por su pequeñez, no puede presentarse el problema propiamente occidental, el problema infinitesimal del espacio. De la misma manera Euclides, cuando quiere dar a sus axiomas certidumbre intuitiva, tiene buen cuidado de no referirse a un triángulo imposible de dibujar ni de «intuir», como, por ejemplo, el que forman el observador y dos estrellas fijas. Pero en esto procede de acuerdo con el modo de sentir antiguo; obedece a aquel terror ante lo irracional que impidió a los antiguos concebir la nada como cero, como número, excluyendo de la contemplación cósmica las relaciones inconmensurables para conservar intacto el símbolo de la medida.

Aristarco de Samos, que vivió en Alejandría entre 288 y 277, en un círculo de astrónomos relacionados sin duda alguna con las escuelas de Persia y Babilonia, bosquejó un sistema heliocéntrico [13] del universo que, al ser nuevamente descubierto por Copérnico, causó en Occidente una profunda emoción metafísica — recuérdese a Giordano Bruno — y fue como el cumplimiento de grandes presagios, la confirmación de aquel sentimiento fáustico y gótico que, en la arquitectura de las catedrales, ofrendara un sacrificio a la idea del espacio infinito. Pero las ideas de Aristarco de Samos fueron recibidas por los antiguos con una indiferencia absoluta y bien pronto —dijérase intencionadamente—olvidadas. Sus partidarios se redujeron a unos cuantos sabios, oriundos casi todos del Asia Menor. Su defensor más famoso, Seleuco (hacia 150), era natural de Seleucia, ciudad persa situada a orillas del Tigris.

En realidad, el sistema de Aristarco carecía de todo valor espiritual para aquella cultura. Su idea fundamental hubiera sido incluso peligrosa. Y eso que se distinguía del sistema de Copérnico—nadie ha observado hasta ahora este hecho decisivo—por una variante particular, muy conforme con el sentimiento antiguo del mundo. Aristarco se representaba el Cosmos encerrado en una esfera hueca, de límites corpóreos, asequible a la mirada, en cuyo centro estaba el sistema planetario, pensado a la manera de Copérnico. La astronomía antigua, cualquiera que fuese su modo de concebir los movimientos celestes, consideró siempre la tierra como algo distinto de los astros. La idea de que la tierra es una estrella entre estrellas [14], idea preparada ya por Nicolás Cusano y por Leonardo, es compatible con el sistema de Ptolomeo como con el de Copérnico. Pero la hipótesis de una esfera celeste excluía el principio del infinito, que hubiera puesto en peligro el concepto antiguo del límite sensible. No aparece, pues, en Aristarco la idea de un espacio cósmico ilimitado, que parecía imponerse inevitablemente y que el espíritu babilónico ya había concebido mucho antes. Al contrario, Arquímedes demuestra en su famoso libro del «Número de arena»—el título mismo indica que se trata de una refutación de las tendencias infinitesimales, y no, como se ha venido diciendo, de un primer paso hacia el moderno cálculo integral—que ese cuerpo estereométrico (pues no otra cosa es el cosmos de Aristarco) lleno de átomos (arena) conduce a resultados muy grandes, pero no infinitos. Esto es justamente la negación de todo cuanto el análisis significa para nosotros. El cosmos de nuestra física es la más rigurosa superación de todo límite material, como lo demuestran el continuo fracaso y la constante resurrección de las hipótesis sobre el éter cósmico, pensado materialmente, esto es, por medio de una intuición mediata. Eudoxo, Apolonio y Arquímedes, que fueron sin duda los más finos y audaces matemáticos de la antigüedad, desenvolvieron a la perfección un análisis puramente óptico de lo concreto, partiendo del valor que para los antiguos tenía el límite plástico y aplicando principalmente la regla y el compás. Emplearon métodos profundos y de difícil acceso para nosotros, una especie de cálculo integral, que sólo en apariencia es semejante al método de la integral definida de Leibnitz; usaron de lugares geométricos y coordenadas que son verdaderos números y líneas definidas y no, como en Fermat y sobre todo en Descartes, relaciones innominadas del espacio, valores de puntos, relativos a su posición. Entre esos procedimientos se destaca el método exhaustivo, empleado por Arquímedes [15] en el tratado, descubierto hace poco, que dedica a Eratóstenes, aquí ya no se obtiene la cuadratura del segmento de parábola, calculando polígonos semejantes, sino rectángulos inscritos.

Pero justamente esta manera tan ingeniosa y complicada de resolver el problema, fundándose en ciertas ideas geométricas de Platón, pone de manifiesto la enorme diferencia entre esta intuición y la de Pascal, por ejemplo, que se le parece superficialmente. No hay nada más opuesto al método «antiguo»—si se prescinde del concepto de la integral de Riemann—que nuestro método de las cuadraturas (que asi por desgracia siguen llamándose), en donde la «superficie» se define como limitada por una función, y entonces ya ni siquiera cabe hablar de una solución por el dibujo. En este punto las dos matemáticas llegan casi a tocarse; y precisamente en este punto es donde mejor se percibe el abismo infranqueable que separa a las dos almas, de que esas dos matemáticas son la expresión.

Los números puros, cuya esencia los egipcios encerraron, por decirlo así, en el estilo cúbico de su arquitectura primitiva, con un terror profundo ante el misterio, fueron también para los helenos la clave que les descubrió el sentido de las cosas, de lo rígido y, por lo tanto, de lo perecedero. La construcción de piedra y el sistema científico niegan la vida. El número matemático, principio formal del mundo extenso, que sólo existe por y para la conciencia humana vigilante, está en relación con la muerte por medio del nexo causal, como el número cronológico está en relación con el devenir, con la vida, con la necesidad del sino. Iremos viendo cada vez más claramente que el origen de todas las artes mayores está en esa relación de la forma estricta matemática con el fin y término de lo orgánico, con el resto visible de lo que fue vivo, con el cadáver.

Ya hemos hecho notar que la ornamentación primitiva se desarrolla en los objetos y recipientes del culto funerario.

Los números son símbolos de lo transitorio. Las formas rígidas niegan la vida. Las fórmulas y las leyes dan rigidez a la imagen de la naturaleza. Los números matan. Son las madres de Fausto, que reinan majestuosas en la soledad, «en los imperios de lo increado... configuración y transfiguración, eterno alimento del sentido eterno, envuelto en las imágenes de todas de las criaturas».

Aquí coinciden Platón y Goethe en el presentimiento de un postrer misterio. Las madres, lo inasequible—las ideas de Platón—, significan las posibilidades de un alma colectiva, sus formas nonatas. En el mundo visible, que una necesidad íntima ordena conforme a la idea de ese alma colectiva, se idealizan aquellas posibilidades en forma de cultura—cultura creadora y cultura creada— de arte, de pensamiento, de Estado, de religión. Así se explica la afinidad entre el sistema de los números y la idea del mundo en una misma cultura; y esta conexión da al sistema de los números un sentido que trasciende del mero saber y conocimiento y le confiere el valor de una intuición del universo. Por eso hay tantas matemáticas— mundos de los números—como culturas superiores.

Sólo así se comprende que los grandes pensadores matemáticos, artistas plásticos de los números, hayan necesitado el auxilio de una profunda intuición religiosa para descubrir los problemas decisivos de su cultura. Tal es el sentido de la creación del número antiguo, apolíneo, por Pitágoras, fundador de una Religión Ese mismo sentimiento primario es el que anima a Nicolás Cusano, el gran obispo de Brixen, cuando, en 1450, partiendo de la infinidad divina en la naturaleza, descubre los fundamentos del cálculo infinitesimal. Leibnitz, quien, dos siglos más tarde, fijó definitivamente el método y las características de ese cálculo, se funda sobre consideraciones puramente metafísicas acerca del principio divino y su relación con la extensión infinita, para desenvolver el analysis situs, que es quizá la más genial interpretación del espacio puro, sin mezcla de elemento sensible y cuyas riquísimas posibilidades no han sido desarrolladas hasta el siglo XIX por Grassman, en su teoría de la extensión, y sobre todo por Riemann, que es su verdadero creador, en la simbólica de las superficies bilaterales, que representan la naturaleza de ciertas ecuaciones. Keplero y Newton fueron también almas de temple religioso y, como Platón, tuvieron clara conciencia de que, por medio de los números, habían logrado penetrar en la esencia de un orden divino del universo.

Suele decirse que Diofanto fue el primero que libertó a la aritmética antigua de su condición sensible y la hizo progresar, amplificándola y creando el álgebra, como teoría de las cantidades indeterminadas. Pero Diofanto no creó el álgebra, sino que la introdujo de repente en la matemática antigua que conocemos, haciendo uso de pensamientos anteriores. Para el sentimiento antiguo del mundo, el álgebra no es un progreso, sino una absoluta superación. Esto basta ya para demostrar que Diofanto no pertenece interiormente a la cultura antigua.

Actúa en él un nuevo sentimiento del número o, mejor dicho, un nuevo sentimiento del limite que el número impone a la realidad. Ya no es aquel sentimiento helénico, cuya idea del límite sensible y actual dio origen a la geometría euclidiana de los cuerpos tangibles y a la plástica de la estatua desnuda.

No conocemos los detalles que acompañan la formación de esta nueva matemática. Diofanto es un caso único en la matemática de la antigüedad posterior; tanto, que se ha pensado en influencias de la India. Pero sin duda lo que hay aquí es un influjo de aquellas escuelas árabes primitivas de la Mesopotamia, cuyos trabajos han sido tan poco estudiados, salvo los que se refieren a temas dogmáticos. Diofanto se propone desarrollar ciertos pensamientos euclidianos; pero en ese desarrollo surge un nuevo sentimiento del limite— yo le llamo mágico—aunque sin conciencia de su oposición al concepto antiguo. Diofanto no amplifica la idea del número como magnitud, sino que la deshace sin darse cuenta de ello. Ningún griego hubiera podido comprender lo que es un número indeterminado a 0 un número innominado 3—que no son ni magnitud, ni medida, ni distancia—. Pues bien; el nuevo sentimiento del límite encarnado en estas especies numéricas está ya por lo menos latente en las reflexiones de Diofanto.

El cálculo por letras, tan corriente hoy entre nosotros, la forma actual del álgebra, que ha recibido desde entonces otra nueva interpretación, fue introducida en 1591 por Vieta, en oposición notable, aunque inconsciente, al cálculo del Renacimiento, que seguía el estilo antiguo.


Diofanto vivió hacia 250 de J. C., esto es, en el tercer siglo de la cultura árabe. El organismo histórico de la cultura árabe ha permanecido oculto bajo las formas más aparentes y superficiales del Imperio romano y de la «Edad Media» [16]. A la cultura árabe pertenece todo lo que se produjo en el territorio del futuro Islam, desde los comienzos de nuestra era. Justamente entonces despunta un nuevo sentimiento del espacio, que se manifiesta en las basílicas, los mosaicos y los relieves sepulcrales de estilo cristiano-sirio, y al mismo tiempo acaban de extinguirse los últimos rescoldos de la plástica estatuaria de Atenas. En esta época surge otra vez un arte arcaico y una ornamentación rigurosamente geométrica. Diocleciano establece entonces un verdadero califato en aquel imperio, que sólo en apariencia era romano. Entre Euclides y Diofanto median quinientos años. Otros tantos median entre Platón y Plotino, entre el último pensador—el Kant—, que remata una cultura, y el primer escolástico—el Duns Escoto—, de una cultura recién nacida.

Por primera vez nos encontramos ante el fenómeno, hasta hoy desconocido, de esos grandes individuos, cuyo nacimiento,

desarrollo y decadencia constituye la substancia propia de la historia universal, oculta tras un velo superficial de mil confusos colores. El alma «antigua» que declina y se extingue en la inteligencia romana; aquel alma cuyo «cuerpo» es la cultura antigua, con sus obras, pensamientos, hechos y ruinas, había surgido 1100 años antes de J. C., en el territorio del mar Egeo.

La cultura arábiga, que empieza a alentar en Oriente, desde Augusto, bajo el manto de la civilización antigua, tiene indudablemente su origen en la comarca que se extiende entre Armenia y la Arabia meridional, Alejandría y Ctesifón. Son expresiones de este alma nueva casi todo el arte de la época imperial, los cultos orientales, llenos de savia joven, la religión mandea y maniquea, el cristianismo y el neoplatonismo, los Foros imperiales de Roma y el Panteón, que es la primera mezquita del mundo.

Es cierto que en Alejandría y Antioquía se escribía en griego y aun se creía pensar en griego; pero este hecho no tiene la menor importancia, como no la tiene el que la ciencia occidental haya usado, hasta Kant, la lengua latina o que Carlomagno se figurase haber
«resucitado» el Imperio romano.

Para Diofanto ya no es el número la medida y esencia de las cosas plásticas. En los mosaicos de Rávena el hombre ya no es cuerpo. Insensiblemente han ido perdiendo los términos griegos su primitiva significación. Estamos muy lejos de la kalokŒgayÞa [17] ática, de la ŒtarajÞa [18] y la gal®nh [19] estoicas. Sin duda, Diofanto no conoce aún el cero y los números negativos; pero ya no conoce tampoco las unidades plásticas de los números pitagóricos. Por otra parte, la indeterminación de los números árabes innominados es enteramente distinta de la variabilidad regular del número occidental, que se expresa en la función.

La matemática mágica, el álgebra, se desarrolla lógicamente, sin que conozcamos los detalles de esta evolución, sobre el estadio en que la dejara Diofanto—que ya supone un cierto desarrollo anterior—y llega a su plenitud en el siglo IX, época de los Abassidas, como lo demuestra la ciencia de Alchwarizmi y Aisidschzi. Así como la plástica ateniense se desarrolla paralelamente a la geometría euclidiana—dos manifestaciones externas de un mismo lenguaje formal—; así como el estilo fugado de la música instrumental evoluciona junto al análisis del espacio, asi también al lado del álgebra nace y crece un arte mágico, el arte de los mosaicos, de los arabescos—que, desde el imperio sassánida y luego desde Bizancio, van ostentando cada vez mayor riqueza y complicación en su absurdo tejido de formas orgánicas—, el arte de los altorrelieves constantinianos con la incierta obscuridad del fondo entre las figuras libremente destacadas. El álgebra está con la aritmética antigua y con el análisis occidental en la, misma relación que la basílica cupular con el templo dórico y con la catedral gótica.

No es que Diofanto haya sido un gran matemático. La mayor parte de lo que su nombre evoca no se halla en sus escritos; y lo que está en sus escritos no es seguramente todo propiedad suya. Su importancia casual obedece a que, hasta donde nuestro conocimiento alcanza, es el primero que manifiesta por modo indudable un nuevo sentimiento del número. Frente a los grandes maestros, que perfeccionan y cierran una matemática, como Apolonio y Arquímedes en la antigüedad, y como Gauss, Cauchy y Riemann en el Occidente, produce Diofanto la impresión de que en su idioma de fórmulas hay algo de primitivo que hasta ahora se ha solido calificar de decadente. Como primitivo habrá de ser comprendido y estimado en lo futuro, una vez que se haya verificado en el cuadro del arte antiguo la indispensable transmutación de Valores, que consiste en ver que eso que se llama arte decadente y que tanto se desprecia no es sino la vacilante e insegura manifestación del sentimiento arábigo, que empezaba a despuntar. Igual impresión de arcaísmo, de primitivismo, de inseguridad, produce la matemática de Nicolás de Oresme, obispo de Lisieux—1323-1382—, que fue el primero que empleó en Occidente coordenadas libremente elegidas y hasta potencias con exponentes quebrados. Esto supone un sentimiento del número poco claro, sin duda, todavía, pero ya inconfundible, un sentimiento totalmente distinto del antiguo y también del arábigo. Pensemos en Diofanto y al mismo tiempo en los primitivos sarcófagos cristianos de las colecciones romanas; pensemos luego en Oresme y en las estatuas góticas de las catedrales alemanas; advertiremos pronto cierta afinidad entre ambos matemáticos, cuyos pensamientos representan un mismo período arcaico de la inteligencia abstracta. En la época de Diofanto ya se había extinguido aquel sentimiento estereométrico, que palpitaba en la finura y elegancia suprema de un Arquímedes y que supone ya una inteligencia urbana. En aquel mundo árabe primitivo eran los hombres torpes, anhelantes, místicos. Ya no tenían aquella claridad aquella desenvoltura de los atenienses. Eran hijos de la tierra. Habían nacido en un paisaje matutino y no, como Euclides o d'Alembert, en una gran ciudad [20]. Ya nadie comprendía los profundos y complicados productos del pensamiento antiguo; se pensaban ideas nuevas, confusas, cuya organización clara, cuya concepción urbana intelectual no podía formularse aún. Tal es el estadio gótico de todas las culturas jóvenes. La «antigüedad» había pasado por él en la época dórica, de la cual no nos queda mas que la cerámica de estilo dipylon. Las concepciones del tiempo de Diofanto fueron desenvueltas y perfeccionadas más tarde, en el siglo IX y X, en Bagdad, por grandes maestros que no desmerecen de Platón y de Gauss.

La acción decisiva de Descartes, cuya Geometría vio la luz pública en 1637, no consistió, como suele decirse, en introducir un nuevo método o una nueva intuición en la geometría tradicional, sino en formular definitivamente una nueva idea del número, que se manifiesta en el hecho de haber cortado todo lazo de unión entre la geometría y la construcción óptica de las figuras, distancias medidas y mensurables. Con esto era ya un hecho el análisis del infinito. Quien estudie a fondo la obra de Descartes verá que el sistema rígido de coordenadas llamado cartesiano, representante ideal de las magnitudes mensurables, en sentido semieuclidiano, tuvo en realidad su importancia en el período anterior, en el de Oresme, por ejemplo, y que Descartes, más que perfeccionarlo, lo que hizo fue superarlo. Su contemporáneo Fermat fue el último clásico de ese sistema.

En lugar de los elementos sensibles, distancias y superficies concretas—expresión específica del sentimiento antiguo del límite—aparece ahora el punto, elemento abstracto de el Espacio, totalmente extraño al sentir antiguo; y el punto se caracteriza desde ahora como un grupo de números puros coordenados. Descartes deshace el concepto de la magnitud, de la dimensión sensible, transmitido por los textos antiguos y la tradición árabe, y lo substituye por el valor variable relativo de las posiciones en el espacio. Nadie ha comprendido que esto significaba en realidad prescindir por completo de la geometría, que, en adelante, vive en el mundo numérico del análisis una existencia aparente, compuesta tan sólo de reminiscencias antiguas. La palabra geometría posee un sentido apolíneo indestructible. A partir de Descartes, la mal llamada «geometría nueva» es, en verdad, o un proceso sintético que determina la posición de ciertos puntos, por medio de ciertos números, en un espacio no necesariamente tridimensional —una «colección de puntos»—, o un proceso analítico que determina ciertos números por medio de la posición de ciertos puntos. Substituir las distancias por posiciones es concebir la extensión como espacio puro, como espacio sin cuerpos.

Creo que el ejemplo clásico que mejor revela la destrucción de esa geometría óptica y finita, heredada de los antiguos, es la, transformación de las funciones angulares—que fueron números de la matemática india con un sentido que apenas podemos vislumbrar—en funciones ciclométricas y su descomposición en series, que, en el campo infinito del análisis algebraico, han perdido ya hasta el más leve recuerdo de las figuras geométricas de estilo euclidiano. El número cíclico p, como la base de los logaritmos naturales e, se manifiesta por doquiera en este grupo numérico y produce relaciones que borran todo límite entre la geometría, la trigonometría y el álgebra; relaciones que no son ni aritméticas ni geométricas y ante las cuales ya nadie piensa en círculos realmente dibujados o en potencias calculables.

El alma antigua llegó, por medio de Pitágoras, en 540, a la concepción de su número apolíneo, como magnitud mensurable; asimismo el alma occidental, en una fecha que corresponde a aquélla, formuló por medio de Descartes y los de su generación—Pascal, Fermat, Desargues—la idea de un número, que nace de una tendencia apasionada, fáustica, hacia el infinito. El número, como magnitud pura, adherido a la presencia corpórea de la cosa singular, encuentra su correlato en el número como relación pura [21]. Si es lícito definir el mundo antiguo, el cosmos—partiendo de aquella profunda necesidad de limitación visible—, como la suma calculable de las cosas materiales, podrá decirse en cambio que nuestro sentimiento del universo se ha realizado en la imagen de un espacio infinito, en el cual lo visible resulta lo condicionado, lo opuesto al absoluto, y casi como una realidad de segundo orden. Su símbolo es el concepto de función, concepto decisivo, que no aparece, ni vislumbrado siquiera, en ninguna otra cultura. La función no es, en modo alguno, la amplificación o desarrollo de un concepto del número recibido por tradición; es la superación completa de todo número. No sólo la geometría euclidiana, y con ésta la geometría «universal humana» fundada en la experiencia diaria, la geometría de los niños y de los indoctos, sino también la noción arquimédica del cálculo elemental, la aritmética, cesa de tener valor para la matemática verdaderamente significativa del Occidente europeo. Ya no hay mas que análisis abstracto. Para los antiguos, la geometría y la aritmética eran ciencias conclusas, integrales, de primer orden, y su método era la intuición, el contar o dibujar magnitudes; para nosotros esas disciplinas ya no son mas que los instrumentos prácticos de la vida diaria. La adición y la multiplicación, los dos métodos antiguos del cálculo, hermanos gemelos de la construcción de las figuras, desaparecen por completo en la infinidad de nuestros procesos funcionales.

La potencia que es, en principio, un simple signo numérico que indica un determinado grupo de multiplicaciones—productos de cantidades iguales—queda hoy completamente desligada del concepto de magnitud; el nuevo símbolo del exponente—logaritmo— empleado en formas complejas, negativas, quebradas, ha trasladado la potencia a un mundo trascendente de relaciones, que para los griegos, que no conocían sino dos potencias positivas -enteras, las superficies y los volúmenes, hubiera sido completamente inaccesible—pensemos en expresiones como:

Las profundas creaciones que, a partir del Renacimiento, se suceden rápidamente unas a otras; los números imaginarios y complejos, introducidos por Cardán en 1550; las series infinitas, fundadas teóricamente en 1666 por el gran descubrimiento del binomio de Newton; los logaritmos en 1610, la geometría diferencial, la integral definida de Leibnitz; la colección, como nueva unidad numérica, ya presentida por Descartes; los nuevos procesos como el de la integración indefinida, el desarrollo de las funciones en series y aun en series infinitas de otras funciones; todas estas conquistas son otras tantas victorias sobre el sentimiento popular sensible del número, que el espíritu de la nueva matemática debía superar, para poder dar cuerpo a un nuevo sentimiento del universo.

No hay ejemplo de una cultura que haya manifestado tanto respeto como la occidental por los productos de otra anterior—la «antigua»—desaparecida hacía mucho tiempo y que le haya permitido tener sobre sí tan amplio influjo científico.

Hemos tardado mucho en atrevemos a pensar nuestro propio pensamiento. En el fondo hemos sentido de continuo el deseo de imitar a los antiguos. Y, sin embargo, cada paso que dábamos en esa dirección nos alejaba más y más del ideal ansiado.

Por eso la historia del saber occidental es la de una progresiva emancipación de los influjos antiguos, una liberación que ni siquiera fue deseada, sino obligada por hondas tendencias inconscientes. Y asi, la evolución de la matemática moderna aparece como una lucha sorda, larga y, al cabo, triunfante contra el concepto de magnitud [22].

Los prejuicios favorables con que miramos la antigüedad nos han impedido hallar un nuevo nombre para el número propiamente occidental. El actual lenguaje de los signos matemáticos falsea los hechos y ha sido el culpable de que, aun entre los mismos matemáticos, domine la creencia de que los números son magnitudes. Y, en efecto, sobre esa suposición descansan nuestras designaciones gráficas habituales.

Pero los signos particulares, que sirven para expresar la función (x, p, s), no constituyen el número nuevo. El nuevo número occidental es la función misma, la función como unidad, como elemento, la relación variable, irreductible a limites ópticos. Y hubiera debido buscarse para él un nuevo lenguaje de fórmulas no influido en su estructura por las concepciones de la antigüedad.

Representémonos la diferencia entre dos ecuaciones—esta palabra misma no debiera comprender cosas tan heterogéneas-tales como:

3x + 4x = 5x y xn + yn = zn,

(la ecuación del teorema de Fermat). La primera consta de varios «números antiguos»— magnitudes—. La segunda es ella misma un número de muy distinta especie, si bien ello permanece encubierto por la identidad de la grafía. En efecto, los signos de nuestra matemática se han formado bajo la influencia de representaciones euclidianas y arquimédicas. En la primera ecuación, el signo de igualdad define el enlace rígido de dos magnitudes determinadas, tangibles; en la segunda, representa una relación constante dentro de un grupo de variables, de tal suerte que ciertas alteraciones arrastran como consecuencia necesaria otras alteraciones. La primera ecuación se propone determinar— medir—una magnitud concreta, que se llama resultado. La segunda no tiene resultado alguno; es la copia y signo de una relación que para n > 2—éste es el famoso problema de Fermat—excluye valores enteros probablemente indicables. Un matemático griego no hubiera entendido lo que se pretende con operaciones de esta índole, cuyo fin último no es un «cálculo».

El concepto de incógnita induce a error si se aplica a las letras de la ecuación de Fermat. En la primera ecuación, en la «antigua», x es una magnitud determinada y mensurable que hay que despejar. En la segunda ecuación, la palabra «determinar» no tiene sentido alguno para x, y, z, n; por consiguiente, lo que se quiere no es hallar el valor de esos símbolos; x, y, z, n no son, pues, números, en sentido plástico, sino signos de una conexión a la cual le faltan los caracteres de magnitud, figura y univocidad; son signos de una infinidad de posibles posiciones de igual carácter que, concebidas como unidad, constituyen el verdadero número. La ecuación toda, expresada en una grafía que contiene, por desgracia, muchos y engañosos signos, es de hecho un número único; los signos x, y, z no son números, como no lo son los signos + y =.

El concepto de los números irracionales, de los números propiamente antihelénicos, deshace en su fundamento mismo la noción del número concreto y determinado. A partir de este momento ya no forman estos números una serie de magnitudes crecientes, discretas, plásticas, sino un continuo de una dimensión, en el cual cada corte—en el sentido de Dedekind—representa «un número», aunque ya en realidad no puede dársele este nombre. Para el espíritu antiguo no hay más que un número entre el 1 y el 3; para el espíritu occidental, hay una colección infinita. Y el último resto de tangibilidad popular y antigua queda, finalmente, destruido, cuando se introducen en la matemática los números imaginarios (√ - I = i ) y los números complejos (de la forma general a + bi) que amplifican el continuo lineal y lo transforman en la noción sumamente trascendente de cuerpo numérico —conjunto de una colección de elementos homogéneos—en donde cada corte representa un plano numérico, una colección infinita de inferior «potencia», como, por ejemplo, el conjunto de todos los números reales. Estos planos numéricos que, desde Cauchy y Gauss, tienen un papel muy importante en la teoría de las funciones, son puras creaciones del pensamiento. En cierto modo, hubieran podido los griegos concebir el número irracional positivo, v. gr., /2 aunque sólo fuese negándolo, excluyéndolo de entre los números, llamándolo rrhtow logow [23]. Pero expresiones de la forma x + y i exceden todas las posibilidades del pensamiento antiguo. La extensión de las leyes aritméticas a toda la esfera del complejo, dentro de la cual son continuamente aplicables, es el fundamento de la teoría de las funciones, teoría que representaren su mayor pureza la matemática occidental, porque comprende en sí todas sus partes. De esta suerte la matemática occidental se hace perfectamente aplicable al cuadro de la física dinámica, que se ha desenvuelto al mismo tiempo; como también la matemática antigua representa el correlato exacto de aquel mundo de cosas plásticas, que la física estática, desde Leucipo hasta Arquímedes, estudia en el sentido teórico y mecánico.

El siglo clásico de esta matemática barroca—en oposición al estilo jónico—es el XVIII, que empieza con los descubrimientos decisivos de Newton y Leibnitz y sigue con Euler Lagrange, Laplace, d'Alembert hasta llegar a Gauss. El desenvolvimiento de esta poderosa creación espiritual fue como un milagro. Apenas osaba nadie creer en lo que veía. Descubríanse verdades a montones, que parecían imposibles a los refinados espíritus de aquel siglo de temple escéptico. Y d'Alembert decía: Allez en avant et la foi vous viendra, refiriéndose a la teoría del cociente diferencial. En efecto, la lógica misma parecía formular oposición; todos los supuestos descansaban, en apariencia, sobre errores; y, sin embargo, se llegó a buen término.

Este siglo, en la sublime embriaguez de aquellas formas saturadas de espíritu y ocultas a los ojos del cuerpo—pues junto a esos grandes maestros del análisis hay que poner también a Bach, Gluck, Haydn, Mozart—; este siglo, en el cual un pequeño círculo de espíritus selectos y profundos, de donde Goethe y Kant permanecieron excluidos, vivía entre los más refinados descubrimientos y las más audaces combinaciones formales, corresponde por su contenido exactamente a la época más plena del jónico, a la época de Eudoxo y Archytas (450-350)—y debemos añadir también Fidias, Policleto, Alkamenes y los edificios del Acrópolis—, en la cual el mundo de la matemática y de la plástica antiguas brilló con todo el esplendor de sus posibilidades y llegó a su final apogeo.

Ahora ya podemos comprender la elemental oposición entre el alma antigua y el alma occidental. No hay nada más íntimamente distinto en toda la historia de la humanidad superior. Y justamente porque los extremos se tocan, porque acaso las oposiciones arranquen de un fondo común, sepultado en las más profundas capas de la vida, siente el alma occidental, fáustica, esa anhelante aspiración hacia el ideal del alma apolínea, que es la única que el alma occidental ha amado, envidiándole la fuerza con que se entregaba al presente puro.

Ya hemos hecho notar que en el hombre primitivo y en el niño hay un momento de la vida interior en que súbitamente nace el yo; y entonces es cuando comprenden ambos el fenómeno del número, entonces es cuando, de pronto, poseen un mundo circundante, y lo refieren al yo.

Cuando la mirada atónita del hombre primitivo ve destacarse en grandes rasgos, sobre el caos de las impresiones, ese mundo naciente de la extensión; cuando la oposición profunda, irreductible, entre ese mundo exterior y el mundo interior ha dado forma y dirección a la vida vigilante, entonces despierta también el sentimiento primario del anhelo, en ese alma, que súbitamente se da cuenta de su soledad. Es el anhelo hacia el término del devenir, hacia la plenitud y realización de todas las posibilidades internas; el alma aspira a desenvolver la idea de su propia existencia. Es el anhelo del niño, penetrando a raudales en la conciencia clara, como sentimiento de una irresistible dirección, y que más tarde viene a situarse ante el espíritu viril, como enigma del tiempo, enigma inquietante, seductor, insoluble. Las palabras pasado y futuro han adquirido ahora de pronto un sentido fatídico.

Pero ese anhelo, que nace de la riqueza y beatitud de la vida interna, es al mismo tiempo, en los más hondos repliegues de cada alma, terror. Así como todo producirse camina batía un producto, en el que concluye y remata, así también el sentimiento primario del producirse, el anhelo, está en contacto con el otro sentimiento de lo ya producido, el terror. En el presente, sentimos fluir la vida; en el pretérito, yace lo transitorio. Esta es la raíz del eterno terror a lo irrevocable, a lo ya conseguido, a lo definitivo, a lo perecedero, al mundo mismo, como cosa realizada, en donde con el límite del nacimiento queda marcado también el de la muerte; terror al instante en que la posibilidad sea realidad, en que la vida se cumpla y termine, en que la conciencia llegue a su fin. Es ese profundo terror cósmico que embarga el alma del niño y que no abandona nunca al gran hombre, creyente, poeta, artista, en su infinita soledad; terror a las potencias extrañas, que, inmensas y amenazadoras, irrumpen en el naciente mundo en forma de fenómenos naturales. La voluntad de intelección que hay en el hombre siente la dirección, implícita en todo proceso productivo, como un elemento extraño y hostil, en su inflexibilidad—irreversibilidad—; y para conjurar lo eternamente incomprensible le aplica un nombre. La dirección es algo extraño que transforma el futuro en pasado y le da al tiempo, en oposición al espacio, esa contradictoria inquietud, esa ambigüedad dolorosa que ningún hombre de valía deja nunca de sentir.

El terror cósmico es sin duda alguna el mas creador de todos los sentimientos primarios. El hombre le debe las más plenas y profundas formas y figuras, no sólo de la vida interior consciente, sino también de su reflejo en los innumerables productos de la cultura externa. Como una melodía recóndita, que no todos pueden oír, insinúase el terror en el lenguaje de formas que habla toda verdadera obra artística, toda filosofía íntima, toda acción importante; y asimismo—aunque perceptible para muy pocos—se manifiesta también en los grandes problemas de toda matemática. Sólo el hombre que interiormente es ya cadáver, el habitante de las grandes urbes postrimeras, la Babilonia de Hammurabi, la Alejandría de los Ptolomeos, el Bagdad del mundo islámico, el París y el Berlín de hoy; sólo el puro sofista intelectual, el sensualista, el darwinista, pierde o niega ese terror, interponiendo entre sí y lo extraño una «concepción científica del mundo» sin arcanos ni misterios.

Así como el anhelo se refiere a ese algo incomprensible, cuyas mil formas cambiantes, inaprensibles, más bien se ocultan que se expresan en la palabra tiempo, así el sentimiento primario del terror se manifiesta por medio de los símbolos de la extensión, símbolos espirituales, comprensibles, susceptibles de recibir una configuración. De' esta suerte, en la conciencia vigilante de cada cultura aparecen, distintas en cada una, las formas contrapuestas de tiempo y espacio, dirección y extensión, sirviendo aquéllas de fundamento a éstas como el producirse sirve de fundamento al producto—pues también el anhelo es base del terror, se transforma en terror y no viceversa—, Aquéllas están substraídas a la potencia del espíritu; éstas quedan rendidas a su servicio. Aquéllas son sólo para vivir; éstas sólo para conocer. «Temer y amar a Dios», he aquí la expresión cristiana que manifiesta el sentido contrapuesto de ambos sentimientos cósmicos.

En el alma de la humanidad primitiva, como también en la del niño, surge el impulso, el afán de conjurar, vencer, aplacar—«conocer»—ese elemento de las potencias extrañas, que irremisiblemente actúa en todo lo extenso, en el espacio y por el espacio. Conjurar, vencer, aplacar, «conocer», es en el fondo lo mismo. Conocer a Dios significa, en la mística de todas las edades primitivas, conjurarlo, inclinarlo a nuestro favor, apropiárnoslo íntimamente. Y ello se consigue por medio de la palabra, del «nombre» con que se nombra, se evoca al numen, o también mediante los usos de un culto, en que reside una fuerza secreta. La forma más refinada y más poderosa de ese acto defensivo es el conocimiento de las causas, el conocimiento sistemático, la limitación por conceptos y números.

Por eso el hombre no es plenamente hombre hasta que posee el idioma. Con irresistible necesidad, el conocimiento, que ha madurado en las palabras, convierte el caos de las impresiones primarias en la «naturaleza», con sus leyes, a las que ha de obedecer; transforma el «mundo en sí» en «mundo para nosotros» [24]. Aplaca el terror cósmico, dominando lo misterioso, convirtiéndolo en realidad comprensible, encadenándolo con las férreas reglas de un idioma propio, cuyas formas intelectuales quedan impresas en la realidad.

Esta es la idea del tabú [25], que representa un papel predominante en la vida espiritual de todos los hombres primitivos, pero cuyo contenido originario está ya tan lejos de nosotros, que la palabra resulta intraducible a los idiomas cultos.

La angustia sin reposo, el sagrado temor, la profunda desesperanza, la melancolía, el odio, los obscuros deseos de aproximación, de unión, de alejamiento, todas esas emociones plenamente formadas, propias ya de las almas maduras, se mezclan y confunden en ese infantil estado con opaca indecisión. El doble significado de la voz conjurar, que quiere decir al mismo tiempo constreñir y suplicar, ilumina en cierto modo el sentido de ese acto místico, con el cual el hombre primitivo hace «tabú» lo extraño y lo temible. El temeroso respeto ante lo que no depende de él, ante lo que se impone, ante lo legal, ante las potencias extrañas del mundo, es el origen de toda forma elemental. En los primeros tiempos se manifiesta por medio de la ornamentación, de las ceremonias y los ritos complicados, de las rigurosas disposiciones de costumbres primitivas. Pero en la cumbre de las grandes culturas esas producciones, aunque no han perdido interiormente el sello de su origen, el carácter de conjuro, constituyen los mundos perfectos de formas que llamamos el arte, el pensamiento religioso, físico, y, sobre todo, matemático. El medio común a todas las almas para realizarse en el mundo, el único que todas conocen, es la simbolización de lo extenso, del espacio o de las cosas, ya en las concepciones del espacio absoluto universal de la física newtoniana, o en los espacios interiores de las catedrales góticas y mezquitas árabes, o en la infinitud atmosférica de los cuadros de Rembrandt, que volvemos a encontrar en los obscuros mundos sonoros de los cuartetos de Beethoven, o en los poliedros regulares de Euclides, o en las esculturas del Partenón, o en las Pirámides de Egipto, o en el Nirvana de Buda, o en la exquisitez y jerarquía de las costumbres cortesanas bajo Sesostris, Justiniano I y Luis XIV, o, por último, en la idea de Dios de un Esquilo, Plotino, Dante, o en la energía de la técnica actual, que circunda y apresa, como en una red, el globo terráqueo.

Volvamos a la matemática. El punto de partida de toda actividad productiva, en la cultura antigua, fue, como vimos, la ordenación de las cosas, en tanto que son presentes, abarcables, mensurables, contables. El sentimiento occidental de la forma, el sentimiento gótico de un alma desmedida, llena de aspiraciones, perdida en las lejanías, prefirió, en cambio, el signo del espacio puro, inintuíble, ilimitado. No nos engañemos; estos símbolos, que fácilmente podrían aparecemos como idénticos y provistos de un valor universal, están rigurosamente condicionados. Nuestro espacio cósmico infinito, sobre cuya presencia, al parecer, no cabe la más mínima duda, no existe para el hombre antiguo; ni siquiera puede representárselo. Por otra parte, el cosmos helénico, cuya profunda incompatibilidad con nuestro modo de concebir el mundo no hubiera debido permanecer tanto tiempo ignorada, es para los helenos algo evidente. En realidad, el espacio absoluto de nuestra física es una forma que supone muchas y muy complicadas premisas tácitas, una forma que ha nacido de nuestra alma, como copia y expresión de ella; y sólo para la índole propia de nuestra existencia vigilante es ese espacio algo real, necesario y natural. Los conceptos simples son siempre los más difíciles. Su simplicidad consiste justamente en que hay en ellos infinitas cosas, que no podrían expresarse y que tampoco hace falta decir, porque los hombres que pertenecen a ese círculo las sienten con profunda certidumbre y los extraños no pueden entenderlas por mucho que se esfuercen en lograrlo. Esto mismo puede decirse del contenido propiamente occidental que tiene la palabra espacio. Toda la matemática, desde Descartes, sirve a la interpretación teórica de ese símbolo máximo, lleno de substancia religiosa. La física, desde Galileo, no quiere otra cosa. En cambio, la matemática y la física antiguas no conocen en absoluto tal objeto.

También aquí han traído obscuridades peligrosas los nombres antiguos, herencia literaria de los griegos. Geometría significa arte de medir; aritmética, arte de contar. Pero la matemática occidental no tiene ya en realidad nada que ver con esos dos modos de limitación, y, sin embargo, no ha sabido encontrar nombres nuevos para designarse a sí misma. La palabra análisis está bien lejos de decirlo todo.

El «antiguo» comienza y concluye sus reflexiones matemáticas en el cuerpo singular y sus planos limitantes, a los cuales pertenecen indirectamente las secciones cónicas y las curvas superiores. Nosotros, en el fondo, no conocemos sino el elemento espacial abstracto, el punto que, sin intuición, ni medición, ni denominación posibles, representa simplemente un centro de referencia. La recta para el griego es una arista mensurable; para nosotros, un ilimitado continuo de puntos.

Leibnitz da como ejemplo de su principio infinitesimal la recta, que representa el caso límite de una circunferencia de radio infinitamente grande, siendo el punto el otro caso límite.

Para los griegos, el círculo es una superficie, y el problema consiste en reducirla a una figura conmensurable. Por eso la cuadratura del círculo fue el problema limite clásico, para el espíritu de los antiguos. Les pareció que el más profundo de todos los problemas de la forma era convertir las superficies curvilíneas en rectángulos, sin variar su magnitud, y de ese modo medirlas íntegramente. Para nosotros ese problema se ha transformado en un método casi insignificante, que consiste en representar el número p por medios algebraicos, sin que en ello se trate para nada de figuras geométricas.

El matemático antiguo no conoce mas que lo que ve y toca. Donde cesa la visibilidad limitada y limitante, objeto único de sus pensamientos, allí termina su ciencia. El matemático occidental, en cambio, tan pronto como se pertenece a sí mismo y se libra de los prejuicios «antiguos», se traslada a la región abstracta de una colección numérica infinita de n—no ya sólo de 3—dimensiones, dentro de la cual su geometría—pues todavía sigue llamándola así—puede y aun casi siempre debe prescindir de todo auxilio intuitivo. Cuando el antiguo recurre al arte para expresar su sentimiento de la forma, le da al cuerpo humano, en danzas y luchas, en mármoles y bronces, un porte tal que sea capaz de contener en sus planos y contornos el máximum de medida y de sentido.

En cambio, el verdadero artista occidental cierra los ojos y se pierde en un abismo de músicas incorpóreas, cuyas armonías y polifonías evocan puros fantasmas del más allá, regiones que trascienden de toda posibilidad óptica. Pensemos en lo que un escultor ateniense y un contrapuntista septentrional entienden por figura y tendremos la oposición de los dos mundos, de las dos matemáticas. Los matemáticos griegos emplean la palabra sÇma. en el sentido de cuerpo. Por otra parte, la terminología jurídica usa del mismo vocablo para designar la persona por oposición a la cosa: sÅmata kai prŒgmata, persones et res.

Por eso el número antiguo, entero, material, busca involuntariamente una relación que lo una con el nacimiento del hombre corpóreo, del svma. El número I es apenas considerado como número real. Es la Œrx® la materia prima de la serie numérica, el origen de todos los números verdaderamente tales, y por lo mismo el origen de toda magnitud, de toda medida, de toda cosa real. Su signo fue, en la sociedad de los pitagóricos—no importa el tiempo en que ello ocurriera—, el símbolo del seno materno, del origen de la vida. El 2, primer número propiamente tal, que duplica el I, entró por ello en relación con el principio viril y su signo era una imitación del falo. El sagrado tres de los pitagóricos, por último, designaba el acto de la unión del varón con la hembra, el acto de la generación—fácilmente puede comprenderse la interpretación erótica de los dos únicos procesos a que el antiguo daba valor, el aumento de magnitudes y la producción de magnitudes, la adición y la multiplicación—, y su signo era la reunión de los dos primeros. Desde ese punto de vista se comprende claramente el mito, que ya hemos referido, del criminal descubrimiento del número irracional. El irracional, o, según nuestro modo de expresarnos, el uso de los decimales infinitos, viene a destruir el orden genético, el orden corpóreo-orgánico, instituido por los dioses. No hay duda de que la reforma que los pitagóricos introdujeron en la religión antigua consistió en rehabilitar el viejísimo culto de Demeter. Demeter es pariente de Gaia, la tierra madre. Existe una profunda relación entre su culto y esa concepción sublime de los números.

Así, la antigüedad hubo de ser, por una necesidad íntima, la cultura de lo pequeño. El alma apolínea había intentado conjurar el sentido de las cosas con el principio del límite visible; su «tabú» se aplicó a la presencia inmediata, a la proximidad de lo extraño. Lo que pasaba lejos y raudo, lo que no era visible, no existía para ella. El griego, como el romano, sacrificaba a los dioses de la comarca en donde se encontraba; las demás deidades desaparecían de su horizonte visual. La lengua griega no tiene palabra para designar el espacio— habremos de perseguir continuamente el profundo sentido simbólico de tales fenómenos lingüísticos—, e igualmente le faltaba al griego el sentimiento—¡tan nuestro!— del paisaje, de los amplios horizontes, de los panoramas, de las perspectiva lejanía y nubes. Faltábale también el concepto de la patria, que se extiende a lo lejos y comprende una gran nación. La patria, para el hombre antiguo, es el territorio que su vista abarca desde la torre de su ciudad natal. Lo que haya tras esos límites ópticos de un átomo político es el extranjero y hasta el enemigo. Aquí comienza ya el terror de la existencia antigua; y así se explica la tremenda animosidad con que se aniquilaron unas a otras aquellas minúsculas ciudades. La Polis es la más pequeña de todas las formas de Estado imaginables; su política es la política de la proximidad, muy en oposición a nuestra diplomacia, que es la política de lo ilimitado. El templo antiguo, que podía abarcarse de una mirada, es el tipo más pequeño de todos los edificios clásicos. La Geometría, desde Archytas hasta Euclides—y lo mismo le sucede por su influjo a la geometría de nuestras escuelas—, trata de figuras y cuerpos pequeños y manejables; por eso justamente ignoró las dificultades que surgen al considerar figuras de dimensiones astronómicas, que no siempre admiten la aplicación de la geometría euclidiana [26]. De otra suerte, el espíritu ático, tan fino, hubiera quizá vislumbrado algo del problema de las geometrías no euclidianas; en efecto, las objeciones contra el axioma de las paralelas [27], cuya expresión incierta y, sin embargo, imposible de perfeccionar, produjo bien pronto escándalo, andaban cerca del descubrimiento decisivo. Así como el sentir antiguo se entregaba con evidente espontaneidad al pensamiento de lo próximo y pequeño, así también nuestro modo de pensar prefiere con igual evidencia el infinito, aquello que trasciende de toda capacidad óptica. Las perspectivas matemáticas que el occidente ha descubierto o aprendido han sido todas, con profunda necesidad, traducidas al idioma de las formas infinitesimales, aun antes de descubrirse propiamente el cálculo diferencial. El álgebra árabe, la trigonometría india, la mecánica antigua, han sido incorporadas al análisis. Las «más evidentes» proposiciones del cálculo elemental—v. gr. 2 + 2 = 4 —si se consideran desde puntos de vista analíticos, se transforman en problemas, cuya solución deberá lograrse en la teoría de los grupos y en muchos casos aun no ha sido lograda—cosa que a Platón y su tiempo le hubiera parecido una locura y prueba patente de una falta total de disposiciones matemáticas.

En cierto modo cabe tratar la geometría como álgebra o el álgebra como geometría; esto es, cabe prescindir de la visión o imponerla. Lo primero es lo que nosotros hemos hecho; lo segundo, lo que hicieron los griegos. Arquímedes, que en su admirable cálculo de la espiral toca a ciertos hechos generales que sirven de fundamento al método leibnitziano de la integral definida, subordina su método a principios estereométricos; y un estudio superficial encontraría en ese método un sentido muy moderno. Un indio que estudiase ese mismo problema de la espiral llegaría con toda evidencia a una fórmula trigonométrica—o cosa parecida [28].

De la oposición fundamental entre los números antiguos y los números occidentales se deriva otra oposición igualmente profunda: la de las relaciones que median entre los elementos de cada uno de esos mundos numéricos. La relación entre magnitudes se llama proporción; la relación entre relaciones constituye la esencia de la función. Pero las palabras proporción y función rebasan los límites de la matemática y tienen un sentido muy importante en la técnica de las dos artes correspondientes: plástica y música. Prescindiendo de lo que la proporción significa en la distribución de cada estatua, individualmente considerada, puede decirse que las obras de arte típicamente antiguas, estatuas, relieves, frescos, permiten siempre una ampliación o una reducción de las proporciones.

En cambio estas palabras carecen de sentido para la música.

Recordemos el arte de las piedras preciosas, cuyos objetos eran esencialmente reducciones de motivos en tamaño natural. En la teoría de las funciones, el concepto de transformación de grupos tiene una importancia decisiva; y cualquier músico puede comprobar fácilmente que en las teorías modernas de la composición hay una parte esencial constituida por formaciones análogas. Bastará citar una de las formas instrumentales más finas del siglo XVIII, el «tema con varazioni».

La proporción supone la constancia de los elementos; la transformación, en cambio, su variabilidad. Comparemos en este punto los teoremas de congruencia, en Euclides—cuya demostración descansa de hecho sobre la proporción actualmente dada I : I —, con la deducción moderna de esos mismos teoremas, merced a las funciones angulares.

La construcción— que en su más amplio sentido comprende todos los métodos de la aritmética elemental—es el alfa y omega de la matemática antigua; consiste en producir ante nosotros una figura única bien visible. El compás es el cincel de esta segunda arte plástica. En cambio, en las investigaciones de la teoría de las funciones, que buscan como resultado no una magnitud, sino la discusión de posibilidades generales, formales, el método de trabajo puede caracterizarse como una especie de composición, íntimamente emparentada con la composición musical. Un gran número de conceptos musicales podrían aplicarse inmediatamente a ciertas operaciones analíticas de la física—modalidad, tono, frase, cromatismo y otros—, y cabe preguntar si muchas relaciones no ganarían en claridad aceptando estos nombres.

Toda construcción afirma, toda operación niega la apariencia. visible; aquélla labra lo dado ante los ojos, ésta lo analiza y descompone. Así surge otra nueva oposición entre las dos modalidades del método matemático. La antigua matemática de lo pequeño consideraba el caso singular concreto, resolvía el problema determinado, verificaba la construcción particular.

En cambio la matemática de lo infinito estudia clases enteras de posibilidades formales, grupos de funciones, operaciones, ecuaciones y curvas, y no las estudia en vista de cierto resultado sino con respecto a su realización. Hace ya dos siglos —y apenas se dan cuenta de ello los matemáticos actuales— que ha surgido la idea de una morfología general de las operaciones matemáticas, que puede considerarse como el sentido propio de toda lamatemática moderna. Revélase aquí una tendencia comprensiva de la espiritualidad occidental, que iremos notando cada vez con mayor claridad en adelante; una tendencia que es propiedad exclusiva del espíritu fáustico y de su cultura. Y no se encuentra nada parecido en ninguna otra. La mayor parte de las cuestiones de que se ocupa nuestra matemática, sus problemas más peculiares—los que corresponden a la cuadratura del círculo entre los griegos— como, por ejemplo, la investigación de los criterios de convergencia de series infinitas (Cauchy) o la transformación en funciones periódicas de las integrales elípticas y algebraicas en general (Abel, Gauss), hubieran sido para los antiguos, que buscaban como resultados magnitudes sencillas y determinadas, un juego ingenioso y algo abstruso, lo cual coincide perfectamente con el actual juicio del gran público. Nada es más impopular que la matemática moderna; y hay en esto algo de simbólico también, algo de la lejanía infinita, de la distancia.

Todas las grandes obras occidentales, desde Dante hasta Parsifal, son impopulares; todas las obras antiguas, desde Homero hasta el Altar de Pergamo, son populares en grado máximo.

Y asi, por último, el contenido del pensar numérico occidental viene a condensarse en el clásico problema-límite de la matemática fáustica, clave del concepto de infinito—del infinito fáustico—, concepto de difícil acceso y totalmente diferente del sentimiento que los árabes y los indios tuvieron de la infinidad. Me refiero a la teoría del valor-limite, ya se conciba el número, en particular, como serie infinita, como curva o como función. Este valor-limite de los modernos es la más rigurosa oposición al valor-limite de los antiguos, que hasta ahora no habíamos llamado así y que se manifiesta en el clásico problema-límite de la cuadratura del círculo. Hasta el siglo XVIII el principio de la diferencial quedó obscurecido en su significación por prejuicios euclidianos populares. A pesar de todas las precauciones que se tomen, el concepto de lo infinitamente pequeño, tal como se presenta inmediatamente a la inteligencia, tiene siempre un leve resto de la constancia antigua; siempre hay en él la apariencia, al menos, de una magnitud, aunque Euclides no la hubiera reconocido y admitido como tal. El cero es una constante, un número entero, en el continuo lineal, entre + I y — I. Las investigaciones analíticas de Euler han padecido notablemente porque este sabio—como muchos otros después de él—consideró las diferenciales como ceros. Sólo el concepto de valor-limite, explicado definitivamente por Cauchy, elimina ese resto del antiguo sentimiento numérico y convierte el cálculo infinitesimal en un sistema perfecto y limpio de contradicciones. Ya no se habla de «magnitud infinitamente pequeña», sino de «valor inferior al límite de toda posible magnitud finita»; y este cambio nos conduce derechamente a la concepción de un número variable, que oscila entre todas las magnitudes finitas, distintas de cero, y que por lo tanto no tiene ya la más leve sombra de magnitud. El valor-limite, en esta definitiva concepción, no es ya aquello a que los valores concretos van acercándose. Representa el acercamiento mismo— el proceso, la operación—. Ya no es un estado, sino una actividad. Así, en el problema decisivo de la matemática occidental manifiéstase súbitamente nuestra alma como un alma histórica [29].

Eliminar de la geometría la intuición y del álgebra el concepto de magnitud, para unir luego ambas disciplinas, allende las limitaciones elementales de la construcción y del cálculo, en el edificio ingente de la teoría de las funciones, tal es la marcha que ha seguido el pensamiento numérico occidental.

Así, el número antiguo, constante, ha quedado disuelto en el número variable. La geometría, convertida en analítica, ha deshecho todas las formas concretas. En lugar del cuerpo matemático, en cuya imagen rígida se hallan ciertos valores geométricos, el análisis ha puesto relaciones abstractas de espacio que ya no son aplicables a los hechos de las intuiciones sensibles actuales. Las formaciones ópticas de Euclides quedan reemplazadas por lugares geométricos, referidos a un sistema de coordenadas, cuyo punto de partida puede elegirse libremente. La existencia objetiva del objeto geométrico se reduce ahora a la exigencia de que no se altere aquel sistema de coordenadas durante la operación, encaminada a obtener no mediciones, sino ecuaciones. Pero entonces las coordenadas son concebidas como puros valores; no puede decirse que determinan, sino más bien que representan y substituyen la posición de los puntos, elementos abstractos de espacio. El número, el límite de la realidad concreta, no encuentra su representación simbólica en la imagen de una figura, sino en la imagen de una ecuación. La «geometría» cambia de sentido; el sistema de coordenadas desaparece como imagen, y el punto es ahora ya un grupo numérico abstracto. El tránsito de la arquitectura del Renacimiento a la del barroco, que se verifica mediante las innovaciones constructivas de Miguel Ángel y Vignola, es la reproducción exacta de esa evolución interior del análisis. En las fachadas de los palacios y de las iglesias, las líneas sensibles, puras, se tornan, por decirlo así, irreales. En lugar de las coordenadas claras que vemos en las columnatas florentino-romanas, con sus divisiones en cuerpos y pisos, aparecen ahora elementos infinitesimales, cuerpos fluctuantes, volutas, cartuchos y demás detalles, en agitación y movimiento continuos. La construcción desaparece bajo la riqueza del decorado, o hablando matemáticamente, de la función; columnas y pilastras, reunidas en grupos y haces, atraviesan los frontones, sin punto de reposo para los ojos, se reúnen y vuelven a dispersarse. Las superficies de los muros, techos y pisos se deshacen en la ola de estucados y ornamentos, se volatilizan y esfuman bajo los efectos de luces y colores. Pero esa luz que juguetea sobre el mundo de formas del barroco floreciente—desde Bernini en 1650 hasta el rococó de Dresde, Viena y París—se ha transformado ahora en un elemento puramente musical. La torre de Dresde es una sinfonía. Como la matemática, la arquitectura del siglo XVIII se desarrolla en un mundo de formas musicales.

En el desenvolvimiento de esta matemática debía llegar finalmente un momento en que no sólo los límites de los objetos geométricos artificiales, sino hasta los límites de la facultad visual, fueran sentidos como verdaderos obstáculos por la teoría y por el alma, deseosa de expresar sin tregua sus íntimas posibilidades; había de llegar un momento en que el ideal de la extensión trascendente cayera en contradicción fundamental con las limitadas posibilidades de la visión inmediata. El alma antigua, que, abandonada por completo a la ŒtarajÞa platónica y estoica, afirmó siempre el valor supremo de lo sensible y que más bien recibió que no dio sus símbolos, como lo demuestra el sentido erótico de los números pitagóricos, no pudo querer nunca salirse del ahora y del aquí corpóreos. Pero si el número pitagórico se manifiesta como la esencia de las cosas singulares, dadas en la naturaleza, en cambio el número de Descartes y de los matemáticos posteriores es algo que hay que conquistar y forzar, una relación abstracta de dominio, independiente de toda actualidad sensible y siempre dispuesta a defender esa independencia frente a la naturaleza. La voluntad de potencia—para usar de la gran fórmula de Nietzsche—que caracteriza la actitud del alma nórdica frente a su mundo, desde el gótico primitivo de los Edda, de las catedrales, de las Cruzadas, y aun de los conquistadores wikingos y godos, va implícita en esa energía que el número occidental manifiesta frente a la intuición. Esto es «dinamismo». En la matemática apolínea el espíritu sirve a los ojos; en la matemática fáustica el espíritu vence y supera a los ojos.

Ese espacio matemático «absoluto», tan contrario al sentir antiguo, fue desde el principio— sin que la matemática por su y respeto a la tradición helénica se atreviera a advertirlo—no la vaga espaciosidad de las impresiones diarias, de la pintura corriente, de la intuición apriorística kantiana, tan unívoca y cierta en apariencia, sino una pura abstracción, el postulado ideal, irrealizable, de un alma a quien cada vez la satisfacía menos la sensibilidad, como medio de expresión, y que acabó al fin por separarse de ella con apasionada violencia. Era el despertar de la visión interna.

Sólo entonces pudieron sentir algunos profundos pensadores que la geometría euclidiana, única exacta para la visión ingenua de todos los tiempos, no es mas que una hipótesis, si se la considera desde ese superior punto de vista; una hipótesis, cuya validez exclusiva, frente a otras especies de geometrías, inaccesibles también a la intuición, no puede nunca demostrarse, como sabemos, a ciencia cierta desde Gauss. La proposición central de esa geometría, el axioma euclidiano de las paralelas, es una afirmación que puede substituirse por otras—v. gr., que por un punto no pasa ninguna, o pasan dos, o pasan muchas paralelas a una recta—que conducen todas a sistemas geométricos tridimensionales sin contradicción, que pueden usarse en la física y sobre todo en la astronomía y a veces son preferibles al euclidiano.

La simple exigencia del espacio sin límites—que no debe confundirse con el espacio infinito, pues desde Riemann tenemos una teoría de los espacios ilimitados, aunque no infinitos, a causa de su curvatura—contradice el carácter de toda intuición inmediata, que depende de resistencias luminosas, esto es, de límites materiales. Pero cabe pensar principios abstractos de limitación que, en un sentido novísimo, superen las posibilidades de la limitación óptica. Para el que mira al fondo de las cosas, existe ya en la geometría cartesiana la tendencia a trascender de las tres dimensiones del espacio vivido, considerándolas como una limitación innecesaria para el simbolismo de los números. Y aun cuando hasta 1800 no llegó la representación de los espacios pluridimensionales— mejor hubiera sido emplear otra palabra—a constituir una base amplia para el pensamiento analítico, sin embargo, el primer paso había sido dado en el momento en que las potencias, o más propiamente los logaritmos, quedaron libres de su primitiva relación con superficies y cuerpos realizables en la intuición sensible, y, empleando exponentes irracionales y complejos, entraron en el terreno de las funciones, como valores de relación, de índole totalmente general. El que pueda seguir este razonamiento comprenderá que el tránsito de la representación a3 como máximum natural, a la expresión an suprime ya la necesidad incondicional de un espacio de tres dimensiones.

Cuando el elemento de espacio, el punto, hubo perdido su último carácter óptico de intersección de coordenadas en un sistema intuitivo, quedando definido como grupo de tres números independientes, ya no había realmente obstáculo alguno que se opusiera a substituir el número 3 por el número general n. El concepto de dimensión queda aquí totalmente invertido. Ya las dimensiones no significan los números que miden las propiedades ópticas de un punto con respecto a su Imposición en un sistema. Ahora las dimensiones, en cantidad ilimitada, representan propiedades perfectamente abstractas de un grupo numérico. Este grupo numérico—de n elementos independientes ordenados—es la imagen del punto; se llama un punto. Una ecuación lógicamente derivada de ese punto se llama plano; es la imagen de un plano. El conjunto de todos los puntos de n dimensiones se llama espacio de n dimensiones [30]. En estos mundos trascendentes del espacio, que ya no están en referencia a sensibilidad alguna, de cualquier especie que ésta sea, reinan relaciones que el análisis habrá de descubrir y que se hallan en constante concordancia con los resultados de la física experimental. Esta espacialidad de orden superior constituye un símbolo, que es propiedad integra y única del espíritu occidental. Sólo este espíritu ha intentado y ha logrado evocar lo producido, lo extenso en estas formas, conjurar, forzar y por tanto «conocer» lo extraño por este modo de incorporación—recuérdese el concepto de «tabú».

Sólo en esta esfera del pensamiento numérico, accesible a muy escasos hombres, aparecen, con el carácter de realidad, formaciones tales como los sistemas de números hipercomplejos –v. gr., los cuaterniones del cálculo de vectores—y sobre todo signos incomprensibles, como: Pero hay que comprender justamente que la realidad no es sólo realidad sensible y que el alma puede realizar su idea en muy otras formaciones que las imágenes de la intuición.

Esta grandiosa intuición de esos mundos simbólicos del espacio es la base de la noción última y conclusiva que cierra la matemática occidental: la amplificación y espiritualización de la teoría de las funciones en teoría de los grupos. Los grupos son conjuntos de formaciones matemáticas homogéneas, por ejemplo, la totalidad de las ecuaciones diferenciales de cierto tipo, conjuntos construidos y ordenados por modo análogo al cuerpo numérico de Dedekind. Trátase, como ve el lector, de mundos nuevos de números, que para la visión interior del iniciado no dejan de tener cierto aspecto sensible. Y se trata de investigar ciertos elementos de esos sistemas formales, sumamente abstractos, que con relación a un solo grupo de operaciones—de transformaciones del sistema— permanecen independientes de los efectos de esas operaciones, o dicho de otro modo, son invariantes. El problema general de esta matemática recibe, pues, según Klein, la forma siguiente: «Dada una multiplicidad de n dimensiones—«espacio»—y un grupo de transformaciones, investigar las formas pertenecientes a aquella multiplicidad, cuyas propiedades no sean alteradas por las transformaciones del grupo.»

En esta altísima cumbre—después de haber agotado todas sus posibilidades internas, después de haber cumplido su destino, que es ser la copia y más pura expresión de la idea del alma fáustica— remata la matemática occidental su evolución, en el mismo sentido en que la matemática de la cultura antigua lo hizo en el siglo III. Ambas ciencias—son las únicas cuya estructura orgánica se puede conocer ya hoy históricamente— han nacido de la concepción, por Pitágoras y Descartes, de un número enteramente nuevo; ambas han llegado con vuelo magnífico a su madurez un siglo más tarde; y ambas, tras un florecimiento de tres siglos, rematan el edificio de sus ideas, en la misma época en que la cultura, a que pertenecen, se convierte en civilización de urbe mundial. Más tarde habremos de explicar este nexo hondamente significativo. Pero es seguro que para nosotros ya pasó la época de los grandes matemáticos. La labor de hoy es una labor de conservación, de afinamiento, pulimento, selección; es la labor minuciosa del talento, que se substituye a las grandes creaciones, y estos mismos caracteres tuvo la matemática alejandrina del helenismo posterior.

Un esquema histórico lo compendiará todo más claramente.


ANTIGÜEDAD. OCCIDENTE.


1º CONCEPCIÓN DE UN NUEVO NUMERO

Hacia 540. Hacia 1630.

El número, magnitud. El número, relación.

Pitagóricos. Descartes, Fermat, Pascal; Newton, Leibnitz (1670).


(Hacia 470, victoria de la (Hacia 1670, victoria de la música sobre la plástica sobre la pintura al fresco.) pintura al óleo.)


2º CULMINACIÓN DEL DESARROLLO SISTEMÁTICO


450-350. 1750-1800.


Platón-Archytas-Eudoxo. Euler-Lagrange-Laplace.

(Fidias, Praxiteles.) (Gluck, Haydn, Mozart.)


3º INTERIOR CONCLUSIÓN DEL MUNDO NUMÉRICO

300-250. Despues de 1800.

Euclides, Apolonio, Arquímedes. Gauss, Cauchy, Riemann.

(Lysipo, Leochares.) (Beethoven.)