CAPÍTULO VI
LA FÍSICA FÁUSTICA Y LA FÍSICA
APOLÍNEA
En un discurso, que se ha hecho famoso,
decía Helmholtz en 1869: "El fin de la ciencia natural es
hallar los movimientos que sirven de base a todos los cambios y
descubrir las fuerzas propulsoras de esos movimientos; en suma,
convertirse en mecánica.» ¡En mecánica! Esto significa la
reducción de todas las impresiones cualitativas a valores
cuantitativos fundamentales e inmutables, es decir, a la extensión y
sus cambios de lugar; esto significa además, si recordamos la
oposición entre el producirse y lo producido, la experiencia intima
y el conocimiento, la forma y la ley, la imagen y el concepto, esto
significa, digo, la reducción de la imagen que vemos de la
naturaleza a la imagen que nos representamos de un ordenamiento
uniforme y numérico, con estructura mensurable. La tendencia
peculiar de toda la mecánica occidental consista en
tomar posesión espiritualmente de las cosas por medio de la
medida; por eso se ve obligada a buscar la esencia de todo fenómeno
en un sistema de elementos constantes, accesibles a la medida, el más
importante de los cuales, según la definición de
Helmholtz, es designado con el nombre de movimiento—nombre
tomado de la experiencia vital diaria.
Para el físico, esa definición es
inequívoca y exhaustiva; Para el escéptico, empero, que inquiere la
psicología de la convicción científica, no lo es, ni mucho menos.
Para aquél, la mecánica actual es un sistema coherente de conceptos
claros e inequívocos y de relaciones tan simples como necesarias;
para éste, es una imagen que caracteriza la estructura del espíritu
europeo occidental, imagen desde luego muy consecuente en su trama y
colmada de fuerza persuasiva. Bien se comprende que los éxitos y
descubrimientos prácticos no contribuyen para nada a demostrar la
«verdad» de la teoría, de la imagen [145]. Para la mayoría de
los hombres, «la» mecánica es sin duda la concepción
evidente de las impresiones de la naturaleza. Pero esto es una
roerá apariencia. Porque ¿qué es el movimiento? El postulado de
que todo lo cualitativo puede reducirse al movimiento de puntos-masas
invariables y homogéneos ¿no es ya un postulado puramente fáustico
y no universalmente humano? Arquímedes, por ejemplo, no sentía en
absoluto la necesidad de traducir las nociones mecánicas en la
representación de ciertos movimientos. ¿Es el movimiento, en
general, una magnitud puramente mecánica? ¿Es un término que
designa una experiencia de los ojos, o un concepto abstraído de
tales experiencias? ¿Significa el número que obtenemos midiendo
hechos provocados experimentalmente, o la imagen que introducimos bajo ese número para
servirle de substrato? Y si realmente consiguiera la física algún
día alcanzar el fin que suponemos se propone; si llegara a
reducir toda percepción sensible a un sistema perfecto de
«movimientos», determinados por leyes y de fuerzas propulsoras de
estos movimientos, ¿habría adelantado un paseen el «conocimiento»
de lo que sucede? ¿Es por ello menos dogmático el lenguaje de las
formas mecánicas? ¿No contiene más bien en su más rigurosa
acepción el mito de los términos primarios, de esos términos
primarios que dan forma a la experiencia, lejos de derivarse de ella?
¿Qué es la fuerza? ¿Qué la causa? ¿Qué el proceso? Es
más; ¿tiene la física, en general, aun fundándose en sus
propias definiciones, un problema propio? ¿Persigue a través de
todos los siglos un fin único y siempre el mismo? ¿Posee,
para expresar sus resultados, mi conjunto de pensamientos
inatacables?
Podemos adelantar la respuesta. La
física actual, que como ciencia constituye un enorme sistema de
signos, en forma de nombres y números, con los cuales nos es dado
actuar en la naturaleza como en una máquina [146], podrá tener un
fin exactamente determinable. Mas como trozo de historia, con todos
los sinos y azares, en la vida de las personas que la han elaborado y
en el curso mismo de la investigación, la física, por su problema,
su método y su resultado es la expresión y realización de una
cultura; es un rasgo de la esencia de una cultura, rasgo que se ha
desenvuelto orgánicamente, y cada uno de sus resultados es un
símbolo. La física existe solamente en la conciencia vigilante de
los hombres cultos, y lo que ella cree descubrir por medio de estos
hombres estaba ya implícito en la índole y modo de su
investigación. Sus descubrimientos, si prescindimos de las fórmulas
y nos fijamos sólo en el contenido representable por imágenes, son
todos de naturaleza puramente mítica, aun en cerebros tan cautos
como los de J. R. Mayer, Faraday y Hertz. Frente a la exactitud de la
física, conviene distinguir en toda ley natural, entre los números
innominados y su denominación, entre una simple limitación [147] y
su interpretación teorética. Las fórmulas representan valores
lógicos universales, números puros, esto es, elementos objetivos de
espacio y de límite. Pero las fórmulas son mudas. La expresión s
= ½ g t2 no significa nada si bajo las letras no pensamos
determinadas palabras con su significación imaginativa. Ahora bien:
cuando envuelvo en tales palabras los signos muertos, cuando doy a
los signos carne, cuerpo, vida, una significación cósmica sensible,
franqueo al punto los linderos de un simple ordenamiento. La voz
yevrÛa. significa imagen, visión. Ella es la que convierte una
fórmula matemática en una ley real de la naturaleza. Lo exacto
carece en si mismo de sentido; toda observación física es de tal
naturaleza, que su resultado no demuestra nada si previamente no
hemos admitido cierto número de imágenes cuyo poder de convicción
se encuentra ahora acrecentado. Si prescindimos de estas imágenes,
el resultado consiste sólo en cifras vacías. Mas no podemos
prescindir de estas imágenes. Supongamos un investigador que
deje a un lado todas las hipótesis de que tenga conciencia como
tales hipótesis; sin embargo, al pensar en tal o cual problema no
podrá dominar la forma inconsciente de su pensamiento—esa forma
le domina a él—porque es hombre de una cultura, de una época, de
una escuela, de una tradición. La fe y el «conocimiento» no son
sino dos especies de certidumbre íntima; pero la fe es más
vieja y domina todas las condiciones del saber, por exacto que
éste sea. Y todo conocimiento de la naturaleza se sustenta en las
teorías, no en los números puros. El afán inconsciente de toda
ciencia auténtica, que existe—repitámoslo—sólo en el espíritu
del hombre culto, es comprender, penetrar y abrazar la imagen cósmica
de la naturaleza; ese afán, empero, no se dirige a la actividad
meditiva en sí, que ha sido siempre un goce de espíritus
insignificantes. Los números debieran ser siempre meras
claves para descubrir el misterio. A los números mismos nunca
hubiera ofrendado sacrificios ningún hombre significativo.
Es cierto que Kant dice en un pasaje
conocido: «Sostengo que toda teoría particular de la naturaleza
tiene de científico propiamente lo que tenga de matemático.» Aquí
se refiere a la limitación pura en la esfera de lo producido, en
tanto que aparece como ley, fórmula, numere, sistema. Pero una ley
sin palabras, una serie de números, la simple lectura de los datos
proporcionados por los instrumentos de medición, es un acto
mental que en su perfecta pureza resulta irrealizable. Todo
experimento, todo método, toda observación nace de una intuición
general que es algo más que matemática. Toda experiencia erudita,
sea por lo demás lo que fuere, es el testimonio de ciertos modos
simbólicos de representación. Todas las leyes concebidas en
palabras son ordenamientos vivientes, animados, llenos de la savia
interna que destila una cultura determinada y sólo ésta.
Si se quiere hablar de necesidad, ya que la necesidad es
exigencia de toda investigación exacta, obsérvese que hay dos
clases de necesidad: una necesidad del alma y de la vida, porque del
sino depende, en efecto, el que tal o cual investigación particular
se verifique y cuándo y cómo; y otra necesidad de la trama de lo
conocido, para la cual los europeos empleamos corrientemente el
nombre de causalidad. Los números puros de una fórmula física
pueden representar una necesidad causal; pero la existencia, el
nacimiento, la duración de una teoría pertenece al sino.
Todo hecho, por simple que sea,
contiene ya una teoría.
Un hecho es una impresión singular
sobre un ser despierto.
Todo depende de que el hombre para
quien existe o existió esa impresión sea un antiguo o un
occidental, un hombre del gótico o un hombre del barroco.
Pensemos en el efecto distinto que un rayo produce en un pájaro y
en un físico que está observando. ¡Cuánta mayor riqueza de
contenido tiene el «hecho» para éste que para aquél! El físico
de hoy olvida con harta facilidad que las palabras magnitud,
posición, proceso, cambio de estado, cuerpo, representan imágenes
específicamente occidentales, con un sentimiento de la significación
que las palabras no alcanzan a fijar y que es por completo extraño
al pensar y al sentir antiguo o arábigo. Ese sentimiento domina por
completo el carácter de los hechos científicos como tales y la
Índole de la cognición; y no hablemos de esos otros conceptos tan
complejos como trabajo, tensión, quantum de efecto, cantidad de
calor, verosimilitud [148], que son cada uno por si un
verdadero mito naturalista. Para nosotros esas formaciones
intelectuales son el resultado de una investigación imparcial, sin
prejuicios, y en ocasiones nos parecen definitivas. Pero un ingenio
fino de la época de Arquímedes que se entregase a un estudio
profundo de la física teorética actual afirmaría que no acierta a
comprender cómo hay quien pueda llamar ciencia a tan caprichosas,
grotescas y confusas representaciones, y encima las considere como
consecuencias necesarias de los hechos. Las consecuencias científicas
legítimas—diría—son más bien las siguientes.....
Y basándose en los mismos
«hechos», esto es, en los hechos vistos por sus ojos y
plasmados por su espíritu, aquel griego desarrollaría unas teorías
que serian escuchadas por nuestros físicos con una sonrisa de
extrañeza y admiración.
Ved las representaciones fundamentales
que en el cuadro de la física actual se han desenvuelto con la más
intima lógica. Los rayos de luz polarizada, los iones peregrinantes,
las partículas en movimiento de la teoría cinética de los gases,
los campos magnéticos, las corrientes y ondas eléctricas,
¿no son todas éstas visiones y símbolos fáusticos
estrechamente afines a los ornamentos románicos, a los anhelos
ascendentes de los edificios góticos, a los viajes de los Wikings
por mares incógnitos, a los afanes de Colón y de Copérnico? Este
mundo de formas e imágenes ¿no nace en perfecta armonía con las
artes, sus contemporáneas, la pintura al óleo y la música
instrumental? ¿No se revela aquí nuestra apasionada tendencia a
la dirección, el pathos de la tercera dimensión, que así
como alcanzó a expresarse en nuestra idea del alma obtiene también
su expresión simbólica en nuestra representación de la naturaleza?
De aquí se sigue que todo «saber»
acerca de la naturaleza, incluso el más exacto, tiene por base una
creencia religiosa.
La física occidental señala como su
fin último el reducir la naturaleza a mecánica pura, y a ese
propósito se encamina todo su idioma de imágenes. Mas la mecánica
pura presupone un dogma, a saber: la imagen religiosa del universo en
los siglos góticos; y ese dogma es el que hace de la mecánica una
propiedad espiritual de la humanidad culta de Occidente y sólo de
ésta. No existe ciencia sin hipótesis inconscientes de esta
especie, sobre las cuales el investigador carece de poder; y esas
hipótesis se retrotraen hasta los primeros días de la cultura
incipiente, No hay ciencia de la naturaleza sin una religión
antecedente. En este punto no existe diferencia entre la intuición
católica y la intuición materialista de la naturaleza: las dos
dicen lo mismo con distintas palabras. La física atea tiene
religión; la mecánica moderna es punto por punto una reproducción
de las visiones religiosas.
El prejuicio del hombre de la ciudad,
que llega con Thales y con Bacon a la cumbre del jónico y del
barroco, coloca a la ciencia crítica en orgullosa oposición frente
a la religión primitiva del campo sin ciudades. La ciencia se precia
entonces de ser una actitud superior, de poseer ella sola los métodos
verdaderos del conocimiento; y cree legítimo, por lo tanto, dar de
la religión misma explicaciones empíricas y psicológicas,
esto es, «superar» la religión. Mas la historia de las culturas
superiores demuestra que la «ciencia» es un espectáculo posterior
y transitorio [149], que pertenece al otoño y al invierno de
esos grandes ciclos vitales, y que en el pensar antiguo, como en el
indio, chino, árabe, dura pocos siglos, en los cuales se agotan sus
posibilidades. La ciencia antigua se extingue entre las batallas de
Cannas y de Actium, dejando el puesto a la imagen cósmica de la
«segunda religiosidad» [150]. Es posible predecir, por tanto, el
momento en que el pensamiento físico de Occidente habrá alcanzado
el límite de su desarrollo.
Nada, pues, Justifica la preeminencia
de este mundo de formas espirituales sobre otro cualquiera. Toda
ciencia crítica, como todo mito y toda fe religiosa en general,
tiene su base en una certidumbre interna; sus
formaciones poseen otra estructura, otra tonalidad, pero no son
fundamentalmente diferentes. Todas las objeciones que la física
dirige a la religión alcanzan a la física misma. Es un gran
prejuicio el creer que podemos poner la «verdad» en lugar de las
representaciones «antropomórficas». Todas nuestras
representaciones son antropomórficas. En toda posible representación
se refleja la existencia del sujeto que la produce. «El hombre crea
a Dios a su imagen y semejanza.» Y esto es cierto no sólo de las
religiones históricas, sino igualmente de toda teoría física,
por muy bien fundada que parezca. Los antiguos físicos se
representaban la naturaleza de la luz como compuesta de
reproducciones corpóreas que emanaban del foco luminoso y venían a
herir los ojos. Para el pensamiento árabe, que nos es conocido
ya en las grandes escuelas pérsico-judías de Edessa, Resain y
Pumbadita y directamente por Porfirio, los colores y formas de las
cosas son atribuidos de un modo mágico («espiritual») a la fuerza
visual, representada como una substancia que reside en el globo del
ojo. Lo mismo enseñaban Ibn al Haitam, Avicena y los «hermanos
puros» [151]. Hacia 1300, el circulo de los Occamistas que
en París rodeaban a Buridán, a Alberto de Sajonia y al
descubridor de la geometría de las coordenadas, Nicolás de
Oresme, se representaba ya la luz como una fuerza— ímpetus—
[152]. Cada cultura se ha creado un grupo de imágenes para
caracterizar los procesos; esas imágenes son para ella las únicas
verdaderas, y siguen siéndolo mientras la cultura vive y se halla en
trance de realizar sus posibilidades internas. Mas cuando la cultura
termina, cuando el elemento creador, la imaginación, el simbolismo
se extingue, sólo restan las formas «vacías», cadáveres de sistemas que
los hombres de otras culturas extrañas sienten literalmente como
absurdos y sin valor y que conservan mecánicamente, cuando no los
desprecian y olvidan. Los números, las fórmulas, las leyes no
significan nada, no son nada.
Tienen que tener un cuerpo, y ese
cuerpo sólo puede dárselo una humanidad viva, que viva en ellos y
por ellos, que se exprese por medio de ellos, que tome íntima
posesión de ellos. Por eso no existe una física absoluta, sino
físicas particulares que aparecen y desaparecen en las culturas
particulares.
La «naturaleza» del hombre
antiguo halló su más alto símbolo artístico en la
estatua desnuda. De ella se deriva consecuentemente una estática
de cuerpos, una física de la proximidad. A la cultura árabe
pertenecen el arabesco y el abovedado de la mezquita en forma de
cueva; de este sentimiento cósmico derívase la alquimia, con la
representación de substancias que tienen efectos misteriosos, como
el «mercurio de los filósofos», que no es ni una materia ni
una propiedad, sino algo que por mágico modo sirve de base
a la existencia de los colores en los metales y puede
convertir uno en otro [153]. La «naturaleza» del hombre fáustico,
por último, ha producido una alquimia del espacio ilimitado, una
física de la lejanía. A la física antigua pertenecen las
representaciones de materia y forma; a la árabe, las muy spinozistas
de substancias y atributos [154] visibles o misteriosos; a la
fáustica, las de fuerza y masa. La teoría apolínea es una
contemplación tranquila; la mágica, un conocimiento secreto de los
«medios» de que dispone la «gracia» de la alquimia—también
aquí puede conocerse el origen religioso de la mecánica—; la
fáustica, desde un principio, hipótesis metódica [155]. El griego
inquiría la esencia de la realidad visible; nosotros inquirimos la
posibilidad de adueñarnos de los invisibles propulsores del devenir.
Lo que para aquéllos era la inmersión amorosa en los aspectos
visibles es para nosotros la violenta interrogación a la naturaleza,
el experimento metódico.
Y lo mismo que las posiciones de los
problemas y los métodos, también los conceptos fundamentales son
símbolos de una cultura y sólo de ella. Los términos primarios de
los antiguos; peiron, ?rx®, morf®, ìlh [156], no son
traducibles a nuestros idiomas; traducir
?rx® por materia prima es tanto como
prescindir del contenido apolíneo y dar al resto, a la mera palabra,
un tinte significativo que le es extraño. El hombre antiguo percibía
como movimiento lo que él llamaba ?lloÛvsiw, cambio de la posición
de un cuerpo. Nosotros, empero, hemos formado el concepto de
«proceso» por la manera como vemos y vivimos el movimiento,
tomándolo de procedere, que significa caminar de frente; con
lo cual se expresa la energía de dirección, sin la que no hay
para nosotros reflexión posible acerca de los acontecimientos
naturales. La antigua crítica de la naturaleza consideró los
estados de agregación visibles, como la diferenciación primaria,
los cuatro famosos elementos de Empédocles, lo corpóreo rígido,
lo corpóreo fluido y lo no corpóreo [157], Los «elementos» árabes están contenidos
en las representaciones de las constituciones y constelaciones
ocultas que determinan a la vista la manifestación perceptible de
las cosas. Intentemos acercarnos a esta manera de sentir; hallaremos
que la oposición entre lo sólido y lo fluido significa cosa bien
distinta para un discípulo de Aristóteles que para un sirio. Para
aquél, grados de corporeidad; para éste, atributos mágicos.
Así surge la imagen del elemento químico, especie de
substancias mágicas que por misteriosa causalidad aparecen en las
cosas para desaparecer otra vez en ellas y que se hallan sometidas
incluso a las influencias astrales. La alquimia implica una
profunda duda científica en la realidad plástica de las cosas,
de los sómata, que los matemáticos griegos, los físicos y los
poetas griegos consideraban como únicos reales; la alquimia deshace,
destruye los cuerpos, para descifrar el secreto de su esencia. Es una
verdadera destrucción de las imágenes, como la del Islam y la de
los bogumilos bizantinos. Aquí se manifiesta una profunda negación
de la forma palpable en que aparece la naturaleza, forma que para los
griegos era sagrada. La disputa sobre la persona de Cristo, en todos
los Concilios primitivos, disputa que dio lugar a la división de
nestorianos y monofisitas, es un problema de alquimia [158]. A ningún
físico antiguo se le hubiera ocurrido investigar las cosas negando o
aniquilando su forma intuitiva. Por eso no hay química en la
antigüedad, como no hubo teorías acerca de la substancia de Apolo,
sino simplemente una forma aparente de su manifestación.
El método químico, de estilo
árabe, es el signo de una nueva conciencia cósmica. La
invención se relaciona con el nombre de aquel enigmático Hermes
Trismegisto, que parece haber vivido en Alejandría, al mismo
tiempo que Platino y Diofanto, el fundador del álgebra. De un
golpe muere la estática mecánica, la física apolínea. Al mismo
tiempo que la matemática fáustica se emancipa definitivamente
por obra de Newton y Leibnitz, la química [159] occidental se
desprende de su forma árabe—por obra de Stahl (1660-1734) y su
teoría flogística—. Esta química, como aquella matemática,
se convierten en puro análisis. Ya Paracelso (1493-1541) había
substituido la tendencia mágica a obtener el oro por una aspiración
medicinal y científica. En ello se revela un cambio de
sentimiento cósmico. Roberto Boyle (1626-1691) creó después
el método analítico y, por tanto, el concepto occidental de
elemento. Pero no nos engañemos. Lo que se llama la fundación de la
química moderna, cuyas épocas se caracterizan por los nombres de
Sthal y Lavoisier, no es en modo alguno una formación de ideas
químicas, si por tales se entienden intuiciones alquimísticas de
la naturaleza. Es propiamente el término, el fin de la
química, su integración en el sistema amplio de la dinámica
pura, su coordinación en esa visión mecánica de la
naturaleza que la época barroca fundara con Galileo y
Newton. Los elementos de Empédocles significan un
estado corporal; los elementos de la teoría de la combustión, de
Lavoisier (1777), que siguió al descubrimiento del oxígeno (1771),
son un sistema de energías accesibles a la voluntad humana.
Solidez y fluidez son ahora términos
que designan relaciones de tensión entre moléculas. Nuestros
análisis y síntesis no sólo preguntan y persuaden a la
naturaleza, sino que la vencen, la violentan. La química moderna es
un capitulo de la moderna física de la acción.
Eso que llamamos estática, química,
dinámica, esas denominaciones históricas, sin sentido profundo para
la actual ciencia de la naturaleza, esos son los tres sistemas
físicos del alma apolínea, del alma mágica y del alma fáustica,
nacido cada uno en su cultura, limitado cada uno, en su validez, al
circulo de su cultura. A estos sistemas físicos corresponden las
tres matemáticas de la geometría euclidiana, del álgebra y del
análisis superior; correspóndenle también las artes de la estatua,
del arabesco y de la fuga. Y si queremos distinguir las tres especies
de física—a las cuales otra cultura podría y debería añadir
otra especie nueva— según su modo de concebir el problema del
movimiento, tendremos que la física apolínea es un ordenamiento
mecánico de estados, la física mágica un ordenamiento mecánico de
fuerzas secretas y la física fáustica un ordenamiento mecánico de
procesos.
El pensamiento humano, siempre
orientado hacia la causalidad, tiende a reducir el cuadro de la
naturaleza a unidades formales cuantitativas, lo más simples
posible, a unidades que nos permitan obtener una concepción causal,
una medición, una numeración, en suma, a diferenciaciones
mecánicas.
Esta tendencia conduce necesariamente a
una teoría atomística en la física antigua, en la física
occidental, en toda física posible. La atomística india y china nos
es desconocida; sólo sabemos que existió. La árabe es tan
complicada que su exposición parece hoy todavía imposible. Entre la
apolínea y la fáustica existe, empero, una oposición de profundo
sentido simbólico.
Los átomos antiguos son formas en
miniatura; los occidentales son quanta minimales de energía. Allá
la condición fundamental de la idea es el carácter intuitivo, la
proximidad sensible; acá es la abstracción. Las representaciones
atomísticas de la física moderna, a las que pertenecen también la
teoría electrónica y la teoría de los quanta, en la termodinámica,
suponen cada vez más esa intuición interna— puramente
fáustica—que se requiere asimismo en varias esferas de la
matemática superior, como las geometrías no euclidianas o la teoría
de los grupos, y que no está al alcance del lego en estas materias.
Un quantum dinámico es una extensión en la que se prescinde de toda
propiedad sensible, una extensión que evita toda relación con la
vista y el tacto, una extensión para la cual el término forma o
figura carece de sentido: algo, pues, que el físico antiguo no
podría representarse en modo alguno. Tal es ya la mónada de
Leibnitz; tal es, en grado máximo, la imagen que Rutherford ha bosquejado de la
estructura de los átomos—un núcleo de electricidad positiva
y un sistema planetario de electrones negativos—y que Niels Bohr ha
reunido en una nueva representación, añadiéndole el cuanto de
acción de Planck [160]. Los átomos de Leucipo y Demócrito eran de
diferente forma y magnitud; eran, pues, unidades puramente plásticas,
y si eran calificados de «indivisibles» era sólo en este sentido.
Los átomos de la física occidental, cuya «indivisibilidad»
significa cosa harto distinta, semejan figuras y temas musicales.
Su esencia consiste en vibración y radiación; su relación con los
procesos naturales es la misma que mantiene el motivo con la
frase [161]. El físico antiguo determina el aspecto; el
físico moderno, la actuación de esos elementos últimos de lo
producido. Tal es el sentido que en la antigüedad tienen los
conceptos fundamentales de materia y forma; y entre nosotros, los de
capacidad e intensidad.
Hay un estoicismo y un socialismo de
los átomos. No otra cosa es la definición de los átomos en su
representación estática—plástica y dinámica—contrapuntística,
que en cada ley, en cada definición manifiestan su parentesco con
las formaciones de la ética correspondiente. La muchedumbre de los
átomos confusos, esparcidos, pasivos, empujados—lo mismo que
Edipo—por el ciego azar, que Demócrito, como Sófocles, llama ?n?gkh; y enfrente, los sistemas de
puntos abstractos de fuerza, actuando como unidades, agresivos,
dominando con su energía el espacio (llamado «campo»), venciendo
obstáculos—como Mácbeth—: estos dos sentimientos
fundamentales son los que dan origen a los dos cuadros mecánicos
de la naturaleza. Según Leucipo, los átomos vuelan«por sí mismos» en el vacío. Para
Demócrito la forma en que se verifica el cambio de lugares simplemente el choque y el
contrachoque.
Aristóteles considera fortuitos los
movimientos aislados. En Empédocles se encuentran los términos de
amor y odio; en Anaxágoras, los de reunión y separación. Todos
éstos son también elementos de la tragedia antigua. Asi se
comportan las figuras en la escena del teatro ático. Estas son,
pues, también las formas de la política antigua, en la que vemos
esos Estados minúsculos, átomos políticos, diseminados en larga
serie por las islas y las costas, celosamente reducidos a sí mismos
y, sin embargo, eternamente necesitados de apoyo, cerrados y
caprichosos hasta la caricatura, empujados acá y allá por los
acontecimientos sin orden ni plan de la historia antigua, hoy
encumbrados, mañana destruidos. Frente a este espectáculo
consideremos, en cambio, los Estados dinásticos del siglo
XVII y XVIII, campos de fuerza política, cuyos centros de
actuación son los gabinetes y los grandes diplomáticos, con sus
perspectivas lejanas, sus orientaciones meditadas y acomodadas a
grandes planes. Para comprender el espíritu de la historia antigua y
de la historia occidental hay que haber penetrado en esta oposición
de las dos almas. Y esta comparación es también la que nos permite
comprender la imagen atomística de ambas físicas. Galileo, que creó
el concepto de fuerza, y los milesios, que crearon el de ?rx®:
Demócrito y Leibnitz, Arquímedes y Helmholtz, son figuras
«correspondientes», miembros de las mismas etapas espirituales de
dos culturas diferentes.
Pero la afinidad interna entre la
teoría atómica y la ética va más lejos aún. Ya hemos expuesto
cómo el alma fáustica, cuya esencia es la superación de la
apariencia visible, cuyo sentimiento es la soledad, cuyo anhelo es la
infinitud, ha impreso estas necesidades de soledad, de lejanía y
separación en todas sus realidades, en su mundo de formas públicas, espirituales y artísticas. Este pathos
de la distancia, para usar el término de Nietzsche, es extraño a la
antigüedad, en la cual todo lo humano necesita proximidad, apoyo,
comunidad.
He aquí la diferencia entre el
espíritu barroco y el jónico, entre la cultura del anden régime y
la Atenas de Perícles. Y este pathos, que separa al héroe
activo del héroe pasivo, reaparece igualmente en el cuadro de la
física occidental como tensión. Nada de esto existe en la intuición
de Demócrito. El principio del choque y contrachoque encierra la
negación de una fuerza que domine el espacio, que sea idéntica al
espacio.
En la idea del alma antigua falta,
pues, el elemento de la voluntad. Entre los hombres antiguos, entre
los Estados y las concepciones antiguas no hay interior tensión y
oposición, a pesar de las peleas, las envidias y los odios; no hay
esa profunda necesidad de separación, de soledad, de superioridad.
Por consiguiente, tampoco existe entre
los átomos del cosmos antiguo. El principio de la
tensión—desarrollado en la teoría del potencial—es
completamente intraducible a los idiomas antiguos y por lo tanto a
los pensamientos antiguos. En cambio es fundamental para la física
moderna. Representa una consecuencia del concepto de energía,
de la voluntad de potencia, en la naturaleza: por eso es
tan necesario para nosotros como imposible para los antiguos.
Toda teoría atómica es, por lo tanto,
un mito, no una experiencia. En este mito la cultura se revela a sí
misma su más recóndita esencia, por medio de la fuerza constructiva
teorética que desarrollan sus grandes físicos. Es un prejuicio
crítico el creer que existe una extensión en sí, independiente del
sentimiento de la forma y del sentimiento cósmico que alienta en el
sujeto cognoscente. Se cree poder excluir la vida; pero se olvida que
el conocer está con lo conocido en la misma relación que la
dirección con la extensión y que es la dirección viviente la que
dilata la sensación en lejanía y profundidad, convirtiendo la en
espacio. La estructura «conocida» de la extensión es un símbolo
del ser que conoce.
Ya en otro lugar [162] hemos expuesto
la significación decisiva que tiene la experiencia intima de la
profundidad, que se identifica con el despertar de un alma y, por lo
tanto, con la creación del mundo exterior correspondiente. En la
mera sensación no hay mas que anchura y altura. La profundidad es
añadida; la realidad, el mundo, es creado por el acto vivo de la
interpretación, que se realiza con la más intima necesidad y que,
como todo lo vivo, posee dirección, movilidad, irreversibilidad—la
concienciado esto constituye el contenido propio de la palabra
tiempo—. La vida misma se introduce en lo vivido, bajo la forma de
tercera dimensión. La doble significación de la palabra lejanía,
que quiere decir al mismo tiempo futuro y horizonte, delata el
sentido profundo de esta dimensión, que es la que produce la
extensión como tal. El devenir anquilosado, el devenir que acaba de
pasar, es lo producido; la vida anquilosada, la vida que acaba de
transcurrir, es la profundidad espacial de lo conocido. Coinciden
Descartes y Parménides en creer que el pensamiento y la realidad,
es decir, lo representado y lo extenso, son idénticos. Cogito,
ergo sum es simplemente una fórmula de la experiencia íntima de la
profundidad: yo conozco, luego soy espacio. Pero en el estilo de ese
conocer y, por lo tanto, de lo conocido, se revela el símbolo
primario de cada cultura. La extensión creada por la conciencia
antigua es de presencia sensible y corpórea; la de la conciencia
occidental es de trascendencia espacial creciente; de manera que el
Occidente ha ido elaborando la polaridad entre capacidad e
intensidad, oposición totalmente inaprensible por los sentidos,
mientras que la antigüedad construyó la polaridad óptica entre
materia y forma.
Pero de aquí se sigue que, dentro de
lo conocido, el tiempo vivo no puede manifestarse nunca. El tiempo se
ha insinuado ya en lo conocido, en el «ser», bajo la forma de la
profundidad, de suerte que la duración (esto es, la intemporalidad)
y la ex- tensión son idénticas. Sólo el conocer posee la
nota de dirección. El tiempo físico, pensado, mensurable,
mera dimensión, es un error. La cuestión es saber si este error
puede o no evitarse. Póngase en cualquier ley física la palabra
sino en vez de tiempo y se verá cómo dentro de la pura «naturaleza»
jamás se trata del tiempo. El mundo de las formas físicas alcanza
exactamente adonde alcanzan los mundos afines de las formas numéricas
y conceptuales; y ya hemos visto que, a pesar de Kant, no hay la
menor relación, de cualquier clase que ésta sea, entre el número
matemático y el tiempo. A lo cual. empero, contradice el hecho del
movimiento en el cuadro del mundo circundante. Este es el problema de
los eleáticos, problema no resuelto e insoluble: el ser o el
pensar y el movimiento no se compadecen. El movimiento «no es»
(«es apariencia»).
Y aquí es donde la física, por
segunda vez, se hace dogmática y mitológica. Las palabras tiempo y
sino ponen al que instintivamente las emplea en contacto con la vida
misma, en sus profundidades más recónditas, con toda la vida, que
es inseparable de lo vivido. Pero la física, el intelecto
observador, tiene que separar esas dos cosas. Lo vivido «en si»,
pensado independiente del acto vivo del contemplador; lo vivido
transformado en objeto, muerto, inorgánico, rígido—eso es «la
naturaleza», algo que la matemática puede agotar—. En este
sentido es la física una actividad de medición.
Empero vivimos incluso cuando contemplamos, y, por tanto,
lo contemplado vive con nosotros. En el cuadro de la
naturaleza hay un aspecto por el cual la naturaleza no sólo «es»,
no sólo existe de momento en momento, sino que «se produce» en un
torrente ininterrumpido, alrededor de nosotros y con nosotros. Ese
aspecto es el signo de la conexión entre un ser despierto,
vigilante, y su mundo. Ese aspecto se llama movimiento y
contradice a la naturaleza como imagen. Representa la historia
de esta imagen, y de aquí se sigue que, asi como nuestra intelección
es abstraída de la sensación por medio del idioma verbal, y asi
como el espacio matemático es abstraído de las resistencias
luminosas (de las «cosas») [163], asi también el tiempo físico es
abstraído de la impresión del movimiento.
«La física» investiga «la
naturaleza». Por consiguiente, conoce el tiempo como mera distancia.
Pero del» físico vive en la historia de esa naturaleza. Por
consiguiente, se ve obligado a concebir el movimiento como una
magnitud matemáticamente determinable. como denominación de los
números puros adquiridos en el experimento y expresados en fórmulas.
«La física es la descripción completa y simple de los movimientos»
(Kirchhoff). Tal ha sido siempre su propósito. Pero no se trata de
un movimiento en la imagen, sirio de un movimiento de la imagen. El
movimiento dentro de la naturaleza, concebida físicamente, no
es otra cosa que ese «quid» metafísica que hace surgir la
conciencia de una transición. Lo conocido es intemporal y
extraño al movimiento. Tal significa «ser producido».
La secuencia orgánica de lo
conocido produce la impresión de un movimiento. El contenido
de esta palabra toca al físico no como «intelecto», sino como
hombre entero cuya función constante no es la «naturaleza», sino
el mundo entero. Pero éste es el mundo como historia. «Naturaleza»
es una expresión de la cultura correspondiente [164]. Toda física
trata el problema del movimiento, en el cual reside el problema de la
vida misma; pero no lo trata como si ese problema fuese resoluble
algún día, sino aun cuando y porque es insoluble. El misterio del
movimiento despierta en el hombre el terror a la muerte [165].
Si suponemos que la física es un modo
refinado de autoconocimiento—entendida la naturaleza como imagen,
como espejo del hombre—, el ensayo de resolver el problema del
movimiento es un esfuerzo en el cual el conocimiento quiere rastrear
su propio arcano, su sino.
Pero esto no lo consigue mas que el
ritmo fisiognómico cuando se hace creador, cosa que sucede siempre
en el arte sobre todo en la poesía trágica. El movimiento ofrece
siempre perplejidades para el hombre que piensa; en cambio, es
evidente para el que intuye. El sistema perfecto de una visión
mecánica de la naturaleza no es fisiognómico, es justamente un
sistema, es decir, pura extensión, orden de conceptos y números; no
es nada vivo, sino algo producido y muerto. Goethe, que era artista y
no calculista, advertía que «la naturaleza no tiene sistema; tiene
vida, es vida y fluye de un centro desconocido hacia un limite
incognoscible». Pero para quien no vive, sino que conoce la
naturaleza, ésta tiene un sistema, ésta es un sistema y nada
más, y por consiguiente el movimiento resulta en ella una
contradicción. La naturaleza puede ocultar esta contradicción por
medio de una fórmula artificiosa; pero esa contradicción sigue
palpitando en los conceptos fundamentales. El choque y
contrachoque de Demócrito, la entelequia de Aristóteles, los
conceptos de fuerza, desde el ímpetus de los Occamistas en 1300
hasta el cuanto de acción de la teoría de la radiación, a partir
de 1900, todos encierran esa contradicción. Designad el movimiento
dentro de un sistema físico con el nombre de envejecimiento—
envejece realmente, considerado como experiencia intima del
observador—y sentiréis claramente cuan fatales son la palabra
movimiento y todas las representaciones que de ella se derivan, con
su contenido orgánico indestructible. La mecánica no debiera
ocuparse de edades y, por tanto, de movimiento. Asi, pues —ya que
no hay física imaginable sin el problema del movimiento—, no puede
haber mecánica cerrada sin lagunas. Existe siempre un punto que es
el arranque orgánico de todo el sistema, el punto en que la
vida penetra directa e inmediatamente—cordón umbilical que une
el hijo espiritual con la madre vida, el concepto pensado con el
sujeto pensante.
Aquí se nos aparecen en un aspecto
nuevo los fundamentos de la física fáustica y de la física
apolínea. No hay una naturaleza pura. En toda naturaleza hay siempre
algo de esencia histórica. Si el hombre es ahistórico, como el
griego, cuyas impresiones cósmicas quedaban todas absorbidas en un
presente puro punctiforme, la imagen de la naturaleza resultará
estática, encerrada en cada instante en sí misma, esto es, frente
al futuro y al pasado. En la física griega no aparece el tiempo como
magnitud, ni tiene parte alguna en el concepto aristotélico de
entelequia. Si el hombre posee, en cambio, una disposición
histórica, resultará una imagen dinámica. El número, el valor
limite de lo producido será en el caso ahistórico la medida y la
magnitud; en el histórico, la función. Medimos lo presente;
perseguimos el curso de algo que tiene pasado y futuro.
Esta diferencia es la que en la
teorización antigua oculta la contradicción interna en el problema
del movimiento, y en la occidental la elimina.
La historia es eterno devenir, eterno
futuro; la naturaleza es lo- producido, esto es, eterno pretérito
[166]. Por consiguiente, se ha verificado aquí una extraña
inversión: la prioridad del producirse sobre lo producido parece
anulada. El espíritu, desde su esfera, que es lo producido, lanza
una mirada retrospectiva e invierte el aspecto de la vida; la idea
del sino, que lleva en si término y futuro, engendra el principio
mecánico de causa y efecto, cuyo centro de gravedad se halla en
el pasado. El espíritu cambia el orden, trueca la vida
temporal por lo vivido espacial e introduce el tiempo como distancia
en un sistema cósmico espacial. Mientras que de la dirección se
sigue la extensión y de la vida el espacio, como experiencia íntima
que crea el mundo, el intelecto humano, en cambio, injerta la vida,
como proceso, en su espacio rígido, en su espacio representado.
Para la vida, el espacio es algo que
pertenece a la vida, como función; para el espíritu, la vida es
algo en el espacio. El sino significa la pregunta ¿adonde?; la
causalidad significa la pregunta ¿de dónde? Fundamentar
científicamente algo equivale a partir de lo producido y realizado
para ir en busca de los «fundamentos», siguiendo hacia atrás
el camino—el devenir como distancia—, concebido en sentido
mecánico. Pero vivir hada atrás no es posible; sólo podemos
pensar hacia atrás. El tiempo, el sino, no es reversible; reversible
es tan sólo eso que el físico llama tiempo e introduce en sus
fórmulas como magnitud divisible y a veces negativa o imaginaria.
Siempre sentimos esta perplejidad en la
noción de movimiento, aunque rara vez comprendemos cuál es su
origen y cuánta su necesidad. En la investigación antigua de la
naturaleza, los eleáticos, frente a la necesidad de pensar la
naturaleza en movimiento, opusieron la noción lógica de que el ser
es pensamiento y, por lo tanto, que lo conocido y lo extenso son
cosas idénticas y que el conocimiento resulta incompatible con el
devenir. Sus objeciones no han sido refutadas y son
irrefutables; pero no fueron obstáculo para el desarrollo de
la física antigua, que, siendo expresión indispensable del
alma apolínea, hallábase por encima de las contradicciones
lógicas.
En la mecánica clásica del
barroco, fundada por Galileo y Newton, se ha buscado
vanamente una y otra vez una solución satisfactoria, en el sentido
dinámico. La historia del concepto de fuerza—cuyas
definiciones, continuamente renovadas, caracterizan la pasión del
pensamiento puesto en cuestión por esa dificultad misma—es la
historia de los intentos hechos para fijar el movimiento matemática
y lógicamente, sin dejar residuos. El último intento de importancia
se encuentra en la mecánica de Hertz, que hubo de fracasar
necesariamente, como todos los ensayos anteriores.
Sin encontrar el origen mismo de toda
esta perplejidad —que ningún físico ha podido descubrir aún—,
Hertz ha procurado prescindir del concepto de fuerza, comprendiendo
bien que el error de todos los sistemas mecánicos debe buscarse en
uno de los conceptos fundamentales. Quiso, pues, construir la imagen
de la física con sólo las magnitudes de tiempo, espacio y masa.
Pero no advirtió que el tiempo mismo, que como factor de
dirección ha penetrado en el concepto de fuerza, era el elemento
orgánico, sin el cual no puede haber teoría dinámica y con el cual
no puede haber una solución pura. Y aparte de esto, los conceptos de
fuerza, masa y movimiento forman una unidad dogmática. Se
condicionan unos a otros de manera que la aplicación de
uno incluye la aplicación inadvertida de los otros dos. En el
término primario de los antiguos, en la ?rx®, está contenida
toda la concepción apolínea del problema del movimiento; en el
concepto de fuerza está contenida la concepción occidental del
mismo problema. El concepto de masa es sólo el complemento del de
fuerza. Newton, que era una naturaleza profundamente religiosa,
expresaba el sentimiento cósmico del alma fáustica
cuando, para hacer comprensible el sentido de las palabras
fuerza y movimiento, hablaba de masas como puntos de aplicación
de la fuerza y sustento del movimiento. Así habían concebido los
místicos del siglo XIII a Dios y su relación con el
mundo. Newton, con su famoso «hypotheses non fingo», excluía el
elemento metafísico; pero su fundación de la mecánica es
totalmente metafísica. La fuerza, en la idea mecánica que de la
naturaleza construye el hombre occidental, es lo que la voluntad en
su idea del alma y la divinidad infinita en su idea del Universo. Los
pensamientos fundamentales de esta física estaban ya dados mucho
antes de que naciera el primer físico; yacían en la conciencia
religiosa primitiva de nuestra cultura.
Asimismo se manifiesta ahora el origen
religioso del concepto físico de necesidad. Se trata de la necesidad
mecánica, que campea en esa naturaleza poseída por nosotros con
posesión espiritual. No olvidemos, empero, que hay otra necesidad,
una necesidad orgánica, una necesidad del sino, que reside en la
vida misma y sirve de fundamento a aquélla. La necesidad
orgánica produce formas; la necesidad mecánica, limitaciones; la
necesidad orgánica se deriva de una certidumbre interior; la
necesidad mecánica, de pruebas y demostraciones. Tal es la
diferencia entre la lógica trágica y la lógica técnica, entre la
lógica histórica y la lógica física.
Dentro de la necesidad misma que la
física exige y supone, necesidad de causa y efecto,
existen, otras distinciones que hasta
ahora han escapado a toda observación. Trátase aquí de
nociones muy difíciles y de
importancia incalculable. Toda física es la función de un
conocer que se verifica en determinado estilo, sin que importe nada
el modo como los filósofos describan esta conexión entre lo
conocido y el conocer. Toda necesidad natural tendrá, pues, el
estilo del espíritu correspondiente, y aquí comienzan las
distinciones históricomorfológicas. Puede contemplarse en la
naturaleza una necesidad estricta y, sin embargo, ser imposible
expresarla en leyes naturales. La expresión en leyes naturales, que
para nosotros es evidente, no lo es, en cambio, para hombres de otras
culturas, porque supone una forma muy particular de intelección y,
por tanto, de conocimiento físico, forma característica del
espíritu fáustico. Es posible, en efecto, que la necesidad mecánica
adopte una expresión en la cual cada caso particular subsista
morfológicamente por sí, sin repetirse nunca exactamente; entonces
los conocimientos no podrán ser envueltos en fórmulas de validez
duradera. Aparecerá la naturaleza en una imagen que
podríamos acaso representarnos por analogía con las fracciones
decimales infinitas, pero no periódicas, a distinción de las
puramente periódicas. Asi, sin duda alguna, sintió la «antigüedad».
Este sentimiento anima claramente sus conceptos físicos primarios.
El movimiento propio de los átomos, en Demócrito, por ejemplo, se
presenta de tal forma que resulta imposible un cálculo anticipado de
los movimientos.
Las leyes naturales son formas de
lo conocido, en las cuales un conjunto de casos particulares
se condensa en una unidad superior. Queda aquí excluido el tiempo
vivo, es decir, es indiferente que el caso se produzca o no, y cuándo
y cuántas veces; no se trata de la sucesión cronológica de los
acontecimientos, sino de su explicación matemática [167]. Nuestra
voluntad de dominio sobre la naturaleza se expresa, empero, en la
conciencia de que no hay fuerza en el mundo capaz de remover ese
cálculo matemático. Esto es fáustico. Desde este punto de vista,
el milagro aparece como una infracción de las leyes naturales. En
cambio, el hombre mágico ve en el milagro la posesión de una fuerza
que no todos tienen y que no contradice a la naturaleza. Y en cuanto
al hombre antiguo, era, según Protágoras, la medida, no el
creador de las cosas. Con lo cual, inconscientemente,
renunciaba a violentar la naturaleza con descubrimientos y
aplicaciones de leyes.
Vemos, pues, que el principio de
causalidad en la forma en que para nosotros es evidente y necesario,
en la forma en que es tratado unánimemente por la matemática, la
física, la crítica del conocimiento, resulta una
manifestación del espíritu occidental y más exactamente
del espíritu barroco. No puede ser demostrado, pues toda prueba
hecha en un idioma occidental, toda experiencia de un espíritu
occidental lo supone ya. Todo planteamiento de un problema implica ya
la solución correspondiente. El método de una ciencia es la ciencia
misma.
No cabe duda de que en el concepto de
ley natural y en la acepción de la física como scientia
experimentalis [168], vigente desde Roger Bacon, está ya
incluida esa índole especial de necesidad. El modo como los
antiguos veían la naturaleza— alter ego del modo de ser de los
antiguos—no contiene, empero, esa especie de necesidad y, sin
embargo, en sus determinaciones físicas no se manifiesta flaqueza
lógica ninguna. Meditemos lo que dicen Demócrito, Anaxágoras y
Aristóteles, suma de la física antigua; estudiemos sobre todo el
contenido de conceptos tan decisivos como ?lloÛvsiw, ?n?gkh,
¤ntel¡xeia y percibiremos con admiración una imagen cósmica
conclusa y, por tanto, verdadera absolutamente para cierta índole
humana; en esa imagen cósmica no se halla rastro de causalidad, en
el sentido occidental.
El alquimista y filósofo de la cultura
arábiga supone también que una necesidad profunda rige en la
caverna cósmica; pero es una necesidad completamente distinta de la
causalidad dinámica. No hay nexos causales en forma de leyes; existe
una sola causa, Dios, que es el fundamento inmediato de todo efecto.
Creer en leyes naturales seria tanto como dudar de la omnipotencia
divina. Si alguna vez parece existir una regla, es porque Dios lo ha
querido asi; pero el que tenga esa regla por necesaria es que ha
caído en las redes del malo. Asi exactamente sentían Carneados,
Plotino y los neo pitagóricos [169].
Esta es la necesidad de los Evangelios,
del Talmud y del Avesta. Ella constituye la base de la técnica
alquimista.
El número como función se halla
relacionado con el principio dinámico de la causa y el efecto. Ambas
cosas son creaciones del mismo espíritu, formas expresivas de la
misma alma, fundamentos que plasman la misma naturaleza objetivada.
En realidad, la física de Demócrito se distingue de la de Newton en
que la una parte de lo dado a la vista y la otra de las relaciones
abstractas que se desarrollan desde las cosas.
Los «hechos» de la física apolínea
son cosas y residen en la superficie de lo conocido; los«hechos» de la física fáustica son
relaciones inaccesibles a la vista del lego, relaciones que quieren
ser conquistadas por el espíritu y, por último, que necesitan para
su comunicación un idioma secreto, sólo inteligible en su
perfección al versado en la física. La antigua necesidad estática
aparece inmediatamente en los fenómenos cambiantes; el principio
dinámico de la causalidad se cierne allende las cosas, rebajando o
anulando su realidad sensible. Preguntémonos qué significación
tiene la expresión «un imán», suponiendo conocida toda la teoría
actual.
El principio de la conservación
de la energía, formulado por J. R. Mayer, ha sido
considerado en serio como una mera necesidad del pensamiento, cuando
en realidad es una transcripción del principio de la causalidad
dinámica, por medio del concepto físico de fuerza. La apelación a
la «experiencia» y la disputa sobre si una noción es de necesidad
intelectual o es empírica, o en términos kantianos, sobre si es
cierta a priori o a posteriori— Kant se engañó grandemente
sobre los fluctuantes limites entre ambas nociones—, es
característica del pensamiento occidental. Nada nos parece más
evidente e inequívoco que la «experiencia» como fuente de la
ciencia exacta. El experimento de tipo fáustico, fundado en
hipótesis metódicas y haciendo uso de las mediciones, no es mas que
la elaboración sistemática y exhaustiva de esa experiencia. Pero
nadie ha notado que semejante concepto de la experiencia con su
contenido dinámico y agresivo, implica toda una intuición del
universo, y que para hombres de otras culturas ni hay ni puede haber
experiencia en ese sentido preciso. Cuando nos negamos a reconocer
los productos científicos de Anaxágoras o Demócrito como
resultados de una experiencia auténtica, esto no significa que
esos antiguos no supieran interpretar sus intuiciones y elaboraran
meras fantasías; significa tan sólo que nosotros echamos de menos
en sus generalizaciones el elemento causal, que para nosotros
constituye el sentido de la palabra experiencia. Es manifiesto que
nunca se ha reflexionado suficientemente sobre el carácter
peculiarísimo de este concepto puramente fáustico. Lo característico de él no
es la contraposición a la fe, contraposición que reside en el
aspecto superficial. Por el contrario, la experiencia exacta,
sensible y espiritual, es por su estructura perfectamente congruente
con la experiencia del corazón, con las visiones de los momentos
significativos que han enseñado las personalidades profundamente
religiosas de Occidente, Pascal, por ejemplo, que era a la par
matemático y Jansenista con la misma necesidad interior. La
experiencia significa para nosotros una actividad del espíritu, que
no se limita a las impresiones momentáneas y presentes, que no las
acoge como tales, no las reconoce, no las ordena, sino que las
inquiere y provoca para superar su presencia sensible y reducirlas
a una unidad ilimitada que descompone su palpable
aislamiento. Lo que nosotros llamamos experiencia se orienta desde
lo singular hacia el infinito. Por eso mismo contradice al
sentimiento antiguo de la naturaleza. El camino por donde
nosotros adquirimos la experiencia es para el griego el camino por
donde se pierde.
Por eso el griego permanece apartado de
los métodos violentos que el experimento emplea. Por eso su
física, lejos de ser un poderoso sistema de leyes y
fórmulas elaboradas, abstractas, sistema que violenta y somete a su
dominio las cosas sensibles dadas—sólo este saber es poder—, es
una suma de impresiones bien ordenadas, no deshechas, sino más bien
fortalecidas por imágenes sensibles, un conjunto que deja
intacta la naturaleza en la plenitud de su existencia. Nuestra
física exacta es imperativa; la física antigua es yevrÛa, en su
sentido literal, esto es, producto de una contemplación pasiva.
No hay, pues, duda alguna de que
el mundo de las formas físicas corresponde perfectamente a los
mundos correlativos de la matemática, de la religión y del arte
plástico. Un profundo matemático—no un maestro del cálculo, sino
uno que sienta el espíritu vivo de los números—comprende que
con su ciencia «conoce a Dios». Pitágoras y Platón
supieron esto, como Pascal y Leibnitz. Terencio Varrón, en sus
investigaciones sobre la vieja religión romana, dedicadas a
César, distingue con precisión romana la theologia civilis,
suma de la fe públicamente reconocida, de la theologia mythica,
mundo de las representaciones poéticas y artísticas, y de la
theologia Physica, especulación filosófica. Si aplicamos esta
diferenciación a la cultura fáustica, pertenecerán a la primera
teología las enseñanzas de Santo Tomás, de Lutero, de
Calvino, de San Ignacio de Loyola; a la segunda, Dante y
Goethe; a la tercera, la física científica en tanto que bajo sus
fórmulas introduce imágenes.
No sólo el hombre primitivo y el niño,
sino también los animales superiores, desarrollan por si mismos,
partiendo de las pequeñas experiencias consuetudinarias, una imagen
de la naturaleza que encierra la suma de los caracteres técnicos que
ellos han advertido repetirse siempre. El águila «sabe» en qué
momento tiene que precipitarse sobre la presa; el pájaro cantor que
está empollando «conoce» la proximidad de una marta; la fiera
«descubre» el lugar de su comida. En el hombre, esta experiencia de
los sentidos se ha condensado y profundizado en el sentido de
experiencia visual. Pero al establecerse la costumbre de hablar con palabras, la intelección se
separa de la visión y sigue desenvolviéndose independiente, en
forma de pensamiento; a la técnica de la comprensión momentánea
sigue la teoría, que representa una reflexión. La técnica se
orienta hacía la proximidad visible y la necesidad inmediata. La
teoría se orienta hacia la lejanía, hacia los estremecimientos de
lo invisible. Junto al breve saber de cada día, viene a colocarse la
fe. Y, sin embargo, el hombre desarrolla un nuevo saber y una nueva
técnica de orden superior: al mito sigue el culto. El mito conoce
los númina; el culto los conjura.
La teoría, en sentido sublime, es
completamente religiosa. Sólo mucho después, en épocas muy
posteriores, el hombre separa de la teoría religiosa la
teoría física, al adquirir conciencia de los métodos. Pero,
aparte de esto, poco es lo que cambia. El mundo que la física
imagina sigue siendo mitológico; el proceder de la física sigue
siendo un culto que conjura los poderes residentes en las cosas, y la
índole de las imágenes y de los métodos sigue dependiendo de las
de la religión correspondiente [170].
A partir del Renacimiento posterior, la
representación de Dios, en el espíritu de todos los hombres
significativos, se hace cada día más semejante a la idea del
espacio puro, infinito. El Dios de los Ejercicios espirituales de San
Ignacio de Loyola es el mismo Dios del cantar luterano: «Castillo
firme...»; es el Dios de los improperios de Palestrina y de las
cantatas de Bach. Ya no es el padre de San Francisco de Asís y de
las bóvedas catedralicias, tal como lo sentían los pintores del
gótico, Giotto y Esteban Lockner, ya no es un Dios personal,
presente, providente y dulce; ahora es un principio impersonal
irrepresentable, inaprensible, misteriosamente activo en el
infinito. Todo resto de personalidad se consume en
abstracción inintuible; y para reproducir la idea de este Dios, ya
sólo está capacitada la música instrumental de gran estilo, pues
la pintura del siglo XVIII flaquea y pasa a segundo término. Este
sentimiento de Dios es el que ha dado forma a la imagen física de
Occidente a nuestra naturaleza, a nuestra «experiencia» y, por
tanto, a nuestras teorías y métodos, en oposición a las del hombre
antiguo. La fuerza moviendo la masa: esto es lo que Miguel Ángel ha
pintado en los techos de la capilla Sixtina; esto es lo que desde el
modelo de II Gesú, ha encumbrado las fachadas de las catedrales
hasta la violenta expresión de Della Porta y Maderna, y desde
Heinrich Schütz ha elevado la música eclesiástica a los mundos
sonoros del siglo XVIII; esto es lo que en las tragedias de
Shakespeare llena de acontecer cósmico la escena amplificada
hasta el infinito; esto es, por último, lo que Galileo y
Newton han conjurado en fórmulas y conceptos.
La palabra Dios tiene un sonido
muy distinto pronunciada bajo las bóvedas de las catedrales
góticas y en los claustros de Maulbronn y San Gall, que pronunciada
en las basílicas de Siria y en los templos de la Roma republicana.
Esa impresión de selva que producen las catedrales, con la nave
central más alta que las naves de los costados, oponiéndose asi a
la basílica de techumbre plana; esa transformación de las columnas,
que por su base y su capitel tenían en la antigüedad el valor de
cosas aisladas en el espacio y que ahora se han convertido en pilares
y haces de pilares, brotando del suelo para repartir y confundir sus
ramas y sus líneas en el infinito, por encima de la cúspide; esas
vidrieras gigantescas que, anulando el muro, bañan el espacio en una
luz incierta, todo eso es la realización arquitectónica de un
sentimiento cósmico que había encontrado su más primitivo
símbolo en los bosques de las llanuras nórdicas, en las bóvedas de
enramadas con su misteriosa confusión, con el susurro de sus hojas,
en eterno movimiento, sobre la cabeza del espectador, con las altas copas que
aspiran a desprenderse de la tierra. Pensad en la ornamentación
románica y su profunda relación con el sentido de los bosques. El
bosque infinito, solitario, crepuscular, ha sido siempre el anhelo o
culto de todas las formas arquitectónicas de Occidente. Por esto,
cuando declina la energía formal del estilo, en el gótico
posterior, como en el barroco moribundo, el idioma abstracto de las
líneas tiende a deshacerse en naturalismo de hojarasca y enramada.
Los cipreses y los pinos producen la
impresión de cuerpos euclidianos; no hubieran podido ser nunca
símbolos del espacio infinito. El roble, la haya, el tilo, con sus
vacilantes machas de luz en los espacios llenos de sombra, producen
una impresión incorpórea, ilimitada, espiritual. El tronco de un
ciprés encuentra la perfecta conclusión de su tendencia
perpendicular en la columna clara de su copa fusiforme; el tronco de
un roble es como un afán insaciado, insaciable, de trascender
allende la cima. En el fresno dijérase cumplida la victoria de las
ramas ascendentes sobre la corona. El aspecto del fresno tiene algo
de cosa disuelta, como una libre propagación en el espacio, y acaso
por eso fuera el fresno del mundo un símbolo de la mitología
nórdica. Los murmullos de la selva—cuyo encanto no sintió ningún
poeta antiguo, por no residir en las posibilidades del sentimiento
apolíneo de la naturaleza—parecen preguntar misteriosos: ¿adonde?,
¿de dónde?, y semejan ahogar el momento en eternidad. Por eso
tienen una profunda relación con el sino, con el sentimiento de la
historia y de la duración, de la dirección fáustica, llena de
melancólica solicitud, orientada hacía un futuro infinitamente
lejano. Por eso el instrumento de la devoción occidental ha sido
el órgano, cuyos bramidos profundos y sonoridades claras
llenan nuestras iglesias y cuyos sones, por oposición al tono
pastoso y luminoso de la lira y la flauta antiguas, tienen algo de
ilimitado e inmenso. La catedral y el órgano forman una unidad
simbólica, como el templo y la estatua. La historia de la
construcción de los órganos, uno de los capítulos más profundos
y conmovedores de nuestra historia musical, es una historia de
anhelos hacia el bosque, hacia el lenguaje del bosque, templo propio
de la religiosidad occidental. Desde los versos de Wolfram von
Eschenbach hasta la música de Tristán, ese anhelo ha permanecido
invariablemente fecundo. El afán de la orquesta en el siglo XVIII se
orientaba sin cesar a semejarse al órgano. La palabra «flotar»,
que resulta absurda aplicada a las cosas antiguas, es en cambio por
igual importante en la teoría de la música, en la pintura al óleo,
la arquitectura, la física dinámica del barroco. Cuando en un
espeso bosque de poderosos troncos oímos el rugido de la tormenta,
comprendemos al punto lo que significa la idea de la fuerza que
mueve la masa.
Asi, del sentimiento primario que anima
la existencia, ahora ya reflexiva, surge una representación cada día
más determinada de lo divino en el mundo exterior circundante.
El que conoce, recibe la impresión de
un movimiento en la naturaleza exterior; siente en torno suyo una
vida ajena, difícil de describir, una vida de potencias incógnitas.
Atribuye el origen de esos efectos a unos númina, a lo «otro», en
tanto que este otro posee también vida. La admiración ante el
movimiento ajeno es el origen de la religión, como de la física. La
religión y la física son la interpretación de la
naturaleza o imagen del mundo circundante; aquélla por medio del
alma, ésta por medio del intelecto. Las «potencias» son a un
tiempo mismo el primer objeto de la veneración temerosa o amorosa y
de la investigación crítica. Existe una experiencia religiosa y una
experiencia científica.
Adviértase bien ahora de qué manera
la conciencia de las culturas particulares condensa espiritualmente
los númina originarios. Los designa con palabras
significativas, con nombres, y de ese modo los conjura—concibe,
limita—. Asi caen los númina bajo el poderío espiritual
del hombre que posee sus nombres. Y ya hemos dicho que toda
la filosofía, toda la física, todo lo que se encuentra en alguna
relación con el «conocer», no es en última instancia mas que un
modo infinitamente refinado de aplicar a lo «extraño» el
encantamiento del nombre que usan los hombres primitivos.
Pronunciar el nombre exacto—en la física, el concepto exacto—es
un conjuro. Asi, las deidades y los conceptos científicos nacen
primero como nombres que evocamos y a los que se une una
representación sensible cada vez más determinada. El numen se
convierte en deus; el concepto, en representación. ¡Qué encanto
libertador no tienen para la mayoría de los sabios la simple
enunciación de ciertas palabras como «cosa en sí», «átomo»,
«energía», «gravedad», «causa», «evolución»¡
Es el mismo encanto que sentían los labradores latinos en los
nombres de Céres, Consus, Janus, Vesta [171].
Para el sentimiento cósmico de
los antiguos, en correspondencia con la experiencia apolínea
de la profundidad y su simbolismo, la realidad era el cuerpo aislado.
Por consiguiente, su figura aparente a la luz era para los antiguos
lo esencial, el sentido propio de la palabra «realidad». Lo que no
tiene forma, lo que no es forma, no es, no existe. Partiendo de este
sentimiento fundamental, que nunca podremos imaginar bastante fuerte
y enérgico, el espíritu antiguo creó como contraconcepto [172] de
la forma el concepto de «lo otro», lo que no es forma, la
materia, la ?rx® o ìlh, lo que en sí mismo no tiene realidad y, como simple complemento de la
realidad verdadera, representa una necesidad secundaria,
adjetiva. Se comprende, pues, cómo había de estar formado el mundo
de las antiguas deidades. Era una humanidad superior, junto a los
hombres. Los dioses son figuras perfectas, las más sublimes
posibilidades de la forma corporal presente; en lo inesencial, en la
materia, no se distinguen de los hombres, y por tanto se hallan
sometidos a la misma necesidad cósmica y trágica que éstos.
En cambio el sentimiento cósmico del
alma fáustica vive la profundidad de muy distinto modo. Para él el
conjunto de la realidad verdadera es el espacio puro activo. El
espacio es la realidad absoluta. Por eso lo que perciben los
sentidos, lo que, con fórmula característica y típicamente
estimativa, decimos que llena el espacio, produce en nosotros la
impresión de un hecho de segundo orden, de algo problemático, en el
acto de conocer la naturaleza, de una apariencia y resistencia, que
es preciso vencer, si se quiere, como filósofo o físico, descubrir
el contenido propio de la realidad. El escepticismo occidental no ha
combatido nunca al espacio; siempre a las cosas palpables. El
concepto superior es el espacio—la fuerza es tan sólo una
expresión menos abstracta de ello—; y como contraconcepto del
espacio aparece la masa, lo que está en el espacio. La masa depende
del espacio no sólo lógica, sino también físicamente. La
hipótesis de un movimiento ondulatorio de la luz, que es la base de
la concepción de la luz como forma de la energía, tiene por
necesaria consecuencia la de una masa correspondiente: el éter
lumínico. Una definición de la masa se deriva, con todas sus
propiedades, de la definición de una fuerza; pero no ésta de
aquélla. Y ello sucede con la necesidad de un símbolo.
Todos tos conceptos antiguos de la substancia, por muy distinta
que su acepción sea, ya en el sentido idealista, ya en el realista, designan siempre lo que recibe la
forma, esto es, una negación, que ha de tomar en cada caso sus
determinaciones más inmediatas del concepto fundamental de forma.
Todos los conceptos occidentales de la substancia designan lo que se
mueve, esto es, una negación también, pero negación de otra
unidad. La forma y lo informe, la fuerza y lo sin fuerza: en estos
términos se expresa clarísimamente la polaridad que sirve de base a
la impresión cósmica de las dos culturas y que agota todas sus
formas. La filosofía comparativa ha reproducido hasta ahora inexacta
y confusamente con la misma palabra: materia, dos cosas distintas: el
substrato de la forma en la antigüedad y el substrato de la fuerza
en la cultura occidental. Nada más diferente, empero, que estos dos
substratos. Habla aquí el sentimiento de Dios, un sentimiento de
valor. La deidad antigua es forma suprema; la deidad fáustica es
fuerza suma. Y «lo otro» es lo no divino, algo a que el espíritu
no concede la dignidad del ser real. Lo no divino es para el
sentimiento cósmico apolíneo la substancia sin forma; para el
fáustico, la substancia sin fuerza.
Es un prejuicio científico el creer
que los mitos y las representaciones de las deidades sean una
creación del hombre primitivo y que «con el progreso de la cultura»
se extinga la fuerza mito-plástica. Sucede Justamente lo contrario.
Si no fuera porque la morfología de la historia ha sido hasta hoy un
mundo casi desconocido de problemas, se hubiera visto que esa
potencia mito-plástica que se supone repartida universalmente está
en realidad limitada a ciertas edades; y se hubiera comprendido al
fin que esa capacidad que tiene un alma de llenar su mundo de
figuras, rasgos y símbolos de carácter uniforme no
pertenece justamente a la edad primitiva, sino sólo a la Juventud de
las grandes culturas [173].Todo gran mito aparece al despertar un
alma colectiva. Es la primer hazaña plástica del alma. Se
encuentra, pues, aquí y no en otra parte; y aquí se encuentra con
necesidad.
Supongo desde luego que las
representaciones religiosas de los pueblos primitivos—como los
egipcios de la época de los Tinitas, los judíos y persas antes de
Ciro [174], los héroes de los castillos micenianos y los germanos de
las invasiones [175]—no son mitos superiores; son, si, una suma de
rasgos dispersos y cambiantes, cultos adheridos a ciertos nombres,
leyendas fragmentariamente desarrolladas, pero no un orden
divino, no un organismo mítico, no un cuadro universal cerrado,
de fisonomía uniforme. Asimismo no puedo llamar arte a la
ornamentación que en este periodo se practica. Por otra parte, los
símbolos y leyendas, que son corrientes hoy o que eran
corrientes hace siglos en pueblos aparentemente primitivos,
deben ser objeto de las mayores dudas y criticas, porque desde hace
miles de años no hay comarca en la tierra que haya permanecido
intacta de todo influjo procedente de las grandes culturas
extranjeras.
Asi, pues, hay tantos mundos
mitológicos como hay culturas, como hay arquitecturas. Precédeles
en el tiempo el caos de las figuras incompletas, en que la moderna
investigación mitológica se pierde, por carecer de un principio
director; este período caótico no entra en consideración, por lo
que ya hemos dicho. En cambio atribuimos importancia a
otras formaciones que hasta ahora nadie ha
vislumbrado. En la época homérica (1100-800) y en la época
correspondiente germano-caballeresca (900-1200) [176], en la
edad épica, no antes ni después, es cuando se produce el gran
cuadro cósmico de una nueva religión. A esas fechas corresponde en
la India la época védica y en Egipto la de las pirámides. Algún
día se descubrirá que la mitología egipcia llega realmente a su
mayor profundidad con la III y IV dinastía.
Sólo asi se comprende la inmensa
riqueza de creaciones religioso-intuitivas que llena tos tres siglos
de la época imperial germánica. Se está formando la mitología
fáustica. Hasta ahora no se veía la extensión y unidad de
este mundo de formas míticas, porque los prejuicios religiosos
y eruditos invitaban a estudios fragmentarios de las partes católicas
o de las partes pagano septentrionales. Pero no existe diferencia
alguna. El profundo cambio de significación que se produce en el
circulo de las representaciones cristianas es, como acto creador,
idéntico a la composición en un todo de los cultos paganos de la
época de las migraciones. A este movimiento pertenecen todas las
leyendas populares de la Europa occidental, que recibieron entonces
su forma simbólica, aunque su substancia sea a veces de origen muy
anterior o se relacione después con otros sucesos muy posteriores y
se enriquezca con la adición consciente de ciertos rasgos o
episodios. A este movimiento pertenecen las grandes leyendas divinas
de los Edda y gran número de motivos tomados de los poemas
evangélicos escritos por frailes eruditos. Hay que añadir la
leyenda heroica alemana de Sigfredo, Gudrun, Dietrich, Wieland, que
culmina en los Nibelungos, y junto a ella la leyenda caballeresca,
enormemente rica, derivada de los viejos cuentos célticos y
perfeccionada entonces por los franceses: el rey Artús y la Tabla
redonda, el Santo Grial, Tristán, Parsifal y Roland.
Deben agregarse, por último, las
interpretaciones, tanto más profundas cuanto más inadvertidas, que
alteran los rasgos todos de la Pasión de Cristo, la riqueza
extraordinaria de las leyendas de los santos, cuyo florecimiento
llena los siglos décimo y undécimo. En esta época se produjeron
las vidas de Santa María, las historias de San Roque, de San
Sebaldo, de San Severino, de San Franco, de San Bernardo y de Santa
Odilia. En 1250 se compuso la Leyenda áurea; era el tiempo en que
florecía la épica cortesana y la poesía de los escaldas
irlandeses. A los grandes dioses del Walhalla septentrional
corresponden los «catorce apotrópeos» que la
Alemania del Sur reunió en grupo mítico. Junto a la
descripción del Ragnarök [177] (Ocaso de los dioses), que hace el
Voluspa, hay una concepción cristiana del mismo en el Muspilli [178]
de la Alemania meridional. Esta gran mitología, como la poesía
heroica, se forma en las capas superiores de la humanidad
juvenil. Pertenece a las dos clases sociales de la nobleza y el
sacerdocio. Su hogar es el castillo y la iglesia, no la aldea. Por el
pueblo pasa una sencilla corriente de leyendas que atraviesa los
siglos en forma de cuentos, creencias y supersticiones, corriente que
no puede separarse, sin embargo, de esos mundos de superior
contemplación [179].
Para comprender el sentido último de
estas creaciones religiosas hay un hecho muy característico: el
Walhalla no es de origen germánico primitivo y las tribus
de las migraciones no lo conocían. El Walhalla se forma de pronto,
por una profunda necesidad, en la conciencia de los pueblos nuevos
nacidos en el suelo de Occidente. Esta creación del Walhalla «se
corresponde», pues, con la del Olimpo, que conocemos por la
épica de Homero y que tampoco es de origen miceniano. Y el
Walhalla se desarrolló en el cuadro cósmico de las dos clases sociales
superiores, como derivación del Hel; en la creencia popular el Hel
siguió siendo el reino de los muertos [180].
Hasta ahora no se ha tenido en cuenta
la profunda unidad interior y el perfecto simbolismo uniforme de este
mundo de los mitos y leyendas fáusticas. Mas Sigfredo, Baldur,
Rolando, Heliand, son distintos nombres de una y la misma figura. El
Walhalla y los campos del bienaventurado Avalun; la Tabla redonda del
rey Artús y la comida de los Einherier; María, Frigga y Frau Holle,
significan lo mismo. Frente a esta identidad de sentido, la
procedencia exterior de los elementos y motivos materiales—tema a
que la investigación mitológica ha dedicado un exceso de celosa
labor—aparece como un rasgo de la superficie histórica, sin
profunda significación. El origen de un mito no demuestra nada
acerca de su sentido. El numen mismo, la forma primaría del
sentimiento cósmico, es pura e indeliberada creación, y es
intraducible. Cuando un pueblo se convierte a otra creencia o por
admiración imita a otro pueblo, lo que recibe de éste son meros
nombres, vestiduras, máscaras que él incorpora a su peculiar
sentimiento, sin tomar nunca, empero, el sentimiento ajeno.
Los viejos motivos célticos y germánicos, lo mismo que el tesoro
de las formas antiguas, conservado por monjes eruditos, y el
tesoro de la fe cristiano-oriental, recogido por la Iglesia
occidental, deben considerarse como la materia con que el alma
fáustica, en esos siglos, se construyó una propia arquitectura
mítica. En este estadio de un alma recién despierta, ¿qué importa
que los espíritus y los labios en los cuales toma vida
el mito sean los de «individuos»—escaldas, misioneros,
sacerdotes—o los del «pueblo»?. Y asimismo es de poca
importancia, para la interior independencia de lo que nace aquí, el
hecho de que las representaciones cristianas hayan sido las
predominantes en la formación.
En las culturas antigua, árabe y
occidental—siempre en su primavera—encontramos un mito de
estilo estático, mágico y dinámico respectivamente. Si examinamos
los detalles de la forma, encontraremos allá una actitud, acá una
acción; allá una realidad, acá la voluntad; en la antigüedad, el
cuerpo palpable, la plenitud visible que, por lo que se refiere a la
forma de adoración, tiene su centro de gravedad en un culto lleno de
impresiones sensibles; en el Norte, en cambio, el espacio, la fuerza
y, por lo tanto, una religiosidad de colorido principalmente
dogmático. En estas primeras creaciones del alma joven es donde
mejor se manifiesta la afinidad entre las figuras del Olimpo, las
estatuas áticas y el templo dórico; entre la basílica cupular, el
«espíritu de Dios» y el arabesco; y finalmente, entre el Walhalla
y el mito de María, la nave central ascendente de las catedrales y
la música instrumental.
El alma arábiga, en los siglos que van
de César a Constantino, construyó su mito, aquella masa fantástica
de cultos, visiones y leyendas, que aun hoy es casi inabarcable
por la erudición [181]; aquellos cultos sincretísticos como los del
Baal sirio, los de Isis y Mittra, que fueron transformados por
completo en el suelo sirio; aquellos evangelios, aquellas historias
de apóstoles, aquellas apocalipsis innumerables, las leyendas
cristianas, persas, judías, neoplatónicas, maniqueas, las
jerarquías celestes y angélicas de los padres de la Iglesia y de
los gnósticos. La Pasión de los Evangelios, epopeya propia de
la nación cristiana, entre la historia de la niñez y los
hechos de los apóstoles; la leyenda de Zaratustra, formada al
mismo tiempo; he aquí, a nuestro parecer, las figuras heroicas de la
epopeya arábiga, figuras parejas a las de Aquiles, Sigfredo y
Parsifal. Las escenas de Getsemaní y del Gólgota no le ceden a
los más sublimes cuadros de la leyenda helénica y germánica. Estas
visiones mágicas se desarrollaron, casi sin excepción, bajo la
impresión de la antigüedad moribunda que les prestó, según los
casos, nunca el contenido, pero sí muchas veces la forma. No
tenemos idea de la cantidad de elementos apolíneos que
hubieron de sufrir una reinterpretación para que el mito
cristiano primitivo llegase a adquirir la forma firme que tenía
ya en tiempos de San Agustín.
El politeísmo antiguo posee, pues,
un estilo propio, que le distingue de cualquier otra manera de
concebir el sentimiento cósmico, por muy afín que parezca
exteriormente. Sólo una vez ha existido este modo, que consiste en
tener no una deidad, sino dioses; y ha existido en la única cultura
que condensó en la estatua del hombre desnudo la cifra y compendio
de todo arte.
La naturaleza, tal como el hombre
antiguo la percibía y conocía en su derredor; la suma de las cosas
corpóreas de cumplidas formas, no podía ser divinizada de distinto
modo. La pretensión de Jahwé, que quiere ser reconocido como Dios
único, le parecía al romano ateísmo. Un solo dios, para él, es
como ningún dios. De aquí la fuerte aversión de la conciencia
popular grecorromana contra los filósofos, en tanto que éstos eran
panteístas, es decir, ateos. Los dioses son cuerpos, somata de
especie perfecta; y el soma, en el sentido matemático como en el
físico, en el jurídico como en el poético, implica pluralidad. El
concepto de zÒon politikñn [182] es aplicable también a los
dioses; nada tan extraño a los dioses como la soledad, el existir
aislados y por si. Por eso, a su existencia conviene la nota de una
constante proximidad. Tiene una importancia grandísima el hecho de
que en la Hélade falten los dioses astrales, los numina de la
lejanía. Helios no tenía culto mas que en Rhodos, ciudad
semioriental. Selene carecía en absoluto de culto. Y en la poesía
cortesana de Homero son estos dioses simples medios de expresión
artística, o, según la terminología romana, elementos del genus
mythicum, no del genus civile. La vieja religión romana, que
manifiesta con singular pureza el sentimiento cósmico de los
antiguos, no reconoce como deidades ni el sol, ni la luna, ni la
tormenta, ni las nubes. Los murmullos de la selva, la soledad del
bosque, las tormentas y temporales marinos, que llenan el sentimiento
de la naturaleza en el hombre fáustico y dan un carácter peculiar a
sus creaciones míticas, dejan intacto al hombre antiguo. Sólo las
cosas concretas, el rebaño, la puerta, este bosque, aquel campo,
este río, aquella montaña, se convierten para él en seres. Todo lo
que tiene lejanía, todo lo que produce impresiones ilimitadas e
incorpóreas, todo lo que pueda incluir el espacio como realidad
divina en la naturaleza, todo aso, el mito antiguo lo aparta de sí,
del mismo modo que la pintura al fresco de los antiguos, pintura sin
fondos, excluye las nubes y el horizonte que son en cambio los que
dan alma y sentido a los paisajes del barroco.
La multitud ilimitada de los dioses
antiguos—cada árbol, cada fuente, cada casa, cada parte de la casa
son un dios—significa que cada cosa palpable es un ser que existe
por sí y que ninguna está en función de otra.
El cuadro de la naturaleza apolínea y
el de la naturaleza fáustica se sustentan siempre en símbolos
opuestos: la cosa singular y el espacio único. El Olimpo y los
Infiernos son lugares definidos con toda precisión de los sentidos.
En cambio el imperio de los enanos, elfos y coboldos y el Walhalla
andan perdidos por el espacio, no se sabe dónde. En la religión
romana, la tellus mater no es la «madre tierra», sino el
campo precisamente limitado. Faunus es el bosque; Volturnus, el río;
la semilla se llama Ceres, la cosecha se llama Consus. Sub Jove
frígido significa en Horacio— en expresión típicamente romana—
bajo el cielo frío. Ni siquiera se intenta reproducir en imágenes
el lugar de la veneración, pues ello significaría duplicar el dios.
No sólo el instinto romano, sino también el griego, se rebelaron
durante mucho tiempo contra las imágenes de los dioses; como lo
demuestran la plástica, que se hace cada vez más profana, contraría
a la fe popular, y la filosofía piadosa [183]. En la casa, Janus es
la puerta, considerada como un dios; Vesta es el hogar, considerado
como diosa. Las dos funciones de la casa han transformado sus objetos
en seres, en dioses. Las divinidades fluviales de Grecia, como
Acheloos, que aparece en forma de toro, no son habitantes del río,
sino el río mismo. Los Pan y los sátiros son los campos y los
caminos, al mediodía, considerados como seres. Las dríadas y
hamadriadas son los árboles. En muchos sitios se adoraban árboles
especialmente bellos, sin darles un nombre, adornándolos con cintas
y ofrendas. En cambio las hadas, los endriagos, los enanos, las
brujas, las Walkirias y demás de esta especie, tropeles errantes de
las almas por la noche, no tienen nada de esa materialidad
localizada. Las náyades son las fuentes. En cambio las nixas y
mandragoras, los espíritus ligneos y los elfos son almas que moran
en fuentes, árboles y casas por un conjuro, del que aspiran a
librarse para seguir errando en libertad. Esto contradice exactamente
la impresión plástica de la naturaleza.
Las cosas son aquí vividas como
espacios de otra índole. Una ninfa, es decir, una fuente, adopta la
figura humana cuando quiere visitar a un hermoso pastor; pero una
nixa es una princesa desaparecida, con rosas en los cabellos, que a
media noche sale del lago en cuyas aguas vive. El emperador
Barbarroja reside en Kyffhäuser y dama Venus en Hörselberg.
Dijérase que en el universo fáustico no hay nada material, nada
impenetrable. Las cosas sugieren vislumbres de otro mundo; su
rigidez, su dureza es aparente y hay mortales favorecidos por el
don de traspasar con la mirada las rocas y las montanas —rasgo que
no podría presentarse en el mito antiguo, rasgo que anularía el
mito antiguo—, ¿No es ésa, empero, la opinión secreta de nuestra
teoría física? ¿No es cada nueva hipótesis una especie de
misteriosa clave? Ninguna otra cultura conoce tantas leyendas de
tesoros ocultos en montañas y lagos, de imperios, palacios y
jardines misteriosos, subterráneos, en donde viven otros seres. El
sentimiento fáustico de la naturaleza niega la substancia del mundo
visible. Ya no hay nada terrestre; sólo el espacio es real. El
cuento disuelve la materia de la naturaleza, como el estilo gótico
la masa pétrea de sus catedrales, que se enreda en una muchedumbre
de formas y líneas espirituales, sin peso, sin limite.
Para comprender el politeísmo
antiguo, orientado insistentemente en el sentido del atomismo
somático, quizá sea lo mejor estudiar su actitud frente a los
«dioses extranjeros».
Para el antiguo, los dioses de los
egipcios, fenicios, germanos, eran también dioses reales, en cuanto
que se podía unir a sus nombres una representación, una imagen. La
frase «no existen» carece de sentido dentro de este sentimiento
cósmico. El griego adora a los dioses extraños cuando entra en
contacto con el país de estos dioses. Como una estatua, como una
Polis, son los dioses cuerpos
euclidianos, sitos en un lugar. Son seres de la proximidad y no del
espacio universal. Cuando se está en Babilonia, Zeus y Apolo quedan
lejos; por eso hay que reverenciar especialmente a los dioses
indígenas. Esto es lo que significaban aquellos altares con la
inscripción: «Al dios ignoto», que San Pablo, en la historia de
los apóstoles, interpretó característicamente en un sentido
erróneo mágico-monoteísta.
Son los dioses que el griego no conoce
de nombre, pero que los extranjeros, en los grandes puertos, en el
Pireo o en Corinto, adoran, y que por lo tanto son acreedores al
respeto. El derecho sacro de los romanos manifiesta este
sentido con una claridad clásica en las fórmulas de
invocación; por ejemplo: la generalis invocatio, estrictamente
pronunciada [184]. El universo es la suma de las cosas, y los dioses
son cosas. Por eso el romano admite todos los dioses, aun aquellos
con quienes no ha tenido todavía relaciones prácticas, históricas.
Quizá no los conozca directamente; acaso son los dioses de sus
enemigos; pero son dioses, porque lo contrario es inimaginable. Tal
es el sentido de aquellos términos sacros en Livio (VIII, 9, 6): di
quibus est potestas nostrorum hostiumque. El pueblo romano confiesa
que el circulo de sus dioses está momentáneamente circunscrito, y
con esa fórmula añadida al término de la oración, después de
haber nombrado por sus nombres los dioses propios, manifiesta su
voluntad de no agraviar el derecho de los demás. Según el derecho
sacro, cuando la ciudad de Roma toma posesión de un país extraño
adquiere también todas las obligaciones religiosas de la comarca y
de sus dioses. Esta es una consecuencia lógica del sentimiento
cósmico antiguo, que tenia un sentido aditivo. Pero el
reconocimiento de una deidad no equivalía, ni mucho menos, a la
adopción de las formas en que se practicaba su culto, como lo
demuestra el caso de la Magna mater de Pessino, que fue recibida en
Roma durante la segunda guerra púnica, a consecuencia de una
profecía de la sibila, pero cuyo culto, impregnado de un
sentimiento altamente contrario a la antigüedad, era
practicado por sacerdotes del propio país y estaba sometido
a una estricta vigilancia policíaca, quedando prohibido el
ingreso en este sacerdocio, bajo pena de multa, no sólo a los
ciudadanos romanos, sino hasta a los esclavos. El sentimiento antiguo
se contentaba con recibir a la diosa; en cambio hubiera sentido una
grave ofensa en la práctica personal de un culto que el romano
menospreciaba. En estos casos la conducta del Senado es decisiva.
Pero el pueblo, por sus continuas mezclas con los orientales, empezó
a encontrar cierto gusto en estos cultos, y el ejército romano de la
época imperial, de abigarrada composición, fue incluso uno de los
más importantes propagadores del sentimiento mágico.
Desde este punto de vista se comprende
que el culto de hombres divinizados haya sido un elemento necesario
en el mundo de estas formas religiosas. Pero hay que distinguir
exactamente entre las manifestaciones antiguas y las orientales, que
guardan con aquéllas una superficial semejanza. El culto del
emperador romano, esto es, la adoración del genius del principe vivo
y de sus predecesores muertos, los divi, se ha confundido hasta ahora
con la adoración ceremonial del soberano en los reinos del Asia
menor, sobre todo en Persia [185]; se ha confundido, sobretodo,
con la divinización posterior de los califas— divinización
que tenía un sentido harto distinto—, que ya aparece plenamente
formada en Diocleciano y Constantino. Pero en realidad son cosas muy
diferentes. Es posible que en Oriente la confusión de esas formas
simbólicas de tres culturas haya alcanzado un alto grado de
síntesis; Roma, en cambio, realizó el puro tipo antiguo sin
equívoco alguno. Ya ciertos griegos, como Sófocles y
Lisandro, y sobre todo Alejandro, fueron llamados dioses, no sólo
por los aduladores, sino por el pueblo mismo, que sentía su
divinidad en un sentido muy preciso. Entre la divinidad de una cosa,
de un bosquecillo, de un manantial, o de una estatua que representa
al dios, y la divinidad de un hombre sobresaliente que primero es
héroe y luego dios, no hay mas que un paso. En uno como en otro
adorábase la forma perfecta con que se había realizado la
substancia cósmica, lo que en si no es divino.
El cónsul en el día de su triunfo
significa una etapa en este proceso de divinización. Llevaba el
armamento de Júpiter Capitolino, y en los tiempos más remotos se
tenia de rojo el rostro y los brazos para aumentar la semejanza con
la estatua del dios—que era de terracota—, cuyo numen en aquel
instante se incorporaba a él.
En las primeras generaciones del
Imperio, el antiguo politeísmo empezó a convertirse en monoteísmo
mágico, sin que muchas veces cambiase nada en la forma exterior del
culto o del mito [186]. Había surgido un alma nueva, que vivía las
formas viejas de otra alma. Seguían los mismos nombres, pero
cubriendo nuevos númina.
Todos los cultos de la antigüedad
posterior, el de Isis y Cibeles, los de Mithra, Sol, Serapis, no son
ya tributados a seres localizados fijamente y representados
plásticamente. En el Acrópolis se adoraba antaño a Hermes
Propileos a la entrada.
Pocos pasos más allá se encontraba el
santuario de Hermes, el marido de Aglauros; y sobre este lugar se
alzó más tarde el Erecteión. En el extremo sur del Capitolio,
junto al santuario de Júpiter Feretrius, que en vez de estatua tenía
una piedra sagrada (sílex), estaba el de Júpiter Optimus Maximus; y
cuando Augusto construyó para éste un templo gigantesco hubo de
dejar intacto, respetuosamente, el lugar en donde el numen moraba
primero. Pero en la época cristiana primitiva ya Júpiter
Dolichenus y Sol invictus eran adorados dondequiera «hubiese
dos o tres reunidos en su nombre». Todas esas deidades fueron poco a
poco sintiéndose como un numen único; sólo que cada creyente de un
determinado culto estaba convencido de que la verdadera forma
era la que él conocía. En este sentido hablábase de «Isis,
la del millón de nombres». Hasta entonces los nombres habían sido
denominaciones de otros tantos dioses, de otros tantos seres
distintos por el cuerpo y por la morada. Ahora son títulos de uno
solo, al que cada cual se refiere.
Este monoteísmo mágico se revela en
todas las creaciones religiosas que desde el Oriente llenan el
Imperio: la Isis alejandrina; el dios del Sol (el Baal de Palmira),
preferido de Aureliano; Mithra, protegida por Diocleciano y cuya
forma pérsica fue totalmente transformada en Siria; la Baalath de
Cartago (Tanith, Dea caelestis), adorada por Séptimo Severo. Estas deidades no aumentan el
número de los dioses concretos a la manera antigua, sino que, por el
contrario, los absorben, en un modo que cada vez se aparta más de la
representación plástica. Esto es alquimia en lugar de
estática. A este nuevo sentir corresponde la aparición de
ciertos símbolos—el toro, el cordero, el pez, el triángulo, la
cruz—en lugar de las imágenes. La frase «in hoc signo vinces» no
suena ya a «antigua». Va preparándose la aversión a las
representaciones de la figura humana, aversión que llevó más tarde
a la prohibición de las imágenes en el Islam y en Bizancio.
Hasta Trajano, es decir, cuando ya en
la tierra griega había desaparecido hacia tiempo el último soplo
del sentimiento apolíneo, el culto público de Roma tuvo aún fuerza
bastante para mantener viva la tendencia euclidiana de un continuo
aumento de las divinidades. Los dioses de las comarcas sometidas
y de los pueblos sojuzgados reciben en Roma un santuario
reconocido, un sacerdocio, un ritual, y vienen a formar, como
individuos bien delimitados, en las filas de los dioses del pasado.
Pero a partir de Trajano, y a pesar de
la oposición respetable de un corto número de familias patricias
[187], vence en Roma el espíritu mágico; las figuras de los dioses
desaparecen como figuras, como cuerpos, de la conciencia religiosa y
dejan el puesto a un sentimiento trascendente de la divinidad, no
basado ya en el testimonio inmediato de los sentidos; los usos, las
fiestas y leyendas empiezan a confundirse. Cuando en 217 Caracalla
anuló la diferencia sacramental entre deidades romanas y
deidades extranjeras, fue realmente Isis, la primera diosa de
Roma, la que asumió todos los anteriores númina femeninos
[188] y, por lo tanto, la más peligrosa enemiga del cristianismo,
objeto del odio mortal de los padres de la Iglesia. En este momento
Roma se había convertido en un pedazo de Oriente, en una provincia
religiosa de Siria. Los Baales de Dolique, Petra, Palmira, Emesa,
comienzan a fundirse en el monoteísmo del Sol que, como dios del
Imperio, fue vencido más tarde por Constantino, en la persona de su
representante Licinio. Ya no se trata de una lucha entre el sentir
antiguo y el sentir mágico—el cristianismo pudo incluso manifestar
una especie de innocua simpatía por los dioses helénicos—, se
trata de ver cuál de las religiones mágicas ha de dar el tono al
mundo del Imperio antiguo. Esa disminución del sentimiento plástico
se percibe claramente en la evolución del culto de los emperadores.
El emperador fallecido era al principio recibido como divus en el
círculo de los dioses públicos, por un decreto del Senado—el
primero, divus Julius en 42 antes de J. C.—, y obtenía un
sacerdote especial, de manera que su imagen en las fiestas de familia
no figuraba ya entre las imágenes de los antepasados. Pero a partir
de Marco Aurelio ya no se instituyen nuevos sacerdotes para el
servicio de los emperadores divinizados; poco después ya no se
construyen nuevos templos, porque al sentimiento religioso le parece
suficiente un templum divorum general. Por último, la denominación
de divus se convierte en un título que llevan todos los miembros de
la familia imperial. Este final caracteriza la victoria del
sentimiento mágico.
La serie de nombres en las
inscripciones religiosas (como Isis- Magna mater-Juno-Astarte-
Bellona, o Mithra-Sol invictus-Helios) tienen ya hace tiempo la
significación de títulos diferentes de una única deidad [189].
Ni el psicólogo ni el investigador de
la religión han considerado hasta ahora el ateísmo como digno de
un estudio cuidadoso. Se ha escrito y se ha razonado mucho sobre
el ateísmo en general, unas veces en el estilo del mártir
librepensador, otras veces en el del sectario. Pero nunca se ha dicho
nada de las distintas especies de ateísmo; nunca se han analizado
sus formas manifestativas particulares, determinadas, en su riqueza y
necesidad, en su fuerte simbolismo, en su limitación temporal.
«El» ateísmo ¿es la estructura
apriorística de cierta conciencia cósmica o una convicción
libremente adoptad ? ¿Nace o se hace uno ateo? El sentimiento
inconsciente de un cosmos sin dioses, ¿lleva consigo el conocimiento
de que «ha muerto el Gran Pan»? ¿Hay ateos en las épocas
primeras, por ejemplo, en la época dórica o gótica? ¿No hay quien
se llama a si mismo ateo con tanta pasión como error? ¿Puede haber
hombres civilizados que no lo sean, al menos en parte?
Es patente que la esencia del ateísmo,
como su nombre lo indica en todos los idiomas, consiste en negación,
renuncia a una construcción espiritual anterior; no es, pues, un
acto creador de una fuerza plástica ininterrumpida. Pero ¿qué es
lo que el ateísmo niega? ¿En qué forma? Y ¿por quién? Sin duda,
el ateísmo, rectamente comprendido, es la expresión necesaria de un
alma terminada, exhausta ya de posibilidades religiosas, caída en lo
inorgánico. El ateísmo se compagina muy bien con un afán vivo y
anhelante de religiosidad auténtica [190]—en esto se parece al
romanticismo, que también aspira a evocar algo irrevocablemente
perdido: la cultura—y puede muy bien ser forma inconsciente del
sentimiento, que no entra nunca en las convenciones del pensar y que
incluso contradice las convicciones. Comprenderá esto bien quien
penetre los motivos por los cuales el piadoso Haydn, habiendo oído
música de Beethoven, declaraba ateo a su autor. El ateísmo es cosa
de hombres que, si bien no han llegado aún al periodo de la
«ilustración», se hallan ya en el de la civilización incipiente.
El ateísmo pertenece a la gran ciudad, a los «educados» de las
grandes ciudades, que se asimilan mecánicamente lo que sus
antecesores, los creadores de la cultura, vivían orgánicamente.
Aristóteles es un ateo sin saberlo, es ateo para el
sentimiento antiguo de la divinidad.
Ateo es el estoicismo helenístico y
romano, como el socialismo y el budismo de las modernidades
occidental e india—a pesar, muchas veces, del más sincero empleo
de la palabra Dios.
Esta forma posterior del sentimiento y
de la imagen cósmica, que es el tránsito hacia la«segunda religiosidad», significa,
empero, la negación de lo religioso en nosotros. Por eso en cada
civilización ofrece una estructura diferente. No existe religiosidad
alguna sin su correspondiente negación atea, negación que le
pertenece a ella sola, que se dirige contra ella sola. El ateo vive
el mundo exterior que se extiende en su derredor, en el mismo estilo
de la cultura a que pertenece, como cosmos de cuerpos bien ordenados,
como cueva del mundo o como espacio infinito activo; pero ya
no vive la causalidad sagrada de ese mundo, y cuando considera su
imagen, conoce tan sólo una causalidad profana, agotada en mecanismo—o al menos desea y cree que
es asi [191] —. Hay un ateísmo antiguo, otro árabe y otro
occidental, ateísmos completamente distintos por su sentido y
contenido. Nietzsche ha formulado el ateísmo dinámico diciendo que
«Dios ha muertos. Un filósofo antiguo hubiera revelado el elemento
estático euclidiano diciendo: «Los dioses que moran en los
lugares sagrados han muerto.» Lo primero significa la
laicisación del espacio infinito; lo segundo, la de las
incontables cosas. Mas el espacio muerto y las cosas muertas son los
«hechos» de la física. El ateo no puede sentir diferencia alguna
entre la imagen de la naturaleza que dibuja la física y la que
dibuja la religión. El lenguaje distingue, con recto sentimiento,
entre sabiduría e inteligencia, dos estados del espíritu: aquél,
anterior; éste, posterior; aquél, campesino; éste, ciudadano.
Nadie llamaría a Heráclito o al maestro Eckart inteligencias; en
cambio Sócrates y Rousseau eran inteligentes, no «sabios». Hay en
la palabra algo de desarraigado. La falta de inteligencia sólo es
despreciable para el estoico y socialista, hombres típicamente
irreligiosos.
El alma de toda cultura viva es
religiosa, tiene religión, con o sin conciencia de ello. Su religión
es el sentimiento de su propia existencia, de su devenir, de su
evolución, de su cumplimiento. No tiene libertad para optar por la
irreligión. Sólo puede, como ocurrió en la Florencia de los
Mediéis, jugar con la idea de irreligión. En cambio el hombre de
las metrópolis es irreligioso; lo es por esencia; la irreligión
caracteriza su forma histórica. Podrá sentir el dolor del vacío y
de la penuria interiores y querer ser religioso; mas no podrá serlo.
Toda religiosidad urbana es ilusión. El grado de piedad que puede
alcanzar una época se manifiesta en su relación con la tolerancia.
La tolerancia obedece a una de estas dos causas: o que en el lenguaje
de las formas divinas se oye algo semejante a lo que uno mismo vive,
o que ya no se vive nada de eso.
La tolerancia de los antiguos—como
decimos hoy [192] — expresa lo contrarío justamente del ateísmo.
La pluralidad de númina y cultos pertenece al concepto mismo de la
religión antigua. Dejar que todos conviviesen no era, pues,
tolerancia, sino la expresión evidente de la piedad antigua; y
el que exigiese excepciones se revelaba por lo mismo ateo.
Los cristianos y los judíos pasaban por ateos, y tenían que serlo,
en efecto, para todo el que considerase la imagen del mundo como una
suma de cuerpos singulares. Y cuando en la época imperial se dejó
de pensar asi fue porque el sentimiento antiguo de la divinidad se
había extinguido. Sin duda, se exigía respeto para las formas
del culto local, para las imágenes de los dioses, los misterios,
los sacrificios y las fiestas, y el que las ridiculizaba o profanaba
conocía los límites de la paciencia antigua. Recuérdese el crimen
de los Hermakópidas en Atenas y los procesos por profanación de los
misterios eleusinos, esto es, por imitación profana del elemento
sensible. Para el alma fáustica, empero, lo esencial es el dogma, no
el culto visible. Aquí se manifiesta la oposición entre espacio y
cuerpo, entre la superación de la apariencia y la adhesión a la
apariencia. Ateo es para nosotros el que rechaza una teoría. Aquí
comienza el concepto espacial y espiritual de herejía. Una religión
fáustica, por su naturaleza, no puede admitir la libertad de
conciencia—que contradice a su dinamismo del espacio—- En esto,
el librepensamiento no constituye una excepción. A la hoguera sigue
la guillotina; a la quema de los libros, la conjura del silencio
sobre ellos; a la tuerza de la predicación, el poder de la Prensa.
No existe entre nosotros ninguna creencia que no propenda a la
Inquisición, en una u otra forma. Expresando esto en una imagen
correspondiente de la electrodinámica, diremos: el campo de fuerza
de una convicción incorpora a su tensión todos los espíritus que
en ese campo se encuentren. El que no lo quiera es porque ya no tiene ninguna
convicción. Dicho en términos eclesiásticos, es ateo. Ateísmo
para la antigüedad era el desprecio del culto—?s¡beia en su
sentido literal—, y en esto la religión apolínea no admitía
libertad de conducta. Asi, en ambos casos, quedaba trazado el limite
entre la tolerancia que el sentimiento divino exigía y la que
prohibía.
En este punto, la filosofía
antigua posterior, la teoría sofístico-estoica (no la emoción
estoica del mundo) estaba en oposición al sentimiento religioso; y
el pueblo de Atenas—la misma Atenas que levantaba altares «a
los dioses ignotos»— se mostraba en esto tan inflexible como
la Inquisición española. No hay más que ver la serie de pensadores
y de personalidades históricas que perecieron víctimas de la
santidad del culto. Sócrates y Diágoras fueron ejecutados por
su ?s¡beia; Anaxágoras, Protágoras, Aristóteles, Alcibíades
hallaron la salvación en la fuga. El número de los ejecutados por
crímenes contra el culto llegó a centenares en Atenas solamente,
durante los decenios de la guerra del Peloponeso. Después de la
condena de Protágoras fueron sus libros confiscados en las casas
particulares y quemados. En Roma, los hechos de esta clase conocidos
históricamente comienzan en
181 con un decreto del Senado mandando
quemar los pitagóricos Libros de Numa. Desde este momento siguen sin
interrupción las expulsiones de filósofos y de escuelas enteras, y
más tarde las ejecuciones y quemas solemnes de libros que podían
ser peligrosos para la religión. En tiempos de César los santuarios
de Isis fueron hasta cinco veces destruidos por los cónsules, y
Tiberio mandó tirar al río la imagen de la diosa. El que se
negaba a sacrificar ante la imagen del emperador tenia pena de
multa. En todos estos casos se trata de «ateísmo», del ateísmo
que el sentimiento religioso antiguo suponía y que se
manifestaba en desprecio teorético o práctico del culto visible. El
que al estudiar estas cosas no sepa prescindir de su propio
sentimiento occidental no logrará penetrar nunca en la creencia de
la imagen cósmica que sirve de base a todo esto. Los poetas y los
filósofos podían inventar a su sabor mitos y transformar deidades.
Cada cual a su capricho podía interpretar dogmáticamente la
realidad dada. Incluso era permitido burlarse en comedias y piezas
satíricas de las historias de los dioses, que esto no
menoscababa su existencia euclidiana.
Pero que nadie atentase a la imagen del
dios, al culto, a la forma plástica de servir al dios. Y no es
hipocresía la conducta de aquellos finos espíritus de la primera
época imperial que, sin creer en los mitos, practicaban todos los
deberes del culto público, sobre todo del culto al emperador, que
por todos era profundamente sentido. En cambio, el poeta y pensador
de la cultura fáustica en su madurez es libre de «no ir
a la iglesia», de no practicar la confesión, de no asistir a
las procesiones, de vivir en los círculos protestantes sin la menor
relación con los usos de la Iglesia. Pero que no toque a los puntos
dogmáticos, que esto es peligroso en toda confesión o secta
(incluso el librepensamiento). El ejemplo del romano estoico que, sin
creer en la mitología, observa piadosamente las formas
sacramentales, encuentra su pareja en el hombre de la «época de la
ilustración», en Lessing y Goethe, que sin cumplir con los usos de
la Iglesia nunca pone en duda las «verdades de la fe».
Ya hemos visto cómo el sentimiento
de la naturaleza se expresa en formas y figuras. Volvamos ahora al
conocimiento de la naturaleza en sistemas, y reconoceremos en Dios o
los dioses el origen de las formas con que el espíritu de las
culturas ya maduras intenta apoderarse por conceptos del mundo
circundante. Goethe, en carta a Riemer, observa: «El intelecto es
tan viejo como el mundo. El niño tiene también su intelecto; pero
no se aplica del mismo modo y a los mismos objetos en todas
las épocas. Los siglos primeros expresaron sus ideas en
intuiciones de la fantasía; nuestro siglo las reduce a conceptos.
Las grandes visiones de la vida eran entonces vertidas en figuras, en
dioses; hoy, en conceptos. Entonces era mayor la fuerza productiva;
hoy predomina la destructiva, el análisis.»
La profunda religiosidad de la
mecánica de Newton [193] y la fórmula casi
completamente atea de la dinámica moderna tienen la misma tonalidad,
son la posición y negación del mismo sentimiento. Un sistema físico
ostenta necesariamente todos los rasgos del alma a cuyo mundo de
formas pertenece.
A la dinámica y a la geometría
analítica corresponde el deísmo de la época barroca, cuyos tres
principios fundamentales: Dios, libertad e inmortalidad, son en el
lenguaje de la mecánica el principio de la inercia (Galileo), el
principio de la mínima acción (d'Alembert) y el principio de la
conservación de la energía (J. R. Mayer).
Lo que hoy llamamos física, en
general, es en realidad una obra del arte barroco. Nadie ya
considerará como paradoja el que yo, para referirme a esa especie de
representaciones que se fundan en la hipótesis de fuerzas distantes
y efectos a distancia, de atracción y repulsión de masas, tan
extrañas a la intuición ingenua de los antiguos, la llame el estilo
jesuíta de la física, por comparación con el estilo jesuíta de la
arquitectura fundado por Vignola; de igual modo que el cálculo
infinitesimal, producto de Occidente y de esa época, y que sólo en
Occidente y en esa época podía producirse, me parece representar el
estilo jesuíta en la matemática. «Exacta» es, en este estilo,
toda hipótesis metódica que profundiza la técnica de la
experimentación. Para Loyola, como para Newton, no se trata sólo de
describir la naturaleza, sino de un método.
La física occidental, por su forma
interior, es un dogma, no un culto. Su contenido es el dogma de la
fuerza, que es idéntica al espacio, a la distancia; la
teoría de la acción mecánica, no de la actitud mecánica en el
universo. Su tendencia es, pues, la superación creciente de la
apariencia. Partiendo de una división muy «antigua», la división
en física de los ojos —óptica—, de los oídos—acústica—,
del tacto— térmica—, ha ido poco a poco excluyendo las
sensaciones para substituirlas por sistemas de relaciones, de suerte
que, por ejemplo, el calor radiante a consecuencia de las
representaciones sobre los movimientos dinámicos del éter, se
estudia hoy en la óptica, y la óptica ya no tiene nada que ver con
los ojos.
La «fuerza» es una magnitud mítica,
que no procede de la experiencia científica, sino que, por el
contrario, determina de antemano la estructura de la experiencia. La
concepción física del hombre fáustico es la
única que, en lugar de imán, habla de un magnetismo, en cuyo campo
de fuerza reside un pedazo de hierro; o en lugar de cuerpos
luminosos, habla de una energía radiante, y se refiere a otras
personificaciones como «la» electricidad, «la» temperatura, «la»
radiactividad [194].
Esta fuerza o energía es, en realidad,
un numen convertido en concepto y no el resultado de la experiencia
científica.
Confírmalo el hecho, inadvertido
muchas veces, de que el principio fundamental de la dinámica, el
conocido primer principio de la teoría mecánica del calor,
no dice absolutamente nada sobre la esencia de la energía. En él
se afirma la «conservación de la energía»; esta expresión,
empero, es propiamente falsa, aunque psicológicamente resulta muy
característica. La medición experimental, por su naturaleza, sólo
puede determinar un número que, con expresión también
característica, se ha llamado trabajo. Pero el estilo dinámico de
nuestro pensamiento exige que se conciba como diferencia de energía,
aun cuando la cantidad absoluta de energía sea sólo una imagen y
nunca pueda ser indicada por un número determinado. Queda, pues,
siempre indeterminada la llamada constante aditiva, es decir, que se
intenta fijar la imagen de una energía, percibida por la mirada
interior, aunque la práctica científica no tiene nada que ver con
ella.
Por eso el concepto de fuerza es
imposible de definir; como indefinibles son igualmente los términos
primarios de voluntad y espacio, que no existen en los idiomas
antiguos. Queda siempre un residuo que sólo es accesible a la
intuición y al sentimiento y que transforma toda definición
personal en una casi religiosa profesión de fe, hecha por su autor.
Los físicos de la época barroca no hacen mas que expresar con
palabras una experiencia íntima. Recordemos a Goethe, que sin
poder definir su concepto de la fuerza cósmica, estaba seguro de
ella. Kant llamaba fuerza al fenómeno de una realidad en sí: «La
substancia en el espacio, el cuerpo, es conocida sólo por fuerzas.»
Laplace la llama una incógnita, cuyos efectos conocemos; Newton
había pensado en fuerzas lejanas inmateriales. Leibnitz
hablaba de la vis viva como de un quantum que, junto con la materia,
constituye la unidad de la mónada.
Descartes no se sentía dispuesto a
separar esencialmente el movimiento de la cosa movida, en lo cual
coinciden con él ciertos pensadores del siglo XVIII (Lagrange). En
la época gótica, junto a potentia, ímpetus, virtus, se
encuentran circunloquios que se sirven de términos como conatus
y nisus, en los cuales es claro que la fuerza no se separa de la
causa. Es muy posible distinguir conceptos católicos, conceptos
protestantes y conceptos ateos de la fuerza. Spinoza, judío, y por
lo tanto miembro de la cultura mágica por su alma, no pudo
asimilarse el concepto fáustico de la fuerza, que falta en su
sistema [195], Y véase el enorme poder de los conceptos primarios;
H. Hertz, que es el único judío de entre los físicos del reciente
pasado, ha sido también el único que ha intentado resolver el
dilema de la mecánica, prescindiendo del concepto de fuerza.
El dogma de la fuerza es el tema único
de la física fáustica. Eso que, bajo el nombre de estática, ha
recorrido los sistemas y los siglos, como una parte de la física, es
una ficción.
La «estática moderna» es algo asi
como «la aritmética» y «la geometría», teorías de las cuentas
y las medidas, que si se conciben las palabras en su sentido
primitivo resultan para el análisis actual nombres vacíos, restos
literarios de las ciencias antiguas que no hemos suprimido o por lo
menos reconocido como fantasmas por el respeto que todo lo antiguo
nos inspira. No hay una estática occidental, es decir, que el
espíritu occidental no encuentra un modo natural y propio de
interpretar los hechos mecánicos, fundándose en los conceptos de
forma y substancia, o en todo caso, de espacio y masa, en vez de
fundarse en los de espacio, tiempo, masa y fuerza.
Esto puede comprobarse fácilmente en
cualquier teoría particular. La «temperatura» misma, que es lo que
más produce la impresión «antigua» y estática de una magnitud
pasiva, no se acomoda al sistema físico sino cuando ha quedado
reducida a la imagen de una fuerza: la cantidad de calor,
considerada como conjunto de los movimientos rápidos, sutiles
e irregulares que verifican los átomos de un cuerpo; y su
temperatura, considerada como la fuerza viva media de esos átomos.
El Renacimiento posterior creyó
resucitar la estática de Arquímedes, como creyó continuar la
plástica griega. Pero en ambos casos lo que hizo fue preparar las
decisivas expresiones del barroco, desarrollando el espíritu gótico.
Mantenga mantiene la estática de los motivos plásticos, y lo mismo
Signorelli, cuyos dibujos y actitudes parecieron más tarde rígidos
y fríos. Con Leonardo comienza el dinamismo, y ya Rubens
representa un máximum de movilidad en los cuerpos flotantes.
En 1629 el jesuíta Nicolás Cabeo,
siguiendo la orientación de la física renacentista, desenvolvió
una teoría del magnetismo en el estilo de la concepción cósmica de
Aristóteles.
Pero esta teoría, como la obra de
Palladión sobre Arquitectura (1578), no podía tener
consecuencias; no porque fuese «falsa», sino porque era
contradictoria con el sentimiento fáustico de la naturaleza, que los
pensadores e investigadores del siglo XIV habían logrado emancipar
de la tutela arábigo-mágica y que exigía propias formas expresivas
de su conocimiento cósmico. Cabeo renuncia a los conceptos de fuerza
y masa, limitándose a los clásicos de forma y materia; es
decir, que, apartándose del espíritu que anima la
arquitectura de Miguel Ángel viejo y de Vignola, retorna al sentir
de Michelozzo y Rafael, y construye asi un sistema perfectamente
cerrado, pero sin trascendencia para el futuro. La concepción del
magnetismo como un estado de los cuerpos, no como una fuerza en el
espacio infinito, no podía ser un símbolo satisfactorio para la
visión interior del hombre fáustico. Nosotros necesitamos teorías
de la lejanía, no de la proximidad. Otro Jesuíta, el P. Boscovich,
fue el primero que transformó los principios matemáticos mecánicos
de Newton en una dinámica propia y comprensiva (1758).
El mismo Galileo sentía aún la fuerte
influencia de ciertas reminiscencias, producto del sentimiento
renacentista, para el cual resultaba extraña e incómoda la
oposición de fuerza y masa que es, en el estilo arquitectónico,
pictórico y musical, el origen del movimiento grande. Galileo
limita la representación de la fuerza a las fuerzas del contacto
(choque) y formula únicamente la conservación de la cantidad de
movimiento.
Asi es como se mantiene en el mero
moverse, excluyendo el pathos del espacio. Leibnitz, en polémica
contra él, desenvolvió la idea de las fuerzas propiamente
dichas, fuerzas activas en el espacio infinito, fuerzas libres,
dirigidas (fuerza viva, activum thema), que puso desde luego en
perfecta conexión con sus descubrimientos matemáticos. En lugar de
la cantidad de movimiento, consérvanse ahora las fuerzas vivas; lo
cual corresponde a la substitución del número como magnitud por el
número como función.
El concepto de masa se formó
claramente después. Galileo y Keplero usan en lugar de la masa el
volumen, y Newton fue el primero en considerarlo resueltamente en el
sentido funcional: el mundo como función de Dios. Contradice el
sentimiento renacentista el hecho de que la masa—definida hoy como
relación constante de fuerza y aceleración con respecto a un
sistema de puntos materiales—no sea proporcional al volumen, de lo
cual los planetas nos dan un ejemplo importante.
Pero Galileo tenia que inquirir las
causas del movimiento.
Esta investigación, empero, carece de
sentido en la estática propiamente dicha, que se limita a los
conceptos de forma y materia. Para Arquímedes el cambio de lugar era
poco importante en comparación con la figura, que pertenecía
a la esencia misma de toda existencia corpórea. ¿Qué podría
actuar sobre los cuerpos, desde fuera, Si el espacio «no existe»?
Las cosas se mueven; no son funciones de un movimiento. Newton fue
quien, en total independencia del sentir renacentista, creó el
concepto de la fuerza a distancia, atracción y repulsión de
masas a través del espacio. La distancia es para él una fuerza.
En esta idea ya no hay nada palpable
para los sentidos; y el mismo Newton, ante ella, sintió cierta
desazón. La idea se había apoderado de él, no él de ella. Es el
espíritu mismo del barroco, inclinado hacia el espacio infinito, el
que evocó esa concepción contrapuntística y completamente
implástica, y la evocó con una contradicción interna. Nadie
ha podido nunca definir satisfactoriamente esas fuerzas a distancia.
Nadie ha comprendido nunca lo que es propiamente la fuerza
centrífuga. ¿Es la fuerza de la Tierra en rotación alrededor de su
eje la causa de ese movimiento, o viceversa? ¿O son las dos
idénticas? Esa causa, pensada en sí, ¿es una fuerza u otro
movimiento? ¿Cómo se distinguen la fuerza y el movimiento?
Los cambios en el sistema planetario
son, se dice, efectos de una fuerza centrifuga. Pero entonces los
cuerpos deberían salirse de sus trayectorias; mas como esto no
sucede, se admite la existencia de una fuerza centrípeta. Pero ¿qué
significan estas palabras? La imposibilidad de poner orden y claridad
en todo esto hubo de impeler a Enrique Hertz a renunciar totalmente
al concepto de fuerza y reducir su sistema de la mecánica al
principio del contacto (choque) mediante la hipótesis artificial de
unos acoplamientos fijos entre las posiciones y las velocidades. Con
esto, empero, quedaban disimuladas las perplejidades, pero no
resueltas. Estas perplejidades son de naturaleza específicamente
fáustica y arraigan en la esencia profunda de la dinámica,
«¿Podemos hablar de fuerzas que nacen de movimientos?» Seguramente
que no. Pero ¿podemos renunciar a los conceptos primarios innatos en
el espíritu occidental, aunque sean indefinibles? El mismo Hertz no
ha intentado dar a su sistema una aplicación práctica.
La teoría del potencial, fundada
por Faraday—cuando el centro de gravedad del pensamiento
físico pasó de la dinámica de la materia a la electrodinámica del
éter—, no elimina tampoco esa perplejidad simbólica de la
mecánica moderna.
El famoso experimentador, el
visionario, el único no matemático de todos los maestros de la
física moderna, observaba en 1846: «En una parte cualquiera del
espacio, ya esté vacío en el sentido corriente de la palabra, ya
lleno de materia, no veo más que fuerzas y las líneas según las
cuales aquéllas se ejercen.» En esta descripción se manifiesta
claramente la tendencia directiva, que por su contenido
es profundamente orgánica, histórica, característica de la
experiencia intima del sujeto cognoscente; por eso Faraday se enlaza
metafísicamente con Newton, cuyas fuerzas a distancia aluden a un
fondo mítico que el piadoso físico se abstuvo expresamente de
criticar. El otro camino posible para llegar a un concepto inequívoco
de la fuerza—partiendo del «mundo», no de «Dios»; del objeto,
no del sujeto en que el movimiento se manifiesta— llevó
justamente entonces al concepto de energía, que, a diferencia de la
fuerza, no representa una dirección, sino una cantidad dirigida, y
en este sentido se relaciona con Leibnitz y su idea de la fuerza
viva, con cantidad invariable; bien se ve cómo aquí se han recogido
algunos caracteres esenciales del concepto de masa, de suerte que
incluso se ha llegado a pensar en la idea extraña de una estructura
atomística de la energía.
Sin embargo, este nuevo ordenamiento de
los términos fundamentales no altera para nada el sentimiento de que
existe una fuerza cósmica con un substrato; por lo tanto, no remedia
la insolubilidad del problema del movimiento. Lo único que ha
ocurrido en el tránsito de Newton a Faraday—o de Berkeley a
Mill—ha sido la substitución del concepto religioso de acción por
el concepto irreligioso de trabajo [196]. En la imagen de la
naturaleza que veían Bruno, Newton, Goethe, hay cierto elemento
divino, que se manifiesta en acciones; en la imagen de la naturaleza
que bosqueja la física moderna, la naturaleza produce trabajo. En
efecto, esto es lo que significa la concepción de que todo «proceso»
puede medirse, en el sentido del primer principio de la
termodinámica, por el gasto de energía, al cual corresponde
un quantum de trabajo verificado, en forma de energía almacenada.
Por eso el descubrimiento decisivo de
J. R. Mayer coincide con el nacimiento de la teoría socialista. Los
sistemas económicos operan también con los mismos
conceptos; desde Adam Smith el problema del valor está en relación
con la cantidad de trabajo [197]; frente a Quesnay y Turgot, esto
representa el paso de una estructura orgánica a una estructura
mecánica del cuadro económico. Ese «trabajo», que sirve de base a
la teoría, está tomado en sentido puramente dinámico; y junto a
los principios físicos de la conservación de la energía, de la
entropía, de la acción mínima, podríamos muy bien colocar el
principio correspondiente de la economía nacional.
Si consideramos ahora las etapas que ha
recorrido el concepto central de la fuerza, desde que nace en el alto
barroco, siguiendo siempre un curso de íntima afinidad con los
mundos de las formas artísticas y matemáticas, hallaremos que son
tres: en el siglo XVII (Galileo, Newton, Leibnitz) la fuerza aparece
en forma imaginativa junto a la gran pintura, que se extinguió hacia
1680; en el siglo XVIII, siglo de la mecánica clásica (Laplace,
Lagrange), se sitúa al lado de la música de Bach y recibe el
carácter abstracto del estilo fugado; en el siglo XIX, en que el
arte termina y la inteligencia civilizada supera al alma culta,
aparece el concepto de fuerza en la esfera del
análisis puro, sobre todo en las teorías de las funciones de varias
variables complejas, sin las cuales, en su sentido más moderno, es
casi incomprensible.
Con todo esto, empero, resulta que la
física del Occidente europeo—nadie se engañe y se ilusione sobre
este punto—ha llegado casi a los limites de sus posibilidades
internas. El sentido postrero de su manifestación histórica era
convertir el sentimiento fáustico de la naturaleza en conocimiento
conceptual; las figuras de una fe primitiva, en formas
mecánicas de una ciencia exacta. No hay que decir que ni la
obtención de resultados prácticos cada vez más poderosos, ni
tampoco la de resultados eruditos tienen nada que ver con la rápida
disolución de la esencia, del núcleo esencial de nuestra
física tanto los resultados prácticos como los eruditos
pertenecen a la historia superficial de una ciencia, pues la historia
profunda es siempre la de un simbolismo y su estilo. Hasta los
comienzos del siglo XIX, los progresos de la física concurren
todos a la perfección interior, a la pureza, a la precisión y
riqueza de la imagen dinámica de la naturaleza; pero a partir de
este momento, cumbre de la claridad teorética, comienzan los
progresos de la física a producir efectos de disolución. Y ello no
sucede deliberadamente; las altas inteligencias de la física moderna
no se dan siquiera cuenta de esto. Todo ello es el resultado de una
necesidad histórica ineludible. La física antigua llegó a su
plenitud en el mismo estadio—hacía 200 antes de J. C.—. El
análisis llegó a su término con Gauss, Cauchy y Riemann; y hoy se
dedica a tapar las rendijas de su edificio.
De pronto se suscitan dudas
destructoras sobre cosas que ayer aún constituían el
fundamento inatacable de la teoría física; por ejemplo: sobre el
sentido del principio de la energía, sobre el concepto de masa, de
espacio, de tiempo absoluto, de ley natural causal. Y ya no se trata
de aquellas dudas fecundas del alto barroco, que se enderezaban a un
fin de conocimiento, no; estas dudas de ahora tocan a la posibilidad
misma de la física. El empleo cada día más frecuente de los
métodos enumerativos y estadísticos, que aspiran a obtener una
simple verosimilitud en los resultados y que renuncian a la exactitud
absoluta de las leyes naturales—como se entendía antes, en la
época de la esperanza—, es la prueba de un profundo escepticismo
que los creadores de esos métodos no aprecian en toda su hondura.
Vamos acercándonos a un momento en que
se renunciará a la posibilidad de una mecánica cerrada y coherente.
Ya he demostrado que la física tiene que fracasar siempre ante el
problema del movimiento, en el cual la persona viva del que
conoce se insinúa metódicamente en el mundo inorgánico de
las formas conocidas. Todas las hipótesis recientes presentan
esa misma perplejidad, tras una labor intelectual de trescientos
años, en tan aguda forma, que no deja margen a ilusión alguna. La
teoría de la gravitación, que desde Newton era una verdad
inconmovible, ha sido reconocida como una hipótesis de tiempo limitado y de vacilante validez.
El principio de la conservación de la energía no tiene sentido, si
la energía es infinita en un espacio infinito. La aceptación del
principio es inconciliable con la estructura tridimensional del
espacio cósmico, no sólo la infinita euclidiana, sino la
esférica (de entre las geometrías no euclidianas) con su
volumen ilimitado pero finito. La validez de aquel principio
quedaría, pues, reducida a «un sistema de cuerpos que esté cerrado
hacía fuera»; limitación artificiosa que no existe en realidad ni
puede existir. Pero el sentimiento cósmico del hombre fáustico, que
es el origen de aquella representación fundamental—la inmortalidad
del alma cósmica, traducida en pensamientos mecánicos y
extensivos—, había querido expresar precisamente la infinidad
simbólica. Tal era el sentimiento; pero el conocimiento no pudo
transformarlo en un sistema puro. Otro postulado ideal de la dinámica
moderna ha sido el éter lumínico, porque la dinámica exige que a
cada movimiento corresponda la representación de algo que se mueve.
Todas las hipótesis imaginables sobre la constitución del éter
quedan refutadas por contradicción interna. Lord Kelvin ha
demostrado matemáticamente que no puede haber una estructura del
éter que esté libre de objeciones. La interpretación de los
experimentos de Fresnel exige que las ondas luminosas sean
transversales y, por lo tanto, que el éter sea un cuerpo sólido —con propiedades verdaderamente
grotescas—; pero entonces las leyes de la elasticidad habrían de
serle aplicadas y las ondas luminosas habrían de ser
longitudinales. Las ecuaciones de MaxweIl-Hertz en la teoría
electromagnética de la luz, ecuaciones que son en realidad números
puros, innominados, de indudable validez, excluyen toda
interpretación basada en una mecánica del éter. El éter,
entonces, ha sido definido como puro vacío, sobre todo bajo la
impresión de deducciones sacadas de la teoría de la
relatividad. Pero tal definición no significa otra cosa que la
destrucción misma de la imagen dinámica.
Desde Newton, la hipótesis de una
masa constante—en correspondencia con la fuerza constante—gozaba
de validez incuestionable. Pero esa hipótesis ha sido anulada por
la teoría de los cuantos de PIanck y las conclusiones que de ella ha
derivado Niels Bohr sobre la estructura de los átomos, que habían
resultado necesarios a consecuencia de ciertos experimentos. Todo
sistema cerrado posee, además de la energía cinética, la energía
del calor radiante, que no es separable de éste y que, por lo tanto,
no es representable en su pureza, por el concepto de masa. Pues si
definimos la masa por la energía viva, ya no resulta constante con
respecto al estado termo dinámico. Empero la incorporación
del cuanto de acción en el conjunto de las hipótesis de la dinámica
barroca, de la dinámica clásica, no obtiene éxito satisfactorio y
amenaza destruir el principio de la constancia de todos los nexos
causales y al mismo tiempo el fundamento—echado por Newton y
Leibnitz—del cálculo infinitesimal [198]. Pero la teoría de la
relatividad supera en dudas a estas teorías. La teoría de la
relatividad, hipótesis metódica que revela una cínica
despreocupación, ataca al núcleo mismo de la dinámica. Apoyándose
en los experimentos de Michelson, según los cuales la velocidad de
la luz es independiente del movimiento de los cuerpos en que se
propaga; preparada por los trabajos matemáticos de Lorentz y
Minkowski, aspira, en su tendencia característica, a anular el
concepto del tiempo absoluto. Los resultados de las observaciones
astronómicas no pueden ni confirmarla ni refutarla—en esto existe
hoy una ilusión peligrosa—. Sobre hipótesis como ésta no caben
los juicios de exacta o falsa; se trata de ver si, en el caos de las
representaciones complicadísimas y artificiosas que se han formado
a consecuencia de las innumerables hipótesis de la investigación
sobre radiactividad y termo dinamismo, la relatividad se mostrará o
no utilizable. Pero tal como es, esta teoría ha anulado la
constancia de todas las cantidades físicas en cuya definición entra el
tiempo; ahora bien: la dinámica occidental, por oposición a la
antigua estática, sólo posee esas cantidades impregnadas de tiempo.
Ya no hay medidas absolutas de longitud, ni cuerpos rígidos. Con lo
cual se suprime también la posibilidad de determinaciones
cuantitativas y, por lo tanto, el concepto clásico de la masa como
relación constante de la fuerza y la aceleración—en el momento
mismo en que el cuanto de acción, producto de la energía y del
tiempo, es establecido como una nueva constante.
Podemos advertir claramente que las
representaciones de los átomos construidas por Rutherford y Bohr
[199] no significan más sino que el resultado numérico de las
observaciones queda súbitamente asentado en una imagen que
representa un mundo planetario en el interior del átomo, mientras
que hasta ahora se prefería la representación de enjambres de
átomos; podemos advertir asimismo que los físicos actuales
propenden a construir series enteras de hipótesis, verdaderos
castillos de naipes, tapando cada contradicción con una nueva
hipótesis rápidamente elaborada; y si a esto añadimos cuan poco
les preocupa el hecho de que todas esas imágenes sean entre sí
contradictorias e incompatibles con la imagen rigurosa de la
dinámica barroca, habremos llegado a la convicción de que el gran
estilo de las representaciones físicas ha terminado, dejando el
puesto, como la arquitectura y las artes plásticas, a una especie de
producción industrial de hipótesis; y si no se percibe con entera
claridad el derrumbamiento de este simbolismo, es porque lo oculta la
superior maestría de la técnica experimental en nuestro tiempo.
Entre los símbolos de la decadencia es
el primero y principal la entropía, que, como es sabido, constituye
el tema del segundo principio de la termodinámica. El primer
principio, el de la conservación de la energía, se limita a
formular la esencia de la dinámica, por no decir la estructura del
espíritu europeo occidental, que es el único para quien la
naturaleza, necesariamente, aparece en la forma de una causalidad
dinámica y contrapuntística, en oposición a la estática y
plástica de Aristóteles. El elemento fundamental de la imagen del
mundo fáustico no es la actitud, sino la acción, o, dicho
mecánicamente, el proceso; y aquel principio fija exclusivamente el
carácter matemático de los procesos en forma de variables y
constantes. Pero el segundo principio llega más hondo y
determina una tendencia uniforme del acontecer físico, que no
está de ninguna manera definida a priori en los conceptos
fundamentales de la dinámica.
La entropía es representada
matemáticamente por una cantidad que está determinada por el estado
momentáneo de un sistema cerrado de cuerpos y que, a pesar de todos
los cambios posibles de índole física o química, sólo puede
aumentar, nunca disminuir. En el mejor caso, permanece invariable.
A la entropía le sucede lo mismo que a la fuerza y a la
voluntad, que es perfectamente clara y distinta para todo aquel que
consiga penetrar en la esencia de esas formas, pero que recibe de
cada cual fórmulas distintas y manifiestamente insuficientes.
También aquí el espíritu resulta inferior a la necesidad
expresiva del sentimiento cósmico.
El conjunto de los procesos se divide
en irreversibles o reversibles, según que la entropía aumenta o
no. En los de la primera clase, la energía libre se
convierte en energía almacenada; para que esta energía muerta
vuelva a convertirse en energía viva hace falta que al mismo tiempo
se verifique un segundo proceso que almacene otro cuanto de energía
viva.
El ejemplo más conocido es la
combustión del carbón, esto es, la conversión de la energía viva
almacenada en calor, recogido por la forma gaseosa del ácido
carbónico, cuando se quiere convertir la energía latente del agua
en tensión gaseosa y en movimiento. De aquí se sigue que la
entropía disminuye continuamente en el conjunto del universo, de
manera que el sistema dinámico camina a un estado final. Entre los
procesos irreversibles están los de conducción del calor, difusión,
frotamiento, emisión luminosa, reacciones químicas; entre los
procesos reversibles, la gravitación, las vibraciones
eléctricas, las ondas electromagnéticas y sonoras.
Lo que hasta ahora nadie ha sentido, lo
que me inclina a considerar el principio de la entropía (1850) como
el comienzo de la destrucción de esa obra maestra de la inteligencia
europea, la física de estilo dinámico, es la profunda oposición
entre la teoría y la realidad, oposición que por vez primera se
manifiesta explícitamente en la teoría misma. Habiendo el primer
principio dibujado el cuadro riguroso de un acontecer de la
naturaleza en series de causas y efectos, viene luego el segundo
principio, e introduciendo la irreversibilidad, pone de manifiesto
una tendencia de la vida inmediata, que contradice fundamentalmente
la esencia de la mecánica y de la lógica.
Si perseguimos las consecuencias de la
teoría de la entropía, resultará en primer lugar que,
teóricamente, todos los procesos han de ser reversibles. Es ésta
una de las exigencias fundamentales de la dinámica. Con toda
rigurosidad lo reclama asi el primer principio. Pero resulta, en
segundo lugar, que en la realidad todos los procesos naturales son
irreversibles. Ni siquiera en las condiciones artificiales
de la experimentación puede revertirse exactamente el proceso
más sencillo, es decir, restablecerse un estado en su
situación anterior. Nada es tan característico del estado actual
del sistema como la introducción de la hipótesis del «desorden
elemental», para desvanecer la contradicción entre las exigencias
del espíritu y las experiencias reales: las mínimas partículas de
los cuerpos—una imagen, no más—verifican todas procesos
reversibles; pero en las cosas reales esas partículas están
desordenadas y se estorban unas a otras y, por consiguiente, hay una
probabilidad media de que el proceso natural, el proceso percibido
por el observador, el proceso irreversible, vaya unido a un aumento
de la entropía. Asi, la teoría se convierte en un capitulo del
cálculo de probabilidades, y en lugar de los métodos exactos
aparecen los estadísticos.
Es evidente que nadie ha advertido lo
que esto significa.
La estadística, como la cronología,
pertenece a lo orgánico, a la vida que se mueve en direcciones
varias, al sino y al azar, no al mundo de las leyes y de la
causalidad intemporal.
Es bien sabido que la estadística
sirve principalmente para caracterizar evoluciones políticas y
económicas, esto es, históricas. En la mecánica clásica de
Galileo y Newton no hubiera habido sitio para ella. Lo que ahora, de
pronto, resulta sometido y sometible a métodos estadísticos, con
probabilidades en lugar de aquella exactitud apriorística que
unánimes exigían todos los pensadores barrocos, es el hombre que
vive esa naturaleza, conociéndola, que se vive a sí mismo en ella;
lo que la teoría abandona con necesidad interna—esos procesos
reversibles que no existen en la realidad—representa el residuo de
una forma rigurosa espiritual, el resto de la gran tradición
barroca, que era hermana del estilo contrapuntístico. Ese refugio
en la estadística revela el agotamiento de la fuerza ordenativa
que actuara en aquella tradición. El producirse y lo producido, el
sino y la causalidad, los elementos históricos y los naturales
comienzan a mezclarse. Los elementos formales de la vida:
crecimiento, envejecimiento, duración, dirección, muerte, acuden a
los primeros planos.
Esto es lo que, desde este punto de
vista, ha de significar la irreversibilidad de los procesos
cósmicos. En oposición al signo físico t, es la irreversibilidad
la expresión del tiempo auténtico, del tiempo histórico que
vivimos íntimamente, y que es idéntico al sino.
La física del barroco era un sistema
estricto; no podían conmover su edificio teorías como ésta; en su
cuadro no podía hallarse nada que expresara el azar y la simple
probabilidad. Pero con la entropía la física se convierte en
fisiognómica. Persigue el «curso del mundo». La idea del fin del
mundo aparece en el ropaje de ciertas fórmulas que en el fondo de su
esencia no son ya fórmulas. Entra en la física cierto elemento
goethiano; y se apreciará bien la gravedad de este hecho si se ve
claramente lo que en último término significaba la polémica
apasionada de Goethe contra Newton en la teoría de los colores.
Argumentaba en ella la intuición contra la intelección, la vida
contra la muerte, la forma creadora contra la ley ordenativa. El
mundo de las formas críticas, en el conocimiento de la naturaleza,
nació del sentimiento de la naturaleza, del sentimiento de Dios, por
contradicción contra éste. Pero ahora, al término de la época
posterior, ha llegado a la extrema reparación y torna a su punto de
partida.
Y asi la imaginación, que actúa en la
dinámica, evoca una vez más los grandes símbolos de la pasión
histórica del hombre fáustico, la eterna preocupación, la
propensión a las lejanías remotísimas del pretérito y futuro,
la investigación histórica retrospectiva, el Estado previsor,
las confesiones y autoanálisis, las campanadas de los relojes que,
por doquiera resonantes, recuerdan a los pueblos el compás de la
vida. El ethos de la palabra tiempo, tal como nosotros solos lo
sentimos, tal como la música instrumental lo refleja en oposición a
la plástica estatuaria, se dirige hacia un fin. Ese fin ha sido
representado en todas las imágenes vitales de Occidente como un
tercer reino, una nueva edad, un problema de la humanidad, el
término de una evolución. Esto es lo que significa la
entropía, para la existencia total y el sino del mundo fáustico
como naturaleza.
Ya en el concepto mítico de la
fuerza, fundamento de todo este mundo de formas dogmáticas,
reside tácito el sentimiento de una dirección, la referencia al
pasado y al futuro; y aun se ve más claramente esto en el
nombre de procesos, que se aplica a los acontecimientos
naturales. Puede decirse que la entropía, forma espiritual que
reúne la suma infinita de todos los sucesos naturales en una unidad
histórica y fisiognómica, estaba ya implícita desde el
principio en todas las conceptuaciones físicas, y que había
de obtenerse un día como un «descubrimiento» por el camino de la
inducción científica, para ser luego «confirmada» por los demás
elementos teóricos del sistema. Cuanto más se acerca la dinámica a su fin, por agotamiento
de sus posibilidades internas, más claros aparecen en el cuadro los
rasgos históricos, más enérgica se manifiesta, junto a la
necesidad inorgánica de la causa, la necesidad orgánica del sino, y
junto a los factores de la extensión pura— capacidad e
intensidad—, los factores de la dirección. Esto sucede por medio
de una serie de audaces hipótesis, de estructura similar, que sólo
en apariencia se derivan de exigencias experimentales, pero que en
realidad estaban ya implícitas en el sentimiento cósmico y la
mitología de la época gótica.
Entre esas hipótesis se encuentra la
extraña hipótesis de la destrucción atómica, inventada para
interpretar los fenómenos radiactivos. Según esta hipótesis
algunos átomos de uranio, que han conservado intacta su esencia
durante millones de años, a pesar de las influencias exteriores,
estallan de pronto, sin causa conocida, y lanzan al espacio sus
partículas, con una velocidad que llega a miles de kilómetros por
segundo. Este sino alcanza sólo a algunos de los numerosísimos
átomos radiactivos, dejando intactos a los vecinos. He aquí una
imagen que es también histórica, no natural; y si aquí se muestra
necesaria la aplicación de la estadística, sería cosa de
hablar de una substitución del número matemático por el
número cronológico [200].
Estas representaciones retrotraen la
fuerza mitoplástica del alma fáustica a su punto de partida. Al
comienzo del gótico, justamente cuando se empezaron a construir los
relojes mecánicos, símbolos de un sentimiento histórico, apareció
el mito de Ragnarök, del fin del mundo, del ocaso de los dioses. Es
posible que esta representación tal como la encontramos en el
Völuspa y en forma cristiana en el Muspilli, tenga su origen, como
todos los supuestos mitos germánicos primitivos, en modelos de
motivos antiguos, y sobre todo cristianos apocalípticos; pero en
su forma germánica es la expresión y símbolo del alma fáustica y
no de otra alguna.
El mundo de los dioses olímpicos no
tiene historia. No conoce devenir, ni épocas, ni fin. Pero el
disparo apasionado hacia la lejanía es típicamente fáustico. La
fuerza, la voluntad tiene un fin, y donde hay un fin hay también un
término para la mirada inquisitiva. Aquí se manifiesta en forma de
concepto eso mismo que la perspectiva de la gran pintura al óleo
expresa por medio del punto de convergencia, el parque barroco por
medio del «point de vue», el análisis por medio del miembro
restante de las series infinitas. El Fausto de la segunda parte de la
tragedia muere porque ha alcanzado su fin. El fin del mundo como
cumplimiento de una evolución interna, necesaria: he aquí el ocaso
de los dioses. Tal significa la teoría de la entropía, concepción
última, concepción irreligiosa del mito.
Aun nos queda diseñar el ocaso de la
ciencia occidental.
El camino que sigue hoy empieza ya a
inclinarse hacia el descenso. Por eso puede preverse con seguridad su
decadencia.
Esto mismo, a saber: la previsión del
indefectible sino, es patrimonio exclusivo de la visión histórica,
que sólo el espíritu fáustico posee. La antigüedad murió, sin
saber que moría, creyendo en una realidad eterna. Vivió sus últimos
días con una felicidad sin reservas, gustando cada hora como un don
de los dioses. Nosotros, empero, conocemos nuestra historia.
Una última crisis espiritual nos
aguarda, una crisis que conmoverá al mundo europeo y americano. El
helenismo posterior nos dice cuál ha de ser su curso. La tiranía
del intelecto, que nosotros no sentimos porque representamos la
cumbre del ejercicio intelectual, constituye en cada cultura una
época entre la virilidad y la senectud; no más. Su expresión más
clara se halla en el culto de las ciencias exactas, de la dialéctica,
de la demostración, de la experiencia, de la causalidad.
El jónico y el barroco representan el
vuelo del intelecto. El problema consiste en saber cuál será la
forma de su terminación.
He aquí lo que yo predigo: En este
siglo, siglo del alejandrinismo científicocrítico, siglo de las
grandes cosechas, de las concepciones definitivas, arderá un nuevo
fuego interior, capaz de superar la voluntad que aspira a la derrota
de la ciencia. La ciencia exacta camina al suicidio, por el
refinamiento de sus problemas y métodos. Primero se pusieron a
prueba sus medios—en el siglo XVIII—; luego, su poder—en el
XIX—; finalmente se contempla su función histórica. Pero el
camino del escepticismo conduce a la «segunda religiosidad» [201],
que no viene antes, sino después de una cultura.
Se renuncia entonces a toda
demostración; los hombres quieren creer, no analizar. La
investigación crítica deja de ser un ideal del espíritu.
El individuo renuncia,
abandonando los libros. La cultura, renuncia, cesando
de manifestarse en inteligencias científicas.
La ciencia, empero, no existe mas que
en el pensamiento vivo de las grandes generaciones de sabios; y los
libros no son nada si no viven y actúan en hombres que estén a su
altura. Los resultados científicos no son sino los elementos de una
gran tradición. La muerte de una ciencia consiste en que no haya
nadie ya capaz de vivirla. Pero doscientos años de orgías
científicas acaban por hartar. No es el individuo, es el alma de la
cultura la que se harta. Y lo manifiesta enviando al
mundo histórico del día unos investigadores cada vez más pequeños,
mezquinos, estrechos, infecundos.
El gran siglo de la ciencia antigua fue
el tercero, el que sigue a la muerte de Aristóteles. Cuando
llegaron los romanos, cuando Arquímedes murió, casi se había
terminado ya. Nuestro gran siglo ha sido el XIX. Ya en 1900 no hay
sabios por el estilo de Gauss, Humboldt, Helmholtz. Han muerto los
grandes maestros de la física, de la química, de la biología, de
la matemática. Hoy vivimos el decrescendo de los brillantes
epígonos que saben ordenar, reunir y concluir, como los alejandrinos
en la época romana. Es éste un síntoma general que aparece en todo
lo que no sea la vida práctica, la política, la técnica, la
economía. Después de Lisipo no viene ningún gran escultor cuya
presencia haya sido un sino; después de los impresionistas, ningún
pintor; después de Wagner ningún músico. La época del cesarismo
no necesita arte ni filosofía. A Eratóstenes y Arquímedes,
los creadores propiamente dichos, siguen Poseidonio y Plinio, que
coleccionan con buen gusto; y por último vienen Ptolomeo y Galeno,
que no hacen sino copiar. Asi como la pintura al óleo y la música
contrapuntística agotaron sus posibilidades en un corto número de
siglos de evolución orgánica, asi también la dinámica, cuyo mundo
de formas florece hacia 1600, es un con-junto que se encuentra hoy en
disolución.
Pero antes, el espíritu fáustico,
eminentemente histórico, ha de proponerse un problema nunca
planteado, ni siquiera vislumbrado como posible hasta ahora. Habrá
de ser escrita una morfología, de las ciencias exactas, que
investigue cómo todas las leyes, los conceptos, las teorías son
formas íntimamente conexionadas, y qué es lo que, como tales,
significan en el ciclo vital de la cultura fáustica. La
física teorética, la química, la matemática, consideradas
como conjuntos de símbolos: he aquí la superación definitiva del
aspecto mecánico por una visión cósmica que vuelve a ser
religiosa. Es la última obra maestra de una fisiognómica en la cual
se deshace la sistemática, como expresión y símbolo. En el futuro
no preguntaremos ya cuáles son las leyes universalmente válidas
de la afinidad química o del diamagnetísmo—modo de pensar
dogmático exclusivo del siglo XIX—; y hasta nos admiraremos de que
tales problemas hayan podido antaño llenar espíritus de tanta
valía. Investigaremos de dónde vienen esas formas prefijadas al
espíritu fáustico; por qué hubieron de recaer en nosotros,
hombres de determinada cultura, a diferencia de cualesquiera
otros; qué sentido profundo encierra el hecho de que las cifras
obtenidas se manifiesten justamente en tal o cual vestidura de
imágenes. Y hoy apenas si podemos vislumbrar cuántos supuestos
valores objetivos, cuántas supuestas experiencias no son sino
vestiduras, imágenes y expresiones.
Las ciencias particulares, teoría del
conocimiento, física, química, matemática, astronomía, se acercan
unas a otras con rapidez cada día mayor. Vamos a una perpetua
identidad de los resultados y, por lo tanto, a una mezcla de los
mundos de formas. Esta síntesis representa por una parte un
sistema reducido a escasas fórmulas fundamentales compuestas
de números funcionales; por otra, un pequeño grupo de
teorías quedan nombres a esos números. Por último, estas
teorías serán reconocidas como mitos encubiertos, nacidos en la
época primera de la cultura; y a su vez podrán y deberán
reducirse a algunos rasgos esenciales de carácter imaginativo,
pero de significación fisiognómica. Nadie ha notado esta
convergencia, porque desde Kant, y propiamente ya desde Leibnitz,
ningún sabio ha dominado el conjunto de los problemas de todas las
ciencias exactas.
Hace cien años eran la física y
la química extrañas una a otra; hoy son inseparables. Recordad
los problemas del análisis espectral, de la radiactividad y de la
radiación calórica. Hace cincuenta años las partes esenciales
de la química podían ser expuestas casi sin matemáticas; hoy
los elementos químicos están ya a punto de convertirse en
constantes matemáticas de relaciones complejas de variables. Los
elementos eran, empero, en su acepción sensible, las últimas
magnitudes de la ciencia natural que recordaban la plasticidad
antigua. La fisiología está a punto de convertirse en un capítulo
de la química orgánica y empieza a emplear los medios del cálculo
infinitesimal. Las partes de la vieja física, que se distinguían
por los órganos de percepción sensible—acústica, óptica,
termología—, se han deshecho para integrarse en una dinámica
del éter, cuyos límites puramente matemáticos no se mantienen
fijos. Las últimas consideraciones de la teoría del conocimiento se
reúnen hoy con las del análisis superior y con la física teorética
en un conjunto de muy difícil acceso, al que pertenece o debiera de
pertenecer, por ejemplo, la teoría de la relatividad. La teoría
emanativa de las especies radiantes, en radiactividad, se expresa en
un lenguaje de signos, que no contiene nada intuíble.
La química está a punto de
eliminar los rasgos sensibles que aun quedan en la
determinación intuitiva de las cualidades de los elementos
(valencia, peso, afinidad, reactividad). Los elementos se
caracterizan de diferente manera, según los enlaces de que «procedan»; representan complejos
de unidades heterogéneas que actúan experimentalmente
(«realmente») como unidades de orden superior, y por lo tanto no
son prácticamente separables, aunque relativamente a su
radiactividad presenten hondas diferencias; la emanación de energía
radiante implica una estructura y, por lo tanto, cabe hablar de una
duración vital de los elementos, lo cual es una evidente
contradicción al concepto primitivo del elemento y, por tanto, al
espíritu de la química moderna, creada por Lavoisier. Todo esto
acerca estas representaciones a la teoría de la entropía,
con su escabrosa oposición entre causalidad y sino, naturaleza e
historia; todo esto indica que nuestra ciencia tiende a identificar
sus asertos lógicos o numéricos con la estructura del intelecto
mismo y va acercándose a la noción de que toda la teoría que
envuelve a esos números representa simplemente la expresión
simbólica de la vida fáustica.
En este punto, hemos de citar, por
último, como uno de los fermentos más importantes que actúan en el
mundo de las formas, la teoría de los conjuntos, teoría típicamente
fáustica que, en rigurosa oposición a la vieja matemática, no
concibe ya magnitudes singulares, sino la reunión de magnitudes
morfológicamente homogéneas por algún carácter; por ejemplo: la
totalidad de los números cuadrados o la de las ecuaciones
diferenciales de cierto tipo. La teoría de los conjuntos concibe
esos conjuntos como nuevas unidades, como nuevos números de
orden superior y los somete a reflexiones, antes completamente
desconocidas, que versan sobre su potencia, ordenación,
equivalencia, numerabilidad [202]. Los conjuntos finitos
(numerables, limitados) se caracterizan, por su potencia, como
«números cardinales» y, por su orden, como «números ordinales»,
y se establecen sus leyes y especies numéricas. Se está, pues,
realizando una última amplificación de la teoría de las funciones,
que poco a poco había ido incorporando la matemática entera al
lenguaje de sus formas; y según esto, atendiendo al carácter de las
funciones, se procede por principios de la teoría de los grupos, y
atendiendo al valor de las variables, por principios de la
teoría de los conjuntos. La matemática en este punto tiene plena
conciencia de que estas consideraciones últimas sobre la esencia del
número confluyen con las de la lógica pura, y ya se habla de un álgebra de la lógica. La axiomática
de la moderna geometría es ya totalmente un capitulo de la teoría
del conocimiento.
El fin inadvertido a que todo esto se
encamina, y que el verdadero físico siente en si como un instinto,
es la construcción de una trascendencia pura, numérica, la
superación perfecta e integral de la apariencia sensible,
substituida ahora por un idioma de imágenes, incomprensible e
impronunciable para el lego, idioma al que confiere necesidad interna
el gran símbolo fáustico del espacio infinito. Ciérrase el ciclo
de la física occidental. Con el profundo escepticismo de estas
nociones postreras, se retrotrae el espíritu a las formas de la
religiosidad gótica. El contorno cósmico inorgánico, conocido,
analizado, el mundo como naturaleza, se ha convertido en una pura
esfera de números funcionales. Hemos visto que el número es uno de
los símbolos más primitivos de las culturas, y de aquí se sigue
que la ascensión hacia el número puro es el retorno de la
conciencia vigilante a su propio misterio, la revelación de su
propia necesidad formal. Llegada a su término, descúbrese al fin la
trama inmensa—cada vez más impalpable, cada vez más
transparente—que teje sin cesar la ciencia de la naturaleza: no es
otra cosa que la estructura interna de la intelección verbal, que
se figura haber superado la apariencia y haber aislado «la
verdad». Pero debajo reaparece lo primario y más profundo, el
mito, el devenir inmediato, la vida misma. Cuanto menos
antropomórfica cree ser la física, más lo es en realidad. Va
eliminando uno por uno los rasgos humanos del cuadro natural, para
obtener una naturaleza que parece pura, pero que no es a la
postre sino la humanidad misma. Del alma gótica surgió el
espíritu ciudadano, alter ego de la física irreligiosa, ocultando
con su sombra la imagen religiosa del universo. Hoy, en el ocaso
de la época científica, en el estadio del escepticismo
victorioso disípanse las nubes y reaparece con perfecta claridad el
paisaje matutino.
La última conclusión de la sabiduría
fáustica es—si bien sólo en sus momentos supremos— la
disolución de la ciencia toda en un ingente sistema de
afinidades morfológicas. La dinámica y el análisis son por su
sentido, sus formas y su substancia idénticos a la ornamentación
románica, a las catedrales góticas, al dogma cristianogermánico y
al Estado dinástico. Todos hablan de un mismo sentimiento cósmico.
Todos han nacido y envejecido con el alma fáustica. Todos
representan su cultura, como espectáculo histórico, en el
mundo del día y del espacio. La reunión de todos los aspectos
científicos en un solo conjunto presentará todos los
rasgos del gran arte contrapuntístico. Una música
infinitesimal del espacio cósmico ilimitado: éste ha sido el anhelo
profundo de este alma, en oposición a la antigua con su cosmos
plástico euclidiano. Tal es, reducido a la fórmula de una
causalidad dinámicoimperativa, necesidad lógica de la inteligencia
fáustica; tal es, desarrollado en una física dictatorial,
trabajadora, que circunda la tierra; tal es, digo, su gran testamento
para el espíritu de las culturas venideras—legado de formas
colmadas de trascendencia, que quizá nunca será abierto por nadie.
Asi, un día la ciencia occidental, cansada de su esfuerzo, tornará
al hogar primero de su alma.
F I N D E L P R I M E R T O M
O Y D E L A P R I M E R A P A R T E
Notas
[145] Véase parte II, cap. V, núm. 6.
Véase también Lenard, Relativtätsprincip, Éter, Gravitatión
(1920), págs. 20 y siguientes.
[146] Véase parte II, cap. III, núm.
19, y cap. V, núm. 6. [147] Véase tomo I, pág. 93.
[148] Por ejemplo, en la segunda ley de
la termodinámica, fórmula de Boltzmann: «El logaritmo de la
verosimilitud de un estado es proporcional a la entropía de ese
estado.» Aquí cada palabra contiene toda una intuición de la
naturaleza, intuición que sólo podemos sentir, no describir.
[149] Véase parte II, cap. III, núm.
19. [150] Véase parte II, cap. III, núm. 20.
[151] E. Wiedemann: Uber die
Naturwissenschaft bei den Arabern [Sobre la física de los árabes],
1890. F. Strunz; Geschichte der Naturwissenschaft im Mittelalter
[Historia de la física en la Edad Media], 1910, págs. 58 y
siguientes.
[152] F. Duhem: Eludes sur Léonard de
Vinci, tercera serie, 1913.
[153] M. Berthelot La Química en la
antigüedad y la Edad Media, 1909, pág. 64.
[154] Para los metales, es el
«mercurio» el principio del carácter substancial—brillo,
ductilidad, fusibilidad—, y el «sulfuro», el de las
producciones atributivas, como combustión, transformación.
Véase Strunz: Geschichte der Naturwissenschaft im
Mittelalter [Historia de la física en la Edad Media], 1910, pág.
73.
[155] Véase parte II, cap. III, núm.
19, y cap. V, núm. 6. [156] Indefinido, principio, forma,
materia.—N. del T.
[157] Tierra, agua, aire. El fuego,
para fa visión antigua, debe añadirse también; es la impresión
óptica más fuerte que hay, y por eso el espíritu antiguo
no dudó de su corporeidad.
[158] Véase parte II, cap. III, núm.
13.
[159] A pesar del dominico español
Arnaldo de Villanova (+ 1311), la química durante los siglos
góticos no tuvo importancia creadora, si se compara con
la investigación matemático-física.
[160] Véase M. Born: Der Aufbau der
Materie [La estructura de la materia], 1920, pág. 27. [161] Véase
pág. 30
[162] Tomo I, págs. 261 y siguiente.
[163] Véase tomo I, pág. 187, y parte
II, cap. I, núm. 2.
[164] Véase tomo I, págs. 256 y 257.
[165] Véase tomo I, pág. 253, y parte
II, cap. I, núm. [166] Véase tomo I, págs. 232 y siguientes.
[167] Véase tomo I, págs. 184, 330 y
siguiente. [168] Véase parte II, cap. III, núm. 19.
[169] Véase J. Goldziher: Die
islamische und jüdische Philosophie (Kultur der Gegenwart, I, V,
1913). [La filosofía islámica y judía.-En el tomo I, V, de la
Cultura del presente], págs. 306 y siguientes.
[170] Véase parte II, cap. I, núm. 6,
y cap. IV, núm. 4.
[171] Puede afirmarse que la fe
firmísima de Haeckel, por ejemplo, en las palabras átomo, materia,
energía, no se diferencia esencialmente del fetichismo del hombre de
Neanderthal.
[172] Véase primera parte, volumen I,
pág. 195.
[173] Sobre las edades de las culturas
primitivas y superiores, véase parte II, cap. I, núm. 9. [174]
Véase parte II, cap. III, núm. 12.
[175] Véase parte II, cap. III, núm.
16. [176] Véase parte II, cap. III, núm. 17.
[177] Esta palabra nórdica, que
significa crepúsculo de los dioses, designa la leyenda del fin del
mundo, ardiendo la tierra toda.—N. del T.
[178] Poema suralemán sobre el juicio
final. La forma Muspil en nórdico significa incendio del mundo.—
N. del T.
[179] Véase parte II, cap. III, núm.
17.
[180] Véase E. Mogk;
Germanische Mythologie, en Grundriss der germanischen
Philologie, III (1900), pág. 340.
[181] Véase parte II, cap. III, núm.
4 y núm. 12. [182] Animal político.— N. del T.
[183] Véase pág. 83.
[184] Véase Wissowa; Religión und
Kultur der Römer (1912), pág. 38.
[185] En Egipto fue Ptolomeo Filadelfo
el que introdujo el culto al soberano. La adoración de los Faraones
tenia un sentido muy diferente.
[186] Véase parte II, cap. III, núm.
4.
[187] Véase Wissowa: Kult und Religion
der Römer, 1912, pág, 98. [188] Véase Wissowa: Kult und Religion
der Römer, 1912, pág, 355.
[189] No podemos exponer aquí la
significación simbólica del título y su relación con el concepto
y la idea de la persona. Sólo diremos que la cultura antigua es la
única que no conoce títulos. Los títulos contradicen el
sentido severamente somático de las designaciones,. Aparte
de los nombres propios y los sobrenombres, sólo había los nombres
técnicos de los empleos efectivos. «Augustus» se convierte en
seguida en nombre propio y César en seguida en nombre de una
función. La penetración del sentimiento mágico en el Imperio
puede seguirse viendo cómo entre los funcionarios de la
Roma posterior las fórmulas de cortesía como vir clarissimus
se convierten en títulos fijos que pueden concederse y
anularse. Del mismo modo los nombres de dioses anteriores y
extranjeros se convierten ahora en títulos de la divinidad
reconocida.
Salvador (Asklepios) y Buen Pastor
(Orfeo) son títulos de Cristo. En cambio, en los buenos tiempos de
la antigüedad los sobrenombres de las deidades romanas se
convirtieron poco a poco en dioses independientes.
[190] Diágoras, que fue condenado a
muerte en Atenas por sus escritos ateos, ha dejado ditirambos de una
profunda piedad. Léanse el diario de Hebbel y sus cartas a Elisa.
Hebbel no creía en Dios»; pero rezaba.
[191] Véase parte II, cap. III, núm.
19. [192] Véase parte II, cap. III, núm. 4.
[193] En la conclusión famosa de
su Óptica (1706), que produjo una impresión poderosísima y
fue el punto de partida para nuevos problemas teológicos, Newton
separa el terreno de las causas mecánicas del de la causa primera,
divina, cuyo órgano de percepción habría de ser el espacio
infinito mismo.
[194] La estructura dinámica de
nuestro pensamiento aparece primeramente, como ya hemos visto,
en las lenguas occidentales con su ego habeo factum, en lugar de
feci. Desde entonces todo cuanto sucede lo vamos expresando en
términos siempre dinámicos. Decimos que «la» industria se abre
mercados y que «el racionalismo» llega a predominar.
No hay lengua antigua que permita
expresiones de este tipo. Ningún griego hubiese dicho
«el estoicismo» en lugar de «los
estoicos». Aquí se manifiesta una diferencia esencial entre las
imágenes de la poesía antigua y las de la poesía occidental.
[195] Véase pág. 139. [196] Véase
pág. 209.
[197] Véase parte II, cap. V, núm. 4.
[198] M. Planck: Die Entstehung und
bisherige Entwicklung der Quantentheorie [Origen y evolución actual
de la teoría de los cuantos] 1920, págs. 17 y 25.
[199] Que han sido causa de que
muchos se figuren que ha quedado demostrada «la existencia
real» de loa átomos, extraña recaída en el materialismo del siglo
anterior.
[200] De hecho, la idea de que los
elementos tienen una duración vital ha dado ocasión a su estimación
media en 3,85 días (véase K. Fajans, Radioctivität, 1919, pág.
12).
[201] Véase parte II, cap. III, núm.
20.
[202] El «conjunto» de los
números racionales es numerable; el de los reales, no. El
conjunto de los números complejos es de dos dimensiones; de donde se
infiere el concepto de conjunto de n dimensiones, que introduce las
formas geométricas en la esfera de la teoría de los conjuntos.