CAPÍTULO I
EL SENTIDO DE LOS NÚMEROS
Ante todo es necesario definir algunos
conceptos fundamentales, que empleo aquí en un sentido riguroso y en
parte nuevo. Su contenido metafísico irá manifestándose por sí
mismo en el curso de la exposición; pero tienen que quedar
desde un principio definidos sin ambigüedades.
La distinción popular, corriente
también en la filosofía, entre ser y devenir, no expresa
adecuadamente lo esencial de la oposición a que se refiere. Un
devenir infinito—actuar,«actualidad»—puede concebirse
también como un estado y por lo tanto subsumirse en el ser; sirvan
de ejemplos los conceptos físicos de velocidad uniforme, de
estado de movimiento, o la representación fundamental de la teoría
cinética de los gases. En cambio cabe distinguir—con Goethe—el
producirse y el producto como últimos elementos de lo que está
absolutamente dado en la conciencia y con la conciencia. En todo
caso, si se pone en duda la posibilidad de reducir a conceptos
abstractos los últimos fundamentos de lo humano, el sentimiento muy
claro y preciso, de donde brota esa oposición fundamental, que toca
a los extremos límites de la conciencia, es el elemento más
primario que podemos alcanzar.
De aquí se sigue con necesidad
que el producto siempre implica un producirse y no viceversa.
Distingo, además, con las
denominaciones de lo propio y lo extraño dos hechos primarios de la
conciencia, cuyo sentido comprende todo hombre que se halle en el
estado de vigilia—no en el ensueño—con inmediata certidumbre
interna, sin que pueda aclararse más por medio de una definición.
El elemento de lo extraño se halla siempre en cierta relación con
el hecho primario que designa la voz sensibilidad —mundo sensible—.
La potencia expresiva de los grandes filósofos se ha esforzado
repetidas veces por aprehender rigurosamente esa relación,
empleando concepciones esquemáticas semiintuitivas: fenómeno
y cosa en sí, mundo como voluntad y representación, yo y no
yo. Pero tal propósito excede de seguro las posibilidades del
conocimiento humano exacto.
Igualmente el hecho primario que
llamamos sentimiento— mundo interior—contiene el elemento de
lo propio de una manera cuya rigurosa concepción permanece
inasequible a los métodos del pensamiento abstracto.
Designo con las palabras alma y mundo
una oposición que es idéntica a la conciencia vigilante y puramente
humana.
Hay grados en la claridad y agudeza de
esta oposición, es decir, hay grados en la espiritualidad de la
conciencia vigilante, desde la sensibilidad intelectiva de los
hombres primitivos y del niño, que a pesar de ser nebulosa tiene a
veces una claridad que llega a lo profundo—a este grado pertenecen
los momentos de inspiración religiosa y artística, que en las
épocas decadentes se hacen cada vez más raros—hasta la máxima
agudeza de la conciencia vigilante, en pura intelección; por
ejemplo, el pensamiento de Kant y Napoleón. En este estado, la
oposición entre el alma y el mundo se convierte en la oposición
entre sujeto y objeto. Esta estructura elemental de la conciencia
vigilante es un hecho inmediatamente cierto, inasequible al análisis
conceptual. Y esos dos elementos, separables sólo por el lenguaje y,
en cierto modo, artificialmente, existen siempre uno con otro, uno
por otro, y se presentan siempre en unidad, en totalidad, sin que
nada justifique el prejuicio gnoseológico del idealista y del
realista nativos, que sostienen, el uno, que el alma es lo primario,
la «causa»—así dicen—del mundo, y el otro, que el mundo es la
del alma.
En los sistemas filosóficos gravita el
acento unas veces sobre el alma, otras sobre el mundo; pero esta
diferencia no tiene mas que una importancia biográfica que
caracteriza la personalidad del autor.
Si aplicamos los conceptos del
producirse y del producto a esta estructura de la conciencia
vigilante, considerada como la tensa contraposición de dos términos,
recibirá la palabra vida un sentido que se acerca mucho al de la voz
«producirse».
Cabe decir que el producirse y el
producto constituyen la forma en que el hecho y el resultado de la
vida se presentan ante la conciencia vigilante. La vida propia,
progrediente, en constante ejecutividad, es representada en la
conciencia vigilante—mientras dura el estado de vigilia—por el
elemento del devenir—este hecho se llama el presente—, y tanto la
vida como todo devenir en general poseen la enigmática nota
de dirección, que el hombre ha intentado fijar e interpretar en
vano en todos los idiomas superiores por medio de la palabra tiempo y
los problemas que se conexionan con ella. De aquí se sigue una
profunda relación que une el producto (lo rígido) con la muerte.
Si el alma—tal como la sentimos, no
tal como nos la imaginamos o representamos—la llamamos posibilidad,
y al mundo, en cambio, realidad, expresiones de cuyo sentido no nos
deja duda un sentimiento íntimo, nos aparecerá la vida como la
forma en que la posibilidad se realiza. Con referencia a la nota de
dirección, la posibilidad se llama futuro; lo realizado, pasado. La
realización misma, centro y sentido de la vida, llevará el nombre
de presente.
«Alma» es lo que está realizándose;
«mundo», lo realizado; «vida», la realización. Las expresiones
momento, duración, evolución, contenido de la vida, destino,
extensión, fin, término, plenitud y vacío de la vida, reciben así
una significación esencial para cuanto digamos en adelante, sobre
todo para la inteligencia de los fenómenos históricos.
Por último, las palabras historia y
naturaleza se emplean aquí, como ya hemos dicho, en un sentido muy
preciso no usado hasta ahora. Significan los modos -posibles de
reducir el conjunto de lo consciente, el producirse y el producto, la
vida y lo vivido, a una imagen cósmica uniforme, espiritualizada y
bien ordenada, imagen que será histórica o naturalista, según sea
el producirse o el producto, la dirección o la extensión—«el
tiempo» o «el espacio»—el que predomine y dé forma a la
impresión indivisible. Pero no se trata aquí de una alternativa
entre dos posibilidades, sino de una escala infinitamente rica y
variada. Hay infinitas formas posibles del «mundo exterior»,
reflejo y testimonio de la propia existencia; y esas formas
posibles constituyen una escala, cuyos dos extremos son una intuición
puramente orgánica y una intuición puramente mecánica del mundo.
El hombre primitivo—tal como nos imaginamos su conciencia
vigilante—y el niño—tal como recordamos nuestra infancia—no
poseen todavía ninguna de esas posibilidades
estructuradas con suficiente claridad. La condición de esta superior
conciencia del mundo es, en primer término, el lenguaje, y no un
lenguaje humano cualquiera, sino un idioma culto que para el hombre
primitivo no existe aún, y para el niño, aunque existe, no está a
su alcance. Dicho de otro modo: ninguno de los dos posee todavía un
pensamiento claro y distinto; vislumbra algo, pero no tiene un
conocimiento real de la historia y de la naturaleza, en cuyo
nexo su propia existencia aparece incluida; no tiene cultura.
Este término importantísimo recibe
aquí un sentido determinado, altamente significativo, que va
implícito en todo lo que hemos de decir en adelante. Refiriéndome a
las palabras «posibilidad» y «realidad», con que
ya he designado antes el alma y el mundo, distinguiré ahora la cultura posible y la cultura
real, es decir, la cultura como idea de la existencia— general o
particular—y la cultura como el cuerpo de esa idea, como el
conjunto de su expresión sensible en el espacio: actos y opiniones,
religión y Estado, artes y ciencias, pueblos y ciudades, formas
económicas y sociales, idiomas, derechos, costumbres,
caracteres, rostros y trajes. La historia es—en íntima afinidad
con la vida, con el devenir— la realización de la cultura posible
[3].
Debemos añadir que estas nociones
fundamentales son en gran parte incomunicables por conceptos,
definiciones y demostraciones. En su sentido más profundo han de ser
sentidas, vividas, intuidas. Existe una gran diferencia—rara vez
apreciada—entre vivir una cosa y conocer una cosa, entre la certeza
inmediata, que proporcionan las varias clases de
intuición—iluminación, inspiración, visión artística,
experiencia de la vida, golpe de vista del entendido en hombres,
«fantasía sensible exacta» de Goethe—y los resultados de la
experiencia intelectual y de la técnica experimental. Para
comunicar aquélla, sirven la comparación, la imagen, el símbolo;
para comunicar éstos, sirven la fórmula, la ley, el esquema. El
objeto del conocimiento es lo producido, o, mejor dicho, el acto del
conocimiento, una vez verificado, es para el espíritu humano—como
demostraremos— idéntico al objeto. Pero el producirse mismo
sólo puede ser vivido, sentido en una aprehensión profunda e
inefable. He aquí el fundamento de eso que llamamos experiencia de
la vida, conocimiento de los hombres. Comprender la historia es como
conocer a los hombres, en el más alto sentido de la palabra. La pura
imagen histórica no es visible sino para quien la mira con esa
mirada que penetra en lo íntimo de las almas y que nada tiene que
ver con los medios del conocimiento estudiados en la Critica de la
razón pura. El mecanismo de una imagen naturalista, v. g., el mundo
de Newton y de Kant, se conoce, se concibe, se analiza, se reduce
a leyes y ecuaciones, y, finalmente, a un sistema. El organismo de una pura imagen histórica,
v. g., el mundo de Plotino, Dante y Bruno, se intuye, se vive
internamente, se aprehende como forma y símbolo y se reproduce por
último en concepciones poéticas y artísticas.
La «naturaleza viviente» de Goethe es
una imagen histórica del mundo.
Para hacer ver cómo un alma intenta
realizarse en la imagen del mundo que la circunda; para mostrar hasta
qué punto la cultura realizada es expresión y copia de una idea de
la existencia humana, tomaré por ejemplo el número, elemento que la
matemática recibe pura y simplemente para poder constituirse. Y
elijo el número porque la matemática, ciencia que pocos pueden
penetrar en toda su profundidad, ocupa un puesto peculiar entre todas
las creaciones del espíritu. Es una ciencia de estilo riguroso, como
la lógica, pero más amplia y mucho más rica de contenido; es un
verdadero arte, que puede ponerse al lado de la plástica y de la
música, porque, como éstas, ha menester una inspiración directriz
y amplias convenciones formales para su desarrollo; es, por último,
una metafísica de primer orden, como lo demuestran Platón, y
sobre todo Leibnitz. El desarrollo de la filosofía se ha
verificado hasta ahora en íntima unión con una matemática
correspondiente. El número es el símbolo de la necesidad causal.
Contiene, como el concepto de Dios, el último sentido del universo,
considerado como naturaleza. Por eso puede decirse que la existencia
de los números es un misterio, y el pensamiento religioso de
todas las culturas ha afirmado siempre esta impresión [5].
Así como todo producirse tiene la
nota primaria de dirección—irreversibilidad—, así también
todo producto tiene la nota de extensión, de tal suerte que
no parece posible distinguir sin artificio el sentido de estas
palabras. El enigma propio de lo producido y por lo tanto de lo
extenso—en el espacio y la materia—se manifiesta en el tipo del
número matemático, que se opone al número cronológico. En la
esencia del número matemático hay el propósito de una limitación
mecánica. El número tiene en esto gran afinidad con la palabra, la
cual—como concepto, esto es, captando, o como signo, esto es,
dibujando— limita igualmente las impresiones del mundo. Lo
más hondo aquí resulta siempre inaprensible e inexplicable.
El número real con que trabaja el matemático, el signo
numérico, exactamente representado, hablado y escrito
—cifra, fórmula, guarismo, figura—es ya, como la palabra
pensada, dicha, escrita, un símbolo óptico, sensible y comunicable,
una cosa que la visión interna y externa puede captar y en la que
aparece realizada la limitación. El origen de los números se parece
al origen del mito. El hombre primitivo considera las confusas
impresiones de la naturaleza—«lo extraño»—como deidades,
numina, y las conjura, limitándolas por medio de un nombre. De igual
manera los números sirven para circunscribir y, por lo tanto,
conjurar las impresiones de la naturaleza. Por medio de los nombres y
de los números, la inteligencia humana adquiere poder sobre el
mundo. El ¿Idioma de signos de una matemática y la gramática de
una lengua hablada tienen, en último término, la misma
estructura. La lógica es siempre una especie de matemática y viceversa. Por eso, en
todos los actos de la intelección humana llagué están relacionados
con el número matemático—medir, contar, dibujar, pesar,
ordenar, dividir [6]—existe la tendencia a limitar la extensión,
tendencia que igualmente se manifiesta en sentido verbal por las
formas de la demostración, la conclusión, la proposición, el
sistema. Actos de esta índole, de que apenas nos damos cuenta, son
los que hacen que para la conciencia humana vigilante haya
objetos determinados por números de orden, propiedades,
relaciones, lo singular, unidad y pluralidad, una estructura, en
suma, del universo, que el hombre siente como necesaria e invariable
y que llama «naturaleza» y que «conoce» como tal. La naturaleza es
lo numerable. La historia es el conjunto de lo que no tiene relación
con la matemática. De aquí la certeza matemática de las leyes
naturales y la admirable concepción de Galileo, que la naturaleza
está scritta in lingua matemática; de aquí el hecho, subrayado por
Kant, de que la física exacta llega exactamente adonde llegue la
posibilidad de aplicar los métodos matemáticos.
En el número, como signo de la
total limitación extensiva, reside; pues, como lo comprendió
Pitágoras, o quien fuera, con la íntima certidumbre de una sublime
intuición religiosa, la esencia de todo lo real, esto es, de lo
producido, de lo conocido y, al mismo tiempo, limitado. Mas no debe
confundirse la matemática, considerada como la facultad de pensar
prácticamente los números, con el concepto mucho más estrecho de
la matemática como teoría de los números desarrollada en forma
hablada o escrita. Ni la matemática escrita ni la filosofía
explicada en libros teóricos representan todo el caudal de
intuiciones y pensamientos matemáticos y filosóficos que atesora
una cultura. Hay otras muchas maneras de dar forma perceptible al
sentimiento que sirve de fundamento a los números. Al
comienzo de toda cultura aparece un estilo arcaico, que no sólo en
el primitivo arte helénico hubiera debido llamarse geométrico. Un
rasgo común, netamente matemático, se encuentra sucesivamente en
ese estilo antiguo del siglo x, en el estilo de los templos de la
cuarta dinastía de Egipto, con su absoluto predominio de la línea
y del ángulo rectos, en los relieves de los sarcófagos cristianos
primitivos y en la construcción y ornamentación románica. Toda
línea, toda figura de hombre o animal, con su tendencia no
imitativa, manifiesta aquí un pensamiento místico de los números,
que está en inmediata relación con el misterio de la muerte —de
lo rígido—. Las catedrales góticas y los templos dóricos son
matemática Metrificada. Cierto que Pitágoras concibió
científicamente el número «antiguo» como principio de un orden
universal de las cosas palpables, como medida o magnitud. Pero
justamente entonces se manifiesta también el número como
ordenamiento estético de unidades sensibles y corpóreas; y ello
sucede en el canon riguroso de la estatua y en el orden dórico de
las columnas. Todas las artes mayores son modos de limitación y
tienen el mismo carácter significativo que los números.
Basta recordar el problema del espacio
en la pintura. Un gran talento matemático puede muy bien, sin
ciencia, llegar a ser productivo y adquirir plena conciencia de sí
mismo. Ante el poderoso sentido de los números que revelan la
distribución del espacio en las Pirámides, la técnica de la
construcción, de la irrigación, de la administración, y no
hablemos del calendario egipcio, durante el Antiguo Imperio, nadie se
atreverá a pensar que el nivel de la matemática egipcia esté
exactamente representado por el insignificante «Libro de cuentas de
Ames», escrito en la época del Nuevo Imperio. Los
naturales de Australia, cuyo desarrollo espiritual corresponde al
estadio del hombre primitivo, poseen un instinto matemático o, lo
que es lo mismo, un pensar numérico que no ha llegado a hacerse
comunicable por palabras y signos, pero que, en lo que se refiere a
la interpretación de la espacialidad pura, supera con mucho al de
los griegos. Han inventado el bumerang, cuyos efectos nos permiten
suponer en esos salvajes una familiaridad sentimental con
cierta índole de números que nosotros incluiríamos en las
regiones del análisis geométrico superior. Correspondiendo a
esto—en virtud de un nexo que más adelante explicaremos—, poseen
un ceremonial complicadísimo y un léxico de gradaciones tan sutiles
para expresar los grados de parentesco, como no se encuentra en
ninguna otra Cultura, ni aun en las más elevadas. En cambio, los
griegos, en la época de su florecimiento, en el siglo de Pericles,
no tenían sentido ni del ceremonial en la vida pública ni de la
soledad; todo lo cual se ajusta muy exactamente a la matemática
euclidiana. Lo contrario sucede en la época del barroco, que vio
aparecer a un tiempo mismo el análisis del espacio, la corte del rey
Sol y un sistema político basado en los parentescos dinásticos.
Así, el estilo de un alma halla su
expresión en un mundo numérico; mas no solamente en la concepción
científica del mismo.
De aquí se sigue una circunstancia
decisiva que ha permanecido oculta hasta ahora para los mismos
matemáticos.
No hay ni puede haber número en sí.
Hay varios mundos numéricos porque hay varias culturas. Encontramos
diferentes tipos de pensamiento matemático y, por tanto, diferentes
tipos de número; uno indio, otro árabe, otro antiguo, otro
occidental. Cada uno es radicalmente propio y único; cada uno es la
expresión de un sentimiento del universo; cada uno es un símbolo,
cuya validez está exactamente limitada aún en lo científico; cada
uno es principio de un ordenamiento de lo producido, en que se
refleja lo más profundo de un alma única, centro de una cultura
única. Hay, por lo tanto, más de una matemática. Pues no cabe duda
que la estructura interna de la geometría euclidiana es
completamente distinta de la cartesiana; el análisis de Arquímedes
es muy diferente del de Gauss, no sólo por lo que toca al lenguaje
de las formas, al propósito y a los medios, sino sobre todo por la
raíz profunda, por el sentido primario del número, cuya evolución
científica expone. Ese número, esa peculiar intuición del límite
que en el número se hace sensible con evidencia absoluta, la
naturaleza entera, por lo tanto, el mundo extenso, cuya imagen surge
de esa limitación y que no admite ser tratado mas que por una sola
especie de matemática; todo eso nos habla no de humanidad
universal, sino siempre y en todo caso de una determinada
índole humana.
El estilo de una matemática naciente
depende pues, de la cultura en que arraiga, de los hombres que la
construyen.
El espíritu puede desplegar
científicamente las posibilidades de esa cultura; puede
concebirlas y llegar en su tratamiento a la máxima madurez; pero le
es totalmente imposible modificarlas. En las primeras formas de la
ornamentación antigua y de la arquitectura gótica estaba ya
realizada la idea de la geometría euclidiana y del cálculo
infinitesimal, muchos siglos antes de que naciese el primer
matemático de esas culturas.
El momento en que comienza la
comprensión del número y del idioma se caracteriza por una profunda
experiencia íntima, verdadero despertar del yo, que de un niño
hace un hombre, un miembro de una cultura. A partir de este momento
existen para la conciencia vigilante objetos, esto es, cosas
ilimitadas y bien distintas por su número y su especie. A partir de
este momento, existen propiedades bien determinables, conceptos, un
nexo causal, un sistema del mundo circundante, una forma del mundo,
leyes del mundo—la, ley es lo asentado en firme y, por esencia, lo
limitado, lo rígido, lo sometido a números—. En este momento se
produce un sentimiento súbito y casi metafísico de temor y respeto
a lo que significan profundamente las palabras medir, contar,
dibujar, formar.
Kant ha dividido el campo del saber
humano en síntesis a priori— necesarias y universales—y síntesis
a posteriori—derivadas de la experiencia—, y ha situado entre las
primeras el conocimiento matemático, dando asi, sin duda, una
expresión abstracta a un sentimiento íntimo muy poderoso. Pero, en
primer lugar, no existe una estricta separación entre ambas clases
de síntesis (esto se ve muy bien en numerosos ejemplos de la alta
matemática y mecánica modernas), aunque a juzgar por la procedencia
del principio esa separación debiera ser rigorosa y absoluta; y, en
segundo lugar, el a priori, sin duda una de las más geniales
concepciones de toda crítica gnoseológica, es un concepto lleno de
dificultades. Kant presupone en él, sin tomarse el trabajo de
probarlo—prueba que por lo demás es imposible en absoluto dar—que
la forma de toda actividad espiritual no sólo es inmutable, sino
también idéntica en todos los hombres. Y a consecuencia de
ello no advirtió una circunstancia de importancia incalculable,
porque, para contrastar sus pensamientos con la realidad científica,
no hizo uso de otros hábitos mentales que los de su tiempo, por no
decir los de su persona. Y no pudo ver que esa «validez universal»
de los teoremas es en realidad harto vacilante e insegura.
Junto a ciertos factores que sin duda
alguna tienen una amplísima validez y son independientes, al
parecer, por lo menos, de la cultura y del siglo a que pertenece el
sujeto cognoscente, hay además en todo pensamiento una necesidad
formal de muy otra índole, y a la cual el hombre se halla
constreñido, no como hombre en general, sino como miembro de una
cierta cultura, con exclusión de otra cualquiera. Hay, pues, dos
muy distintas especies de a priori, y nadie podrá contestar nunca a
la pregunta siguiente, que rebasa toda posibilidad de conocimiento:
¿Cuál es el límite entre esos dos a priori, si es que, en
realidad, tal límite existe? Nadie hasta ahora se ha atrevido a
afirmar que la constancia de las formas espirituales, considerada por
todos como evidente, es una ilusión, y que en la historia hay más
de un estilo de conocimiento. Pero recordemos que la unanimidad de
pareceres en cosas que no se han presentado aún como problemáticas
lo mismo puede demostrar la generalidad de una verdad que la
generalidad de un error. En todo caso, había aquí una obscuridad, y
lo exacto hubiera podido inferirse de la no coincidencia de todos los
pensadores.
Ahora bien; el verdadero descubrimiento
consiste en comprender que esa variedad de pensamientos no procede de
una imperfección del espíritu humano, no obedece al carácter
provisional y fragmentario del conocimiento, no es un defecto, en
suma, sino el resultado forzoso de una necesidad histórica, la
necesidad de un sino. Lo más hondo, lo último que el hombre puede
conocer no ha de derivarse de la constancia, sino de la variedad y de
la lógica orgánica de esta variedad.
La morfología comparativa de las
formas del conocimiento es un problema que aun le queda por resolver
al pensamiento occidental.
Si la matemática fuese una mera
ciencia, como la astronomía o la mineralogía, podríamos definir su
objeto. Pero nadie ha podido ni puede dar esa definición. En vano
aplicaremos nosotros, los occidentales, nuestro propio concepto
científico del número, violentamente, al objeto de que se ocupaban
los matemáticos de Atenas y Bagdad; es lo cierto que el tema, el
propósito y el método de la ciencia que en estas ciudades llevaba
el mismo nombre, eran muy diferentes de los de nuestra matemática.
No hay una matemática; hay muchas matemáticas. Lo que llamamos
historia «de la» matemática, supuesta realización progresiva de
un ideal único e inmutable, es, en realidad, si damos de lado a la
engañosa imagen de la historia superficial, una pluralidad de
procesos cerrados en sí, independientes, un nacimiento
repetido de distintos y nuevos mundos de la forma, que son
incorporados, luego transfigurados y, por último, analizados hasta
sus elementos finales, un brote puramente orgánico, de duración
fija, una florescencia, una madurez, una decadencia, una muerte. No
nos engañemos. El espíritu antiguo creó su matemática
casi de la nada. El espíritu occidental, histórico, había
aprendido la matemática antigua, y la poseía—aunque sólo
exteriormente y sin incorporarla a su intimidad—; hubo, pues, de
crear la suya modificando y mejorando, al parecer, pero en realidad
aniquilando la matemática euclidiana, que no le era adecuada.
Pitágoras llevó a cabo lo primero; Descartes, lo segundo. Pero los
dos actos son, en lo profundo, idénticos.
La afinidad entre el lenguaje formal de
una matemática y el de las artes mayores de la misma época [7] no
admite, pues, ninguna duda. El sentimiento vital de los pensadores y
de los artistas es muy distinto; pero los medios de que dispone su
conciencia vigilante para expresarse son, en su interioridad, de
idéntica forma. El sentimiento de la forma en el escultor, pintor
y músico es esencialmente matemático. El análisis
geométrico y la geometría proyectiva del siglo XVII revelan
una ordenación espiritual de un universo infinito; es la misma
que la música de esa época quiere evocar, aprehender, realizar con
su armonía, derivada del arte del bajo cifrado, verdadera geometría
del espacio musical; la misma también que su hermana, la pintura al
óleo, quiere realizar mediante un principio de perspectiva—conocido
sólo en Occidente—, que es como la geometría sentimental
del espacio plástico. Esto es lo que
Goethe llamaba la idea. La forma de la idea puede intuirse
inmediatamente en lo sensible; pero la ciencia no es intuición, sino
observación y análisis. Mas la matemática traspasa los linderos de
la observación y del análisis y, en sus momentos supremos, procede
por intuición, no por abstracción. De Goethe son estas hondas
palabras:
«El matemático no es perfecto
sino cuando siente la belleza de la verdad.» Bien se
comprende aquí que el enigma del número está muy próximo al
misterio de la forma artística. El matemático genial tiene su
puesto junto a los grandes maestros de la fuga, del cincel y del
pincel, que aspiran también a comunicar, a realizar, a revestir de
símbolos ese gran orden de todas las cosas que el hombre vulgar de
cada cultura lleva en sí sin poseerlo realmente. Así, el reino de
los números es, como el de las armonías, el de las líneas y el de
los colores, una reproducción de la forma cósmica. Por eso la voz
«creador» significa en la matemática algo más que en las
simples ciencias. Newton, Gauss, Riemann fueron naturalezas
artísticas. Léanse sus obras y se verá que sus grandes
concepciones les vinieron de repente. «Un matemático—decía el
viejo Weierstrass—que no tenga también algo de poeta no será
nunca un matemático completo.»
La matemática, pues, es también un
arte. Tiene su estilo y sus períodos. No es, como el lego cree—y
también el filósofo, en tanto que juzga como lego—, de inmutable
substancia, sino que está sometida, como todo arte, a cambios
imperceptibles, de época en época. No debiera estudiarse la
evolución de las artes mayores sin conceder a la matemática una
mirada, que de seguro no sería infructuosa. Nunca se han
investigado al detalle las relaciones harto profundas que existen
entre las variaciones de la teoría musical y el análisis del
infinito; y, sin embargo, la estética habría sacado más fruto de
estos estudios que de todas las investigaciones «psicológicas».
Una historia de los instrumentos musicales daría sin duda resultados
de gran importancia, si se hiciese, no desde el punto de vista
técnico (producción del sonido), como es lo corriente, sino
partiendo de los últimos fundamentos espirituales en que radica la
aspiración al colorido y al efecto sonoros. El deseo de llenar el
espacio de infinitas sonoridades, deseo que se intensifica hasta el
punto de convertirse en angustioso y anhelante, ha producido las dos
familias predominantes de los instrumentos musicales modernos: la de
teclado—órgano, piano—y la de cuerda, por oposición a la lira,
cítara, caramillo y siringa antiguos y al laúd árabe. Esas dos
familias, sea cual fuere su procedencia técnica, responden a
un espíritu musical, que se forma en el norte
germanocelta, entre Irlanda, el Weser y el Sena. El órgano
y el clavicordio proceden seguramente de Inglaterra. Los
instrumentos de cuerda reciben su forma definitiva en la Italia del
norte, entre 1480 y 1530. El órgano se ha desarrollado
principalmente en Alemania hasta convertirse en el instrumento que
domina el espacio, en ese gigantesco aparato que no tiene semejante
en toda la historia de la música. El arte de Bach y su tiempo es
enteramente el análisis de un inmenso mundo de sonoridades. De igual
manera el hecho de que los instrumentos de cuerda y de Viento no se
toquen solos, sino por grupos de igual timbre, Según las distintas
alturas de la voz humana (cuarteto de cuerda, instrumentos de madera,
grupo de trompas) corresponde adecuadamente a la íntima
estructura del pensamiento matemático occidental y no a la de la
matemática antigua; de suerte que la historia de la orquesta
moderna, con sus invenciones de nuevos instrumentos y sus
transformaciones de los más viejos, es, en realidad, la historia de
un universo sonoro que podría describirse muy bien con expresiones
tomadas del análisis superior.
El círculo de los pitagóricos, hacia
540, llegó a la concepción de que el número es la esencia de todas
las cosas. Esto no es, como suele decirse, «un gran paso en el
desarrollo de la matemática». Es más aún: es propiamente el orto
de una matemática nueva, creada en las profundidades del alma
«antigua», teoría consciente de si misma, que ya se había
anunciado en problemas metafísicos y en tendencias de la forma
artística.
Es una nueva matemática, como la de
los egipcios, que nunca fue escrita, y como la de la cultura
babilónica, con sus formas algebraico-astronómicas y sus sistemas
de coordenadas eclípticas. Pero la matemática egipcia y la
matemática babilónica, que vinieron al mundo en una hora grande de
la historia, estaban ya muertas hacía mucho tiempo cuando nació la
matemática griega. Esta, que en lo esencial llega a su conclusión
en el siglo II antes de Jesucristo, acabó por desaparecer también
del mundo, aun cuando semeja perdurar todavía en nuestras
denominaciones. Más tarde fue substituida por la matemática árabe.
Lo que conocemos de la matemática alejandrina nos permite
suponer que le precedió un gran movimiento, cuyo centro debió de
estar en las escuelas persas y babilónicas, como Edessa, Seleucia y
Ctesifon. Esta matemática prealejandrina no ejerció influencia
sobre el espíritu antiguo, a no ser por algunos pequeños detalles.
Los matemáticos de Alejandría, aunque tienen nombres griegos—como
Zenodoro, que estudió las figuras isoperimétricas; Sereno, que
investigó las propiedades de un haz de radiaciones armónicas en el
espacio; Hypsicles, que introdujo la división caldea del
círculo y, sobre todo, Diofanto—son todos, seguramente,
arameos, y sus tratados representan una pequeña parte de una
literatura escrita principalmente en lengua siria [8]. Esta
matemática llegó a su plenitud en la ciencia árabe- islámica, y
cuando ésta, a su vez, hubo muerto, surgió mucho después, en un
nuevo suelo, una nueva creación, la matemática occidental, la
matemática nuestra, la que nosotros, con extraña ceguera,
consideramos como única matemática, como la cima y remate de una
evolución de dos mil años, pero que, en verdad, casi ha cumplido ya
su tiempo, prefijado para ella tan rigurosamente como para las
anteriores.
La afirmación de que el número es la
esencia de todas las cosas aprensibles por los sentidos sigue siendo
la más valiosa proposición de la matemática antigua. En ella, el
número se define como medida, expresando así el sentimiento cósmico
de un alma apasionadamente entregada al ahora y al aquí. Medir,
en este sentido, significa medir algo próximo y corpóreo.
Pensemos en la obra que compendia todo el arte antiguo: la estatua de
un hombre desnudo. Lo más esencial y significativo de la existencia,
el ethos de la vida, se halla ahí íntegramente expresado en los
planos, medidas y proporciones sensibles de las partes. El concepto
pitagórico de la armonía numérica, aunque deducido acaso de una
música que no conocía la polifonía ni la armonía y que, a juzgar
por la forma de sus instrumentos, buscaba un sonido único, pastoso y
casi corpóreo, parece enteramente forjado para ideal de esa
plástica. La piedra labrada no es una cosa sino en cuanto posee
límites bien calculados, una forma bien medida; es lo que es, porque
el cincel del artista le ha dado ese su ser; de otra suerte sería
un caos, algo no realizado aún y, por lo pronto, nada.
Este sentimiento, trasladado a lo grande, es el que crea el cosmos,
en oposición al caos, el mundo exterior del alma «antigua», el
orden armónico de todas las cosas singulares, limitadas, de palpable presencia. La suma de esas cosas es
justamente el mundo entero. Lo que media entre las cosas, el espacio
cósmico, en el cual nosotros los occidentales ponemos todo el pathos
de un símbolo magno, es para los griegos la nada, tò m¯ ön [9].
Para el antiguo, extensión significa cuerpo; para nosotros, espacio,
como función del cual nos «aparecen» las cosas. Desde este punto
de vista se llega acaso a descifrar el concepto más
profundo de la metafísica antigua, el peiron [10] de
Anaximandro. Esta palabra no puede traducirse a ningún idioma
occidental; peiron es lo que no posee «número», en el sentido
pitagórico; lo que no tiene medida, ni límite, ni por lo tanto
esencia; es lo inmenso, lo informe, la estatua antes de surgir
labrada del bloque. Esto es la Œrx® [11], lo que a la vista es
ilimitado e informe, pero que, cuando recibe límites y se
individualiza, se transforma en algo: el mundo. Es la forma a priori
del conocimiento «antiguo»; es la corporeidad en sí. En la imagen
kantiana del mundo, el lugar correspondiente lo ocupa el espacio
absoluto que Kant podía pensar, «excluyendo de él todas las
cosas».
Ahora ya se comprenderá lo que
separa unas matemáticas de otras y especialmente la«antigua» de la occidental. Para el
pensamiento antiguo, para el sentimiento cósmico de los antiguos, la
matemática no podía ser mas que teoría de las relaciones de
magnitud, medida y figura entre cuerpos sólidos.
Cuando Pitágoras, movido por ese
sentimiento, halló la fórmula decisiva, era para él el número
precisamente un símbolo óptico, no una forma en general o una
relación abstracta; era el signo de la limitación de las cosas, que
abarcamos con la mirada, como individuos sueltos. Toda la
antigüedad, sin excepción, concibió los números como
unidades de medida, magnitudes, distancias, superficies. No
podía representarse otra especie de extensión. La matemática
antigua es, en última instancia, estereometría. Cuando Euclides—que
concluyó el sistema de esa matemática en el siglo
III—habla de un triángulo, se refiere con íntima necesidad a la
superficie límite de un cuerpo, nunca a un sistema de tres rectas
secantes o a un grupo de tres puntos en el espacio de
tres dimensiones. Llama a la línea «longitud sin anchura»:
( m°kow Œplat¡w ) .
En nuestra época, esta definición
sería defectuosa. En la matemática antigua es excelente.
El número occidental no nace, como
pensaba Kant y el mismo Helmholtz, de «la intuición a priori del
tiempo». Es algo específicamente espacial, como ordenamiento de
unidades homogéneas. El tiempo real no tiene la menor relación con
las matemáticas; lo iremos viendo claramente en lo sucesivo.
Los números pertenecen exclusivamente
a la esfera de lo extenso. Pero hay tantas maneras posibles—y por
ende necesarias—de representarse el orden de lo extenso como
existen culturas. El número antiguo no es el pensamiento de
relaciones espaciales, sino de unidades tangibles, limitadas para los
ojos del cuerpo. La «antigüedad», por lo tanto—ello se sigue
necesariamente—, no conoció mas que los números «naturales»;
—positivos enteros—que entre las muchas y muy abstractas especies
numéricas de nuestra matemática occidental — sistemas
complejos, hipercomplejos, no arquimédicos, etc. —no
ocupan un lugar privilegiado.
Por eso la representación de los
números irracionales, o cómo decimos nosotros, fracciones decimales
infinitas, ha sido siempre irrealizable para el espíritu griego.
Dice Euclides—y esto hubiera debido comprenderse mejor —que las
distancias inconmensurables no se comportan como números. Y en
realidad, si se analiza el concepto de número irracional, se ve que
el concepto de número y el concepto de magnitud están en
él perfectamente separados, porque los números irracionales,
v. g., p no pueden ser nunca exactamente limitados o representados
por una distancia. De aquí se sigue que para el número antiguo, que
es justamente límite sensible, magnitud conclusa y nada más, la
representación, v. gr., de la relación del lado del cuadrado
con la diagonal, entra en contacto con una idea numérica
totalmente distinta, muy extraña al sentimiento antiguo del universo
y, por lo tanto, intolerable, idea que parece próxima a descubrir
el arcano de la propia existencia. Este sentimiento se expresa en un
extraño mito griego, de época posterior, según el cual el primero
que sacó a la luz pública la noción de lo irracional perdió la
vida en un naufragio, «porque lo inexpresable e inimaginable
debe siempre permanecer oculto». Quien sienta el terror que se
manifiesta en este mito—es el mismo terror que estremecía a los
griegos de la época más floreciente ante la idea de ensanchar sus
minúsculos Estados-ciudades, convirtiéndolos en territorios
políticamente organizados; ante las perspectivas de largas calles
en línea recta y avenidas interminables; ante la astronomía
babilónica, con sus infinitos espacios estelares; ante la idea de
salir del Mediterráneo con rumbos que ya de antiguo habían
descubierto las naves egipcias y fenicias; es la misma angustia
metafísica que les atenazaba al pensar en la disolución de lo
tangible, lo sensible, lo presente, lo actual, con que la existencia
antigua se había construido como una cerca protectora, allende la
cual yacía no sabemos qué cosa inquietante, una sima, un elemento
primario de ese cosmos, creado y mantenido en cierto modo
artificialmente—, quien comprenda ese sentimiento, ha comprendido
también el sentido más hondo del número antiguo, la medida opuesta
a lo inmenso, y ha logrado compenetrarse con el superior ethos
religioso de esa limitación. Goethe, al estudiar la naturaleza, ha
conocido muy bien ese sentimiento; y así se explica su polémica,
casi angustiosa, contra la matemática que, en realidad—y esto
nadie todavía lo ha entendido bien—, iba dirigida
instintivamente contra la matemática no «antigua», contra el cálculo
infinitesimal, que servía de fundamento a la física de su
tiempo.
El sentimiento religioso de los
antiguos va condensándose en manifestaciones cada vez más
expresivas, en cultos sensibles, actuales— locales—
que corresponden a deidades euclidianas. La religión griega no
conoció los dogmas abstractos, que flotan en los espacios mostrencos
del pensamiento. El culto es al dogma pontificio como la estatua es
al órgano de nuestras catedrales. La matemática euclidiana tiene
sin duda algo de culto. Recuérdese la teoría secreta de los
pitagóricos y la teoría de los poliedros regulares con su
significación en el esoterismo de los platónicos. Por otra parte, a
esta relación entre el culto y la matemática antigua corresponde en
Occidente la profunda afinidad entre el análisis del infinito, a
partir de Descartes, y la dogmática de la misma época, en su
progresión, que va desde las últimas decisiones de la Reforma y la
Contrarreforma hasta el deísmo puro, libre de toda referencia a lo
sensible. Descartes y Pascal fueron matemáticos y jansenistas.
Leibnitz fue matemático y pietista. Voltaire, Lagrange y d'Alembert
son contemporáneos. Para el alma antigua, el principio de lo
irracional, esto es, la destrucción de la serie estatuaria de los
números enteros, representantes de un orden perfecto del mundo, fue
como un criminal atentado a la divinidad misma. Este sentimiento
se percibe claramente en el Timeo de Platón. La transformación de la serie
discontinua de los números en una serie continua pone en
cuestión no sólo el concepto «antiguo» del número, sino hasta
el concepto del mundo antiguo. Se comprende ahora que en la
matemática antigua no fuesen posibles no ya el cero como número
—refinada creación de admirable energía, que aniquila toda
representación sensible y, para el alma india, que la
concibió como base del sistema de posición, constituye la
clave para desentrañar el sentido de la realidad—, pero
ni siquiera los números negativos, que nosotros nos representamos
sin dificultad. En efecto, no hay magnitudes que sean negativas. La
expresión — --2. -3 = + 6 ni es intuíble ni representa una
magnitud. Con + 1 termina la serie de las magnitudes.
En la representación gráfica de los
números negativos
(+3 +2 +1 0 -1 -2 -3)
._ ._ ._ ._ ._ ._ ._
cada signo, a partir del cero, se
convierte de pronto en símbolo positivo de algo negativo. Significa
algo, pero ya no es nada. Mas el pensamiento aritmético
antiguo no estaba orientado en la dirección de un acto mental como
éste.
Todo lo que nace del espíritu antiguo
asciende a la categoría de realidad, por medio de la limitación
plástica. Lo que no puede dibujarse no es «número». Platón,
Archytas y Eudoxo hablan de números superficiales y números
corporales cuando quieren expresar nuestra segunda y tercera
potencia; y se comprende muy bien que no exista para ellos el
concepto de potencias mayores en los números enteros. Una potencia
cuarta sería un absurdo, porque el sentimiento plástico
fundamental de los antiguos exigiría inmediatamente que se la
imaginase como extensión material de cuatro dimensiones.
Una expresión como e –ix, que
aparece muchas veces en nuestras fórmulas, o simplemente el signo
51/2, que fue empleado en el siglo XIV por Nicolás Oresme, les
hubiera parecido a los griegos completamente absurdo. Euclides llama
lados (pleuraÜ) a los factores de un producto. Para investigar en
números enteros la relación entre dos distancias, el antiguo cuenta
por quebrados—finitos, naturalmente—. Por eso no puede
manifestarse la idea del cero como número; en efecto, el cero no
tiene un sentido que pueda dibujarse. Contra esto no cabe argumentar
diciendo que la matemática griega constituye precisamente el
«estadio primitivo» en la evolución «de la» matemática. Tal
objeción lleva impreso el sello característico de nuestros hábitos
mentales. Pero la matemática antigua no es un preludio; dentro del
mundo que la «antigüedad» se creó a sí misma, constituye un todo
perfecto, y sólo nosotros no lo consideramos así. La matemática
babilónica y la india, construidas mucho antes que la griega, habían
ya elaborado, como elementos esenciales de su mundo numérico, esas
mismas nociones que para el sentimiento de los antiguos
resultaban absurdas; y algunos pensadores griegos las conocían. La
matemática, repetimos, es una ilusión. Un pensamiento matemático
y, en general, científico, es exacto, convincente, «necesario lógicamente», cuando
corresponde perfectamente al propio sentimiento de la vida. De lo
contrario, es imposible, falso, absurdo, o como solemos decir
nosotros con el orgullo de los espíritus históricos, «primitivo».
La matemática moderna, obra maestra del espíritu
occidental—«verdadera» sólo para este espíritu—le hubiera
parecido a Platón una ridicula y fatigosa aberración que se
aproxima, a veces, a la matemática verdadera, la «antigua». ¡Cuántas grandes
concepciones de otras culturas no habremos dejado perderse, por no
poder acomodarlas en nuestro pensamiento con sus propias limitaciones
o lo que es lo mismo, por sentirlas falsas, superfluas y absurdas!
La matemática antigua, teoría de
magnitudes intuitivas, no quiere interpretar sino los hechos
del presente palpable; por lo tanto, limita su investigación y su
vigencia a ejemplos próximos y pequeños. En esto la matemática
antigua es perfectamente consecuente consigo misma. En cambio la
matemática occidental se ha conducido con una falta de lógica, que
el descubrimiento de las geometrías no euclidianas ha puesto
claramente de manifiesto. Los números son formaciones intelectuales
que no tienen nada de común con la percepción sensible; son
formaciones del pensamiento puro [12] que poseen en sí mismas su
validez abstracta. ¿Pueden aplicarse exactamente a la realidad de la
percepción inteligente? He aquí un problema continuamente planteado
y nunca resuelto a satisfacción. La congruencia de los sistemas
matemáticos con los hechos de la experiencia diaria no tiene por de
pronto nada de evidente. Según el prejuicio vulgar—que
Schopenhauer comparte—, la intuición posee una evidencia
matemática inmediata; y, sin embargo, la geometría euclidiana, que
idéntica grosso modo a la geometría popular de todos los tiempos,
no coincide con la intuición sino en muy estrechos límites
—en el papel—. En la intuición de remotas distancias
vemos a las paralelas juntamente en el horizonte. Sobre este hecho
descansa toda la perspectiva pictórica. Y, sin embargo,
Kant, prescindiendo de «la matemática
de lo lejano», olvido imperdonable en un pensador occidental, apela
siempre a figuras pequeñas en las que, justamente por su pequeñez,
no puede presentarse el problema propiamente occidental, el
problema infinitesimal del espacio. De la misma manera
Euclides, cuando quiere dar a sus axiomas certidumbre
intuitiva, tiene buen cuidado de no referirse a un triángulo
imposible de dibujar ni de «intuir», como, por ejemplo, el que
forman el observador y dos estrellas fijas. Pero en esto procede de
acuerdo con el modo de sentir antiguo; obedece a aquel terror ante lo
irracional que impidió a los antiguos concebir la nada como cero,
como número, excluyendo de la contemplación cósmica las relaciones
inconmensurables para conservar intacto el símbolo de la medida.
Aristarco de Samos, que vivió en
Alejandría entre 288 y 277, en un círculo de astrónomos
relacionados sin duda alguna con las escuelas de Persia y Babilonia,
bosquejó un sistema heliocéntrico [13] del universo que, al ser
nuevamente descubierto por Copérnico, causó en Occidente una
profunda emoción metafísica — recuérdese a Giordano Bruno — y
fue como el cumplimiento de grandes
presagios, la confirmación de aquel sentimiento fáustico y gótico
que, en la arquitectura de las catedrales, ofrendara un sacrificio a
la idea del espacio infinito. Pero las ideas de Aristarco de Samos
fueron recibidas por los antiguos con una indiferencia absoluta y
bien pronto —dijérase intencionadamente—olvidadas. Sus
partidarios se redujeron a unos cuantos sabios, oriundos casi todos
del Asia Menor. Su defensor más famoso, Seleuco (hacia 150), era
natural de Seleucia, ciudad persa situada a orillas del Tigris.
En realidad, el sistema de Aristarco
carecía de todo valor espiritual para aquella cultura. Su idea
fundamental hubiera sido incluso peligrosa. Y eso que se distinguía
del sistema de Copérnico—nadie ha observado hasta ahora este
hecho decisivo—por una variante particular, muy conforme con el
sentimiento antiguo del mundo. Aristarco se representaba el Cosmos
encerrado en una esfera hueca, de límites corpóreos, asequible a la
mirada, en cuyo centro estaba el sistema planetario, pensado a la
manera de Copérnico. La astronomía antigua, cualquiera que fuese su
modo de concebir los movimientos celestes, consideró siempre la
tierra como algo distinto de los astros. La idea de que la tierra es
una estrella entre estrellas [14], idea preparada ya por Nicolás
Cusano y por Leonardo, es compatible con el sistema de Ptolomeo como
con el de Copérnico. Pero la hipótesis de una esfera celeste
excluía el principio del infinito, que hubiera puesto en peligro el
concepto antiguo del límite sensible. No aparece, pues, en Aristarco
la idea de un espacio cósmico ilimitado, que parecía imponerse
inevitablemente y que el espíritu babilónico ya había concebido
mucho antes. Al contrario, Arquímedes demuestra en su famoso libro
del «Número de arena»—el título mismo indica que se
trata de una refutación de las tendencias infinitesimales, y
no, como se ha venido diciendo, de un primer paso hacia el moderno
cálculo integral—que ese cuerpo estereométrico (pues no
otra cosa es el cosmos de Aristarco) lleno de átomos (arena)
conduce a resultados muy grandes, pero no infinitos. Esto es
justamente la negación de todo cuanto el análisis significa para
nosotros. El cosmos de nuestra física es la más rigurosa superación
de todo límite material, como lo demuestran el continuo fracaso y
la constante resurrección de las hipótesis sobre el éter
cósmico, pensado materialmente, esto es, por medio de una intuición
mediata. Eudoxo, Apolonio y Arquímedes, que fueron sin duda los más
finos y audaces matemáticos de la antigüedad, desenvolvieron a la
perfección un análisis puramente óptico de lo concreto, partiendo
del valor que para los antiguos tenía el límite plástico y
aplicando principalmente la regla y el compás. Emplearon métodos
profundos y de difícil acceso para nosotros, una especie de cálculo
integral, que sólo en apariencia es semejante al método de la
integral definida de Leibnitz; usaron de lugares geométricos y
coordenadas que son verdaderos números y líneas definidas y no,
como en Fermat y sobre todo en Descartes, relaciones innominadas del
espacio, valores de puntos, relativos a su posición. Entre esos
procedimientos se destaca el método exhaustivo, empleado por
Arquímedes [15] en el tratado, descubierto hace poco, que dedica a
Eratóstenes, aquí ya no se obtiene la cuadratura del segmento de
parábola, calculando polígonos semejantes, sino rectángulos
inscritos.
Pero justamente esta manera tan
ingeniosa y complicada de resolver el problema, fundándose en
ciertas ideas geométricas de Platón, pone de manifiesto la enorme
diferencia entre esta intuición y la de Pascal, por ejemplo, que se
le parece superficialmente. No hay nada más opuesto al método
«antiguo»—si se prescinde del concepto de la integral de
Riemann—que nuestro método de las cuadraturas (que
asi por desgracia siguen llamándose), en donde la «superficie»
se define como limitada por una función, y entonces ya ni siquiera
cabe hablar de una solución por el dibujo. En este punto las dos
matemáticas llegan casi a tocarse; y precisamente en este punto es
donde mejor se percibe el abismo infranqueable que separa a las dos
almas, de que esas dos matemáticas son la expresión.
Los números puros, cuya esencia los
egipcios encerraron, por decirlo así, en el estilo cúbico de su
arquitectura primitiva, con un terror profundo ante el misterio,
fueron también para los helenos la clave que les descubrió el
sentido de las cosas, de lo rígido y, por lo tanto, de lo
perecedero. La construcción de piedra y el sistema científico
niegan la vida. El número matemático, principio formal del mundo
extenso, que sólo existe por y para la conciencia humana vigilante,
está en relación con la muerte por medio del nexo causal,
como el número cronológico está en relación con el devenir, con
la vida, con la necesidad del sino. Iremos viendo cada vez más
claramente que el origen de todas las artes mayores está en esa
relación de la forma estricta matemática con el fin y término de
lo orgánico, con el resto visible de lo que fue vivo, con el
cadáver.
Ya hemos hecho notar que la
ornamentación primitiva se desarrolla en los objetos y recipientes
del culto funerario.
Los números son símbolos de lo
transitorio. Las formas rígidas niegan la vida. Las fórmulas
y las leyes dan rigidez a la imagen de la naturaleza. Los números
matan. Son las madres de Fausto, que reinan majestuosas en la
soledad, «en los imperios de lo increado... configuración y
transfiguración, eterno alimento del sentido eterno, envuelto
en las imágenes de todas de las criaturas».
Aquí coinciden Platón y Goethe en el
presentimiento de un postrer misterio. Las madres, lo inasequible—las
ideas de Platón—, significan las posibilidades de un alma
colectiva, sus formas nonatas. En el mundo visible, que una necesidad
íntima ordena conforme a la idea de ese alma colectiva, se
idealizan aquellas posibilidades en forma de cultura—cultura
creadora y cultura creada— de arte, de pensamiento, de Estado, de
religión. Así se explica la afinidad entre el sistema de los
números y la idea del mundo en una misma cultura; y esta conexión
da al sistema de los números un sentido que trasciende del mero
saber y conocimiento y le confiere el valor de una intuición
del universo. Por eso hay tantas matemáticas— mundos de los
números—como culturas superiores.
Sólo así se comprende que los grandes
pensadores matemáticos, artistas plásticos de los números, hayan
necesitado el auxilio de una profunda intuición religiosa para
descubrir los problemas decisivos de su cultura. Tal es el sentido de
la creación del número antiguo, apolíneo, por Pitágoras, fundador
de una Religión Ese mismo sentimiento primario es el que anima a
Nicolás Cusano, el gran obispo de Brixen, cuando, en 1450, partiendo
de la infinidad divina en la naturaleza, descubre los
fundamentos del cálculo infinitesimal. Leibnitz, quien, dos
siglos más tarde, fijó definitivamente el método y las
características de ese cálculo, se funda sobre consideraciones
puramente metafísicas acerca del principio divino y su relación
con la extensión infinita, para desenvolver el analysis situs, que
es quizá la más genial interpretación del espacio puro, sin
mezcla de elemento sensible y cuyas riquísimas posibilidades no han
sido desarrolladas hasta el siglo XIX por Grassman, en su teoría de
la extensión, y sobre todo por Riemann, que es su verdadero creador,
en la simbólica de las superficies
bilaterales, que representan la naturaleza de ciertas ecuaciones.
Keplero y Newton fueron también almas de temple religioso y, como
Platón, tuvieron clara conciencia de que, por medio de los números,
habían logrado penetrar en la esencia de un orden divino del
universo.
Suele decirse que Diofanto fue el
primero que libertó a la aritmética antigua de su condición
sensible y la hizo progresar, amplificándola y creando el álgebra,
como teoría de las cantidades indeterminadas. Pero Diofanto no creó
el álgebra, sino que la introdujo de repente en la matemática
antigua que conocemos, haciendo uso de pensamientos anteriores. Para
el sentimiento antiguo del mundo, el álgebra no es un progreso, sino
una absoluta superación. Esto basta ya para demostrar que Diofanto
no pertenece interiormente a la cultura antigua.
Actúa en él un nuevo sentimiento del
número o, mejor dicho, un nuevo sentimiento del limite que el número
impone a la realidad. Ya no es aquel sentimiento helénico, cuya idea
del límite sensible y actual dio origen a la geometría euclidiana
de los cuerpos tangibles y a la plástica de la estatua desnuda.
No conocemos los detalles que
acompañan la formación de esta nueva matemática. Diofanto es
un caso único en la matemática de la antigüedad posterior; tanto,
que se ha pensado en influencias de la India. Pero sin duda lo que
hay aquí es un influjo de aquellas escuelas árabes primitivas de la
Mesopotamia, cuyos trabajos han sido tan poco estudiados, salvo los
que se refieren a temas dogmáticos. Diofanto se propone
desarrollar ciertos pensamientos euclidianos; pero en ese desarrollo
surge un nuevo sentimiento del limite— yo le llamo mágico—aunque
sin conciencia de su oposición al concepto antiguo. Diofanto no
amplifica la idea del número como magnitud, sino que la deshace sin
darse cuenta de ello. Ningún griego hubiera podido comprender lo que
es un número indeterminado a 0 un número innominado 3—que no son
ni magnitud, ni medida, ni distancia—. Pues bien; el nuevo
sentimiento del límite encarnado en estas especies numéricas está
ya por lo menos latente en las reflexiones de Diofanto.
El cálculo por letras, tan corriente
hoy entre nosotros, la forma actual del álgebra, que ha recibido
desde entonces otra nueva interpretación, fue introducida en 1591
por Vieta, en oposición notable, aunque inconsciente, al cálculo
del Renacimiento, que seguía el estilo antiguo.
Diofanto vivió hacia 250 de J. C.,
esto es, en el tercer siglo de la cultura árabe. El organismo
histórico de la cultura árabe ha permanecido oculto bajo
las formas más aparentes y superficiales del Imperio romano y de
la «Edad Media» [16]. A la cultura árabe pertenece todo lo que se
produjo en el territorio del futuro Islam, desde los comienzos de
nuestra era. Justamente entonces despunta un nuevo sentimiento del
espacio, que se manifiesta en las basílicas, los mosaicos y los
relieves sepulcrales de estilo cristiano-sirio, y al mismo tiempo
acaban de extinguirse los últimos rescoldos de la plástica
estatuaria de Atenas. En esta época surge otra vez un arte arcaico y
una ornamentación rigurosamente geométrica. Diocleciano establece
entonces un verdadero califato en aquel imperio, que sólo en
apariencia era romano. Entre Euclides y Diofanto median quinientos
años. Otros tantos median entre Platón y Plotino, entre el último
pensador—el Kant—, que remata una cultura, y el primer
escolástico—el Duns Escoto—, de una cultura recién nacida.
Por primera vez nos encontramos ante el
fenómeno, hasta hoy desconocido, de esos grandes individuos, cuyo
nacimiento,
desarrollo y decadencia constituye la
substancia propia de la historia universal, oculta tras un velo
superficial de mil confusos colores. El alma «antigua» que declina
y se extingue en la inteligencia romana; aquel alma cuyo «cuerpo»
es la cultura antigua, con sus obras, pensamientos, hechos y ruinas,
había surgido 1100 años antes de J. C., en el territorio del mar
Egeo.
La cultura arábiga, que empieza a
alentar en Oriente, desde Augusto, bajo el manto de la civilización
antigua, tiene indudablemente su origen en la comarca que se extiende
entre Armenia y la Arabia meridional, Alejandría y Ctesifón. Son
expresiones de este alma nueva casi todo el arte de la época
imperial, los cultos orientales, llenos de savia joven, la religión
mandea y maniquea, el cristianismo y el neoplatonismo, los Foros
imperiales de Roma y el Panteón, que es la primera mezquita del
mundo.
Es cierto que en Alejandría y
Antioquía se escribía en griego y aun se creía pensar en griego;
pero este hecho no tiene la menor importancia, como no la tiene el
que la ciencia occidental haya usado, hasta Kant, la lengua latina o
que Carlomagno se figurase haber
«resucitado» el Imperio romano.
Para Diofanto ya no es el número la
medida y esencia de las cosas plásticas. En los mosaicos de
Rávena el hombre ya no es cuerpo. Insensiblemente han ido perdiendo
los términos griegos su primitiva significación. Estamos muy lejos
de la kalokŒgayÞa [17] ática, de la ŒtarajÞa [18] y la gal®nh [19]
estoicas. Sin duda, Diofanto no conoce aún el cero y los números
negativos; pero ya no conoce tampoco las unidades plásticas de
los números pitagóricos. Por otra parte, la indeterminación de los
números árabes innominados es enteramente distinta de la
variabilidad regular del número occidental, que se expresa en la
función.
La matemática mágica, el álgebra,
se desarrolla lógicamente, sin que conozcamos los detalles de
esta evolución, sobre el estadio en que la dejara Diofanto—que ya
supone un cierto desarrollo anterior—y llega a su plenitud en el
siglo IX, época de los Abassidas, como lo demuestra la ciencia de
Alchwarizmi y Aisidschzi. Así como la plástica ateniense se
desarrolla paralelamente a la geometría euclidiana—dos
manifestaciones externas de un mismo lenguaje formal—; así como el
estilo fugado de la música instrumental evoluciona junto al análisis
del espacio, asi también al lado del álgebra nace y crece un arte
mágico, el arte de los mosaicos, de los arabescos—que, desde el
imperio sassánida y luego desde Bizancio, van ostentando cada vez
mayor riqueza y complicación en su absurdo tejido de formas
orgánicas—, el arte de los altorrelieves constantinianos con la
incierta obscuridad del fondo entre las figuras libremente
destacadas. El álgebra está con la aritmética antigua y con el
análisis occidental en la, misma relación que la basílica cupular
con el templo dórico y con la catedral gótica.
No es que Diofanto haya sido un gran
matemático. La mayor parte de lo que su nombre evoca no se halla en
sus escritos; y lo que está en sus escritos no es seguramente todo
propiedad suya. Su importancia casual obedece a que, hasta donde
nuestro conocimiento alcanza, es el primero que manifiesta por
modo indudable un nuevo sentimiento del número. Frente a los
grandes maestros, que perfeccionan y cierran una matemática, como
Apolonio y Arquímedes en la antigüedad, y como Gauss,
Cauchy y Riemann en el Occidente, produce Diofanto la impresión
de que en su idioma de fórmulas hay algo de primitivo que hasta
ahora se ha solido calificar de decadente. Como primitivo habrá de
ser comprendido y estimado en lo futuro, una vez que se haya
verificado en el cuadro del arte antiguo la indispensable
transmutación de Valores, que consiste en ver que eso que se llama
arte decadente y que tanto se desprecia no es sino la vacilante e
insegura manifestación del sentimiento arábigo, que empezaba a
despuntar. Igual impresión de arcaísmo, de primitivismo, de
inseguridad, produce la matemática de Nicolás de Oresme, obispo
de Lisieux—1323-1382—, que fue el primero que empleó en
Occidente coordenadas libremente elegidas y hasta potencias
con exponentes quebrados. Esto supone un sentimiento del
número poco claro, sin duda, todavía, pero ya
inconfundible, un sentimiento totalmente distinto del antiguo y
también del arábigo. Pensemos en Diofanto y al mismo tiempo en
los primitivos sarcófagos cristianos de las colecciones
romanas; pensemos luego en Oresme y en las estatuas góticas
de las catedrales alemanas; advertiremos pronto cierta afinidad
entre ambos matemáticos, cuyos pensamientos representan un mismo
período arcaico de la inteligencia abstracta. En la época de
Diofanto ya se había extinguido aquel sentimiento
estereométrico, que palpitaba en la finura y elegancia suprema
de un Arquímedes y que supone ya una inteligencia urbana. En aquel
mundo árabe primitivo eran los hombres torpes, anhelantes, místicos.
Ya no tenían aquella claridad aquella desenvoltura de los
atenienses. Eran hijos de la tierra. Habían nacido en un paisaje
matutino y no, como Euclides o d'Alembert, en una gran ciudad [20].
Ya nadie comprendía los profundos y complicados productos del
pensamiento antiguo; se pensaban ideas nuevas, confusas, cuya
organización clara, cuya concepción urbana intelectual no podía
formularse aún. Tal es el estadio gótico de todas las
culturas jóvenes. La «antigüedad» había pasado por él
en la época dórica, de la cual no nos queda mas que la cerámica de
estilo dipylon. Las concepciones del tiempo de Diofanto fueron
desenvueltas y perfeccionadas más tarde, en el siglo
IX y X, en Bagdad, por grandes maestros que no desmerecen de Platón
y de Gauss.
La acción decisiva de Descartes, cuya
Geometría vio la luz pública en 1637, no consistió, como suele
decirse, en introducir un nuevo método o una nueva intuición en la
geometría tradicional, sino en formular definitivamente una nueva
idea del número, que se manifiesta en el hecho de haber cortado todo
lazo de unión entre la geometría y la construcción óptica de las
figuras, distancias medidas y mensurables. Con esto era ya un hecho
el análisis del infinito. Quien estudie a fondo la obra de
Descartes verá que el sistema rígido de coordenadas llamado
cartesiano, representante ideal de las magnitudes mensurables, en
sentido semieuclidiano, tuvo en realidad su importancia en el período
anterior, en el de Oresme, por ejemplo, y que Descartes, más que
perfeccionarlo, lo que hizo fue superarlo. Su contemporáneo Fermat
fue el último clásico de ese sistema.
En lugar de los elementos
sensibles, distancias y superficies concretas—expresión
específica del sentimiento antiguo del límite—aparece ahora el
punto, elemento abstracto de el Espacio, totalmente extraño al
sentir antiguo; y el punto se caracteriza desde ahora como un grupo
de números puros coordenados. Descartes deshace el concepto
de la magnitud, de la dimensión sensible, transmitido por los
textos antiguos y la tradición árabe, y lo substituye por el valor
variable relativo de las posiciones en el espacio. Nadie ha
comprendido que esto significaba en realidad prescindir por completo
de la geometría, que, en adelante, vive en el mundo numérico del
análisis una existencia aparente, compuesta tan sólo de
reminiscencias antiguas. La palabra geometría posee un sentido
apolíneo indestructible. A partir de Descartes, la mal llamada
«geometría nueva» es, en verdad, o un proceso sintético que
determina la posición de ciertos puntos, por medio de
ciertos números, en un espacio no necesariamente tridimensional —una
«colección de puntos»—, o un proceso analítico que determina
ciertos números por medio de la posición de ciertos puntos.
Substituir las distancias por posiciones es concebir la extensión
como espacio puro, como espacio sin cuerpos.
Creo que el ejemplo clásico que mejor
revela la destrucción de esa geometría óptica y finita, heredada
de los antiguos, es la, transformación de las funciones
angulares—que fueron números de la matemática india con un
sentido que apenas podemos vislumbrar—en funciones ciclométricas
y su descomposición en series, que, en el campo infinito
del análisis algebraico, han perdido ya hasta el más leve recuerdo
de las figuras geométricas de estilo euclidiano. El número
cíclico p, como la base de los logaritmos naturales e, se
manifiesta por doquiera en este grupo numérico y produce relaciones
que borran todo límite entre la geometría, la trigonometría
y el álgebra; relaciones que no son ni aritméticas ni geométricas
y ante las cuales ya nadie piensa en círculos realmente
dibujados o en potencias calculables.
El alma antigua llegó, por medio de
Pitágoras, en 540, a la concepción de su número apolíneo, como
magnitud mensurable; asimismo el alma occidental, en una fecha que
corresponde a aquélla, formuló por medio de Descartes y los de su
generación—Pascal, Fermat, Desargues—la idea de un número, que
nace de una tendencia apasionada, fáustica, hacia el infinito. El
número, como magnitud pura, adherido a la presencia corpórea de la
cosa singular, encuentra su correlato en el número como relación
pura [21]. Si es lícito definir el mundo antiguo, el
cosmos—partiendo de aquella profunda necesidad de limitación
visible—, como la suma calculable de las cosas materiales, podrá
decirse en cambio que nuestro sentimiento del universo se ha
realizado en la imagen de un espacio infinito, en el cual lo visible
resulta lo condicionado, lo opuesto al absoluto, y casi como una
realidad de segundo orden. Su símbolo es el concepto de función,
concepto decisivo, que no aparece, ni vislumbrado siquiera, en
ninguna otra cultura. La función no es, en modo alguno, la
amplificación o desarrollo de un concepto del número
recibido por tradición; es la superación completa de todo número.
No sólo la geometría euclidiana, y con ésta la geometría
«universal humana» fundada en la experiencia diaria, la geometría
de los niños y de los indoctos, sino también la noción
arquimédica del cálculo elemental, la aritmética, cesa de
tener valor para la matemática verdaderamente significativa
del Occidente europeo. Ya no hay mas que análisis abstracto. Para
los antiguos, la geometría y la aritmética eran ciencias
conclusas, integrales, de primer orden, y su método era la
intuición, el contar o dibujar magnitudes; para nosotros esas
disciplinas ya no son mas que los instrumentos prácticos de la vida
diaria. La adición y la multiplicación, los dos métodos antiguos
del cálculo, hermanos gemelos de la construcción de las figuras,
desaparecen por completo en la infinidad de nuestros procesos
funcionales.
La potencia que es, en principio, un
simple signo numérico que indica un determinado grupo de
multiplicaciones—productos de cantidades iguales—queda hoy
completamente desligada del concepto de magnitud; el nuevo
símbolo del exponente—logaritmo— empleado en formas complejas,
negativas, quebradas, ha trasladado la potencia a un mundo
trascendente de relaciones, que para los griegos, que no
conocían sino dos potencias positivas -enteras, las superficies y
los volúmenes, hubiera sido completamente inaccesible—pensemos en
expresiones como:
Las profundas creaciones que, a partir
del Renacimiento, se suceden rápidamente unas a otras; los números
imaginarios y complejos, introducidos por Cardán en 1550; las series
infinitas, fundadas teóricamente en 1666 por el gran
descubrimiento del binomio de Newton; los logaritmos en 1610, la
geometría diferencial, la integral definida de Leibnitz; la
colección, como nueva unidad numérica, ya presentida por
Descartes; los nuevos procesos como el de la integración
indefinida, el desarrollo de las funciones en series y aun en series
infinitas de otras funciones; todas estas conquistas son otras tantas
victorias sobre el sentimiento popular sensible del número, que el
espíritu de la nueva matemática debía superar, para poder dar
cuerpo a un nuevo sentimiento del universo.
No hay ejemplo de una cultura que haya
manifestado tanto respeto como la occidental por los productos de
otra anterior—la «antigua»—desaparecida hacía mucho tiempo y
que le haya permitido tener sobre sí tan amplio influjo científico.
Hemos tardado mucho en atrevemos a
pensar nuestro propio pensamiento. En el fondo hemos sentido de
continuo el deseo de imitar a los antiguos. Y, sin embargo, cada paso
que dábamos en esa dirección nos alejaba más y más del ideal
ansiado.
Por eso la historia del saber
occidental es la de una progresiva emancipación de los influjos
antiguos, una liberación que ni siquiera fue deseada, sino obligada
por hondas tendencias inconscientes. Y asi, la evolución de la
matemática moderna aparece como una lucha sorda, larga y, al cabo,
triunfante contra el concepto de magnitud [22].
Los prejuicios favorables con que
miramos la antigüedad nos han impedido hallar un nuevo nombre para
el número propiamente occidental. El actual lenguaje de los
signos matemáticos falsea los hechos y ha sido el culpable de que,
aun entre los mismos matemáticos, domine la creencia de que los
números son magnitudes. Y, en efecto, sobre esa suposición
descansan nuestras designaciones gráficas habituales.
Pero los signos particulares, que
sirven para expresar la función (x, p, s), no constituyen el número
nuevo. El nuevo número occidental es la función misma, la función
como unidad, como elemento, la relación variable, irreductible
a limites ópticos. Y hubiera debido buscarse para él un nuevo
lenguaje de fórmulas no influido en su estructura por las
concepciones de la antigüedad.
Representémonos la diferencia entre
dos ecuaciones—esta palabra misma no debiera comprender cosas tan
heterogéneas-tales como:
3x + 4x = 5x y xn + yn = zn,
(la ecuación del teorema de Fermat).
La primera consta de varios «números antiguos»— magnitudes—.
La segunda es ella misma un número de muy distinta especie, si bien
ello permanece encubierto por la identidad de la grafía. En efecto,
los signos de nuestra matemática se han formado bajo la
influencia de representaciones euclidianas y arquimédicas.
En la primera ecuación, el signo de igualdad define el enlace rígido
de dos magnitudes determinadas, tangibles; en la segunda,
representa una relación constante dentro de un grupo de
variables, de tal suerte que ciertas alteraciones arrastran
como consecuencia necesaria otras alteraciones. La primera ecuación
se propone determinar— medir—una magnitud concreta, que se
llama resultado. La segunda no tiene resultado alguno; es la
copia y signo de una relación que para n > 2—éste es el famoso
problema de Fermat—excluye valores enteros probablemente
indicables. Un matemático griego no hubiera entendido lo que se
pretende con operaciones de esta índole, cuyo fin último no es un
«cálculo».
El concepto de incógnita induce a
error si se aplica a las letras de la ecuación de Fermat. En la
primera ecuación, en la «antigua», x es una magnitud determinada y
mensurable que hay que despejar. En la segunda ecuación, la palabra
«determinar» no tiene sentido alguno para x, y, z, n; por
consiguiente, lo que se quiere no es hallar el valor de esos
símbolos; x, y, z, n no son, pues, números, en sentido plástico,
sino signos de una conexión a la cual le faltan los caracteres de
magnitud, figura y univocidad; son signos de una infinidad de
posibles posiciones de igual carácter que, concebidas como
unidad, constituyen el verdadero número. La ecuación toda,
expresada en una grafía que contiene, por desgracia, muchos y
engañosos signos, es de hecho un número único; los signos x,
y, z no son números, como no lo son los signos + y =.
El concepto de los números
irracionales, de los números propiamente antihelénicos,
deshace en su fundamento mismo la noción del número concreto y
determinado. A partir de este momento ya no forman estos números una
serie de magnitudes crecientes, discretas, plásticas, sino un
continuo de una dimensión, en el cual cada corte—en el sentido
de Dedekind—representa «un número», aunque ya en realidad no
puede dársele este nombre. Para el espíritu antiguo no hay más
que un número entre el 1 y el 3; para el espíritu occidental, hay
una colección infinita. Y el último resto de tangibilidad popular y
antigua queda, finalmente, destruido, cuando se introducen en
la matemática los números imaginarios (√ - I = i ) y los
números complejos (de la forma general a + bi) que amplifican el continuo lineal y lo
transforman en la noción sumamente trascendente de cuerpo numérico
—conjunto de una colección de elementos homogéneos—en donde
cada corte representa un plano numérico, una colección infinita de
inferior «potencia», como, por ejemplo, el conjunto de todos los
números reales. Estos planos numéricos que, desde Cauchy y Gauss,
tienen un papel muy importante en la teoría de las funciones, son
puras creaciones del pensamiento. En cierto modo, hubieran
podido los griegos concebir el número irracional positivo, v.
gr., /2 aunque sólo fuese negándolo, excluyéndolo de entre los
números, llamándolo rrhtow logow [23]. Pero expresiones de
la forma x + y i exceden todas las posibilidades del pensamiento
antiguo. La extensión de las leyes aritméticas a toda la
esfera del complejo, dentro de la cual son continuamente aplicables,
es el fundamento de la teoría de las funciones, teoría que
representaren su mayor pureza la matemática occidental, porque
comprende en sí todas sus partes. De esta suerte la
matemática occidental se hace perfectamente aplicable al cuadro de
la física dinámica, que se ha desenvuelto al mismo tiempo; como
también la matemática antigua representa el correlato exacto de
aquel mundo de cosas plásticas, que la física estática, desde
Leucipo hasta Arquímedes, estudia en el sentido teórico y mecánico.
El siglo clásico de esta matemática
barroca—en oposición al estilo jónico—es el XVIII, que empieza
con los descubrimientos decisivos de Newton y Leibnitz y sigue con
Euler Lagrange, Laplace, d'Alembert hasta llegar a Gauss. El
desenvolvimiento de esta poderosa creación espiritual fue como un
milagro. Apenas osaba nadie creer en lo que veía. Descubríanse
verdades a montones, que parecían imposibles a los refinados
espíritus de aquel siglo de temple escéptico. Y d'Alembert decía:
Allez en avant et la foi vous viendra, refiriéndose a la teoría del
cociente diferencial. En efecto, la lógica misma parecía formular
oposición; todos los supuestos descansaban, en apariencia, sobre
errores; y, sin embargo, se llegó a buen término.
Este siglo, en la sublime embriaguez de
aquellas formas saturadas de espíritu y ocultas a los ojos del
cuerpo—pues junto a esos grandes maestros del análisis hay que
poner también a Bach, Gluck, Haydn, Mozart—; este siglo, en
el cual un pequeño círculo de espíritus selectos y profundos,
de donde Goethe y Kant permanecieron excluidos, vivía entre los más
refinados descubrimientos y las más audaces combinaciones formales,
corresponde por su contenido exactamente a la época más plena del
jónico, a la época de Eudoxo y Archytas (450-350)—y debemos
añadir también Fidias, Policleto, Alkamenes y los edificios
del Acrópolis—, en la cual el mundo de la matemática y de la
plástica antiguas brilló con todo el esplendor de sus posibilidades
y llegó a su final apogeo.
Ahora ya podemos comprender la
elemental oposición entre el alma antigua y el alma occidental. No
hay nada más íntimamente distinto en toda la historia de la
humanidad superior. Y justamente porque los extremos se tocan,
porque acaso las oposiciones arranquen de un fondo común,
sepultado en las más profundas capas de la vida, siente el alma
occidental, fáustica, esa anhelante aspiración hacia el ideal del
alma apolínea, que es la única que el alma occidental ha amado,
envidiándole la fuerza con que se entregaba al presente puro.
Ya hemos hecho notar que en el hombre
primitivo y en el niño hay un momento de la vida interior en que
súbitamente nace el yo; y entonces es cuando comprenden
ambos el fenómeno del número, entonces es cuando, de pronto,
poseen un mundo circundante, y lo refieren al yo.
Cuando la mirada atónita del hombre
primitivo ve destacarse en grandes rasgos, sobre el caos de las
impresiones, ese mundo naciente de la extensión; cuando la oposición
profunda, irreductible, entre ese mundo exterior y el mundo interior
ha dado forma y dirección a la vida vigilante, entonces despierta
también el sentimiento primario del anhelo, en ese alma, que
súbitamente se da cuenta de su soledad. Es el anhelo hacia el
término del devenir, hacia la plenitud y realización de todas las
posibilidades internas; el alma aspira a desenvolver la idea de su
propia existencia. Es el anhelo del niño, penetrando a raudales en
la conciencia clara, como sentimiento de una irresistible dirección,
y que más tarde viene a situarse ante el espíritu viril, como
enigma del tiempo, enigma inquietante, seductor, insoluble. Las
palabras pasado y futuro han adquirido ahora de pronto un sentido
fatídico.
Pero ese anhelo, que nace de la riqueza
y beatitud de la vida interna, es al mismo tiempo, en los más hondos
repliegues de cada alma, terror. Así como todo producirse camina
batía un producto, en el que concluye y remata, así también el
sentimiento primario del producirse, el anhelo, está en contacto con
el otro sentimiento de lo ya producido, el terror. En el presente,
sentimos fluir la vida; en el pretérito, yace lo transitorio. Esta
es la raíz del eterno terror a lo irrevocable, a lo ya conseguido,
a lo definitivo, a lo perecedero, al mundo mismo, como cosa
realizada, en donde con el límite del nacimiento queda marcado
también el de la muerte; terror al instante en que la posibilidad
sea realidad, en que la vida se cumpla y termine, en que la
conciencia llegue a su fin. Es ese profundo terror cósmico que
embarga el alma del niño y que no abandona nunca al gran hombre,
creyente, poeta, artista, en su infinita soledad; terror a las
potencias extrañas, que, inmensas y amenazadoras, irrumpen en
el naciente mundo en forma de fenómenos naturales. La
voluntad de intelección que hay en el hombre siente la dirección,
implícita en todo proceso productivo, como un elemento extraño y
hostil, en su inflexibilidad—irreversibilidad—; y para conjurar
lo eternamente incomprensible le aplica un nombre. La
dirección es algo extraño que transforma el futuro en pasado y
le da al tiempo, en oposición al espacio, esa contradictoria
inquietud, esa ambigüedad dolorosa que ningún hombre de valía deja
nunca de sentir.
El terror cósmico es sin duda alguna
el mas creador de todos los sentimientos primarios. El hombre le debe
las más plenas y profundas formas y figuras, no sólo de la vida
interior consciente, sino también de su reflejo en los innumerables
productos de la cultura externa. Como una melodía recóndita, que no
todos pueden oír, insinúase el terror en el lenguaje de formas que
habla toda verdadera obra artística, toda filosofía íntima,
toda acción importante; y asimismo—aunque
perceptible para muy pocos—se manifiesta también en los grandes
problemas de toda matemática. Sólo el hombre que interiormente es
ya cadáver, el habitante de las grandes urbes postrimeras, la
Babilonia de Hammurabi, la Alejandría de los Ptolomeos, el Bagdad
del mundo islámico, el París y el Berlín de hoy; sólo el puro
sofista intelectual, el sensualista, el darwinista, pierde o niega
ese terror, interponiendo entre sí y lo extraño una «concepción
científica del mundo» sin arcanos ni misterios.
Así como el anhelo se refiere a ese
algo incomprensible, cuyas mil formas cambiantes, inaprensibles, más
bien se ocultan que se expresan en la palabra tiempo, así el
sentimiento primario del terror se manifiesta por medio de los
símbolos de la extensión, símbolos espirituales, comprensibles,
susceptibles de recibir una configuración. De' esta suerte, en la
conciencia vigilante de cada cultura aparecen, distintas
en cada una, las formas contrapuestas de tiempo y espacio,
dirección y extensión, sirviendo aquéllas de fundamento a éstas
como el producirse sirve de fundamento al producto—pues también el
anhelo es base del terror, se transforma en terror y no viceversa—,
Aquéllas están substraídas a la potencia del espíritu; éstas
quedan rendidas a su servicio. Aquéllas son sólo para vivir; éstas
sólo para conocer. «Temer y amar a Dios», he aquí la expresión
cristiana que manifiesta el sentido contrapuesto de ambos
sentimientos cósmicos.
En el alma de la humanidad primitiva,
como también en la del niño, surge el impulso, el afán de
conjurar, vencer, aplacar—«conocer»—ese elemento de las
potencias extrañas, que irremisiblemente actúa en todo lo extenso,
en el espacio y por el espacio. Conjurar, vencer, aplacar, «conocer»,
es en el fondo lo mismo. Conocer a Dios significa, en la mística de
todas las edades primitivas, conjurarlo, inclinarlo a
nuestro favor, apropiárnoslo íntimamente. Y ello se consigue
por medio de la palabra, del «nombre» con que se nombra, se evoca
al numen, o también mediante los usos de un culto, en que reside una
fuerza secreta. La forma más refinada y más poderosa de ese acto
defensivo es el conocimiento de las causas, el conocimiento
sistemático, la limitación por conceptos y números.
Por eso el hombre no es plenamente
hombre hasta que posee el idioma. Con irresistible necesidad, el
conocimiento, que ha madurado en las palabras, convierte el caos
de las impresiones primarias en la «naturaleza», con sus
leyes, a las que ha de obedecer; transforma el «mundo en sí»
en «mundo para nosotros» [24]. Aplaca el terror cósmico, dominando
lo misterioso, convirtiéndolo en realidad comprensible,
encadenándolo con las férreas reglas de un idioma propio,
cuyas formas intelectuales quedan impresas en la realidad.
Esta es la idea del tabú [25], que
representa un papel predominante en la vida espiritual de todos los
hombres primitivos, pero cuyo contenido originario está ya tan lejos
de nosotros, que la palabra resulta intraducible a los idiomas
cultos.
La angustia sin reposo, el sagrado
temor, la profunda desesperanza, la melancolía, el odio, los
obscuros deseos de aproximación, de unión, de alejamiento,
todas esas emociones plenamente formadas, propias ya de las almas
maduras, se mezclan y confunden en ese infantil estado con opaca
indecisión. El doble significado de la voz conjurar, que quiere decir al mismo tiempo constreñir y
suplicar, ilumina en cierto modo el sentido de ese acto místico, con
el cual el hombre primitivo hace «tabú» lo extraño y lo temible.
El temeroso respeto ante lo que no depende de él, ante lo que se
impone, ante lo legal, ante las potencias extrañas del mundo, es el
origen de toda forma elemental. En los primeros tiempos se manifiesta
por medio de la ornamentación, de las ceremonias y los ritos
complicados, de las rigurosas disposiciones de costumbres primitivas.
Pero en la cumbre de las grandes culturas esas producciones, aunque
no han perdido interiormente el sello de su origen, el carácter de
conjuro, constituyen los mundos perfectos de formas que llamamos el
arte, el pensamiento religioso, físico, y, sobre todo,
matemático. El medio común a todas las almas para
realizarse en el mundo, el único que todas conocen, es la
simbolización de lo extenso, del espacio o de las cosas, ya en las
concepciones del espacio absoluto universal de la física newtoniana,
o en los espacios interiores de las catedrales góticas y mezquitas
árabes, o en la infinitud atmosférica de los cuadros de
Rembrandt, que volvemos a encontrar en los obscuros mundos
sonoros de los cuartetos de Beethoven, o en los poliedros regulares
de Euclides, o en las esculturas del Partenón, o en las Pirámides
de Egipto, o en el Nirvana de Buda, o en la exquisitez y jerarquía
de las costumbres cortesanas bajo Sesostris, Justiniano I y Luis XIV,
o, por último, en la idea de Dios de un Esquilo, Plotino, Dante, o
en la energía de la técnica actual, que circunda y apresa, como en
una red, el globo terráqueo.
Volvamos a la matemática. El punto de
partida de toda actividad productiva, en la cultura antigua, fue,
como vimos, la ordenación de las cosas, en tanto que son
presentes, abarcables, mensurables, contables. El sentimiento
occidental de la forma, el sentimiento gótico de un alma desmedida,
llena de aspiraciones, perdida en las lejanías, prefirió, en
cambio, el signo del espacio puro, inintuíble, ilimitado. No nos
engañemos; estos símbolos, que fácilmente podrían aparecemos como
idénticos y provistos de un valor universal, están rigurosamente
condicionados. Nuestro espacio cósmico infinito, sobre cuya
presencia, al parecer, no cabe la más mínima duda, no existe para
el hombre antiguo; ni siquiera puede representárselo. Por otra
parte, el cosmos helénico, cuya profunda incompatibilidad con
nuestro modo de concebir el mundo no hubiera debido permanecer tanto
tiempo ignorada, es para los helenos algo evidente. En realidad, el
espacio absoluto de nuestra física es una forma que supone muchas y
muy complicadas premisas tácitas, una forma que ha nacido de nuestra
alma, como copia y expresión de ella; y sólo para la índole propia
de nuestra existencia vigilante es ese espacio algo real, necesario y
natural. Los conceptos simples son siempre los más difíciles. Su
simplicidad consiste justamente en que hay en ellos infinitas cosas,
que no podrían expresarse y que tampoco hace falta decir, porque los
hombres que pertenecen a ese círculo las sienten
con profunda certidumbre y los extraños no pueden entenderlas por
mucho que se esfuercen en lograrlo. Esto mismo puede decirse
del contenido propiamente occidental que tiene la palabra espacio.
Toda la matemática, desde Descartes, sirve a la interpretación
teórica de ese símbolo máximo, lleno de substancia religiosa. La
física, desde Galileo, no quiere otra cosa. En cambio, la matemática
y la física antiguas no conocen en absoluto tal objeto.
También aquí han traído obscuridades
peligrosas los nombres antiguos, herencia literaria de los griegos.
Geometría significa arte de medir; aritmética, arte de
contar. Pero la matemática occidental no tiene ya en
realidad nada que ver con esos dos modos de limitación, y,
sin embargo, no ha sabido encontrar nombres nuevos para designarse a
sí misma. La palabra análisis está bien lejos de decirlo todo.
El «antiguo» comienza y concluye sus
reflexiones matemáticas en el cuerpo singular y sus planos
limitantes, a los cuales pertenecen indirectamente las secciones
cónicas y las curvas superiores. Nosotros, en el fondo, no conocemos
sino el elemento espacial abstracto, el punto que, sin intuición, ni
medición, ni denominación posibles, representa simplemente un
centro de referencia. La recta para el griego es una arista
mensurable; para nosotros, un ilimitado continuo de puntos.
Leibnitz da como ejemplo de su
principio infinitesimal la recta, que representa el caso límite de
una circunferencia de radio infinitamente grande, siendo el punto el
otro caso límite.
Para los griegos, el círculo es una
superficie, y el problema consiste en reducirla a una figura
conmensurable. Por eso la cuadratura del círculo fue el problema
limite clásico, para el espíritu de los antiguos. Les pareció que
el más profundo de todos los problemas de la forma era convertir las
superficies curvilíneas en rectángulos, sin variar su magnitud, y
de ese modo medirlas íntegramente. Para nosotros ese problema se ha
transformado en un método casi insignificante, que consiste en
representar el número p por medios algebraicos, sin que en ello se
trate para nada de figuras geométricas.
El matemático antiguo no conoce mas
que lo que ve y toca. Donde cesa la visibilidad limitada y
limitante, objeto único de sus pensamientos, allí termina
su ciencia. El matemático occidental, en cambio, tan pronto como
se pertenece a sí mismo y se libra de los prejuicios «antiguos»,
se traslada a la región abstracta de una colección
numérica infinita de n—no ya sólo de 3—dimensiones, dentro de
la cual su geometría—pues todavía sigue llamándola así—puede
y aun casi siempre debe prescindir de todo auxilio intuitivo. Cuando
el antiguo recurre al arte para expresar su sentimiento de la forma,
le da al cuerpo humano, en danzas y luchas, en mármoles y bronces,
un porte tal que sea capaz de contener en sus planos y contornos el
máximum de medida y de sentido.
En cambio, el verdadero artista
occidental cierra los ojos y se pierde en un abismo de músicas
incorpóreas, cuyas armonías y polifonías evocan puros fantasmas
del más allá, regiones que trascienden de toda posibilidad
óptica. Pensemos en lo que un escultor ateniense y un contrapuntista
septentrional entienden por figura y tendremos la oposición de los
dos mundos, de las dos matemáticas. Los matemáticos griegos emplean
la palabra sÇma. en el sentido de cuerpo. Por otra parte, la
terminología jurídica usa del mismo vocablo para designar la
persona por oposición a la cosa: sÅmata kai prŒgmata,
persones et res.
Por eso el número antiguo, entero,
material, busca involuntariamente una relación que lo una con el
nacimiento del hombre corpóreo, del svma. El número I es apenas
considerado como número real. Es la Œrx® la materia prima de la
serie numérica, el origen de todos los números verdaderamente
tales, y por lo mismo el origen de toda magnitud, de toda medida, de
toda cosa real. Su signo fue, en la sociedad de los pitagóricos—no
importa el tiempo en que ello ocurriera—, el símbolo del seno
materno, del origen de la vida. El 2, primer número propiamente
tal, que duplica el I, entró por ello en relación con el principio
viril y su signo era una imitación del falo. El sagrado
tres de los pitagóricos, por último, designaba el acto de la
unión del varón con la hembra, el acto de la generación—fácilmente
puede comprenderse la interpretación erótica de los dos únicos
procesos a que el antiguo daba valor, el aumento de magnitudes y
la producción de magnitudes, la adición y la multiplicación—,
y su signo era la reunión de los dos primeros. Desde ese punto de
vista se comprende claramente el mito, que ya hemos referido, del
criminal descubrimiento del número irracional. El irracional,
o, según nuestro modo de expresarnos, el uso de los decimales
infinitos, viene a destruir el orden genético, el orden
corpóreo-orgánico, instituido por los dioses. No hay duda de que la
reforma que los pitagóricos introdujeron en la religión antigua
consistió en rehabilitar el viejísimo culto de Demeter.
Demeter es pariente de Gaia, la tierra madre. Existe una
profunda relación entre su culto y esa concepción sublime de
los números.
Así, la antigüedad hubo de ser, por
una necesidad íntima, la cultura de lo pequeño. El alma apolínea
había intentado conjurar el sentido de las cosas con el principio
del límite visible; su «tabú» se aplicó a la presencia
inmediata, a la proximidad de lo extraño. Lo que pasaba lejos y
raudo, lo que no era visible, no existía para ella. El griego,
como el romano, sacrificaba a los dioses de la comarca en donde se
encontraba; las demás deidades desaparecían de su horizonte visual.
La lengua griega no tiene palabra para designar el espacio—
habremos de perseguir continuamente el profundo sentido simbólico
de tales fenómenos lingüísticos—, e igualmente le faltaba al
griego el sentimiento—¡tan nuestro!— del paisaje, de los amplios
horizontes, de los panoramas, de las perspectiva lejanía y nubes.
Faltábale también el concepto de la patria, que se extiende a lo
lejos y comprende una gran nación. La patria, para el hombre
antiguo, es el territorio que su vista abarca desde la torre de su
ciudad natal. Lo que haya tras esos límites ópticos de un
átomo político es el extranjero y hasta el enemigo. Aquí
comienza ya el terror de la existencia antigua; y así se explica la
tremenda animosidad con que se aniquilaron unas a otras aquellas
minúsculas ciudades. La Polis es la más pequeña de todas las
formas de Estado imaginables; su política es la política de la
proximidad, muy en oposición a nuestra diplomacia, que es la
política de lo ilimitado. El templo antiguo, que podía abarcarse de
una mirada, es el tipo más pequeño de todos los edificios clásicos.
La Geometría, desde Archytas hasta Euclides—y lo mismo le sucede
por su influjo a la geometría de nuestras escuelas—, trata de
figuras y cuerpos pequeños y manejables; por eso
justamente ignoró las dificultades que surgen al considerar figuras
de dimensiones astronómicas, que no siempre admiten la aplicación
de la geometría euclidiana [26]. De otra suerte, el espíritu ático,
tan fino, hubiera quizá vislumbrado algo del problema de las
geometrías no euclidianas; en efecto, las objeciones contra el
axioma de las paralelas [27], cuya expresión incierta y, sin
embargo, imposible de perfeccionar, produjo bien pronto escándalo,
andaban cerca del descubrimiento decisivo. Así como el sentir
antiguo se entregaba con evidente espontaneidad al pensamiento de lo
próximo y pequeño, así también nuestro modo de pensar
prefiere con igual evidencia el infinito, aquello que trasciende
de toda capacidad óptica. Las perspectivas matemáticas que el
occidente ha descubierto o aprendido han sido todas, con profunda
necesidad, traducidas al idioma de las formas infinitesimales, aun
antes de descubrirse propiamente el cálculo diferencial. El álgebra
árabe, la trigonometría india, la mecánica antigua, han sido
incorporadas al análisis. Las «más evidentes» proposiciones del
cálculo elemental—v. gr. 2 + 2 = 4 —si se consideran desde
puntos de vista analíticos, se transforman en problemas, cuya
solución deberá lograrse en la teoría de los grupos y en muchos
casos aun no ha sido lograda—cosa que a Platón y su tiempo le
hubiera parecido una locura y prueba patente de una falta total de
disposiciones matemáticas.
En cierto modo cabe tratar la geometría
como álgebra o el álgebra como geometría; esto es, cabe prescindir
de la visión o imponerla. Lo primero es lo que nosotros hemos hecho;
lo segundo, lo que hicieron los griegos. Arquímedes, que en su
admirable cálculo de la espiral toca a ciertos hechos generales que
sirven de fundamento al método leibnitziano de la integral
definida, subordina su método a principios estereométricos; y un
estudio superficial encontraría en ese método un sentido muy
moderno. Un indio que estudiase ese mismo problema de la espiral
llegaría con toda evidencia a una fórmula trigonométrica—o cosa
parecida [28].
De la oposición fundamental entre los
números antiguos y los números occidentales se deriva otra
oposición igualmente profunda: la de las relaciones que median entre
los elementos de cada uno de esos mundos numéricos. La relación
entre magnitudes se llama proporción; la relación entre
relaciones constituye la esencia de la función. Pero las
palabras proporción y función rebasan los límites de la matemática
y tienen un sentido muy importante en la técnica de las dos artes
correspondientes: plástica y música. Prescindiendo de lo que la
proporción significa en la distribución de cada estatua,
individualmente considerada, puede decirse que las obras de arte
típicamente antiguas, estatuas, relieves, frescos, permiten siempre
una ampliación o una reducción de las proporciones.
En cambio estas palabras carecen de
sentido para la música.
Recordemos el arte de las piedras
preciosas, cuyos objetos eran esencialmente reducciones de motivos en
tamaño natural. En la teoría de las funciones, el concepto de
transformación de grupos tiene una importancia decisiva; y cualquier
músico puede comprobar fácilmente que en las teorías modernas
de la composición hay una parte esencial constituida por
formaciones análogas. Bastará citar una de las formas
instrumentales más finas del siglo XVIII, el «tema con varazioni».
La proporción supone la constancia de
los elementos; la transformación, en cambio, su variabilidad.
Comparemos en este punto los teoremas de congruencia, en
Euclides—cuya demostración descansa de hecho sobre la proporción
actualmente dada I : I —, con la deducción moderna de esos mismos
teoremas, merced a las funciones angulares.
La construcción— que en su más
amplio sentido comprende todos los métodos de la aritmética
elemental—es el alfa y omega de la matemática antigua; consiste en
producir ante nosotros una figura única bien visible. El compás es
el cincel de esta segunda arte plástica. En cambio, en las
investigaciones de la teoría de las funciones, que buscan como
resultado no una magnitud, sino la discusión de
posibilidades generales, formales, el método de trabajo puede
caracterizarse como una especie de composición, íntimamente
emparentada con la composición musical. Un gran número de conceptos
musicales podrían aplicarse inmediatamente a ciertas operaciones
analíticas de la física—modalidad, tono, frase, cromatismo y
otros—, y cabe preguntar si muchas relaciones no ganarían en
claridad aceptando estos nombres.
Toda construcción afirma, toda
operación niega la apariencia. visible; aquélla labra lo dado ante
los ojos, ésta lo analiza y descompone. Así surge otra nueva
oposición entre las dos modalidades del método matemático. La
antigua matemática de lo pequeño consideraba el caso singular
concreto, resolvía el problema determinado, verificaba la
construcción particular.
En cambio la matemática de lo infinito
estudia clases enteras de posibilidades formales, grupos de
funciones, operaciones, ecuaciones y curvas, y no las estudia en
vista de cierto resultado sino con respecto a su realización. Hace
ya dos siglos —y apenas se dan cuenta de ello los matemáticos
actuales— que ha surgido la idea de una morfología general de
las operaciones matemáticas, que puede considerarse como el sentido
propio de toda lamatemática moderna. Revélase aquí
una tendencia comprensiva de la espiritualidad occidental, que iremos
notando cada vez con mayor claridad en adelante; una tendencia que es
propiedad exclusiva del espíritu fáustico y de su cultura.
Y no se encuentra nada parecido en ninguna otra. La mayor parte
de las cuestiones de que se ocupa nuestra matemática, sus
problemas más peculiares—los que corresponden a la
cuadratura del círculo entre los griegos— como, por ejemplo, la
investigación de los criterios de convergencia de series infinitas
(Cauchy) o la transformación en funciones periódicas de las
integrales elípticas y algebraicas en general (Abel, Gauss),
hubieran sido para los antiguos, que buscaban como resultados
magnitudes sencillas y determinadas, un juego ingenioso y algo
abstruso, lo cual coincide perfectamente con el actual juicio del
gran público. Nada es más impopular que la matemática moderna; y
hay en esto algo de simbólico también, algo de la lejanía
infinita, de la distancia.
Todas las grandes obras occidentales,
desde Dante hasta Parsifal, son impopulares; todas las obras
antiguas, desde Homero hasta el Altar de Pergamo, son
populares en grado máximo.
Y asi, por último, el contenido del
pensar numérico occidental viene a condensarse en el clásico
problema-límite de la matemática fáustica, clave del concepto
de infinito—del infinito fáustico—, concepto de difícil acceso
y totalmente diferente del sentimiento que los árabes y los indios
tuvieron de la infinidad. Me refiero a la teoría del valor-limite,
ya se conciba el número, en particular, como serie infinita, como
curva o como función. Este valor-limite de los modernos es la más
rigurosa oposición al valor-limite de los antiguos, que hasta ahora
no habíamos llamado así y que se manifiesta en el clásico
problema-límite de la cuadratura del círculo. Hasta el siglo
XVIII el principio de la diferencial quedó obscurecido en su
significación por prejuicios euclidianos populares. A pesar de todas
las precauciones que se tomen, el concepto de lo infinitamente
pequeño, tal como se presenta inmediatamente a la inteligencia,
tiene siempre un leve resto de la constancia antigua; siempre hay en
él la apariencia, al menos, de una magnitud, aunque Euclides no la
hubiera reconocido y admitido como tal. El cero es una constante, un
número entero, en el continuo lineal, entre + I y — I. Las
investigaciones analíticas de Euler han padecido notablemente porque
este sabio—como muchos otros después de él—consideró las
diferenciales como ceros. Sólo el concepto de valor-limite,
explicado definitivamente por Cauchy, elimina ese resto del antiguo
sentimiento numérico y convierte el cálculo infinitesimal en un
sistema perfecto y limpio de contradicciones. Ya no se habla de
«magnitud infinitamente pequeña», sino de «valor inferior al
límite de toda posible magnitud finita»; y este cambio nos
conduce derechamente a la concepción de un número variable, que
oscila entre todas las magnitudes finitas, distintas de cero, y que
por lo tanto no tiene ya la más leve sombra de magnitud. El
valor-limite, en esta definitiva concepción, no es ya aquello a que
los valores concretos van acercándose.
Representa el acercamiento mismo— el proceso, la
operación—. Ya no es un estado, sino una actividad. Así, en el
problema decisivo de la matemática occidental manifiéstase
súbitamente nuestra alma como un alma histórica [29].
Eliminar de la geometría la intuición
y del álgebra el concepto de magnitud, para unir luego ambas
disciplinas, allende las limitaciones elementales de la construcción
y del cálculo, en el edificio ingente de la teoría de las
funciones, tal es la marcha que ha seguido el pensamiento numérico
occidental.
Así, el número antiguo,
constante, ha quedado disuelto en el número variable. La
geometría, convertida en analítica, ha deshecho todas las formas
concretas. En lugar del cuerpo matemático, en cuya imagen rígida se
hallan ciertos valores geométricos, el análisis ha puesto
relaciones abstractas de espacio que ya no son aplicables a los
hechos de las intuiciones sensibles actuales. Las formaciones ópticas
de Euclides quedan reemplazadas por lugares geométricos, referidos
a un sistema de coordenadas, cuyo punto de partida puede elegirse
libremente. La existencia objetiva del objeto geométrico se reduce
ahora a la exigencia de que no se altere aquel sistema de
coordenadas durante la operación, encaminada a obtener no
mediciones, sino ecuaciones. Pero entonces las coordenadas son
concebidas como puros valores; no puede decirse que determinan, sino
más bien que representan y substituyen la posición de los puntos,
elementos abstractos de espacio. El número, el límite de la
realidad concreta, no encuentra su representación simbólica en la
imagen de una figura, sino en la imagen de una ecuación. La
«geometría» cambia de sentido; el sistema de coordenadas
desaparece como imagen, y el punto es ahora ya un grupo numérico
abstracto. El tránsito de la arquitectura del Renacimiento a la
del barroco, que se verifica mediante las innovaciones constructivas
de Miguel Ángel y Vignola, es la reproducción exacta de esa
evolución interior del análisis. En las fachadas de los palacios y
de las iglesias, las líneas sensibles, puras, se tornan, por decirlo
así, irreales. En lugar de las coordenadas claras que vemos en las
columnatas florentino-romanas, con sus divisiones en cuerpos y
pisos, aparecen ahora elementos infinitesimales, cuerpos
fluctuantes, volutas, cartuchos y demás detalles, en agitación
y movimiento continuos. La construcción desaparece bajo la
riqueza del decorado, o hablando matemáticamente, de la función;
columnas y pilastras, reunidas en grupos y haces, atraviesan los
frontones, sin punto de reposo para los ojos, se reúnen y vuelven a
dispersarse. Las superficies de los muros, techos y pisos se deshacen
en la ola de estucados y ornamentos, se volatilizan y esfuman bajo
los efectos de luces y colores. Pero esa luz que juguetea sobre el
mundo de formas del barroco floreciente—desde Bernini en 1650 hasta
el rococó de Dresde, Viena y París—se ha transformado ahora en un
elemento puramente musical. La torre de Dresde es una sinfonía. Como
la matemática, la arquitectura del siglo XVIII se desarrolla en un
mundo de formas musicales.
En el desenvolvimiento de esta
matemática debía llegar finalmente un momento en que no sólo los
límites de los objetos geométricos artificiales, sino hasta los
límites de la facultad visual, fueran sentidos como verdaderos
obstáculos por la teoría y por el alma, deseosa de expresar sin
tregua sus íntimas posibilidades; había de llegar un momento en que
el ideal de la extensión trascendente cayera en
contradicción fundamental con las limitadas posibilidades de
la visión inmediata. El alma antigua, que, abandonada por completo a
la ŒtarajÞa platónica y estoica, afirmó siempre el valor supremo
de lo sensible y que más bien recibió que no dio sus símbolos,
como lo demuestra el sentido erótico de los números pitagóricos,
no pudo querer nunca salirse del ahora y del aquí corpóreos. Pero
si el número pitagórico se manifiesta como la esencia de las cosas
singulares, dadas en la naturaleza, en cambio el número de Descartes
y de los matemáticos posteriores es algo que hay que conquistar y
forzar, una relación abstracta de dominio, independiente de toda
actualidad sensible y siempre dispuesta a defender esa
independencia frente a la naturaleza. La voluntad de
potencia—para usar de la gran fórmula de Nietzsche—que
caracteriza la actitud del alma nórdica frente a su mundo, desde el
gótico primitivo de los Edda, de las catedrales, de las Cruzadas, y
aun de los conquistadores wikingos y godos, va implícita en esa
energía que el número occidental manifiesta frente a la intuición.
Esto es «dinamismo». En la matemática apolínea el espíritu sirve
a los ojos; en la matemática fáustica el espíritu vence y supera a
los ojos.
Ese espacio matemático «absoluto»,
tan contrario al sentir antiguo, fue desde el principio— sin que la
matemática por su y respeto a la tradición helénica se atreviera a
advertirlo—no la vaga espaciosidad de las impresiones diarias, de
la pintura corriente, de la intuición apriorística kantiana, tan
unívoca y cierta en apariencia, sino una pura abstracción,
el postulado ideal, irrealizable, de un alma a quien cada
vez la satisfacía menos la sensibilidad, como medio de
expresión, y que acabó al fin por separarse de ella con
apasionada violencia. Era el despertar de la visión interna.
Sólo entonces pudieron sentir algunos
profundos pensadores que la geometría euclidiana, única exacta para
la visión ingenua de todos los tiempos, no es mas que una hipótesis,
si se la considera desde ese superior punto de vista; una hipótesis,
cuya validez exclusiva, frente a otras especies de geometrías,
inaccesibles también a la intuición, no puede nunca demostrarse,
como sabemos, a ciencia cierta desde Gauss. La proposición central
de esa geometría, el axioma euclidiano de las paralelas, es una
afirmación que puede substituirse por otras—v. gr., que por un
punto no pasa ninguna, o pasan dos, o pasan muchas paralelas a una
recta—que conducen todas a sistemas geométricos
tridimensionales sin contradicción, que pueden usarse en la física
y sobre todo en la astronomía y a veces son preferibles al
euclidiano.
La simple exigencia del espacio
sin límites—que no debe confundirse con el espacio
infinito, pues desde Riemann tenemos una teoría de los espacios
ilimitados, aunque no infinitos, a causa de su curvatura—contradice
el carácter de toda intuición inmediata, que depende de
resistencias luminosas, esto es, de límites materiales. Pero
cabe pensar principios abstractos de limitación
que, en un sentido novísimo, superen las posibilidades de la
limitación óptica. Para el que mira al fondo de las cosas, existe
ya en la geometría cartesiana la tendencia a trascender de las tres
dimensiones del espacio vivido, considerándolas como una limitación
innecesaria para el simbolismo de los números. Y aun cuando hasta
1800 no llegó la representación de los espacios pluridimensionales—
mejor hubiera sido emplear otra palabra—a constituir una
base amplia para el pensamiento analítico, sin embargo, el
primer paso había sido dado en el momento en que las potencias, o
más propiamente los logaritmos, quedaron libres de su primitiva
relación con superficies y cuerpos realizables en la intuición
sensible, y, empleando exponentes irracionales y complejos, entraron
en el terreno de las funciones, como valores de relación, de índole
totalmente general. El que pueda seguir este razonamiento comprenderá
que el tránsito de la representación a3 como máximum natural, a la
expresión an suprime ya la necesidad incondicional de un espacio de
tres dimensiones.
Cuando el elemento de espacio, el
punto, hubo perdido su último carácter óptico de intersección de
coordenadas en un sistema intuitivo, quedando definido como grupo de
tres números independientes, ya no había realmente obstáculo
alguno que se opusiera a substituir el número 3 por el número
general n. El concepto de dimensión queda aquí totalmente
invertido. Ya las dimensiones no significan los números que
miden las propiedades ópticas de un punto con respecto a su
Imposición en un sistema. Ahora las dimensiones, en cantidad
ilimitada, representan propiedades perfectamente abstractas de un
grupo numérico. Este grupo numérico—de n elementos independientes
ordenados—es la imagen del punto; se llama un punto. Una ecuación
lógicamente derivada de ese punto se llama plano; es la imagen de un
plano. El conjunto de todos los puntos de n dimensiones se llama
espacio de n dimensiones [30]. En estos mundos trascendentes del
espacio, que ya no están en referencia a sensibilidad alguna,
de cualquier especie que ésta sea, reinan relaciones que el
análisis habrá de descubrir y que se hallan en constante
concordancia con los resultados de la física experimental. Esta
espacialidad de orden superior constituye un símbolo, que es
propiedad integra y única del espíritu occidental. Sólo este
espíritu ha intentado y ha logrado evocar lo producido, lo extenso
en estas formas, conjurar, forzar y por tanto «conocer» lo extraño
por este modo de incorporación—recuérdese el concepto de «tabú».
Sólo en esta esfera del pensamiento
numérico, accesible a muy escasos hombres, aparecen, con el
carácter de realidad, formaciones tales como los
sistemas de números hipercomplejos –v. gr., los
cuaterniones del cálculo de vectores—y sobre todo signos incomprensibles, como:
Pero hay que comprender justamente que la realidad no es sólo
realidad sensible y que el alma puede realizar su idea en muy otras
formaciones que las imágenes de la intuición.
Esta grandiosa intuición de esos
mundos simbólicos del espacio es la base de la noción última y
conclusiva que cierra la matemática occidental: la
amplificación y espiritualización de la teoría de las
funciones en teoría de los grupos. Los grupos son conjuntos de
formaciones matemáticas homogéneas, por ejemplo, la totalidad de
las ecuaciones diferenciales de cierto tipo, conjuntos
construidos y ordenados por modo análogo al cuerpo numérico de
Dedekind. Trátase, como ve el lector, de mundos nuevos de números,
que para la visión interior del iniciado no dejan de tener cierto
aspecto sensible. Y se trata de investigar ciertos elementos de esos
sistemas formales, sumamente abstractos, que con relación a un solo
grupo de operaciones—de transformaciones del sistema— permanecen
independientes de los efectos de esas operaciones, o dicho de otro
modo, son invariantes. El problema general de esta matemática
recibe, pues, según Klein, la forma siguiente: «Dada una
multiplicidad de n dimensiones—«espacio»—y un grupo de
transformaciones, investigar las formas pertenecientes a aquella
multiplicidad, cuyas propiedades no sean alteradas por las
transformaciones del grupo.»
En esta altísima cumbre—después
de haber agotado todas sus posibilidades internas, después de
haber cumplido su destino, que es ser la copia y más pura expresión
de la idea del alma fáustica— remata la matemática occidental su
evolución, en el mismo sentido en que la matemática de la cultura
antigua lo hizo en el siglo III. Ambas ciencias—son las únicas
cuya estructura orgánica se puede conocer ya hoy históricamente—
han nacido de la concepción, por Pitágoras y Descartes, de un
número enteramente nuevo; ambas han llegado con vuelo
magnífico a su madurez un siglo más tarde; y ambas, tras
un florecimiento de tres siglos, rematan el edificio de sus ideas,
en la misma época en que la cultura, a que pertenecen, se convierte
en civilización de urbe mundial. Más tarde habremos de explicar
este nexo hondamente significativo. Pero es seguro que para nosotros
ya pasó la época de los grandes matemáticos. La labor de hoy es
una labor de conservación, de afinamiento, pulimento, selección;
es la labor minuciosa del talento, que se substituye a las grandes
creaciones, y estos mismos caracteres tuvo la matemática alejandrina
del helenismo posterior.
Un esquema histórico lo compendiará
todo más claramente.
ANTIGÜEDAD.
OCCIDENTE.
1º CONCEPCIÓN DE UN NUEVO NUMERO
Hacia 540.
Hacia 1630.
El número, magnitud.
El número,
relación.
Pitagóricos.
Descartes, Fermat,
Pascal; Newton, Leibnitz (1670).
(Hacia 470, victoria de la
(Hacia 1670, victoria de la música sobre la
plástica sobre la pintura al fresco.)
pintura al óleo.)
2º CULMINACIÓN DEL DESARROLLO
SISTEMÁTICO
450-350.
1750-1800.
Platón-Archytas-Eudoxo.
Euler-Lagrange-Laplace.
(Fidias, Praxiteles.)
(Gluck, Haydn, Mozart.)
3º INTERIOR CONCLUSIÓN DEL MUNDO
NUMÉRICO
300-250.
Despues de 1800.
Euclides, Apolonio, Arquímedes.
Gauss, Cauchy, Riemann.
(Lysipo, Leochares.)
(Beethoven.)