LA DECADENCIA DE OCCIDENTE. CAP. 2

CAPÍTULO II

EL PROBLEMA DE LA HISTORIA UNIVERSAL

I

FISIOGNÓMICA Y SISTEMÁTICA


Llegamos, por fin, al punto en que nos es posible dar el paso decisivo y bosquejar un cuadro de la historia, que no dependa de la colocación accidental del espectador en cierto«presente»—el suyo—y de su cualidad de miembro interesado perteneciente a una cultura determinada, cuyas tendencias religiosas, espirituales, políticas, sociales, le inducen a disponer el material histórico en una perspectiva temporal y espacialmente condicionada, imponiendo así al proceso histórico una forma caprichosa y superficial que le es íntimamente extraña.

Lo que ha faltado hasta ahora a los historiadores es la distancia suficiente de su objeto. En el estudio de la naturaleza hemos llegado ya hace tiempo a obtener el necesario alejamiento. Verdad es que en este terreno era más fácil de lograr.

El físico construye la imagen mecánico-causal de su mundo con espontánea evidencia, como si él mismo no formase parte de esa imagen.

Ahora bien; en el mundo de las formas históricas puede hacerse lo mismo, sólo que hasta ahora no lo hemos sabido.

El orgullo de los modernos historiadores consiste en ser objetivos; con lo cual demuestran que no se dan cuenta de sus propios prejuicios. Acaso pueda decirse algún día, y se dirá, que no hemos tenido hasta aquí una verdadera historiografía de estilo fáustico, con distancia bastante para considerar, en el panorama completo de la historia universal, el presente —que es presente sólo para una de las innumerables generaciones humanas— como algo infinitamente lejano y extraño, como una época que no pesa ni más ni menos que las demás épocas, sin aplicarle el criterio falaz de un ideal, sin referirla a si misma, sin deseos, sin preocupaciones ni esa participación intima y personal que la vida práctica exige; con una distancia, en suma, que, usando de las palabras de Nietzsche—aunque éste se hallaba bien lejos de poseerla—, nos permita contemplar el hecho humano desde una gran altitud y mirar hacia las culturas, incluyendo la propia, como quien mira a las cumbres de la sierra en el horizonte.

Era necesario realizar de nuevo una hazaña como la de Copérnico, un acto de liberación que negase la apariencia visible en nombre del espacio infinito, un acto como el que ya el espíritu occidental había llevado a cabo, frente a la naturaleza, cuando abandonó el sistema ptolomaico para adoptar el actual, excluyendo así de entre los factores determinantes de la forma la estancia fortuita del espectador en cierto planeta.

La historia universal puede y debe igualmente hacer caso omiso de su observatorio accidental—la Edad Moderna—. El siglo XIX nos parece infinitamente más rico e importante que el XIX antes de J. C., por ejemplo; pero también la Luna nos parece más grande que Júpiter y Saturno. Hace ya mucho tiempo que el físico está libre del prejuicio de la lejanía relativa, y el historiador sigue padeciéndolo. Nos permitimos llamar antigüedad a la cultura de los griegos, porque la referimos a nuestra edad moderna. ¿Era acaso también«antigua» para los refinados egipcios de la corte del gran Thutmosis, que habían llegado a la cúspide de su evolución histórica mil años antes de Homero? Para nosotros, los acontecimientos que se han verificado entre 1500 y 1800 en la Europa occidental constituyen el tercio más importante de «la» Historia Universal; para el historiador chino, que tiende la mirada sobre 4.000 años de historia china y juzga desde ella, resultan un breve episodio de escasa importancia y, por supuesto, sin la gravedad de los siglos de la dinastía Han, por ejemplo—206 antes de J. C. a 220 después de J. C.—, que hacen época en su historia universal.

Me propongo en las siguientes páginas libertar la historia de los prejuicios personales del espectador, quien, en nuestro caso, la ha convertido esencialmente en historia de un fragmentó del pasado, asignándole, como término final, la situación en que casualmente se encuentra hoy Europa y valorando su evolución pretérita y futura con el criterio de los ideales e intereses públicos del momento presente.

¡Naturaleza e historia! [1]. He aquí, una frente a otra, las dos extremas posibilidades que tiene cada hombre de ordenar la realidad circundante como imagen cósmica. Una realidad es naturaleza cuando subordina todo producirse al producto; es historia cuando subordina todo producto al producirse. Si contemplamos una realidad en su forma memorativa aparece nuestros ojos el mundo de Platón, Rembrandt, Goethe, Beethoven. Si concebimos críticamente sus elementos sensibles actuales aparecen los mundos de Parménides y Descartes, Newton y Kant. Conocer, en el sentido más enérgico de la palabra, es aquella experiencia íntima cuyo resultado se llama «naturaleza». Lo conocido y la naturaleza son idénticos. Lo conocido, como nos lo ha demostrado el símbolo del número matemático, es sinónimo de lo mecánicamente definido, de lo fijado una vez para siempre, de lo estatuido.

La naturaleza es el conjunto de cuanto es necesario según leyes. No hay más leyes que las naturales. Ningún físico que tenga conciencia clara de su misión franqueará jamás esos límites. Su problema consiste en determinar la totalidad, el sistema bien ordenado de todas las leyes que pueden hallarse en la imagen de su naturaleza; más aún, que representan íntegramente, sin resto alguno, la imagen de su naturaleza.

En cambio, intuir—recordemos las palabras de Goethe: «Intuir debe distinguirse muy bien de mirar»—es aquella experiencia íntima que, por el hecho mismo de verificarse, es historia. Lo que vivimos es lo que acontece, es historia.

Todo acontecer es singular y no se repite nunca. Lleva consigo la nota de la dirección—del
«tiempo»—de la irreversibilidad. Lo acontecido, que es como el producto, que se opone al producirse, y como el anquilosamiento, que se opone a la vida, pertenece irrevocablemente al pasado. La emoción correspondiente es el terror cósmico. En cambio, lo conocido es intemporal; no es pasado ni futuro; es absolutamente «actual» y, por lo tanto, tiene una validez perdurable. Así lo exige, en efecto, la constitución íntima de la ley natural. La ley, lo estatuido, es antihistórico. Excluye el azar. Las leyes naturales son formas de una necesidad que no admite excepciones, esto es, de una necesidad inorgánica. Ahora vemos claramente por qué la matemática, que es la ordenación de los productos, mediante el número, se aplica siempre a las leyes y a las causas y sólo a éstas.

El devenir «no tiene números». Sólo lo que carece de vida —o lo vivo, si se prescinde de su vida—puede ser contado, medido, analizado. El puro devenir, la vida, es, en este sentido, ilimitada, y trasciende del nexo causal, de la ley y de la medida. Una profunda y verdadera investigación histórica no buscará jamás leyes mecánicas; pues si lo hiciera, fallaría el concepto mismo de su propia esencia.

Pero la historia que contemplamos no es un devenir puro; es sólo una imagen, una forma del mundo, que irradia del espectador y en la cual el producirse predomina sobre el producto. La posibilidad de llegar en la historia a resultados científicos se basa justamente en lo que la historia contiene aún de producto, es decir, en un defecto. Y cuanto más importante sea ese contenido, tanto más mecánica, tanto más intelectualizada, tanto más causal nos aparecerá la historia. La «naturaleza viviente» de Goethe, imagen perfectamente amatemática del mundo, poseía, a pesar de todo, tal contenido de cosa muerta y rígida, que Goethe pudo tratarla científicamente, al menos en su primer plano. Cuando ese contenido se desvanece casi por completo, cuando la historia se torna casi puro devenir, la intuición se convierte en una experiencia íntima que ya no admite otros modos manifestativos que los de la forma artística. El sino de los mundos, que Dante contemplaba con los ojos del espíritu, es algo que no hubiera podido realizar científicamente; ni Goethe lo que veía en los grandes momentos de su Fausto, y lo mismo cabe decir de las visiones de Plotino y Giordano Bruno, que no eran el resultado de una investigación. He aquí la causa principal de todas las discusiones sobre la estructura de la historia. Ante uno y el mismo objeto, ante una y la misma colección de hechos, cada espectador, según su índole, recibe una impresión distinta del con-junto, impresión inaprensible, incomunicable, que determina su pensamiento, dándole un matiz personal específico. La cantidad de producto contenido en la visión de dos hombres es siempre distinta; y esto basta para que no puedan entenderse nunca, ni sobre el tema, ni sobre el método. Pero lo que esta palabra designa es algo sobre cuya estructura nadie tiene poder; no es que uno sea peor que el otro, sino que los dos necesariamente son distintos. Otro tanto puede decirse de toda ciencia natural.

Pero atengámonos a esto: querer tratar la historia científicamente es, en última instancia, una contradicción. La auténtica ciencia llega hasta donde llegue la validez de los conceptos verdadero y falso. Así, la matemática; así también la ciencia preparatoria de la historia: colecciones, ordenamiento, distribución del material. Pero la visión histórica propiamente dicha empieza donde el material termina y pertenece al reino de las significaciones, donde los criterios no son ya la verdad o falsedad, sino la hondura o mezquindad. El auténtico físico no es profundo, sino «sagaz». Sólo cuando abandona el terreno de las hipótesis metódicas y penetra en las cosas últimas puede ser profundo—pero entonces ya no es físico, sino metafísico—. La naturaleza debe ser tratada científicamente; la historia, poéticamente. El viejo Leopoldo de Ranke dijo una vez, según refieren, que el Quintín Durward, de Walter Scott, representa la verdadera historiografía. Y, en efecto, asi es; una buena obra histórica tiene la ventaja de que el lector puede ser su propio Walter Scott.

En la otra esfera, allá donde debieran imperar los números y el saber exacto, llamó Goethe «naturaleza viviente» a la intuición inmediata del puro devenir, del puro proceso plástico; a aquello, por lo tanto, que es historia, en el sentido definido aquí. Su mundo era, pues, ante todo, un organismo, un ser vivo. Y se comprende que sus investigaciones, aun cuando tienen una apariencia física, no se proponen hallar números, ni leyes, ni fórmulas del nexo causal, ni, en general, analizan la realidad; son morfológicas en el más alto sentido de la palabra, y por lo mismo se advierte en ellas el propósito de no usar el método típico de la ciencia occidental—método muy opuestos al pensamiento «antiguo» — para descubrir nexos causales: el experimento y la medición, que en Goethe no se echan nunca de menos. Su estudio de la superficie terrestre es siempre geología, nunca mineralogía—que él llamaba la ciencia de las cosas muertas.

Digámoslo una vez más: no existe un límite preciso entre las dos maneras de concebir el mundo. El producirse y el producto se oponen uno a otro; pero los dos están presentes en toda clase de intelección. El que los vea intuitivamente en proceso de devenir, en trance de realizarse, está viviendo la historia; el que los analice como ya producidos y consumados está conociendo la naturaleza.

En todo hombre, en toda cultura y en todo estadio de una cultura existe cierta disposición primaria, cierta tendencia e inclinación originaria a preferir como ideal una de esas dos formas. El hombre de Occidente es de temple sobremanera histórico [2]; el antiguo no. Nosotros ponemos todo lo dado en relación con el pasado y con el futuro. La antigüedad no conocía mas realidad que el presente puntiforme. Lo demás se convertía en mito. Cada compás de nuestra música, desde Palestrina a Wagner, es para nosotros un símbolo del devenir; los griegos, en cambio, veían en cada estatua una imagen del presente puro. El ritmo de un cuerpo reside en la relación simultánea de sus partes; el ritmo de una fuga, en el transcurso del tiempo.
Los principios de forma y ley aparecen, pues, como los dos elementos radicales de toda construcción del universo. Una imagen del mundo es tanto más matemática y sometida a leyes y números, cuanto más hondamente lleva impresos los trazos de la naturaleza. En cambio, un mundo intuido puramente como eterno devenir posee una faz de incalculable riqueza, irreductible a sistemas numéricos. «La forma es movediza, cambiante, transitoria. La morfología o teoría de las formas es teoría de las mutaciones. La doctrina de la metamorfosis es la clave que nos permite descifrar todos los signos de la naturaleza.» Esto dice Goethe en un trozo de sus papeles póstumos. Así se diferencian, en cuanto al método, la ya citada «fantasía sensible exacta» de Goethe, que deja intacto lo viviente [3], y los procedimientos exactos, pero mortíferos, de la física moderna. El residuo que en cada imagen del mundo queda del otro elemento, y que inevitablemente ha de quedar siempre, se presenta en la física estricta bajo el aspecto de teorías e hipótesis imprescindibles, cuyo contenido intuitivo llena y sustenta lo rígido, lo numérico, lo formulario. En la investigación histórica, ese residuo toma la forma de la cronología, red numérica, que siendo íntimamente extraña al devenir, no se nos aparece nunca como heterogénea a él, andamiaje de fechas y estadísticas que envuelve y penetra el mundo de las formas históricas, aunque sin la menor relación con el carácter de los números matemáticos. El número cronológico designa la realidad singular; el número matemático, la posibilidad constante. Aquél circunscribe formas y, para la pupila inteligente, dibuja los contornos de las edades y de los hechos; está al servicio de la historia. Este es en sí mismo la ley que ha de determinarse, el fin y término de la investigación.

El número cronológico, como recurso de que se vale una ciencia preparatoria, está tomado de la ciencia más verdaderamente tal, de la matemática. Pero, en su aplicación y uso, se prescinde de esa propiedad. Considérese bien la diferencia entre estos dos símbolos: 12 x 8
= 96 y 18 de octubre de 1813.

Los números están aquí empleados de dos maneras tan diferentes, como el uso de las palabras en la prosa y en la poesía.

Hay que añadir aquí otra observación [4]. El producirse es siempre el fundamento del producto. Ahora bien; la historia representa una ordenación de la imagen cósmica en el sentido del producirse. Luego la historia es la forma primitiva del mundo, mientras que la naturaleza, en el sentido de un perfecto mecanismo, es una forma posterior, que sólo el hombre de culturas ya florecientes puede realizar. En realidad, el mundo obscuro de las almas primigenias, el mundo que rodea a la primitiva humanidad y del cual nos dan hoy testimonio los viejos usos y mitos religiosos, mundo orgánico, todo lleno de arbitrariedades, demonios hostiles y potencias caprichosas, es un conjunto viviente, inaprensible, incalculable, agitado por enigmas y misterios. Llámesele naturaleza si se quiere; pero desde luego no es nuestra naturaleza, no es el reflejo rígido de un espíritu científico. Los ecos de ese mundo primitivo resuenan todavía, a veces, como un pedazo de humanidad pretérita en el alma de los niños y de los grandes artistas; ese mundo emerge, a veces, en medio de la naturaleza precisa y definida, que el espíritu urbano de las culturas adultas construye en torno al individuo con tiránica insistencia. Tal es el fundamento de la oposición tenaz—que todas las postrimerías conocen—entre la manera científica («moderna») de concebir el mundo y la manera artística («impráctica»). El hombre de los hechos y el poeta no se comprenderán nunca. He aquí por qué toda investigación histórica, que debiera siempre tener algo de infantilismo y de ensoñación, algo de aquella alma de Goethe, corre gran peligro—si aspira a ser científica—de convertirse en una mera física de la vida pública, en «materialista», como ella misma ingenuamente se ha denominado.

«Naturaleza», en su sentido exacto, es una concepción más rara de la realidad; es la manera madura, y aun quizá senil, de poseer la realidad; se presenta a las inteligencias de las grandes urbes en las postrimerías de una cultura. «Historia», en cambio, es la concepción ingenua, juvenil, la concepción más inconsciente y propia de toda la humanidad. Asi al menos se oponen la naturaleza numerada, sin misterios, analizada y analizable de Aristóteles y Kant, de los sofistas y los darwinistas, de la física y química modernas, y la naturaleza vivida, ilimitada, emotiva, de Homero y la Edda, de los hombres del gótico y del dórico. Prescindir de esto es desconocer la esencia de toda reflexión histórica. La historia es la concepción propiamente natural; la naturaleza exacta, mecánica, ordenada, es, en cambio, la concepción artificial, que el alma forma de su mundo. A pesar de ello, o acaso por ello mismo, la física es fácil para el hombre moderno y la historia le resulta difícil.

Gérmenes de un modo mecánico de pensar el mundo, de una inteligencia orientada hacia la limitación matemática, la distinción lógica, la ley y la causalidad, aparecen bastante temprano. Los encontramos ya en los primeros siglos de todas las culturas, si bien aun endebles, fragmentarios y ahogados en la abundancia de la conciencia religiosa. Cito el nombre de Roger Bacon. Pero pronto esas manifestaciones del pensamiento abstracto adquieren un carácter más riguroso; se advierte en ellas un tono dominador y exclusivista, que es común a todas las conquistas del espíritu, cuando viven bajo la continua amenaza de una ofensiva por parte de la naturaleza humana. Insensiblemente, el reino de la extensión y de los conceptos—pues los conceptos son en su esencia números, estructuras puramente cuantitativas—va introduciéndose en el mundo exterior del individuo, estableciendo entre las sencillas impresiones de la sensibilidad un nexo mecánico de índole causal y numérica, y sometiendo, al fin, la conciencia vigilante del hombre culto de las grandes ciudades— Tebas de Egipto, Babilonia, Benarés, Alejandría, las urbes mundiales de la Europa occidental—a tan continuada coacción del pensar naturalista, que apenas hay nadie que se atreva a contradecir el prejuicio de toda filosofía y de toda ciencia —pues es un verdadero prejuicio—, según el cual ese estadio del espíritu es el espíritu humano mismo, y su alter ego, la imagen mecánica del mundo circundante, es el mundo mismo. Los lógicos, como Aristóteles y Kant, han hecho predominante esta concepción; pero Platón y Goethe la refutan.

Conocer el mundo es, para el hombre de las culturas superiores, una verdadera necesidad, algo que se compenetra con su propia existencia, una ofrenda que cree deberse a sí mismo y a su vida. Y ya se le dé el nombre de ciencia o de filosofía, ya se admita o se rechace, con íntima certidumbre, su afinidad con la creación artística y la intuición religiosa, ese problema del conocimiento es sin duda alguna, en todo caso, siempre el mismo: consiste en exponer en toda su pureza el lenguaje formal de la imagen cósmica, imagen prefijada a la conciencia vigilante del individuo, y que éste, mientras no compara, debe considerar como
«el» mundo mismo.

Ante la diferencia que existe entre la naturaleza y la historia, aparece el problema del conocimiento como un problema doble. Cada uno de los dos aspectos hablará su propio lenguaje formal, lenguaje bien distinto en todos los sentidos.

Y toda imagen del mundo que tenga un carácter indeciso y vacilante—como sucede ordinariamente—podrá contenerlos a los dos en mezcla confusa, pero nunca en unidad verdadera.

Dirección y extensión. He aquí los dos caracteres fundamentales que diferencian el aspecto histórico y el naturalista del mundo. El hombre no es capaz de actualizarlos ambos simultáneamente, en el mismo instante. La palabra lejanía tiene un doble sentido bien característico. En la historia significa el futuro; en la naturaleza, la distancia espacial. Debe notarse que el materialista histórico siente el tiempo casi necesariamente como dimensión. Para el artista, en cambio, es lo contrario, como lo demuestra la poesía de todas las edades. Las lejanías panorámicas, las nubes, el horizonte, el sol poniente son impresiones que van indefectiblemente unidas al sentimiento de algo futuro. El poeta griego niega el futuro, y, por consiguiente, ni ve ni canta esas cosas. Entregado al presente, no tiene sentido mas que para lo próximo. El investigador de la naturaleza, el hombre de entendimiento productivo, en sentido propio, ya sea un experimentador como Faraday, ya un teórico como Galileo, ya un calculador como Newton, encuentra en su mundo siempre cantidades, nunca direcciones, y las mide, las experimenta, las ordena. La cantidad es lo único que se acomoda a la concepción por números, a la definición por causa y efecto, a la explicación por conceptos, fórmulas y leyes. Aquí acaban las posibilidades de todo conocimiento naturalista puro. Todas las leyes son conexiones cuantitativas, o, como el físico dice, todos los procesos físicos transcurren en el espacio. El físico antiguo hubiera corregido esta expresión, sin alterar el hecho, pero acomodando las palabras a su sentimiento del mundo, que negaba el espacio, y hubiera dicho: todos los procesos tienen lugar entre cuerpos.

Pero las impresiones o aspectos históricos son irreductibles a la cantidad. Su órgano es otro. El mundo como naturaleza y el mundo como historia tienen sus propios modos de concepción, que conocemos muy bien y empleamos a diario, aunque hasta ahora no hayamos tenido conciencia de su oposición. En efecto, hay un conocimiento de la naturaleza y un conocimiento de los hombres. Hay la experiencia científica y la experiencia de la vida. Apúrese esta oposición hasta sus últimas consecuencias y se comprenderá lo que quiero decir.

Todas las maneras de concebir el mundo pueden, en última instancia, designarse con la palabra morfología. La morfología de lo mecánico, de lo extenso, la ciencia que descubre y ordena las leyes naturales y los nexos causales, se llama sistemática. La morfología de lo orgánico, de la historia y de la vida, de todo lo que posee dirección y sino, se llama físiognómica.

La concepción sistemática del mundo, en Occidente, ha llegado a su apogeo en el pasado siglo, y ya ha franqueado esta cumbre. La concepción físiognómica tiene ante sí un gran porvenir. Dentro de cien años todas las ciencias que puedan edificarse sobre el solar del Occidente europeo serán los fragmentos de una fisiognómica única y grandiosa, la físiognómica de la humanidad. Esto es lo que significa «la morfología de la historia universal». En toda ciencia, tanto por su finalidad como por su material, el hombre se narra a sí mismo. La experiencia científica es un reconocimiento espiritual de si mismo. Desde este punto de vista acabamos de tratar la matemática como un capitulo de la físiognómica.

No nos importa precisar lo que cada matemático se propone. Quedan excluidos de nuestra consideración el científico como tal y los resultados a que llega y con que aumenta el caudal de la ciencia. Lo único que ahora nos importa es el matemático como hombre, cuya actividad constituye una parte de su existencia, cuya ciencia y cuyas opiniones son otros tantos gestos expresivos, por tanto, como órgano de una cultura.

Por medio de él, ésta nos habla de sí misma; y él, como persona, como espíritu, por sus descubrimientos, por sus conocimientos, por sus creaciones, es un rasgo fisiognómico de esa cultura.

Toda matemática es la confesión de un alma que manifiesta a todos, por modo visible, la idea de su número, innato en su conciencia vigilante, ya como sistema científico, ya—en el caso de Egipto—como forma de una arquitectura. Lo que en la obra hay de propósito deliberado pertenece al aspecto externo de la historia; pero el fondo inconsciente, el número, el estilo de su desarrollo en un mundo cerrado de formas, todo eso es expresión de la existencia, de la sangre misma.

La historia de su vida, su florecimiento, su decadencia, su profunda relación con las artes plásticas, con los mitos y cultos de la misma cultura, todo eso forma parte de una morfología histórica, que se considera aún casi imposible.

La parte visible, exterior, de toda historia, tiene, pues, la misma significación que la apariencia externa de un hombre, su estatura, sus gestos, su porte, su manera de andar, de hablar, de escribir. Todas estas formas expresivas tienen un gran valor para el buen conocedor de hombres. El cuerpo, con todas sus manifestaciones, lo limitado, el producto, lo Perecedero, es expresión del alma. Pero conocer a los hombres es asimismo conocer esos organismos humanos de estilo portentoso que llamo culturas; es interpretar sus gestos, sus ademanes, su lenguaje, sus acciones, como se interpretan las de un individuo.

La fisiognómica descriptiva, configurativa, es el arte del retrato, trasladado a lo espiritual. Don Quijote, Wérther, Julián Sorel, son retratos de una época. Fausto es el retrato de toda una cultura. Para el físico, cuya ciencia es una morfología sistemática, el retrato del mundo es un problema de imitación; no de otro modo que la «fidelidad», «el parecido» para el jornalero de la pintura, que, en realidad, procede también por modo matemático. En cambio, un verdadero retrato, en el sentido de Rembrandt, tiene un estilo fisiognómico, esto es, representa toda una historia condensada en un momento. La serie de los autorretratos de Rembrandt no es otra cosa que una autobiografía a lo Goethe. Asi es como hay que escribir la biografía de las grandes culturas. La parte imitativa, la labor profesional, la rebusca de datos, fechas y números, es un simple medio y no el fin. Todos esos fenómenos, que hasta ahora nadie ha sabido valorar sin acudir a criterios personales, provecho o perjuicio, bondad o maldad, agrado o desagrado; todos esas formas políticas y económicas, batallas, artes, ciencias, dioses, matemáticas, morales, son rasgos del rostro de la historia. Todo lo acontecido, todo cuanto aparece es símbolo, expresión de un alma, y debemos penetrar su significación. De esta suerte la investigación se encumbra a su máxima y final certeza: todo lo transitorio es mero símbolo.

Un hombre puede educarse para la física. El historiador, en cambio, nace. El historiador comprende y penetra los hombres y las cosas de un solo golpe, guiado por un sentimiento que no se aprende, que elude toda intervención premeditada y goza de la plenitud de sí mismo en harto raros instantes.

Descomponer, definir, ordenar, circunscribir efectos y causas, eso puede hacerse siempre que se quiera. Es trabajo. Lo otro, en cambio, es creación. La fisonomía y la ley, la metáfora y el concepto, el símbolo y la fórmula tienen muy distintos órganos. Asi se manifiesta la relación entre la vida y la muerte, la generación y la destrucción. El intelecto, el sistema, el concepto, matan cuando «conocen». Hacen de lo conocido un objeto rígido que puede medirse y dividirse. La intuición, empero, anima y vivifica; incorpora lo singular a una unidad viviente, íntimamente sentida. La poesía y la investigación histórica tienen entre sí un parentesco muy próximo, como el cálculo y el conocimiento. Dice una vez Hebbel: «Los sistemas no se enseñan; las obras de arte no se calculan, o, lo que es lo mismo, no se piensan.» El artista, el historiador verdadero, contempla cómo las cosas devienen; revive el devenir en el rostro de la cosa contemplada. El sistemático, ya sea físico, lógico, darwinista o historiógrafo pragmático, conoce lo que ha sido. El alma de un artista es, como el alma de una cultura, algo que aspira a realizarse, algo completo y perfecto, o, dicho en el lenguaje de una vieja filosofía, un microcosmos. El espíritu sistemático, apartado—abstraído—de lo sensible, es una manifestación tardía, estrecha y efímera que aparece en los estadios más maduros de una cultura. Va unido al fenómeno de las grandes urbes, en donde la vida se condensa cada día más, y con las grandes urbes desaparece también. La ciencia antigua dura desde los jonios del siglo VI hasta la época romana. En cambio hay artistas antiguos mientras dura la antigüedad. El siguiente esquema aclarará, quizá, lo que decimos:

Si intentamos aclarar el principio de unidad, desde el cual concebimos cada uno de esos dos mundos, hallaremos que todo conocimiento de forma matemática se refiere a un presente constante, y tanto más cuanto más puro sea el conocimiento. La imagen de la naturaleza, que el físico contempla, es el conjunto de lo que se desenvuelve actualmente ante sus sentidos. Entre las premisas de toda física hay una casi siempre silenciada, pero tanto más firme; consiste en suponer que «la» naturaleza es una y la misma para toda conciencia vigilante y en todos los tiempos. Un experimento resuelve una cuestión «para siempre». En esta concepción no se niega el tiempo, pero se prescinde de él. En cambio, la verdadera historia descansa sobre el sentimiento no menos cierto de lo contrario. La historia supone en quien la cultiva un órgano histórico, esto es, una especie de sensibilidad interna, difícil de describir, cuyas impresiones están en continua transformación y por lo tanto no pueden ser sintetizadas en un momento dado.—Más tarde hablaremos de eso que los físicos llaman
«tiempo»—. La imagen histórica—ya sea de la humanidad, del mundo orgánico, de la tierra o de los sistemas estelares—- es una imagen memorativa. La memoria se concibe aquí como un estado superior, que no es dado a todas las conciencias vigilantes y que muchas no poseen sino en mínimo grado, una especie particular de imaginación que nos hace vivir cada momento sub specie aeternitatis, en constante referencia a lo pasado y a lo futuro; es el fundamento de toda intuición retrospectiva, de todo conocimiento de si mismo, de toda confesión. En este sentido el hombre antiguo no tiene memoria, y, por lo tanto, no tiene historia, ni propia ni ajena («Sobre historia sólo puede juzgar quien haya vivido la historia en si mismo.» Goethe). En la conciencia antigua todo el pasado quedaba absorbido por el presente momentáneo. Compárense las cabezas extraordinariamente «históricas» de las esculturas de la catedral de Naumburgo, o las de Durero, o las de Rembrandt, con las cabezas de las estatuas griegas, v. gr., con la famosa de Sófocles. Aquéllas narran la historia de un alma.

Los rasgos de ésta se limitan a la expresión de una realidad momentánea y no nos dicen nada del curso anterior de la vida, que termina en el estado presente, si puede hablarse asi, tratándose de un verdadero «antiguo», de un hombre siempre entero, que siempre es y no se halla nunca en proceso de realización.

Ahora ya podemos descubrir los últimos elementos del mundo de las formas históricas. Innumerables figuras que surgen y desaparecen, que se destacan un instante para fluir de nuevo sin descanso; un remolino de mil colores y matices, lanzando por doquiera los más varios destellos, que parecen resultados del capricho y del azar—tal es en primer término el cuadro que presenta la historia universal cuando se abre en su conjunto ante el espíritu que lo contempla. Pero la mirada profunda, que penetra en lo esencial, extrae de esa contingencia formas puras que, ocultas en lo más hondo, no se dejan descubrir fácilmente. Estas formas constituyen la base de todo el devenir humano.

Dejando a un lado la imagen de la evolución universal, con sus horizontes ingentes, escalonados uno tras otro, tal como los abarca la mirada fáustica [5]—evolución del sistema estelar, de la superficie terrestre, de los seres vivos, de los hombres—, consideremos ahora solamente la brevísima unidad morfológica de la «historia universal», en su sentido corriente, esa historia de la humanidad superior, que Goethe en su vejez estimaba tan poco y que abarca actualmente unos seis mil años; y no entremos por ahora en el profundo problema de la intima homogeneidad entre todos esos aspectos.

Algo hay que da sentido y contenido a ese mundo fugaz de las formas históricas, algo que hasta ahora ha permanecido enterrado bajo la masa, mal entendida, de las «fechas» y de los
«hechos» tangibles; es el fenómeno de las grandes culturas.

Cuando estas protoformas hayan sido vistas, sentidas, estudiadas en su significación fisiognómica, entonces podrá afirmarse que se ha llegado a la inteligencia (para nosotros) de la esencia y forma interior de la historia humana—en contraposición a la esencia de la naturaleza—. Sólo desde este punto de vista podrá hablarse en serio de una filosofía de la historia, y será posible comprender, en su contenido simbólico, todos los hechos del cuadro histórico, los pensamientos, las artes, las guerras, las personalidades, las épocas, considerando la historia misma, no como mera suma de los pasado, sin propia ordenación ni necesidad interior, sino como un organismo de precisa estructura y membración significativa, en cuyo desarrollo el presente accidental del espectador no constituye una época aparte y el futuro no aparece como cosa informe e imprevisible.

Las culturas son organismos [6]. La historia universal es su biografía. La gran historia de la cultura china o de la cultura antigua es morfológicamente el correlato exacto de la pequeña historia de un individuo, de un animal, de un árbol o de una flor. Esto, para la visión fáustica, no es una exigencia, sino una experiencia. Sí queremos conocer la forma interna que por doquiera se repite, podemos valernos del método que ha elaborado hace tiempo la morfología comparada de las plantas y los animales [7]. El contenido de toda historia humana se agota en el sino de las culturas particulares, que se suceden unas a otras, que crecen unas junto a otras, que se tocan, se dan sombra y se oprimen unas a otras. Y sí hacemos desfilar ante el espíritu las formas de esas culturas, que hasta ahora han permanecido escondidas bajo el manto de una «historia de la humanidad», concebida como trivial sucesión de hechos, conseguiremos sin duda descubrir en su pureza y esencia la protoforma de toda cultura, que, como ideal, sirve de fundamento a todas las culturas particulares.

Distingo por una parte la idea de una cultura, esto es, el conjunto de sus interiores posibilidades, y, por otra parte, la manifestación sensible de esa cultura en el cuadro de la historia, esto es, su realización cumplida. Es la misma relación que mantiene el alma con el cuerpo vivo, su expresión en el mundo luminoso de nuestros ojos. La historia de una cultura es la realización progresiva de sus posibilidades. El cumplimiento equivale al término. En la misma relación se halla el alma apolínea—que quizá algunos de nosotros puedan sentir y vivir de nuevo—con su desenvolvimiento en la realidad, es decir, con ese conjunto que se llama «Antigüedad», cuyos restos, accesibles a la contemplación y al estudio inteligente investigan el arqueólogo, el filólogo, el estético, el historiador.

La cultura es el protofenómeno de toda la historia universal, pasada y futura. Esta idea del protofenómeno, tan profunda como mal apreciada; esta idea que Goethe descubrió en su
«naturaleza viviente» y que le sirvió de base para sus investigaciones morfológicas, debemos aplicarla aquí, en su sentido más exacto, a todas las formaciones de la historia humana, a las que han llegado a perfecta madurez como a las fenecidas en flor, a las muertas a medio desarrollo como a las ahogadas en germen. Es éste un método del sentimiento, no del análisis.

«Lo más alto a que puede llegar el hombre es la admiración; y cuando el protofenómeno se la provoca, debe darse por satisfecho, que más arriba no puede subir; y no busque más, que aquí está el límite.» Un protofenómeno es aquel en que se nos aparece en toda su pureza la idea del devenir. Goethe pudo contemplar claramente, con los ojos del espíritu, la idea de la protoplanta en la figura de una planta cualquiera, hija del azar y hasta de una planta posible. Su gran descubrimiento del os intermaxillare se funda en el protofenómeno del tipo vertebrado. En otros problemas, su punto de partida fue la disposición geológica de las capas, o la hoja como protoforma de todos los órganos vegetales, o la metamorfosis de las plantas como imagen primaria de todo producirse orgánico. «La misma ley podrá aplicarse a los demás seres vivientes», escribía desde Nápoles a Herder, al comunicarle su descubrimiento. Era ésta una visión de las cosas que Leibnitz hubiera entendido. El siglo de Darwin ha permanecido alejado de este punto de vista.

Pero aun falta una concepción de la historia que esté totalmente libre de los métodos darwinistas, es decir, de la física sistemática, de la física edificada sobre el principio de causalidad. Nunca se ha hablado todavía de una fisiognómica rigurosa y clara, perfectamente consciente de sus recursos y de sus limites. Sus métodos estaban aún por descubrir. Este es el gran problema del siglo XX: poner cuidadosamente de manifiesto la estructura de las unidades orgánicas, por las cuales y en las cuales se desenvuelve la historia universal; distinguir lo que morfológicamente en necesario y esencial de aquello que sólo es contingente; comprender la expresión, el cariz de los acontecimiento e interpretar su lenguaje.

Una masa inabarcable de seres humanos, un torrente sin orillas, que nace en el pasado sombrío, allá donde nuestro sentimiento del tiempo pierde su eficacia ordenativa y la fantasía inquieta—o el terror—evoca la imagen de los períodos geológicos, para ocultar tras ella un enigma indescifrable; un torrente que va a perderse en un futuro tan negro e intemporal como el pasado; tal es el fondo Sobre que se destaca la imagen fáustica de la historia humana. El oleaje uniforme de las innumerables generaciones estremece la amplía superficie.

Refulgentes destellos surcan los ámbitos. Inciertas luces se agitan temblorosas, enturbiando el claro espejo; se confunden, brillan y desaparecen. Las hemos llamado razas, pueblos, tribus. Reúnen una serie de generaciones en un limitado circulo de la superficie histórica, y cuando se extingue en ellas la fuerza creadora—fuerza muy variable, que prefija a esos fenómenos una duración y plasticidad también muy variables—extínguense asimismo los caracteres fisiognómicos, lingüísticos, espirituales, y la Concreción histórica vuelve a disolverse en el caos de las generaciones. Arios, mongoles, germanos, celtas, partos, francos, cartagineses, bereberes, bantúes, son nombres que aplicamos a muy distintas formaciones de este orden.

Sobre esta superficie describen las grandes culturas sus círculos majestuosos [8]. Emergen de pronto, extienden a lo lejos sus magnificas curvas, debilítanse luego y desaparecen.

Y el espejo del agua sigue terso, solitario, adormecido.

Una cultura nace cuando un alma grande despierta de su estado primario y se desprende del eterno infantilismo humano; cuando una forma surge de lo informe; cuando algo limitado y efímero emerge de lo ilimitado y perdurable.

Florece entonces sobre el suelo de una comarca, a la cual permanece adherida como una planta. Una cultura muere, cuando ese alma ha realizado la suma de sus posibilidades, en forma de pueblos, lenguas, dogmas, artes, Estados, ciencias, y torna a sumergirse en la espiritualidad primitiva. Pero su existencia vivaz, esa serie de grandes épocas, cuyo riguroso diseño señala el progresivo cumplimiento de su destino, es una lucha intima, profunda, apasionada, por afirmar la idea contra las potencias del caos en lo exterior y contra la inconsciencia interior adonde han ido éstas a refugiarse coléricas.

No sólo el artista lucha contra la resistencia de la materia y el aniquilamiento de la idea. Toda cultura se halla en una profunda relación simbólica y casi mística con la extensión, con el espacio, en el cual y por el cual quiere realizarse. Cuando el término ha sido alcanzado, cuando la idea, la muchedumbre de las posibilidades interiores se ha cumplido y realizado exteriormente, entonces, de pronto, la cultura se anquilosa y muere; su sangre se cuaja, sus fuerzas se agotan; se transforma en civilización. Esto es lo que sentimos y comprendemos en las palabras Egipticismo, Bizantinismo, Mandarinismo. Y el cadáver gigantesco, tronco reseco y sin savia, puede permanecer erecto en el bosque siglos y siglos, alzando sus ramas muertas al cielo. Tal es el caso de China, de la India, del mundo del Islam. La civilización antigua de la época imperial se erguía gigantesca, con aparente riqueza y fuerza juvenil; pero en realidad lo que hacía era privar de aire y de luz a la Joven cultura arábiga de Oriente [9].

Este es el sentido de todas las decadencias en la historia —cumplimiento interior y exterior, acabamiento que inevitablemente sobreviene a toda cultura viva—. La de más limpios contornos se halla ante nuestros ojos; es la «decadencia de la antigüedad». Y ya hoy podemos rastrear claramente en nosotros y en torno a nosotros los primeros síntomas de la decadencia propia, de la «decadencia de Occidente», acontecimiento que por su transcurso y duración coincide plenamente con la decadencia de la antigüedad y se sitúa en los primeros siglos del próximo milenio [10].

Toda cultura pasa por los mismos estados que el individuo.

Tiene su niñez, su juventud, su virilidad, su vejez. En el orto del románico y del gótico se manifiesta un alma joven, tímida, henchida de presentimientos, que llena el paisaje fáustico, desde la Provenza de los trovadores hasta la catedral de Hildesheim, bajo el obispo Bernward. Sopla por estas comarcas un viento de primavera. «Las obras de la vieja arquitectura alemana—dice Goethe—son la flor de una situación extraordinaria. Ante el espectáculo inmediato de este florecimiento no cabe otra actitud que la admiración; pero quien sepa escudriñar en la secreta vida interior de las plantas en la expansión de las fuerzas, en el desarrollo paulatino de los gérmenes, ese ve con otros ojos y sabe lo que ve...»

Esta niñez del alma se expresa también, y con muy parecidos tonos, en el dórico de la época homérica, en el arte cristiano primitivo, esto es, arábigo-primitivo, y en las obras del Antiguo Imperio egipcio, que comienza con la cuarta dinastía. Una conciencia mística del universo entra aquí en lucha con todas las obscuridades, con todos los demonios que habitan en ella misma y en la naturaleza; el alma pelea contra el pecado y va poco a poco aproximándose a la expresión pura y luminosa de una existencia al fin lograda y comprendida. Cuando una cultura se acerca al mediodía de su vida, su lenguaje de formas, al fin conquistado, se hace cada vez más viril, más áspero, más continente, más saturado, más convencido y lleno del sentimiento de su propia fuerza, más claro en sus rasgos.

En los comienzos, todo es aún vago, confuso, vacilante, lleno a un tiempo de anhelo y de terror pueriles. Considérese la ornamentación de las portadas en las iglesias románico- góticas de Sajonia y del sur de Francia. Piénsese en las catacumbas cristianas, en los vasos de estilo Dipylon. Pero luego, cuando ya el alma tiene conciencia de haber llegado a la plenitud de sus fuerzas plásticas, por ejemplo en la época en que comienza el Imperio Medio, en el tiempo de los Pisistratidas, de Justiniano I, de la Contrarreforma, entonces todos los detalles de la expresión aparecen seleccionados, rigurosos, mesurados, llenos de admirable ligereza y como inevitables. Entonces surgen por doquiera esos momentos de brillante perfección, en que se producen la cabeza de Amenemhet III (la esfinge del Hycso de Tanis), la bóveda de Santa Sofía, los cuadros del Tiziano. Luego vienen ya otras obras más tiernas, casi quebradizas, acariciadas por las suaves melancolías del otoño: la Afrodita de Cnido, las Corés del Erecteion, los arabescos de los arcos de herradura, el torreón de Dresde, Watteau, Mozart. Por último, en la senectud de la civilización incipiente extínguese el fuego del alma. La fuerza, que declina, se atreve aún, con éxito mediano—es el clasicismo que encontramos en toda cultura moribunda—, a acometer una creación magna; el alma piensa otra vez—es el romanticismo—, con melancólica añoranza, en su niñez pasada. Al fin, rendida, hastiada y fría, pierde el gozo de vivir y anhela—como en la época romana— alejarse de la luz milenaria y sumergirse de nuevo en la negrura mística de los estadios primitivos, en el seno materno, en la tumba. Este es el encanto de la «segunda religiosidad» [11] que los cultos de Isis, Mithra y el Sol ejercían sobre los antiguos en su postrimería; esos mismos cultos que un alma nueva, en Oriente, había inventado como primera manifestación angustiosa y ensoñada de su existencia en este mundo y había llenado de inédita intimidad.

Cuando hablamos del hábito [12] de una planta nos referimos a su peculiar modo de manifestarse exteriormente, al carácter, al curso y a la duración de su paso por el mundo luminoso de nuestros ojos; carácter por el cual cada una de sus partes, y en cada una de sus épocas, se distingue de los ejemplares de las demás especies. Aplicaré a los grandes organismos de la historia este concepto que es muy importante para la fisiognómica; hablaré, pues, del hábito de la cultura, de la historia o de la espiritualidad india, egipcia, antigua.

El concepto de estilo ha querido expresar siempre cierto sentimiento indefinido de esta peculiaridad, y cuando se habla del estilo religioso, espiritual, político, social, económico de una cultura y, en general, del estilo de un alma, no se hace otra cosa que aclararlo y profundizarlo. Ese hábito de la existencia en el espacio, que en el individuo humano se extiende a sus sentimientos, a sus pensamientos, a sus ademanes, a sus acciones, comprende, en la existencia de las culturas, la integridad de cuanto es expresión superior de la vida: preferencia por determinadas artes—plástica escultórica, pintura al fresco entre los helenos, contrapunto, pintura al óleo entre los occidentales—, la decidida negativa a admitir otras—la plástica rechazada por los árabes—, la inclinación al esoterismo—indios—, o a la popularidad—Antiguos—, a la oratoria—Antiguos—, o a la escritura—China y Occidente—, las formas de comunicación espiritual, los tipos de la indumentaria, las administraciones, las comunicaciones, las fórmulas de cortesía. Todas las grandes personalidades de la antigüedad constituyen un grupo, cuyo hábito anímico es bien diferente del de los grandes hombres del grupo árabe u occidental. Si comparamos a Goethe o a Rafael mismos con los antiguos, tendremos que agrupar en seguida en una misma familia a Heráclito, Sófocles, Platón, Alcibíades, Temístocles, Horacio, Tiberio. Toda gran ciudad antigua, desde la Siracusa de Hieron hasta la Roma imperial, es la encarnación, el símbolo de uno y el mismo sentimiento de la vida; y por su diseño, por sus calles, por la lengua que nos hablan sus edificios públicos y privados, por el tipo de sus plazas, patios, callejuelas y fachadas, por sus colores, sus rumores, su movimiento y el espíritu de sus noches, se distingue estrictamente del grupo de las grandes ciudades indias, árabes u occidentales. En Granada, conquista reciente de los cristianos, quedó flotando durante mucho tiempo el alma de las ciudades árabes, Bagdad, Cairo, cuando ya el Madrid de Felipe II tenia todas las características fisiognómicas de las ciudades modernas, Berlín, Londres y París. Hay un alto simbolismo en todos esos rasgos distintivos; piénsese en la afición de los occidentales a las perspectivas y calles en línea recta, cual se manifiesta en la traza poderosa de los Campos Elíseos, desde el Louvre, o en la plaza de San Pedro; en cambio recuérdese la casi premeditada confusión y estrechez de la Vía Sacra, del Foro romano, del Acrópolis, con su distribución asimétrica y sin perspectiva.

La estructura de las ciudades, ya sea por un impulso obscuro como en el gótico, ya conscientemente, como desde Alejandro y Napoleón, reproduce el principio de la matemática leibnitziana del espacio infinito o el de la euclidiana de los cuerpos aislados [13].

Entre los elementos que constituyen el hábito de un grupo de organismos debemos incluir cierta, duración de su vida y cierto compás en su evolución. Estos conceptos no pueden faltar en una teoría de las estructuras históricas. El ritmo de la existencia antigua era diferente del de la egipcia o árabe.

Puede decirse que el espíritu helénico-romano ejecuta un andante y el espíritu fáustico un allegro con brío. El concepto de lo que dura la vida de un hombre, de una mariposa, de un roble o de una hierba, tiene un valor determinado, independiente de las contingencias del sino individual. Diez años son en la vida de los hombres un trecho que significa aproximadamente lo mismo para todos; la metamorfosis de los insectos en algunos casos se verifica en un número de días exactamente prefijado. Los romanos asociaban a sus conceptos de pueritia, adolescencia, juventus, virilitas, senectus, una representación casi matemática. La biología del futuro hallará sin duda en esta duración prefijada de las especies y los géneros—en oposición al darwinismo y excluyendo radicalmente todos los temas finalistas y causales para explicar el origen de las especies—la base para una nueva posición del problema [14]. Lo que dura una generación—de cualesquiera seres—tiene una significación casi mística. Estas relaciones pueden aplicarse también a las culturas, en un sentido que nadie, hasta ahora, ha sospechado. Toda cultura, toda época primitiva, todo florecimiento, toda decadencia, y cada una de sus fases y períodos necesarios, posee una duración fija, siempre la misma y que siempre se repite con la insistencia de un símbolo. En este libro hemos de renunciar a descubrir ese mundo de misteriosas conexiones; pero los hechos, que en el transcurso de la exposición aparecerán cada vez más luminosos, podrán manifestar lo que aquí no digo. ¿Qué significan esos períodos de cincuenta años que en todas las culturas constituyen el ritmo del acontecer político, espiritual, artístico? [15] ¿Qué significan esos períodos de trescientos años que duran el barroco, el jónico, las grandes matemáticas, la plástica ática, el mosaico, el contrapunto, la mecánica de Galileo? ¿Qué significa esa duración ideal de un milenio que tiene una cultura, comparada con la del individuo, «cuya vida dura unos setenta años»?

Así como las hojas, las flores, las ramas, los frutos expresan por su aspecto, forma y posición una determinada especie vegetal, así también las formaciones religiosas, científicas, políticas, económicas, expresan una cultura. Lo que para la individualidad de Goethe significan la serie de sus varias manifestaciones en el Fausto, en la teoría de los colores, en el zorro Reinecke, en el Tasso, en el Wérther, en el Viaje a Italia, en el amor a Federica, en el Diván y en las Elegías romanas, eso mismo significan, para la individualidad de la cultura antigua, las guerras médicas, la tragedia ática, la Polis, el movimiento dionysíaco, la tiranía, la columna jónica, la geometría de Euclides, la legión romana, los combates de gladiadores y el panem et circenses de la época imperial.

En este sentido, la existencia de todo individuo algo significativo reproduce, con profunda necesidad, todas las épocas de la cultura a que pertenece. En cada uno de nosotros despierta la vida interior—momento decisivo a partir del cual sabe uno que tiene un yo—en el punto y manera en que antaño despertó el alma de la cultura toda. Cada uno de nosotros, hombres de Occidente, revive de niño, en los ensueños despiertos y en los Juegos infantiles, su época gótica, su catedral, su castillo, su leyenda heroica, el Dieu le veut de las Cruzadas y el dolor del mozo Parsifal. Todos los muchachos griegos tuvieron su edad homérica y su Maratón. En el Wérther, de

Goethe, imagen de una juventud que todo hombre fáustico, pero ningún antiguo, conoce, resurge el tiempo del Petrarca y de los minnesinger. Cuando Goethe bosquejó su primer Fausto, era Parzival. Cuando terminó la primera parte, era Hamlet. Sólo en la segunda parte fue ya el hombre de mundo del siglo XIX, que comprendía a Byron. La senectud misma de la antigüedad, esos caprichosos e infecundos siglos del helenismo final, esa «segunda niñez» de una inteligencia cansada y desengañada, puede estudiarse en pequeño en más de uno de los grandes ancianos de la antigüedad. En Las Bacantes de Eurípides, se anticipa no poco de aquella vitalidad que luego se manifiesta en la época imperial; en el Timeo, de Platón, puede vislumbrarse algo de aquel sincretismo religioso que aparece en esa misma época imperial. Y el segundo Fausto de Goethe, como el Parsifal, de Wagner, nos indican de antemano la forma que ha de tener nuestra alma en los próximos, últimos, siglos creadores.

La biología llama homología de los órganos a su equivalencia morfológica, por oposición a la analogía de los órganos, con que designa la equivalencia funcional. Goethe ha forjado aquel concepto importantísimo y tan fecundo, que le condujo a descubrir en el hombre el os intermaxillare; Owen le ha dado una fórmula estrictamente científica. Introduzco también ese concepto en el método histórico.

Es sabido que a cada parte del cráneo humano corresponden exactamente otras partes de los vertebrados, hasta los peces; las aletas pectorales de los peces y los pies, las alas y las manos de los vertebrados terrestres son órganos homólogos, aun cuando hayan perdido hasta la más leve sombra de semejanza. Los pulmones de los vertebrados terrestres y la vejiga natatoria de los peces son homólogos; en cambio los pulmones y las branquias [16] son análogos—con respecto a su función. Manifiéstase en estas observaciones un talento morfológico profundo, adquirido por medio de una severa educación de la mirada y que la historiografía moderna, con sus comparaciones superficiales—Cristo con Buda, Arquímedes con Galileo, César con Wallenstein, las pequeñas ciudades alemanas con las griegas—, desconoce por completo. En el curso de este libro veremos a qué inauditas perspectivas puede llegar la visión histórica, cuando se comprenda y se afine esta nueva y honda manera de concebir los fenómenos históricos.

Son formaciones homologas, para no citar otras muchas, la plástica griega y la música instrumental de Occidente, las pirámides de la cuarta dinastía y las catedrales góticas, el budismo indio y el estoicismo romano (el budismo y el cristianismo no son ni siquiera análogos), las épocas de los «Estados luchando», en China, de los Hycsos y de las guerras púnicas, la de Perícles y la de los Omeyas, la del Rig-Veda, la de Plotino y la de Dante. Son homólogos el movimiento dionysíaco y el Renacimiento; en cambio el movimiento dionysíaco y la Reforma son análogos. Para nosotros—Nietzsche lo ha sentido muy bien—
«Wagner compendia la modernidad». Por consiguiente, tiene que haber algo correspondiente para la modernidad «antigua». Es el arte de Pergamo. Los cuadros sinópticos que van al principio de este libro pueden dar un concepto provisional de la fecundidad que atesora este punto de vista.

De la homología de los fenómenos históricos se deriva un concepto completamente nuevo. Llamo correspondientes a dos hechos históricos que, cada uno en su cultura, se producen en la misma—relativa—posición y tienen, por lo tanto, una significación exactamente pareja. Ya se ha visto cómo el desarrollo de la matemática antigua y el de la occidental se verifican con entera congruencia. Hubiéramos podido citar como correspondientes a Pitágoras y Descartes, a Archytas y Laplace, a Arquímedes y Gauss. Correspóndense el nacimiento del jónico y el del barroco. Polignoto y Rembrandt, Policleto y Bach son también correspondientes. Con exacta correspondencia se presenta en todas las culturas su Reforma, su Puritanismo y, sobre todo, el momento en que la cultura pasa a ser civilización. En la antigüedad ese momento va unido a los nombres de Filipo y Alejandro; en el Occidente, el suceso correspondiente aparece bajo la forma de la Revolución y Napoleón. Alejandría, Bagdad y Washington fueron construidas en épocas correspondientes [17]. Correspóndense la moneda antigua y nuestra contabilidad por partida doble, la primera tiranía y la Fronda, Augusto y Chihoangti, Aníbal y la guerra mundial.

Espero demostrar que, sin excepción, todas las grandes creaciones y formas de la religión, del arte, de la política, de la sociedad, de la economía, de la ciencia, en todas las culturas, nacen, llegan a su plenitud y se extinguen en épocas correspondientes; que la estructura interna de cualquiera de ellas coincide exactamente con la de todas las demás; que no hay en el cuadro histórico de una cultura un solo fenómeno de honda significación fisiognómica, cuyo correlato no pueda encontrarse en las demás culturas, en una forma característica y en un punto determinado. Desde luego, para comprender esa homología de dos fenómenos hace falta profundizar y no dejarse seducir por el aspecto del primer plano; y esa profundidad, esa distancia del objeto, es justamente lo que más ha faltado hasta ahora a los historiadores, que no hubieran podido ni soñar siquiera con que el protestantismo hallase su correlato en el movimiento dionysíaco y el puritanismo inglés de Occidente correspondiese al Islam del mundo árabe.

Vistas asi las cosas, se ofrece una posibilidad que supera todas las ambiciones de nuestra historiografía, la cual se ha limitado, en lo esencial, a ensartar uno tras otro los hechos conocidos del pasado. Me refiero a la posibilidad de avanzar más allá del presente, más allá de los limites de la investigación, y predecir la forma, la duración, el ritmo, el sentido, el resultado de las fases históricas que aun no han transcurrido; me refiero también a la posibilidad de reconstruir épocas pretéritas, muy remotas y desconocidas, culturas enteras del pasado, por medio de las conexiones morfológicas. Este método, en cierto modo, se parece al de la paleontología, que, por el examen de un pedazo de cráneo, infiere datos seguros sobre el esqueleto y la especie a que el ejemplar pertenece.

Si suponemos que el historiador sabe compenetrarse con el ritmo fisiognómico, le será posible, interpretando detalles sueltos de la ornamentación, de la construcción, de la escritura, o datos aislados de índole política, económica, religiosa, reconstruir los rasgos orgánicos fundamentales del cuadro histórico, durante siglos enteros. Ciertas particularidades de las formas artísticas le permitirán, por ejemplo, inferir la forma política contemporánea, y los principios matemáticos le darán a conocer acaso el carácter de la economía de la misma época.

Este método está orientado verdaderamente en el sentido de Goethe, como que se funda en la idea del protofenómeno; la morfología comparativa de los animales y las plantas lo emplea habitualmente, aunque en esferas limitadas; pero puede aplicarse también a la historia, en proporciones que nadie ha vislumbrado aún.


II

LA IDEA DEL SINO Y EL PRINCIPIO DE CAUSALIDAD


Estas consideraciones nos descubren, en fin, una oposición que nos proporciona la clave de uno de los más viejos y más grandes problemas de la humanidad. Con ella podemos ahora abordar ese problema y aun resolverlo—si es que esta palabra encierra algún sentido—. Me refiero a la oposición entre la idea del sino y el principio de causalidad; oposición que hasta hoy nadie ha conocido, en su necesidad profunda, en esa necesidad que da al mundo sus formas.

El que comprenda bien el sentido en que se puede decir que el alma es la idea de una existencia, comprenderá asimismo que en el alma ha de residir la certidumbre de un sino y que la vida misma—que he llamado la forma de realizarse la posibilidad—debemos sentirla como orientada en una dirección, como irrevocable y regida por un sino. Este sentimiento del sino despunta confuso y angustioso en el hombre primitivo; luego ya aparece claro y reducido a la fórmula de una concepción del mundo, en el hombre de las culturas superiores, aun cuando sólo es comunicable por medio del arte y de la religión y nunca por demostraciones y conceptos.

En todo idioma culto hay un cierto número de palabras que permanecen envueltas en un profundo misterio: hado, fatalidad, azar, predestinación, destino. No hay hipótesis, no hay ciencia que pueda expresar la emoción que se apodera de nosotros cuando nos sumergimos en el sonido y significación de dichos vocablos. Son símbolos y no conceptos. Constituyen el centro de gravedad de esa imagen del mundo que he llamado el universo como historia, a distinción del universo como naturaleza. La idea del sino requiere experiencia de la vida, no experiencia científica; vigor intuitivo, no cálculo; profundidad, no ingenio. Hay una lógica orgánica, una lógica instintiva de la vida, segura como un ensueño y opuesta a la lógica de lo inorgánico, de la inteligencia, de lo intelectual. Hay una lógica de la dirección, opuesta a la lógica de la extensión. Ningún filósofo sistemático, ningún Kant, ningún Aristóteles ha sabido tratarla. Estos pensadores nos han hablado de Juicio, de percepción, de atención, de recuerdo; pero nada nos han dicho de lo que hay en las palabras esperanza, ventura, desesperación, arrepentimiento, devoción, obstinación. El que busque aquí, en lo viviente, premisas y consecuencias; el que crea que conocer el íntimo sentido de la vida equivale a fatalismo y predestinación, no sabe lo que esto significa y contunde la experiencia intima con la rigidez de lo conocido y de lo cognoscible. Causalidad es lo que el entendimiento concibe, lo legal, lo expresable, la forma misma de nuestra vigilia inteligente.

La palabra sino alude en cambio a una inefable certidumbre interna. La esencia de lo mecánico queda expuesta claramente en un sistema físico o gnoseológico, en un cálculo matemático, en un análisis por conceptos. Pero la idea del sino no puede comunicarse mas que por medios artísticos, como el retrato, la tragedia, la música. La causalidad exige una diferenciación, es decir, una destrucción; el sino es una creación. Por eso el sino se refiere a la vida, y la causalidad a la muerte.

En la idea del sino se revela el anhelo cósmico que atormenta a un alma, su ansia de luz, de ascensión, de cumplimiento, su afán de realizar el propio destino. A ningún hombre le falta por completo la idea del sino. El hombre de las postrimerías, el desarraigado habitante de las grandes ciudades, con su sentido práctico de los hechos, con la coacción que su intelecto mecánico ejerce sobre su visión primitiva, suele perderla de vista, hasta que en una hora profunda resurge ante sus ojos, con una terrible claridad que aniquila todo el causalismo superficial del universo. El mundo, considerado como sistema de conexiones causales, aparece tardía y raramente, sólo en el intelecto enérgico de las culturas superiores, como una adquisición más firme, pero, en cierto modo, más artificial. Causalidad equivale a ley. No hay más leyes que las causales. Pero así como el nexo causal es, según Kant, un principio necesario del pensamiento vigilante, la forma básica de su relación con el mundo, asi también las palabras sino, predestinación, destino, expresan un principio necesario de la vida. La historia real tiene un sino y no leyes. Se puede prever el futuro; la mirada puede penetrar profundamente en los arcanos del futuro; pero no es posible calcularlo. Hay un ritmo fisiognómico, la facultad de leer toda una vida en un rostro y la historia de pueblos enteros en el cuadro de una época. Pero esa facultad es involuntaria, irreductible a un «sistema», alejada infinitamente de toda «causa» y «efecto».

El que conciba el mundo sensible de manera sistemática y no físiognómica; el que se lo apropie por medio de experiencias causales creerá necesariamente que comprende toda vida desde el punto de vista de la causa y el efecto, esto es, sin dirección interna, sin misterio. Pero el que, como Goethe y como casi todos los hombres, en casi todos los momentos de su existencia, deja que el mundo circundante impresione sus sentidos y se asimila la totalidad de esa impresión; el que siente lo producido como un producirse y le arranca al universo la rígida máscara de la causalidad; el que no retuerce su mente en reflexiones lógicas, ese comprende al punto el enigma del tiempo; para él el tiempo ya no es ni un concepto, ni una «forma», ni una dimensión, sino algo que se siente en la intimidad personal con profunda certidumbre; para él el tiempo es el mismo sino; y su dirección, su irreversibilidad, su vitalidad, le aparecen ahora como el sentido del universo en su aspecto histórico.

El sino es a la causalidad como el tiempo al espacio.

En las dos posibles imágenes del mundo, en la historia y en la naturaleza, en la fisonomía de todo el producirse y en el sistema de todo lo producido, imperan, pues, el sino o la causalidad.

Existe entre ellos la misma diferencia que entre el sentimiento vital y el conocimiento. Cada uno es el punto de partida de un mundo perfecto, concluso, pero que no es el único posible.

Mas el producirse es el fundamento de lo producido, y consiguientemente la intima y segura sensación de un sino sirve de base al conocimiento de las causas y los efectos. La causalidad es—si se me permite la expresión—el sino realizado, transformado en cosa inorgánica, petrificado en las formas del entendimiento, El sino—junto al cual han pasado silenciosos todos los constructores de sistemas intelectualistas, como Kant, porque les era imposible captar lo viviente con sus abstracciones privadas de vida—el sino reside más allá y fuera de toda concepción naturalista. Pero siendo lo primario, es él quien da al principio de causalidad, principio muerto y rígido, la posibilidad— histórico-vital— de aparecer como la forma y complexión de un pensamiento tiránico, en las culturas muy desarrolladas. La existencia del alma antigua es la condición sin la cual no se hubiera producido el método de Demócrito; la existencia del alma fáustica es la condición del de Newton.

Y cabe muy bien imaginar que ambas culturas hubiesen permanecido sin física de estilo propio, pero no que ambos sistemas físicos existan sin el fundamento de esas culturas.

Se comprende, pues, en qué sentido el producirse y el producto, la dirección y la extensión se implican y subordinan mutuamente, según que nuestra imagen del universo sea histórica o naturalista. Si la «historia» es en efecto aquella manera de concebir el universo que consiste en comprenderlo todo subordinando el producto al producirse, lo mismo ocurrirá con los resultados de la investigación física. Y en realidad, ante la mirada del historiador, no hay más que historia de la física. Quiso el sino que los descubrimientos del oxígeno, de Neptuno, de la gravitación, del análisis espectral, aconteciesen precisamente en cierto modo y en cierto momento.

Quiso el sino que la teoría flogística, la teoría ondulatoria de la luz, la teoría cinética de los gases surgiesen en general como interpretaciones de ciertos hallazgos, es decir, como convicciones personales de algunos espíritus, aunque otras teorías —«exactas» o
«falsas»—pudieron muy bien surgir en lugar de las citadas. Si tal opinión desaparece y tal otra, en cambio, orienta en cierta dirección el mundo de la física, es ello igualmente debido al sino, es efecto de la impresión producida por una vigorosa personalidad. Y hasta el naturalista nato habla del destino de un problema y de la historia de un descubrimiento. Recíprocamente: si la «naturaleza» es la concepción intelectual que aspira a incorporar el producirse a los productos, a igualar la dirección viviente con la extensión rígida, entonces la historia figurará, a lo sumo, en un capítulo de la teoría del conocimiento, y realmente así la hubiera concebido Kant si—lo que es aún más significativo—no la hubiese del todo olvidado en su sistema. Para Kant, como para todos los sistemáticos, la naturaleza es el mundo; cuando Kant habla del tiempo, sin notar que el tiempo es dirección,irreversibilidad, demuestra, por lo que dice, que está hablando de la naturaleza y no sospecha siquiera la posibilidad del otro mundo, del mundo histórico, que acaso era realmente imposible para él.

Pero la causalidad no tiene nada que ver con el tiempo. Esto, dicho ante un mundo de kantianos, que ni siquiera saben hasta qué punto lo son, parece hoy una enorme paradoja.

Empero, en todas las fórmulas de la física occidental cabe distinguir esencialmente el¿cómo? del ¿cuánto tiempo? Si consideramos profundamente la relación causal, veremos que se limita estrictamente a estatuir que algo sucede; pero sin decirnos cuándo sucede. El«efecto» tiene necesariamente que darse con la «causa». Pero la distancia entre ambos pertenece a otro orden; hállase en el comprender mismo, como momento de la vida, no en lo comprendido. La esencia de la extensión consiste en superar la dirección. El espacio contradice al tiempo, aun cuando, en lo mas profundo, éste precede a aquél y le sirve de fundamento. E igual prioridad recaba para sí el sino.

Primero tenemos la idea del sino, y luego, por contraposición a ella, naciendo del terror, como ensayo de la conciencia vigilante para conjurar y vencer, en el mundo sensible, el término inevitable, la muerte, sobreviene el principio de causalidad, con el cual el terror vital intenta defenderse del sino, fundando frente a él otro mundo distinto. Tendiendo sobre su haz sensible la red de causas y efectos, elabora la persuasiva imagen de una duración intemporal y crea una realidad que vive envuelta en el pathos del pensamiento puro. Esta tendencia se manifiesta en un sentimiento que conocen muy bien todas las culturas avanzadas: que el saber da fuerza. Entiéndase: fuerza sobre el sino. El científico abstracto, el investigador de la naturaleza, el pensador sistemático, cuya existencia espiritual se funda en el principio de causalidad, es una encarnación tardía del odio inconsciente a las fuerzas del sino y de lo inconcebible. La «razón pura» niega todas las posibilidades que no residan en ella misma. Aquí aparece el pensamiento riguroso en eterna lucha contra el arte. Aquél se subleva; éste se entrega. Un hombre como Kant se sentirá siempre superior a Beethoven, como el adulto se siente superior al niño; pero no podrá impedir que Beethoven aparte de si la Crítica de la razón pura, considerándola como una mísera concepción del universo. El error de toda teleología—-la teleología es el absurdo de los absurdos en la esfera de la ciencia pura—consiste en querer asimilarse el contenido viviente de todo conocimiento naturalista y con él la vida misma, por medio de una causalidad invertida, pues el conocer supone un sujeto que conoce, y si el contenido de ese pensamiento es «naturaleza», en cambio el acto de pensar es «historia». La teleología es una caricatura de la idea del sino. Lo que Dante siente como su destino, el científico lo convierte en un fin de la vida. Tal es la tendencia característica y más profunda del darwinismo, concepción intelectual propia de las grandes urbes, en la más abstracta de todas las civilizaciones; tal es también la tendencia de la concepción materialista de la historia, que tiene la misma raíz que el darwinismo, y, como éste, mata lo orgánico, el sino.

Por eso el elemento morfológico de la causalidad es un principio, mientras que el del sino es una idea: idea que no puede ser «conocida», descrita, definida y si sólo sentida y vivida interiormente, idea que, o no se concibe jamás, o arraiga en el alma con plena certidumbre, como le sucede al hombre primitivo, y, en las postrimerías, a todos los hombres verdaderamente significativos, a los creyentes, a los amantes, a los artistas, a los poetas.

Y así aparece el sino como el modo de ser típico del protofenómeno. En el protofenómeno, la idea viva del devenir se desenvuelve inmediatamente a los ojos del espíritu. Asi, la idea del sino domina el cuadro cósmico de la historia, mientras que la causalidad, que caracteriza el modo de ser de los objetos e imprime al mundo de las sensaciones el carácter de cosas, propiedades, relaciones distintas y limitadas, constituye, como forma del entendimiento, el alter ego del intelecto, el mundo como naturaleza.

El problema de saber hasta dónde llega la validez de los nexos causales, en una imagen natural, o lo que ya para nosotros es lo mismo, el problema de los sinos a que está sometida esa imagen de la naturaleza, nos aparecerá todavía más difícil si llegamos a la noción de que, para el hombre primitivo, como para el niño, no existe un mundo circundante ordenado perfectamente según nexos causales rigurosos. Nosotros mismos, hombres de las postrimerías, cuya conciencia vigilante sufre la continua coacción de un pensamiento tiránico, afilado por el idioma; nosotros mismos, en los momentos de más esforzada atención—que son los únicos en que realmente poseemos una imagen física del mundo—lo más que podemos afirmar es que ese orden mecánico está contenido en la realidad, incluso en los demás momentos que no son esos de atención esforzada. Ante la realidad, «vestidura viviente de Dios», nuestra conciencia vigilante adopta una actitud fisiognómica, y la adopta involuntariamente, fundándose en una profunda experiencia que asciende desde las fuentes mismas de la vida.

Los rasgos sistemáticos son, en cambio, la expresión de un intelecto abstracto, separado de la sensación: son el medio de que nos valemos para reducir la imagen representativa de todos los tiempos y de todos los hombres a la imagen momentánea de una naturaleza, que nosotros mismos hemos compuesto. Pero el modo de componer esa naturaleza tiene una historia en la que nosotros no podemos influir. No es efecto de una causa; es un sino.

Partiendo del sentimiento cósmico del anhelo y su expresión clara en la idea del sino, podemos plantearnos ahora el problema del tiempo. Expondremos brevemente su contenido, por lo que toca al tema del presente libro. La palabra tiempo evoca siempre algo muy personal, aquel elemento que al principio hemos designado con la voz lo propio, por sentirlo con certidumbre intima opuesto a lo extraño, que se insinúa en el individuo con las impresiones y por las impresiones de la vida sensible. Lo propio, el sino, el tiempo, son palabras que se refieren todas a una misma cosa.

El problema del tiempo, como el del sino, ha sido tratado con una falta absoluta de comprensión por todos los pensadores, que se han limitado a sistematizar lo producido. En la famosa teoría de Kant no se menciona la nota de dirección, tan característica del tiempo. Y nadie ha echado de menos las manifestaciones pertinentes a este punto. ¿Qué es, empero, el tiempo como simple transcurso? ¿Qué es el tiempo sin dirección? Todo ser vivo posee— en este punto es forzoso repetirse—vida, dirección, instinto, voluntad, una movilidad íntimamente emparentada con el anhelo, una movilidad que no tiene la menor relación con el «movimiento» físico. Lo viviente es indivisible, irreversible, singular; no puede repetirse y no hay nexo mecánico capaz de determinar su curso; todo lo cual constituye la esencia misma del sino. Y el «tiempo»—lo que sentimos realmente al oír este término, lo que la música expresa mejor que la palabra y la poesía mejor que la prosa—tiene, a diferencia del espacio muerto, ese carácter orgánico. Desaparece, pues, la posibilidad, admitida por Kant y otros pensadores, de someter el tiempo a una consideración gnoseológica, paralela a la del espacio. El espacio es un concepto. Pero la palabra tiempo indica algo inconcebible; es un símbolo sonoro; y quien le dé el trato científico de un concepto equivoca por completo su sentido. La misma voz dirección, que no cabe, sin embargo, substituir por ninguna otra, puede inducirnos a error, por su contenido óptico. El concepto de vector que usa la Física es una buena prueba de ello.

Para el hombre primitivo, la palabra «tiempo» no puede significar nada. El hombre primitivo vive sin necesidad de contraponer el término tiempo a ninguna otra cosa. Posee tiempo, pero nada sabe de él. En estado de vigilia tenemos todos conciencia del espacio solamente y no del tiempo. El espacio, en efecto, «existe»; existe en y con nuestro mundo sensible. Cuando vivimos entregados al sueño, al instinto, a la intuición, a eso que se llama
«sabiduría», es entonces el espacio un extenderse de las cosas, y sólo en los momentos de esforzada atención es el espacio; espacio, en el sentido estricto de la palabra. «El tiempo», en cambio, es un descubrimiento que no hacemos hasta que pensamos. Creamos el tiempo como representación o concepto, y mucho más tarde es cuando entrevemos que nosotros mismos, viendo, somos el tiempo [17].

Sólo la inteligencia cósmica de las culturas superiores, sometida a la impresión de la«naturaleza», que todo lo mecaniza, y dominada por la conciencia de una extensión rigurosamente ordenada, mensurable y concebible, dibuja la imagen espacial, el fantasma del tiempo [18] para dar satisfacción a su necesidad de concebirlo todo, de medirlo y ordenarlo todo por causas y efectos. Y ese instinto, que muy pronto aparece en todas las culturas, como señal de haber perdido la inocencia de la vida, crea, más allá del sentimiento verdadero de la vida, eso que todos los idiomas cultos llaman tiempo, eso que para el espíritu urbano se ha transformado en una magnitud inorgánica, tan errónea como habitual. Pero si los fenómenos idénticos que llamamos extensión, límites y causalidad, significan un conjuro y encantamiento de las potencias extrañas por el alma—Goethe habla una vez de«el principio de ordenación inteligible, que llevamos en nosotros y que quisiéramos imprimir, como sello de nuestro poderío, sobre todo cuanto nos toca»—; si toda ley es una cadena, con que el terror cósmico sujeta las insistentes impresiones del mundo sensible, una profunda defensa de la vida, entonces la concepción del tiempo consciente, en el sentido de una representación espacial, aparece como un momento posterior de esa misma actividad defensiva, como un nuevo intento de conjurar, por la tuerza del concepto, el enigma interior, tanto más insoportable cuanto mayor es el predominio del intelecto, que se le opone. Siempre hay algo de odio en el acto espiritual de recluir una cosa en la esfera y mundo formal de la medida y de la ley. Matamos lo viviente, al incorporarlo al espacio; pues el espacio, sin vida, deja sin vida a cuanto a él se aproxima. Nacer es ya morir, y la plenitud es el término. Algo muere en la mujer cuando concibe.

He aquí el fundamento del odio eterno de los sexos, que tiene su origen en el terror cósmico. El hombre, cuando engendra, aniquila algo, en un sentido muy profundo; por generación corpórea en el mundo sensible, por conocimiento en el mundo espiritual. Aun para Lulero tiene la voz «conocer» el sentido adjetivo de procreación sexual. Con el saber de la vida, que permaneció inaccesible a los animales, ha ido creciendo en poderío el saber de la muerte, hasta dominar por completo la conciencia humana vigilante. La imagen del tiempo ha convertido la realidad en cosa transitoria [19].

La creación del simple nombre del tiempo fue una liberación que no tiene semejanza. Nombrar algo por su nombre significa adquirir poder sobre ello: esta creencia forma parte esencialísima de la magia primitiva. Conjúranse las potencias adversas nombrándolas por
su nombre. El enemigo queda quebrantado y aun muerto cuando con su nombre se verifican ciertas prácticas mágicas [20]. Esta primitiva expresión del terror cósmico se conserva aún parcialmente en el atan de toda filosofía sistemática por reducir a conceptos o, si otra cosa no fuere posible, a meros nombres, lo incomprensible, lo que el espíritu no puede dominar. Basta darle a algo el nombre de «lo absoluto», para sentirse ya superior a ello. La«filosofía», el amor a la sabiduría, es en realidad la defensa contra lo inconcebible. Lo que nombramos, concebimos, medimos, queda sometido a nuestro poder y transformado encosa rígida, hecho «tabú» [21]. Digámoslo una vez más: «saber es poder». En esto se fundala distinción entre las concepciones realistas e idealistas del universo, distinción que corresponde al doble sentido de la palabra «temor». Unas nacen del temor respetuoso; otras, del temor repulsivo ante lo inaccesible. Aquéllas contemplan; éstas quieren reducir, mecanizar el mundo y hacerlo inofensivo. Platón y Goethe acogen humildemente elmisterio; Aristóteles y Kant quieren desenmascararlo, aniquilarlo. El ejemplo más profundo del sentido oculto, que yace en todo realismo, nos lo ofrece el problema del tiempo. La magia del concepto conjura, aniquila lo que el tiempo tiene de inquietante, esto es, la vida misma.

Nada de lo que la filosofía, la psicología, la física «científicas» han dicho sobre el tiempo— creyendo contestar a la pregunta; ¿Qué es el tiempo?, pregunta que no hubiera debido hacerse nunca—se refiere al misterio mismo, y sí sólo a un fantasma de forma espacial, que substituye al tiempo, y en el cual la dirección viviente, el sino, queda reemplazado por la representación interior de una distancia, representación que, por muy intima que sea, siempre es la copia mecánica, mensurable, reversible, divisible, de algo que en realidad no puede ser copiado; es un tiempo que puede reducirse a fórmulas matemáticas como√ t, t² - t , que no excluyen la hipótesis de un tiempo cero y aun de tiempos negativos [22]. Sin duda aquí no se tiene en cuenta para nada la esfera de la vida, del sino, del tiempo vivo, histórico. Se trata de un sistema de signos puramente intelectuales, que hacen abstracción incluso de la vida sensible.

Póngase en cualquier texto filosófico o físico en lugar de tiempo la palabra sino, y se verá en seguida adonde ha ido a extraviarse la inteligencia, aislada de la sensación por el lenguaje, y se comprenderá que el grupo habitual «espacio y tiempo» es de todo punto insostenible. Todo lo que no sea vivido ni sentido, sino solamente pensado, toma necesariamente las propiedades del espacio. Asi se explica que ningún filósofo sistemático haya conseguido nunca establecer una teoría del pasado y el futuro, voces simbólicas que viven rodeadas de misterios y van hacia la lejanía. En las explicaciones que Kant da del tiempo, esas palabras no aparecen; no se comprende, en efecto, como hubieran podido relacionarse con el tema de que Kant trata.

Sólo así resulta posible esa reciproca dependencia funcional, en que ponemos el espacio y el tiempo, considerándolos como magnitudes del mismo orden; y, en efecto, ello se ve con suma claridad en el análisis cuatridimensional de los vectores [23].

Ya Lagrange (en 1813) llamó a la mecánica una geometría de cuatro dimensiones, y ni el concepto newtoniano del tiempo, tan cuidadosamente definido como tempus absolutum, sive duratio se substrae a la necesidad intelectual de transformar lo viviente en extensión pura. En la filosofía antigua he encontrado la única característica profunda y respetuosa del tiempo. Hállase en San Agustín—Confesiones XI, 14—: Si nemo ex me quoerat, scio; si quoerenti explicare velim nescio [24].

Cuando los filósofos modernos occidentales dicen—y todos emplean esta expresión—que las cosas están en el tiempo, como están en el espacio, y que nada puede «pensarse»
«fuera» del espacio y del tiempo, no hacen sino imaginar una segunda espacialidad, que agregan a la espacialidad consuetudinaria.

Pero esto es lo mismo que si dejáramos que la electricidad y la esperanza son las dos fuerzas del universo. Cuando Kant habla de «las dos formas» de la intuición, no hubiera debido olvidar que, si bien cabe entenderse científicamente acerca del espacio—aunque no explicarlo en el sentido habitual de la palabra, porque esto excede toda posibilidad científica—, en cambio una consideración del mismo estilo, acerca del tiempo, está condenada a irremediable fracaso. El que lea la Crítica de la razón pura y los Prolegómenos advertirá que Kant nos da una prueba minuciosa de la conexión que existe entre el espacio y la geometría, pero que evita cuidadosamente de hacer otro tanto para el tiempo y la aritmética, limitándose en esto a la afirmativa; y la constante analogía de los conceptos encubre este vacío, cuya imposibilidad de licitar hubiera puesto bien de manifiesto la inconsistencia del esquema. Frente al «dónde» y al «cómo», constituye el «cuándo» un mundo por si; ésta es la diferencia que separa la física de la metafísica. Espacio, objeto, número, concepto, causalidad son nociones tan íntimamente afines, que es imposible—como lo demuestran innumerables fracasos sistemáticos—investigar una de ellas independientemente de las demás. La mecánica es una reproducción de la lógica y recíprocamente. La imagen del pensamiento, cuya estructura nos describe la psicología, es una reproducción del mundo extenso, que estudia la física. Los conceptos y las cosas, las premisas y las causas, los raciocinios y los procesos son representaciones tan perfectamente coincidentes, que precisamente los pensadores más abstractos no han podido resistir al encanto de exponer el «proceso» del pensamiento en forma gráfica y en cuadros sinópticos, es decir, en la forma del espacio—recuérdense las tablas de las categorías en Kant y en Aristóteles—. Donde no hay esquema no hay filosofía; este es el prejuicio tácito de todos los sistemáticos profesionales, frente a los «intuitivos», a quienes consideran como muy inferiores. Por eso a Kant le irritaba el estilo del pensamiento platónico, al que llamaba«arte de charlar abundantemente», y por eso hoy todavía el filósofo de cátedra guarda silencio sobre la filosofía de Goethe. Toda operación lógica puede ser dibujada. Todo sistema es un modo geométrico de obtener ideas. Por eso el tiempo no halla lugar en ningún «sistema» o, si lo halla, es pereciendo víctima del método.

Con esto queda refutado el error corriente que empareja el tiempo con la aritmética y el espacio con la geometría, estableciendo así entre ellos una relación harto trivial. No hubiera debido caer Kant en este error, pues de Schopenhauer no cabía esperar otra cosa, dada su falta de sentido matemático.

El acto vivo de contar se halla realmente en cierta relación con el tiempo; por eso el número ha sido mezclado de continuo con el tiempo. Pero el contar, el numerar no es un número, como el dibujar no es un dibujo. Contar y dibujar son un producirse; los números y los dibujos son productos. Kant y los demás han visto allá el acto vivo—el contar-y aquí su resultado—las relaciones formales de la figura ya hecha—. Aquél pertenece a la esfera de la vida y del tiempo; éste a la de la extensión y causalidad. El contar forma parte de la lógica orgánica; lo que yo cuento forma parte de la lógica inorgánica. toda la matemática o, dicho en términos populares, la aritmética y la geometría, contestan ambas al cómo y al qué, es decir, al problema del orden natural de las cosas. Pero frente a éste se plantea el problema del cuándo, el problema específicamente histórico, el problema del sino, del futuro, del pasado.

Todo esto está implícito en la palabra cronología, que el hombre ingenuo entiende con claridad perfecta.

No hay oposición entre la aritmética y la geometría [25].

Todas las especies de número—como habrá demostrado el primer capitulo—forman parte de la extensión, de lo «producido», bien como magnitud euclidiana, bien como función analítica.

¿En cuál de las dos ciencias, la aritmética o la geometría, habríamos de colocar las funciones ciclométricas, el teorema del binomio, las superficies de Riemann, la teoría de los grupos?

El esquema de Kant estaba ya refutado por Euler y d'Alembert mucho antes de que lo inventara su autor; y sólo la poca familiaridad de los filósofos modernos con las matemáticas —muy en oposición a Descartes, Pascal y Leibnitz, que crearon la matemática de su tiempo sacándola de su filosofía—es culpable de que se hayan extendido, casi sin contradicción, esas opiniones de ignaros sobre la relación del «tiempo» con la «aritmética». En verdad, la matemática no tiene un solo punto de contacto con el devenir viviente. Newton, que además de matemático era un excelente filósofo, creyó, fundándose en profundas razones, que había logrado captar el problema del devenir, esto es, el problema del tiempo, en el principio de su cálculo diferencial (cálculo de fluxiones) —concepción que desde luego es mucho más fina que la de Kant—-; sin embargo esa creencia ha resultado insostenible, aunque encuentra hoy todavía partidarios. En el origen de la teoría newtoniana de las fluxiones tuvo un papel decisivo el problema metafísico del movimiento. Pero desde que Weierstrass ha demostrado que hay funciones continuas que no pueden ser diferenciadas sino en parte, e incluso que no pueden serlo en absoluto, queda liquidado para siempre este ensayo, que es el más profundo que se ha hecho para resolver matemáticamente el problema del tiempo.

El tiempo es un contraconcepto del espacio. De igual manera, el concepto de vida—no el hecho de la vida—ha nacido por oposición al pensamiento, y el concepto de nacimiento, de creación—no el hecho de nacer—ha surgido por oposición a la muerte [26]. Esto pertenece a la esencia profunda de toda conciencia vigilante. Así como la impresión sensible no se nota hasta que se destaca sobre otra impresión diferente, así también toda especie de intelección, siendo propiamente una actividad critica, sólo es posible cuando se forma un concepto nuevo, contrapuesto a otro concepto anterior o cuando adquiere realidad una pareja de conceptos interiormente opuestos, que se separan, por decirlo así, uno de otro. No hay duda

de que—como se ha creído desde hace tiempo—todas las voces primarias del idioma, bien designen cosas, bien propiedades, 1an surgido por parejas. Pero más tarde, y aun hoy, toda nueva palabra recibe su contenido por contraposición a otra. La inteligencia, dirigida por el lenguaje, e incapaz de incorporar a su mundo de formas la intima certidumbre del sino, ha creado el «tiempo» como lo contrario del espacio. Si no, no tendríamos ni la palabra tiempo, ni lo que esta palabra contiene. Y estas formaciones llegan hasta el punto de que el estilo «antiguo» de la extensión produjo un concepto de tiempo que es típico de la antigüedad y que se distingue del tiempo indio, chino u occidental tan exactamente como se distinguen las nociones del espacio en todas esas culturas.

Por este motivo, el concepto de forma artística—que es igualmente un «contraconcepto»— no pudo aparecer hasta que los hombres tuvieron conciencia de un «contenido» en las creaciones artísticas, es decir, cuando el lenguaje expresivo del arte, con todos sus efectos, hubo cesado de ser algo enteramente natural y evidente, como sucedía, sin duda alguna, en el tiempo de las pirámides, de los castillos micenianos y de las catedrales góticas. Entonces la atención se posa súbitamente sobre la producción de las obras, y para la pupila inteligente sepáranse en todo arte vivo el aspecto causal y el aspecto fatal (el sino).

En las obras que nos revelan el hombre todo, el sentido integral de la existencia, aparecen contiguos, aunque siempre distintos, el terror y el anhelo. Al terror, a la causalidad mecánica, pertenece todo el aspecto del arte, que podríamos llamar «tabú»: el tesoro de motivos, formado en la severidad de las escuelas, en el largo aprendizaje del oficio, cuidadosamente conservado y fielmente transmitido, todo lo que es concepto, todo lo que puede aprenderse, contarse, toda la lógica del color, de la línea, del sonido, de la estructura, del orden, todo eso en suma que constituye la «lengua materna» de los buenos maestros y de las grandes épocas. Lo otro, empero, lo que, como dirección, se opone a la extensión; lo que es evolución y sino de un arte, en contraposición a las premisas y consecuencias que forman la trama de su lenguaje de formas, aparece y se manifiesta como «genio», es decir, esa potencia plástica personal, esa pasión creadora, esa profundidad y riqueza que en los artistas, considerados individualmente, se diferencia del simple dominio de la forma, y se presenta también como superabundancia en la capacidad de la raza, que es la que da lugar a que se desarrollen o decaigan artes enteras. Este otro aspecto del arte, que podríamos llamar «tótem», es la causa de que, a pesar de lo que diga la estética, no existe un arte intemporal que sea el único verdadero, sino una historia del arte, que, como todo lo viviente, tiene el carácter de la irreversibilidad [27].

Por eso la gran arquitectura, que es la única de entre las artes que trabaja sobre el elemento mismo de lo extraño, de lo que infunde terror, de lo puramente extenso, la piedra, es también naturalmente el primer arte que aparece en todas las culturas; es el arte que más tiene de matemático. Después, paso a paso, va dejando el primer puesto a las artes urbanas particulares, la estatua, el cuadro, la composición musical, que emplean medios formales más profanos. Miguel Ángel, que es de todos los artistas de Occidente el que más ha sufrido bajo la garra opresora del terror cósmico, es también el único de los maestros del Renacimiento que no pudo librarse jamás de la tendencia arquitectónica. Pintaba, como si las superficies cromáticas fuesen piedra, producto rígido y odiado. Su modo de trabajar era una lucha dura contra las potencias cósmicas enemigas, que se le aparecían bajo la forma del material. En cambio, para Leonardo, el anhelante, eran los colores como una espontánea encamación del alma. En todos los problemas de la gran arquitectura se manifiesta una implacable lógica mecánica y hasta una matemática; en las columnatas antiguas aparece la relación euclidiana de carga y sostén; en las arcadas góticas, cuyo carácter es «analítico», la relación dinámica de fuerza y masa. La tradición constructiva, que ha habido aquí como allí, y sin la cual no se concibe la arquitectura egipcia —se desarrolla en todos los períodos primitivos para desaparecer regularmente en el curso de los periodos posteriores—contiene la suma de esa lógica de la extensión. Pero el simbolismo de la dirección, del sino, trasciende de toda la «técnica» de las artes mayores, y apenas es accesible a la estética formal. Ese simbolismo del sino se manifiesta, por ejemplo, en la contradicción—que siempre fue sentida y que nadie supo nunca interpretar claramente, ni Lessing ni Hebbel—entre la tragedia antigua y la occidental; en esa sucesión de escenas que vemos en los relieves más viejos de Egipto; en la ordenación por serie de las estatuas, esfinges y salas del arte egipcio; en la elección —no en el trato—del material, desde la más dura diorita que afirma el futuro hasta la madera más blanda que lo niega; en el nacimiento y muerte de las artes particulares—no en su lenguaje de formas—, la victoria del arabesco sobre la plástica de la época cristiana primitiva, el retroceso de la pintura al óleo, de la época barroca, ante la música de cámara; en las intenciones, tan diferentes, de las estatuas egipcias, chinas y antiguas. Nada de esto depende de la capacidad del artista, sino de una forzosidad íntima. Por eso, ni la matemática ni el pensamiento abstracto, sino las artes mayores, que son las hermanas de la religión, nos dan la clave para descifrar el problema del tiempo, que sólo puede comprenderse en el terreno de la historia.

El sentido que le hemos dado aquí a la cultura, como protofenómeno, y al sino, como lógica orgánica de la existencia, implica que cada cultura deberá tener su propia idea del sino; es más, esta consecuencia ya va inclusa en el sentimiento de que toda cultura superior es la realización y la forma de un alma única y determinada. Lo que nosotros llamamos predestinación, azar, providencia, sino; lo que el hombre antiguo llamaba némesis, ananké, tyché, fatum; lo que el árabe llama Kismet y otros designan con otros nombres; lo que nadie puede sentir de consuno con otro, cuya vida es precisamente la expresión de su idea; lo que con palabras no puede expresarse, representa esa concepción del alma, que nunca se repite y que cada cual siente por si mismo con plena certidumbre íntima.

Me atrevo a llamar euclidiana la concepción antigua del sino. Realmente, en la tragedia de Sófocles el sino zarandea y maltrata la persona sensible y real de Edipo, su «yo empírico»; más aún, su sÇma. Edipo gime [28] porque Creon ha hecho daño a su cuerpo y [29], porque el oráculo se refiere a su cuerpo. Esquilo, al hablar en Las Coéforas (704), de Agamenón, le llama «el cuerpo regio, conductor de armadas». Es la misma palabra sÇma que los matemáticos usan algunas veces para designar sus cuerpos. En cambio, el sino del rey Lear, que yo llamo sino analítico, recordando aquí también el correspondiente mundo de los números, depende todo de obscuras relaciones internas; aquí surge la idea de la paternidad y en el drama se entrecruzan unos hilos espirituales, incorpóreos, trascendentes, extrañamente iluminados por la segunda tragedia, tratada en contrapunto, que se desarrolla en casa de Gloster. Lear, por último, es un mero nombre, el centro de algo ilimitado.

Este sentido del sino es «infinitesimal»; se propaga en un espacio infinito y en tiempos infinitos, sin tocar para nada a la existencia corpórea, euclidiana y refiriéndose sólo al alma.

El rey demente, entre el bufón y el pordiosero, en medio de la llanura azotada por la tormenta—he aquí la contraposición del antiguo Laocoonte—. Hállanse una frente a otra dos maneras de padecer: la fáustica y la apolínea. Sófocles había escrito también un drama de Laocoonte; seguramente no se trataba en él de puros dolores morales. Antígona perece, como cuerpo, porque ha enterrado el cuerpo de su hermano. Basta nombrar a Ayax y a Filoctetes, y citar después al principe de Homburgo y al Tasso, de Goethe, para ver claramente cómo la oposición entre la magnitud y la relación radica hasta en las más hondas capas de la creación artística.

Con esto llegamos a otra conexión de gran importancia simbólica. Suele decirse que el drama occidental es drama de caracteres; debiera considerarse, por lo tanto, el drama griego como drama de situaciones. De esta manera queda bien subrayado lo que el hombre de ambas culturas siente como forma fundamental de su vida, y, por lo tanto, lo que la tragedia, el sino, han de poner en cuestión. Si en vez de dirección de la vida decimos irreversibilidad: si nos sumimos en el sentido terrible que tienen las palabras: ¡demasiado tarde!, que indican que un trozo fugaz del presente entra en el eterno pasado, comprenderemos bien el fundamento de todo conflicto trágico. Lo trágico es el tiempo, y las distintas culturas se diferencian por su modo de sentir el tiempo. Por eso la gran tragedia no se ha desarrollado mas que en las dos culturas que han afirmado o negado el tiempo con pasión avasalladora. Hay una tragedia antigua, la tragedia del instante, y una tragedia occidental, que es el desarrollo de vidas enteras.

Así se han sentido a si mismas un alma ahistórica y un alma sobremanera histórica. Nuestra tragedia nace del sentimiento de que el devenir tiene una inflexible lógica. El griego, en cambio, sentía lo alógico, el azar ciego del momento. La vida del rey Lear camina interiormente hacia una catástrofe; la del rey Edipo tropieza inadvertidamente contra una situación exterior. Ahora se comprende bien por qué, al mismo tiempo que el drama occidental, florece y declina en nuestra cultura un poderoso arte del retrato—que llega a su apogeo en Rembrandt—, una especie de arte histórico y psicológico, que por eso mismo fue severamente rechazado por la Grecia clásica, en la época más floreciente del teatro ático. En Grecia estaba prohibido ofrendar a los dioses estatuas icónicas, y el momento en que— desde Demetrio de Alopeke—comienza a desenvolverse tímidamente un arte idealista del retrato, coincide con la decadencia de la gran tragedia, que pasa a segundo plano, reemplazada por las ligeras comedias de sociedad que constituyen la época llamada
«media». En realidad, todas las estatuas griegas llevan en el rostro una máscara uniforme, como los actores en el teatro de Dionysos. Todas ellas nos ofrecen actitudes y posiciones somáticas, concebidas con precisión máxima. Sus fisonomías no hablan; corporalmente debían estar desnudas. Hasta la época helenística no encontramos en Grecia cabezas de carácter, con rasgos personales, tomadas del natural. Recordemos una vez más los dos mundos numéricos correspondientes; en la matemática griega se calculan resultados tangibles, en la nuestra se investiga morfológicamente el carácter de ciertos grupos de relaciones entre funciones, ecuaciones, y, en general, entre elementos formales del mismo orden, para fijarlo como tal carácter en expresiones regulares.

Cada individuo tiene una distinta capacidad para vivir la historia presente; varia mucho el modo de compenetrarse los individuos con su propio devenir y con el de la historia.

Cada cultura posee su manera de ver la naturaleza, de conocerla, o lo que es lo mismo: cada cultura tiene su naturaleza propia y peculiar, que ningún otro tipo de hombres puede poseer en igual forma. De la misma suerte, también cada cultura—y en ella, con diferencias de escaso valor, cada individuo—tiene su peculiar manera de ver la historia, en cuyo cuadro, en cuyo estilo, intuye, siente y vive inmediatamente lo general y lo personal, lo interior y lo exterior, el devenir histórico-universal y el devenir biográfico. Asi, la tendencia autobiográfica de la humanidad occidental, que ya se manifiesta por modo impresionante en el símbolo de la confesión en la época gótica [30], es extraña por completo a los antiguos.

La agudísima conciencia histórica de la Europa occidental se opone a la inconsciencia de los indios, cuya historia es como un sueño. Y ¿qué imaginaban los hombres de la cultura arábiga, desde los cristianos primitivos hasta los pensadores del Islam, cuando pronunciaban la palabra historia universal? Pero si harto difícil es ya formarse una representación exacta de lo que sea para otros la naturaleza, el mundo mecánico, ordenado—y eso que en este caso la realidad cognoscible se unifica en un sistema comunicable—habrá de ser de todo punto imposible penetrar, con las fuerzas de nuestra propia alma, en el aspecto histórico del mundo, tal como lo ven culturas extrañas, es decir, en la imagen del devenir que hayan formado otras almas con otras disposiciones distintas de las nuestras. Siempre quedará un resto indescifrable, que será tanto mayor cuanto más escasos sean nuestro propio instinto histórico, nuestro ritmo fisiognómico, nuestro conocimiento o experiencia de los hombres. Sin embargo, la solución de este problema es una condición de toda inteligencia profunda del universo. El mundo histórico, que circunda a los demás, es una parte de su esencia, y nadie entenderá bien otro hombre si no conoce su sentimiento del tiempo, su idea del sino, el estilo y el grado de conciencia que haya en su vida interior. Lo que no pueda averiguarse inmediatamente por Confesiones, habremos de buscarlo en el simbolismo de la cultura externa. Sólo así podremos tener acceso a lo que por si mismo es inconcebible; de aquí el incalculable valor que para nosotros tienen el estilo histórico de una cultura y sus grandes símbolos del tiempo.

Ya hemos citado el reloj como uno de esos signos que casi nadie ha sabido comprender. El reloj es una creación de culturas muy desarrolladas, creación que aparece tanto más enigmática cuanto más se medita sobre ella. La humanidad antigua supo vivir sin relojes y lo hizo en cierto modo intencionadamente; hasta mucho después de Augusto la hora del día se computaba por la longitud de la sombra [31]. En cambio, los relojes de sol y de agua fueron de uso corriente en los dos mundos más viejos, el mundo del alma babilónica y el del alma egipcia, y estaban en relación con una cronología rigurosa y con una honda visión del pasado y del futuro [32]. Pero la existencia «antigua», euclidiana, punctiforme, transcurría sin referirse a nada, recluida en el presente. No debía haber en ella nada que señalase hacia el futuro y el pasado. Los antiguos no tuvieron arqueología, ni tampoco astrología, que es la inversión psíquica de aquélla. Los oráculos y las sibilas antiguas, como los arúspices y augures etrusco-romanos, no pretenden revelar el futuro lejano, sino resolver el caso particular que se presenta actualmente. No había en la conciencia general de los antiguos nada que se pareciese a una cronología. Las olimpíadas constituían un mero recurso literario. Lo importante no es averiguar si un calendario es bueno o malo, sino quién lo usa y si la vida de la nación se rige efectivamente por él. En las ciudades antiguas no hay nada que haga recordar la duración, el tiempo antecedente, el porvenir; no se rodean las ruinas de piadosos cuidados; no se planean obras en beneficio de las generaciones venideras; no se hace una elección de material, que tenga sentido, aunque haya de vencer dificultades técnicas. El griego de la época dórica abandonó la técnica miceniana de la piedra y volvió a edificar con madera y barro, y, sin embargo, tenia a la vista los modelos de Micenas y de Egipto y vivía en una comarca donde abundaban los mejores materiales pétreos. El estilo dórico es un estilo de madera. En la época de Pausanias podía verse en el Heraion de Olimpia la última columna de madera, que aun no había sido substituida. El alma antigua carece de órgano histórico, no tiene memoria en el sentido que hemos dado a esta palabra, es decir, facultad de mantener siempre presente la imagen del pasado personal y tras ella la del pasado nacional y universal [33] y asimismo el curso de la vida interior, no sólo propia, sino también ajena. En la «antigüedad» no hay «tiempo». Para el antiguo que vuelve la vista hacia la historia, el presente personal se destaca sobre un fondo que carece de toda ordenación temporal y, por lo tanto, histórica.

Para Tucídides las guerras médicas, para Tácito las revueltas de los Gracos forman ya parte de ese fondo [34]. Y lo mismo puede decirse de las grandes familias romanas, cuya tradición era una pura novela; recuérdese a Bruto, el asesino de César, y su firme creencia en sus famosos antepasados. La reforma del calendario por César puede considerarse casi como un acto de emancipación del antiguo sentimiento de la vida; pero César pensaba prescindir de Roma y transformar el Estado en un Imperio dinástico, esto es, sometido al símbolo de la duración, con el centro de gravedad en Alejandría, de donde procede su calendario. El asesinato de César nos hace el efecto de la última convulsión del viejo sentimiento vital, enemigo de la duración, encarnado en la polis, en la Urbs Roma.

Los hombres de entonces vivían cada hora, cada día por sí mismo. Y no sólo los individuos, griegos y romanos, sino también la ciudad, la nación, la cultura entera. Las fiestas rebosantes de fuerza y sangre, las orgías palatinas, las luchas del circo, bajo Nerón y Calígula, que Tácito, romano de pura cepa, nos describe exclusivamente sin dedicar ni una mirada, ni una palabra a la vida lenta de aquellos inmensos territorios que constituían las provincias, son la expresión última y magnífica de ese sentimiento euclidiano del mundo, que diviniza el cuerpo y el presente. Los indios, cuyo Nirvana se caracteriza igualmente por la falta de cronología, no tuvieron tampoco relojes, ni, por lo tanto, historia, ni recuerdos, ni cuidados, ni preocupaciones. Eso que nosotros, hombres de eminente sentido histórico, llamamos la historia india, ha ido realizándose sin la menor conciencia de sí misma. Los mil años de cultura india que transcurren desde los Vedas hasta Buda nos producen el efecto de los movimientos que hace un hombre durmiendo. Allí realmente era la vida sueño. ¡Cuán diferentes, en cambio, son los mil años de nuestra cultura occidental! Nunca, ni siquiera en el «correspondiente» período de la cultura china, en el periodo Chu, con su finísimo sentido de las épocas [35], han estado los hombres más vigilantes; nunca han sido más conscientes; nunca han sentido el tiempo con mayor profundidad ni lo han vivido con un sentimiento más agudo de su dirección y de su movilidad, preñada de sinos. La historia de la Europa occidental realiza voluntariamente su sino; la historia india acepta el suyo con resignación. En la existencia griega, los años no representan nada; en la historia india, los decenios apenas significan algo; en el occidente europeo, la hora, el minuto y hasta el segundo tienen su importancia.

Ni un griego ni un indio hubieran podido representarse esa tensión trágica de las crisis históricas, en que tos segundos pesan, como, por ejemplo, en los días de agosto de 1914. Los hombres profundos de Occidente pueden sentir esas crisis, incluso en si mismos; los helenos, no. Las innumerables torres que se alzan sobre nuestro suelo occidental lanzan al espacio sus campanadas noche y día, insertando el futuro en el pasado, deshaciendo el efímero presente «antiguo» en una inmensa curva de relación. El descubrimiento de los relojes mecánicos se efectúa en el mismo momento en que nace nuestra cultura, esto es, fin la época de los emperadores sajones [36]. No es posible representarse el hombre de Occidente sin una minuciosa cronometría, una cronología del futuro, que corresponde exactamente a nuestra enorme necesidad de arqueología, de conservación, de excavaciones, de colecciones. La época del barroco exageró el símbolo gótico de los relojes hasta el punto grotesco de inventar los relojes de bolsillo, que acompañan por doquiera al individuo [37].

Y junto al símbolo de los relojes hay otro no menos profundo e igualmente incomprendido:
el de las formas de sepelio, santificadas por el culto y el arte de las grandes culturas.

El gran estilo comienza en la India con los templos funerarios; en la antigüedad, con los vasos fúnebres; en Egipto, con las Pirámides; en el cristianismo primitivo, con las catacumbas y los sarcófagos. En los tiempos primitivos coexisten en caótica mezcla muchas formas funerarias posibles, y cada cual se rige por la necesidad, la comodidad o la costumbre de su tribu. Pero pronto cada cultura elige una de esas formas y la eleva al supremo rango simbólico. El «antiguo», dirigido por un sentimiento vital profundo e inconsciente, prefirió la cremación, acto de aniquilamiento, en el cual recibe una expresión vigorosa su existencia euclidiana, que se atiene al ahora y al aquí. El antiguo no quería historia, ni duración, ni pasado, ni futuro, ni preocupaciones, ni descomposición; por eso destruyó lo que ya no tenia presente, el cuerpo de un Perícles, de un César, de un Sófocles, de un Fidias. El alma, empero, pasaba a formar parte de la legión informe, a quien estaban dedicados los cultos de los abuelos y las fiestas de las almas, celebradas por los miembros vivos de la familia—que pronto fueron descuidando esta obligación—. Esa informe multitud de las almas constituye la más fuerte oposición a las genealogías que las familias occidentales inmortalizan en sus enterramientos, con todos los signos de la ordenación histórica. No hay otra cultura que sea en esto comparable a la cultura antigua [38]—con una excepción significativa: la época primitiva de los Vedas en la India—. Debe advertirse que, en los tiempos homéricos, en la edad primera del dórico, se celebraba la cremación con todo el pathos de un símbolo recién creado, como se ve sobre todo en la Ilíada, y en cambio, aquellos hombres que yacían sepultados en las tumbas de Micenas,

Tirinto y Orcomenos, y cuyas luchas fueron acaso las que dieron origen a la epopeya de Homero, habían sido enterrados casi a la manera egipcia. Cuando en la época imperial aparece, junto a la urna funeraria, el sarcófago, «el que se traga la carne» [39]—cristiano, Judío y pagano—es porque acaba de surgir un nuevo sentimiento del tiempo; del mismo modo que a las tumbas de Micenas sigue la urna de Homero.

En cambio, los egipcios, que conservaron su pasado en la memoria, en la piedra y en los jeroglíficos, tan concienzudamente que hoy, transcurridos cuatro mil años, podemos determinar con exactitud los números de sus reyes, quisieron también eternizar su cuerpo, y de tal suerte lo consiguieron, que los grandes Faraones—¡ símbolo de terrible sublimidad!— ostentan hoy día en nuestros museos los rasgos personales de su rostro, mientras que los reyes de la época dórica no han dejado rastro ni de sus nombres siquiera. Conocemos la fecha exacta del nacimiento y de la muerte de casi todos nuestros grandes hombres, a partir del Dante. Y ello nos parece la cosa más natural del mundo. Pero en la época de Aristóteles, en la cumbre de la evolución antigua, no se sabía ya si Leucipo, fundador del atomismo y contemporáneo de Perícles, había realmente existido un siglo antes. Es como si nosotros no estuviésemos seguros de la existencia de Giordano Bruno, o como si el Renacimiento quedase ya envuelto en las tinieblas de la leyenda.


Y esos mismos museos, en donde depositamos los restos corpóreos del pasado, ¿no son también un símbolo de primer orden? ¿No conservan momificado el «cuerpo» de la cultura toda en su evolución? En millones de libros impresos hemos reunido fechas innumerables. En las cien mil salas de los museos de Europa hemos juntado todas las obras de todas las culturas muertas; y cada objeto, allí, aislado en la masa de la colección, substraído al fugaz instante de su fin verdadero —que para un alma antigua hubiera sido lo único sagrado—, se disuelve, por decirlo asi, en una infinita movilidad del tiempo. Recuérdese lo que los helenos llamaban «museión», y piénsese en el profundo sentido que manifiesta ese cambio de significación que ha sufrido la palabra.

El sentimiento primario de la preocupación, o precaución del porvenir, predomina en la fisonomía de la historia occidental, como asimismo en la egipcia y china; y da forma al simbolismo de lo erótico, que representa la corriente interminable de la vida en la imagen de las generaciones. La existencia «antigua», euclidiana, punctiforme, sintió también en esto el «ahora y el aquí» de los actos decisivos: generación y alumbramiento. Por eso, en el centro del culto a Demeter puso los quejidos de la parturiente y extendió por todo el mundo antiguo el símbolo dionysíaco del falo, signo de una sexualidad consagrada por completo al momento presente y tan olvidadiza del pasado como del futuro. Correspóndele, en el mundo indio, el signo del lingam y el culto de la diosa Parwati. El hombre se siente entregado sin voluntad y sin preocupación al sentido del devenir como un trozo de naturaleza, como una planta. El culto doméstico de los romanos se tributaba al genius, es decir, a la potencia generatriz del padre de familia.

En cambio, la preocupación profunda y meditativa del alma occidental ha opuesto a aquellos signos el signo del amor maternal, que apenas si aparece en el horizonte de la mitología antigua; v. gr., en las quejas de Perséfone o en la estatua sentada de la Demeter, de Cnido (de época helenística). La madre amamantando al hijo—el futuro—; el culto de María, tomado en este sentido nuevo, fáustico, no floreció hasta los siglos del goticismo, y halla su expresión suprema en la Madonna de la Capilla Sixtina, por Rafael. Este símbolo no tiene una significación general cristiana; pues si bien el cristianismo mágico consideró a María como theotokos, como generatriz de Dios [40], y la elevó a la categoría de un símbolo, ello fue con un sentido completamente distinto. La madre amamantando al niño es un tema tan extraño al arte cristiano primitivo y bizantino como al arte helénico, aunque por otros motivos. La Margarita del Fausto, con el profundo encanto de su inconsciente maternidad, está seguramente más próxima a las madonas góticas que todas las Marías de los mosaicos de Bizancio y de Rávena, Una prueba notable de lo profundas que son estas relaciones se encuentra en el hecho de que a la Madonna con el niño Jesús corresponde exactamente la Isis egipcia con el niño Horus—las dos son madres solicitas—; y este símbolo, que permaneció olvidado durante miles de años, durante todo el tiempo que vivieron las culturas antigua y árabe, para las cuales no podía significar nada, fue al fin resucitado por el alma fáustica.

De la preocupación maternal pasamos, naturalmente, a la del padre, y con ésta al Estado, símbolo supremo del tiempo, el más alto símbolo que aparece en el circulo de las grandes culturas. Para la madre, el hijo significa el futuro, la prolongación de la propia vida; de suerte que el amor materno anula, por decirlo asi, la dualidad y separación de ambos seres. Otro tanto significa para los varones la comunidad armada, que asegura la casa y el hogar, la mujer y los hijos, y, por consiguiente, todo el pueblo, con su porvenir y su actividad. El Estado es la forma interna de una nación; es la nación cuantío está «en forma». Y la historia, en su sentido amplio, es ese mismo Estado cuando lo pensamos no como movido, sino como movimiento. La mujer en cuanto madre es historia: el hombre en cuanto guerrero y -político hace la historia [41].

La historia de las culturas superiores tíos ofrece tres ejemplos de formaciones políticas llenas de cuidadosa solicitud: la administración egipcia del Imperio antiguo desde el año 3000 antes de J. C.; el Estado chino primitivo de los Chu, cuya organización fue explicada por el Chu-li de manera tan perfecta, que más tarde no se atrevieron a creer los científicos en la autenticidad del libro, y los Estados occidentales, cuya constitución previsora demuestra una voluntad de futuro que no podrá ser superada [42]. Frente a estos ejemplos de solícita atención aparece por dos veces una imagen del abandono más completo al momento y sus azares: una vez, en el Estado «antiguo», y otra, en el Estado indio. Por diferentes que sean en sí mismos el estoicismo y el budismo, emociones seniles de esos dos mundos, sin embargo coinciden en una cosa: en oponerse al sentimiento histórico de la preocupación, en despreciar la labor asidua, la fuerza organizadora, la conciencia del deber. Por eso, ni en las cortes de los reyes indios ni en el foro de las ciudades antiguas hubo nadie que pensase en el mañana, ni para propio provecho ni para provecho de la comunidad. El carpe diem del hombre apolíneo es igualmente aplicable al Estado antiguo.

Y lo mismo que en el aspecto político sucede en el otro aspecto de la existencia histórica, en el económico. Al amor indio y al amor antiguo, que comienzan y concluyen en el goce del momento, corresponde la vida al día, de las manos a la boca. En Egipto existió, en cambio, una organización económica de estilo portentoso, que llena el cuadro todo de la cultura egipcia y que se manifiesta hoy aún en escenas colmadas de laborioso orden. En China, los mitos y la historia de los dioses y los emperadores legendarios giran continuamente alrededor de las tareas sagradas del campo. Por último, en la Europa occidental comenzó la economía con los cultivos modelos de las órdenes religiosas, y llegó a su apogeo en una ciencia propia, la economía nacional, que desde un principio fue hipótesis metódica, no para enseñarnos propiamente lo que ha sucedido, sino lo que debiera suceder. Pero los antiguos, por no hablar de los indios, administraban al día, a pesar de que tenían ante los ojos el modelo de Egipto. El Estado entraba a saco no sólo en los tesoros, sino en las meras posibilidades, y desperdiciaba luego en repartos a la plebe los sobrantes que casualmente quedaran. Basta examinar las grandes figuras políticas de la antigüedad: Perícles y César, Alejandro y Escipión, y hasta los revolucionarios, como Cleón y Tiberio Graco, para ver que ni uno solo pensó nunca en lejanías económicas. Ninguna ciudad antigua emprendió la obra de desecar un pantano o de roturar un monte, o de introducir nuevos métodos o nuevas especies vegetales o animales. Seria un gran error el interpretar la «reforma agraria» de los Gracos en sentido occidental y creer que éstos se propusieron hacer de sus partidarios propietarios rurales. Nada estaba más lejos de su pensamiento que la idea de una educación agrícola, o incluso de fomentar la agricultura en Italia. Se dejaba llegar el futuro sin intentar siquiera actuar sobre él. Por eso el socialismo—no el teórico de Marx, sino el práctico de los prusianos, el fundado por Federico Guillermo I, el que precedió al marxista y acabará por superarlo también—, por su profunda afinidad con el egipticismo, es la contraposición del estoicismo económico de la antigüedad; es egipcio, en efecto, por sus hondas preocupaciones, encaminadas a establecer relaciones económicas perdurables, por su educación del individuo en el cumplimiento del deber para la comunidad, y por su santificación del trabajo, que afirma el tiempo y el futuro.

El hombre vulgar de todas las culturas no percibe, en la fisonomía del devenir—el suyo propio y el del mundo viviente que le rodea—, nada más que lo que se presenta inmediatamente en el primer término. El conjunto de sus experiencias, tanto interiores como exteriores, llena el curso de sus días, en la forma de una simple sucesión de hechos. Sólo el hombre importante siente, tras el nexo vulgar de la superficie, agitada por el movimiento de la historia, una lógica profunda del devenir, que se manifiesta en la idea del sino y que hace que esas formas superficiales y poco significativas de cada día aparezcan como fortuitas.

Entre el sino y el azar dijérase, a primera vista, que no hay mas que una diferencia de grado. Se considera, verbigracia, como un azar el hecho de que Goethe estuviese en Sesenheim, y como un sino, el de que marchase a Weimar. Aquello parece constituir un episodio; esto, una época. Sin embargo, se ve claro que la distinción depende de lo que valga interiormente el hombre que la hace. A la plebe la vida misma de Goethe le aparecerá como una serie de azares anecdóticos, y habrá pocos hombres que sientan con admiración la necesidad simbólica que hay en ella, aun en su parte más insignificante. Pero el descubrimiento del sistema heliocéntrico por Aristarco, ¿fue quizá un azar sin importancia para la cultura antigua? Y, en cambio, su nuevo descubrimiento por Copérnico, ¿fue un sino para la cultura fáustica? ¿Fue un sino la falta de espíritu organizador en Lutero, que en esto se opone a Calvino? ¿Y para quién lo fue? ¿Para los protestantes, para los alemanes, para toda la humanidad occidental? ¿Fueron Tiberio Graco y Sila unos azares y, en cambio, César un sino?.

En este punto, ya no es posible entenderse por conceptos.

¿Qué es sino y qué azar? A esta pregunta sólo pueden contestar las experiencias íntimas decisivas del alma individual y del alma de las culturas. Enmudecen aquí toda experiencia erudita, todo conocimiento científico, toda definición; y si alguien intenta concebir el sino y el azar por medios gnoseológicos es porque nunca los ha sentido. La reflexión critica no puede nunca proporcionarnos ni la sombra de un sino; sentir esta verdad con intima certidumbre es una condición indispensable para que el mundo del devenir se manifieste a nuestros ojos. Conocer, distinguir por medio de juicios, es lo mismo que establecer relaciones causales entre las cosas conocidas y separadas, las propiedades y las posiciones.

El que investigue la historia formulando juicios lógicos no encontrará mas que datos. Pero lo que yace en las profundidades de la historia, ya sea la providencia o la fatalidad, sólo puede ser vivido; vivido en el acontecer presente como en la imagen de lo que aconteció; vivido con ese género de certidumbre inefable y emocionante que la verdadera tragedia despierta en el espectador ingenuo. El sino y el azar forman siempre una oposición, en cuyos términos intenta el alma encubrir lo que sólo puede ser un sentimiento, una experiencia íntima, una intuición, lo que sólo las más íntimas creaciones de la religión y del arte revelan con claridad a los elegidos para tal sabiduría.

Para evocar ese sentimiento primario de la existencia viva, ese sentimiento que da sentido y consistencia a la imagen cósmica de la historia—el nombre es ruido y humo—, no conozco nada mejor que una estrofa de Goethe, la misma que va inscrita como lema en la portada de este libro, expresando su tendencia fundamental:

Cuando, en lo infinito, lo idéntico
A compás eternamente fluye, La bóveda de mil claves
Encaja con fuerza unas en otras.
Brota a torrentes de todas las cosas la alegría de vivir, De la estrella más pequeña, como de la más grande, Y todo afán, toda porfía
Es paz eterna en el seno de Dios, Nuestro Señor.

En la superficie del acontecer universal domina lo imprevisto. Lo imprevisto acompaña y caracteriza todo suceso particular, toda decisión singular, toda personalidad. Nadie, al ver presentarse a Mahoma, pudo predecir la ruina del Islam.

Nadie, ante la caída de Robespierre, pudo prever a Napoleón.

No es posible predecir si va o no a surgir un gran hombre, ni qué va a emprender, ni si sus empresas van a tener o no un éxito afortunado. Nadie sabe si una evolución, que se inicia poderosa, va a realizar, efectivamente, su curva perfecta, como le ocurre a la nobleza romana, o si va a perecer víctima de la fatalidad, como los Hohenstaufen y toda la cultura maya. Y lo mismo sucede, a pesar de toda la ciencia natural, al sino de una especie particular de plantas o de animales en la historia de la tierra; más aún: lo mismo le sucede al sino de la tierra y de los sistemas solares y de las vías lácteas. El insignificante Augusto ha hecho época; en cambio, el gran Tiberio pasó sin dejar rastro. Y no de otro modo se nos presenta el destino de los artistas, de las obras y de las formas artísticas, de los dogmas y de los cultos, de las teorías y de los inventos.

En la vorágine del devenir hay elementos que sufren un sino y otros que producen un sino, a veces para siempre; aquéllos desaparecen en el oleaje de la historia; éstos, en cambio, crean la historia. Pero no hay causa ni motivo que pueda explicarnos esos trances, que acontecen, sin embargo, con la más íntima necesidad. Puede aplicarse al sino lo que SanAgustín, en un momento profundo, dijo del tiempo: Si nemo ex me quoerat, scio: si quoerenti explicare velim, nescio.

Así, la idea de la gracia, que se deriva del sacrificio de Jesús y que da al que la recibe el poder de querer libremente [43] representa en el cristianismo occidental la suprema concepción ética del azar y del sino. ¡Predestinación (pecado original) y gracia! En esta polaridad, que sólo puede ser forma del sentimiento, de la vida fugaz, y nunca contenido de la experiencia científica, queda encerrada la existencia de todo hombre realmente significativo de esta cultura. Esa polaridad, por bien que se oculte tras el concepto naturalista de «evolución», que proviene de ella en línea recta [44], es, incluso para el protestante y aun para el ateo, el fundamento de toda confesión, de toda autobiografía, escrita o imaginada; y por eso el hombre antiguo, cuyo sino se presentaba en otra forma, no pudo tener autobiografía. En esa polaridad se encierra el último sentido de los autorretratos de Rembrandt y de toda la música occidental, desde Bach hasta Beethoven. Llámese predestinación, providencia o evolución interna [45], nunca podrá el pensamiento captar ese elemento que imprime a las vidas de todos los occidentales un sello de profunda afinidad. La «voluntad libre» es una certidumbre interior. Pero sean cuales fueren nuestras voliciones y nuestros actos, es lo cierto que los resultados reales y las consecuencias de toda decisión, resultados y consecuencias súbitos, sorprendentes, imprevisibles, están al servicio de una necesidad más profunda y se incorporan a un orden superior que percibe la mirada inteligente cuando recorre la imagen del remoto pasado. Entonces lo inexplicable puede producir la impresión de un don de la gracia, si el sino de aquella voluntad era precisamente el de realizarse. ¿Qué es lo que quisieron Inocencio III, Lutero, Loyola, Calvino, Jansenio, Rousseau, Marx? ¿Cuáles han sido las consecuencias de sus voluntades en el curso de la historia occidental? ¿Han sido gracia o fatalidad? Todo análisis racionalista remata aquí en el absurdo. La teoría de la predestinación, en Calvino y Pascal—que, más sinceros que Lutero y Tomás de Aquino, se atrevieron a sacar las consecuencias causales de la dialéctica agustiniana— representa el absurdo a que necesariamente se llega cuando se tratan estos misterios con la inteligencia. La lógica del sino, que rige en el devenir cósmico, se transforma en la lógica mecánica de los conceptos y de las leyes. La intuición inmediata de la vida se convierte en un sistema mecánico de objetos. Las terribles luchas interiores de Pascal denotan un hombre que a una vida interior muy profunda unía un espíritu dotado de altas disposiciones matemáticas, y que quiso someter los últimos y más graves problemas del alma simultáneamente a las grandes intuiciones de una ardiente fe y a la precisión abstracta de un gran talento matemático. Esto dio a la idea del sino o, dicho en términos religiosos, de la providencia divina, la forma esquemática del principio de causalidad; esto es, la forma kantiana de la actividad intelectual. Tal es, en efecto, el sentido de la predestinación, en la cual la gracia, libre de todo nexo causal, la gracia viva, que sólo como certidumbre interior puede sentirse, aparece cual fuerza natural unida a leyes inquebrantables y convierte la imagen religiosa del universo en un árido y rígido mecanismo. ¿No fue un sino también—para ello y para el mundo—el que los puritanos ingleses, llenos de esta convicción, en vez de caer en una adoración quietista, alimentasen la estimulante certidumbre de que su voluntad era la voluntad de Dios?

Si tomamos ahora al intento de aclarar un poco más qué sea el azar, ya no correremos el peligro de ver en él una excepción o quiebra del mecanismo natural. La «naturaleza» no es la imagen cósmica en la cual el sino es algo esencial. Cuando la mirada, volviéndose hacia dentro, se desvía de las cosas sensibles, de los productos, y transformándose casi en una visión de iluminado, atraviesa el contorno cósmico y contempla, no los objetos, sino los protofenómenos mismos, entonces surge el gran panorama histórico, el aspecto extranatural y sobrenatural. Tal es la mirada de Dante y de Wolfram; tal es la mirada de Goethe en su vejez, cuya expresión se halla, sobre todo, en el final del segundo Fausto. Si nos detenemos a contemplar este mundo del sino y del azar, acaso nos parezca un azar el que, en nuestro minúsculo planeta, perdido entre innumerables sistemas solares, se haya representado una vez

ese episodio de la «historia universal»; un azar, el que los hombres—extraños organismos animales, sobre la corteza de ese planeta—ofrezcan el espectáculo del «conocimiento», precisamente en esta forma, expuesta de tan distintos modos por Kant, Aristóteles y otros; un azar, el que, como el otro polo de ese conocimiento, aparezcan precisamente estas leyes naturales—«eternas y universales»—y evoquen la imagen de una «naturaleza» que, según cada hombre cree, es la misma para todos. La física—muy justamente—excluye el azar de su cuadro; pero un azar es, a su vez, el que la física misma haya surgido cierto día, en el período aluvial de la corteza terrestre, como una especie particular de concepción mental.

El mundo del azar es el mundo de las realidades singulares, hacia las cuales, tomadas como un futuro, vamos viviendo anhelantes o medrosos. Ellas son también el presente vivo, que ora nos deprime, ora nos excita. Ellas forman, en fin, el pasado que nosotros contemplativamente podemos revivir con fruición o con dolor. El mundo de las causas y de los efectos, en cambio, es el mundo de las permanentes posibilidades, mundo de verdades intemporales que conocemos por distinciones y análisis.

Sólo este último mundo es accesible a la ciencia. Sólo este último es idéntico a la ciencia. Quien, como Kant y la mayoría de los sistemáticos del pensamiento, no tenga ojos para el primero—el mundo como divina comedia, como espectáculo para un Dios—, sólo hallará en él una absurda maraña de azares, esta vez en el más trivial sentido de la palabra [46].

Y en cuanto a la investigación profesional, no artística, de la historia, con sus colecciones y ordenamientos de simples datos, no es casi nada más que una sanción, todo lo ingeniosa que se quiera, que confirma la banalidad del azar. La mirada capaz de penetrar hasta la realidad metafísica es la que revive en los datos el simbolismo de lo acontecido y, de esa suerte, eleva el azar a la dignidad de sino. El hombre que por sí mismo sea un sino—como Napoleón—, no necesita tener esa mirada, pues entre él, como hecho, y los demás hechos, existe una armonía metafísica que da a sus resoluciones una seguridad de ensueño [47].

Esa mirada constituye precisamente la fuerza típica de Shakespeare, en quien nadie ha buscado, ni vislumbrado siquiera, al verdadero trágico del azar. Y, sin embargo, aquí está precisamente el sentido último de la tragedia occidental, que es al mismo tiempo la copia de la idea occidental de la historia y, por lo tanto, la clave de lo que significa para nosotros la palabra «tiempo», que Kant no supo entender. Es un azar el que la situación política en Hamlet, el asesinato del rey y el problema de la sucesión a la corona, concurran justamente en un joven de este carácter. Es un azar el que Yago, un pícaro vulgar, como los que se ven en cualquier parte, elija por victima justamente a Otelo, cuya persona posee una fisonomía que no tiene nada de vulgar. ¿Y Lear? ¿Hay nada más fortuito—y, por lo tanto, «más natural»—que la reunión de esa majestad imperativa con esas pasiones fatales, transmitidas a las hijas? Shakespeare recoge la anécdota tal como la encuentra, y justamente por eso la llena con el peso de la más intima necesidad—nunca más sublime que en sus dramas romanos—. Pero esto no ha podido comprenderlo nadie todavía, porque la voluntad de inteligencia se ha ido agotando en intentos desesperados por introducir en Shakespeare una causalidad mora), una «motivación», una relación de «penitencia» a «pecado». Mas estas interpretaciones no son ni verdaderas ni falsas—verdad y falsedad son nociones que pertenecen al mundo como naturaleza y significan una crítica del mecanismo causal—, sino mezquinas, míseras, comparadas con la manera profunda como el poeta revive la anécdota efectiva. Sólo el que sienta esto podrá admirar la grandiosa ingenuidad del principio del rey Lear o de Mácbeth. Hebbel, en cambio, es todo lo contrario: anula la profundidad del azar, substituyéndola por un sistema de causas y efectos. Lo forzado, lo conceptual de sus bosquejos, que todo el mundo siente, sin poderlo explicar, proviene de que el esquema causal de sus conflictos espirituales contradice el sentimiento cósmico de la historia y su muy diferente lógica. Esos hombres no viven; vienen con su presencia a demostrarnos algo.

Se siente en Hebbel la actuación de un gran intelecto, no de una vida profunda. En lugar del azar, ha puesto un problema.

Precisamente esta especie occidental del azar es la que falta por completo en el sentimiento cósmico de los antiguos y, por lo tanto, en el drama antiguo. Antígona no posee ninguna cualidad accidental que tenga importancia para su destino.

Lo que le sucede al rey Edipo—por oposición al sino de Lear le hubiera podido suceder a cualquiera. Este es el sino antiguo, el fatum «universal humano», que vale para un«cuerpo» cualquiera y no depende en modo alguno de la personalidad accidental.

La historiografía corriente, cuando no va a perderse en las colecciones de datos, se atiene siempre al mezquino azar. Así lo quiere el sino de sus creadores, que, más o menos, son, por el espíritu, hombres de la multitud. Ante sus ojos pasan Juntas la naturaleza y la historia en una unidad popular. Y el azar, «sa sacrée Majesté le Hasard», es justamente lo más fácil de entender para el hombre de la multitud. El azar, en efecto, es la causa que permanece invisible detrás de la cortina; es lo que no ha sido aún demostrado; y esto, para el hombre vulgar, ocupa el puesto de la lógica histórica, que él no siente. La muchedumbre se halla a gusto en el cuadro anecdótico de la historia, ese coto de caza adonde los historiadores científicos van en busca de nexos causales y los novelistas y dramaturgos vulgares, de asuntos. ¡Cuántas guerras declaradas porque un cortesano celoso quiere separar a su mujer de un general! ¡Cuántas batallas perdidas o ganadas por ocurrencias ridículas! ¡Recuérdese cómo se estudiaba la historia romana en el siglo XVIII, y aun hoy la historia china!.

El abanicazo del bey de Argel, y otros casos por el estilo, llenan la escena histórica de motivos de opereta. La muerte de Gustavo Adolfo o de Alejandro parecen traídas por un dramaturgo malo. Aníbal es un simple intermezzo de la historia antigua, en cuyo curso sorprende verlo caer. El «paso» de Napoleón por la historia no carece de cierto aspecto melodramático. Quien busque la forma inmanente de la historia en alguna secuencia causal de los sucesos particulares visibles encontrará siempre, si es sincero, una comedia de burlescos absurdos. Me atrevo a creer que la escena—tan poco notada—en que salen bailando los triunviros borrachos en el Antonio y Cleopatra, de Shakespeare—para mí una de las más fuertes en esta obra de infinita profundidad—, responde al desprecio que el primer trágico histórico de todos los tiempos profesaba al aspecto «pragmático» de la historia. Pues este aspecto es el que ha dominado siempre en el «mundo».

A los ambiciosos pequeños les ha dado ánimo y esperanza de actuar en la historia. Rousseau y Marx se figuraban que mirando hacia él y considerando su estructura racionalista iban a poder cambiar «el curso del mundo» con una teoría.

La interpretación social o económica de los desarrollos políticos, que es la más alta cumbre a que se eleva hoy la historiografía, tiene un cariz biológico que la hace siempre sospechosa de fundarse en nexos mecánicos, y así resulta tan trivial y popular.

En algunos momentos importantes tuvo Napoleón un fuerte sentimiento de la profunda lógica del devenir cósmico.

Pudo vislumbrar entonces hasta qué punto él mismo era un sino y hasta qué punto tenia un sino. «Me siento empujado hacia un fin que no conozco. Tan pronto como lo haya alcanzado, tan pronto como ya no sea yo necesario, bastará un átomo para hacerme pedazos; pero, hasta entonces, nada podrán contra mi todas las fuerzas humanas», decía al comenzar la campaña de Rusia. He aquí un pensamiento que no es pragmático. En este momento siente Napoleón que la lógica del sino no necesita ni un hombre determinado ni una situación particular; él mismo, como persona empírica, hubiera podido caer en Marengo, pero lo que él significaba se hubiera realizado entonces en otra forma. Una melodía, entre las manos de un gran músico, es susceptible de muchas variaciones. Acaso estas variaciones le parezcan al auditor sencillo melodías totalmente distintas, y, sin embargo, en lo profundo—en muy diferente sentido—no habrá cambiado la melodía. La época de la unidad nacional alemana se realizó en la persona de Bismarck; la época de la guerra de la Independencia se realizó en amplios y casi innominados acontecimientos, Estos dos «temas», hablando en términos musicales, pudieron muy bien desarrollarse de otro modo. Bismarck pudo ser despedido antes; la batalla de Leipzig pudo perderse; el grupo de las guerras de 1864, 1866 y 1870 pudo no tener lugar y verificarse, en cambio, acciones diplomáticas, dinásticas, revolucionarias o económicas—a manera de
«modulaciones»-—. Sin embargo, el sello fisiognómico de la historia occidental, por oposición al estilo, v. gr., de la historia india, exige, por decirlo así, con necesidad contrapuntística, que haya, en los pasos decisivos, fuertes acentos, guerras o grandes personalidades. Bismarck mismo indica en sus Recuerdos que en la primavera de 1848 hubiera podido obtenerse una unidad más amplia que la que se obtuvo en 1870; pero falló por la política del rey de Prusia, o más exactamente por el gusto personal del rey. Sin embargo, este desarrollo de la frase musical hubiera sido, para el propio sentimiento de Bismarck, incoloro y desabrido, y hubiera exigido necesariamente una coda (dacapo e poi la coda). Pero ninguna forma de la realidad hubiera podido alterar el sentido de la época: el tema. Goethe pudo quizá morir joven; su idea, no. Fausto y Tasso no hubieran sido escritos; pero hubieran «existido», aunque sin realidad poética y en un sentido muy misterioso.

Un azar ha sido el que la historia de la humanidad superior se haya desenvuelto en la forma de grandes culturas; un azar, el que una de esas culturas haya despertado a la vida en la Europa occidental hacia el año 1000; pero desde el momento en que nació, hubo de seguir«la ley con que había empezado». Hay para cada época una infinita multitud de posibilidades sorprendentes e imprevisibles de realizarse en hechos individuales; pero la época misma es necesaria, porque la impone la unidad vital de la cultura. El tener tal o cual forma interior, precisamente, es cosa que pertenece a su destino mismo. Otros azares podrán hacer que su evolución sea grandiosa o mezquina, feliz o dolorosa, pero no pueden alterarla. Hechos irrevocables son no sólo los casos particulares, sino también los tipos particulares: el tipo del «sistema polar», con los planetas y sus trayectorias, en la historia del universo; el tipo del «ser vivo», con su juventud, su vejez, su duración, su reproducción, en la historia de nuestro planeta; el tipo del hombre, en la historia de los seres vivos; el tipo de la gran cultura [48], en el estadio humano de la «historia universal». Y estas culturas tienen una afinidad esencial con las plantas: permanecen durante toda su vida adheridas al suelo de donde brotaron. Por último, también es típico el modo como los hombres de una cultura conciben y viven el sino, por muy distintos colores que presenten las diferentes imágenes individuales. Lo que sobre esto se dice aquí no es «verdad», sino que es «necesario íntimamente» para esta cultura y este período. Y si convence a otras personas, no es porque la verdad sea una sola, sino porque estas personas pertenecen a la misma época.

El alma cuotidiana de la antigüedad no pudo vivir su vida, adherida a los primeros planos del presente, sino en la forma de azares de estilo antiguo. Si para el alma occidental es licito interpretar el azar como un sino de inferior potencia, recíprocamente será lícito, para el alma antigua, interpretar el sino como un azar sublimado. Esto es lo que significan ananké, eimarmené, fatum. El alma antigua no vivió propiamente la historia. Esto quiere decir que le faltó el sentido propio para una lógica del sino. No nos dejemos engañar por las palabras. La diosa más popular del helenismo fue Tyqué, que apenas podía distinguirse de Ananké. Nosotros, en cambio, sentimos el sino y el azar con toda la gravedad de una oposición. Y todo depende, para nosotros, del modo como ambos términos se concilien en las profundidades de nuestra existencia. Nuestra, historia es la historia de las grandes conexiones. La historia antigua—me refiero no sólo a la imagen que de ella nos dan sus historiadores, como Herodoto, sino a la historia en su plena realidad—es una colección de anécdotas, esto es, una serie de casos plásticos. El estilo de la existencia antigua, en general, como el de cada una de sus vidas en particular, es siempre anecdótico, en el más hondo sentido de esta palabra. El aspecto corpóreo y tangible de los sucesos se condensa en azares anti históricos, demoníacos, absurdos, que ocultan y niegan la lógica del acontecer. Todas las fábulas de las grandes tragedias antiguas consisten en azares, que constituyen una mofa de todo sentido del mundo. No de otro modo puede definirse el significado de la palabra eÞmarm¤nh en oposición a la lógica shakespeariana del azar. Repitámoslo: lo que cae sobre Edipo desde fuera de él mismo y sin ninguna necesidad interna hubiera podido acontecerle a cualquier otro hombre, sin excepción. Esta es la forma del mito antiguo. Comparemos esto con la profunda e intima necesidad que hay en el sino de Otelo, de Don Quijote, de Werther; necesidad condicionada por una existencia entera y por la relación de esta existencia con la época a que pertenece. Aquí se opone, como ya se ha dicho, la tragedia de situación a la tragedia de carácter. Mas en la historia misma se repite esta oposición. Todas las épocas de la historia occidental tienen carácter; las de la antigüedad presentan situaciones. La vida de Goethe manifiesta la lógica del sino; la de César es una serie de azares míticos. Shakespeare es el que retrospectivamente ha introducido en ella la lógica. Napoleón es un carácter trágico; Alcibíades cae en situaciones trágicas. La astrología, en la forma en que, desde el gótico hasta el barroco, impera sobre el sentimiento cósmico, incluso de sus propios adversarios, quería dominar todo el curso futuro de la vida.

El horóscopo fáustico, cuyo ejemplo más conocido es quizá el de Wallenstein, establecido por Képler, presupone que toda la vida futura de un hombre ha de seguir una dirección unitaria y congruente. El oráculo antiguo, en cambio, que se refiere siempre a casos aislados, es propiamente el símbolo del azar absurdo, del instante; subraya, en el curso del mundo, lo punctiforme, lo inconexo, y por eso los oráculos encajaban perfectamente en el género de historia que escribían y vivían los atenienses. ¿Ha habido nunca un griego que tenga conciencia de una evolución histórica hacia un fin? En cambio, nosotros no hemos podido nunca, sin esa conciencia, ni meditar sobre historia ni hacer la historia. Comparemos el sino de Atenas y el de Francia en las épocas correspondientes de ambas culturas, esto es, desde Temístocles y Luis XIV; encontraremos que el estilo del sentimiento histórico y el estilo de la realidad son siempre uno mismo: aquí una lógica extremada, allá una extremada falta de lógica.

Ahora se comprenderá bien el último sentido de este hecho importantísimo. La historia es la realización de un alma.

Uno y el mismo estilo predomina en la historia que se hace y en la historia que se contempla. La matemática antigua excluye el símbolo del espacio infinito; por lo tanto, la historia antigua lo excluye igualmente. No en vano el escenario de la existencia antigua es el más pequeño de todos: la Polis, la ciudad aislada. A la vida antigua le falta horizonte y perspectiva—a pesar del episodio de las campañas de Alejandro—, exactamente lo mismo que al escenario del teatro ático, cerrado por un muro en el fondo. Comparemos con esto las consecuencias lejanas que produce entre nosotros la diplomacia o el capital. Los griegos y los romanos, en su cosmos, no conocieron ni reconocieron por reales mas que los primeros términos de la naturaleza; rechazaron íntimamente la astronomía caldea; sólo tuvieron dioses domésticos, urbanos y rurales [49], nunca dioses siderales, y no -pintaron mas que primeros planos. Jamás se produjo en Atenas, Corinto o Sicione un paisaje con horizonte de montañas, nubes galopantes y lejanas ciudades. En las pinturas de los vasos encontramos solamente figuras aisladas, euclidianas, que se bastan artísticamente a si mismas. Los grupos, en los frontones de los templos, son siempre de estructura aditiva, nunca contrapuntística. Los griegos vivían también emociones de primer plano. El sino era, para ellos, lo que de pronto empuja al hombre, no el «curso de su vida». Asi creo Atenas, junto a la pintura al fresco de Polignoto y la geometría de la Academia platónica, la tragedia del sino, en el sentido de la «Novia de Messina». El absurdo perfecto de la fatalidad ciega, encarnada, v. gr., en la maldición de los Atridas, representaba, para el alma ahistórica de los antiguos, íntegramente el sentido de su mundo.

Para aclarar lo dicho sirvan algunos ejemplos audaces, pero que ya no podrán ser mal interpretados. Imaginemos a Colón apoyado por Francia, en lugar de serlo por España. Durante algún tiempo fue esto incluso lo más verosímil. Francisco I, dueño de América, hubiera obtenido, sin duda, la corona imperial, en lugar del español Carlos V. La época primera del barroco, desde el saqueo de Roma hasta la paz de Westfalia, que es en religión, espíritu, arte, política, costumbres, el siglo español— que sirvió en todo de base y premisa al siglo de Luis XIV—, no hubiera recibido su forma en Madrid, sino en París. En lugar de los nombres de Felipe, Alba, Cervantes, Calderón, Velázquez, citaríamos actualmente a ciertos grandes franceses que, hoy por hoy, han quedado nonatos—que asi puede expresarse esta concepción difícil—.

El estilo eclesiástico, fijado ya entonces definitivamente por el español Ignacio de Loyola y por el Concilio tridentino, imbuido de espíritu loyolista; el estilo político, definido por la estrategia española, por la diplomacia de los cardenales Españoles, por el espíritu cortesano del Escorial hasta el Congreso de Viena y, en sus rasgos esenciales, hasta más allá de Bismarck; la arquitectura barroca, la gran pintura, la etiqueta, la sociedad distinguida de las grandes urbes, todo eso lo hubieran representado otros ingenios en la nobleza y en el clero, otras guerras que las de Felipe II, otro arquitecto que Vignola, otra corte. El azar eligió el gesto hispánico para la segunda edad de la cultura occidental. Pero la lógica interna de la época, que debía encontrar su conclusión en la gran Revolución francesa—o en otro suceso de análogo porte—, permaneció intacta.

La Revolución francesa pudo ser representada por un suceso de otra forma, en otro sitio: en Inglaterra o Alemania, por ejemplo. Su idea, como luego veremos, el tránsito de la cultura a la civilización, la victoria de la urbe mundial inorgánica sobre el campo orgánico, que se convierte en «provincia», en el sentido espiritual de esta palabra, era una idea necesaria, y lo era en ese preciso momento. Para indicar esto, debemos emplear la voz época en su sentido antiguo, hoy ya algo borroso (por la confusión entre época y período). Un suceso hace época cuando señala, en el organismo de una cultura, un paso necesario que pertenece a su sino. El acontecimiento fortuito, cristalización de la superficie histórica, pudo ser substituido por otros azares correspondientes; la época, empero, es necesaria y está prefijada. Puede un suceso tener la significación de época o solamente de episodio, con respecto a una cultura y al curso de la misma; esto se halla, como hemos visto, en relación estrecha con las ideas de sino y de azar, y también, por lo tanto, con la diferencia entre la tragedia occidental, que es de «época », y la tragedia antigua, que es de «episodios».

Pueden distinguirse también las épocas en anónimas y personales, según su tipo fisiognómico en el cuadro de la historia. Entre los azares de primer orden se cuentan las grandes personalidades con la fuerza plástica de su sino personal, que incorpora a su forma el sino de miles de hombres, de pueblos y períodos enteros. Pero lo que distingue a los afortunados sin grandeza interior—como Dantón y Robespierre—de los héroes históricos es que en aquéllos el sino personal no presenta otros trazos que los del sino general. «Los Jacobinos», a pesar de su nombre sonoro, constituyen en conjunto, y no algunos de ellos, el tipo que ha predominado en aquel tiempo.

La primera parte de la Revolución es, pues, época anónima; la segunda, la napoleónica, es sobremanera personal. La inaudita vehemencia de estas manifestaciones llevó a término, en pocos años, la misma empresa que la época correspondiente de la antigüedad—386 a 322— hubo de realizar confusa e inseguramente en varios decenios de subterránea reconstrucción.

La esencia de todas las culturas exige que, al presentarse un nuevo estadio, exista igual posibilidad de realizar lo necesario, bien por medio de un gran personaje—Alejandro, Diocleciano, Mahoma, Lutero, Napoleón—, bien por medio de un hecho casi anónimo, de forma interior significativa—guerra del Peloponeso, guerra de los Treinta Años, guerra de la Sucesión de España—, bien por una evolución confusa e imperfecta—época de los diadocos, época de los Hycsos, interregno alemán—. ¿Cuál de estas formas tiene a su favor la verosimilitud? Esta es ya una cuestión de estilo histórico, es decir, trágico.

Lo trágico en la vida de Napoleón—que aun está esperando a un poeta bastante grande para concebirlo y darle forma—consiste en que, habiéndose pasado la vida luchando contra la política inglesa, máximo representante del espíritu inglés, esa continua lucha acabó por imponer en el continente ese mismo espíritu inglés, que, tomando la forma de los «pueblos libertados», llegó a ser lo bastante poderoso para vencerle a él y hacerle morir en Santa Elena. No fue Napoleón el fundador del principio de la expansión. Este principio tiene su origen en el puritanismo del círculo de Cromwell, que dio vida al sistema colonial inglés [50]; y esa fue la tendencia del ejército revolucionario, desde la jornada de Valmy, que sólo Goethe comprendió, como lo demuestran sus famosas palabras en la noche de la batalla. Los soldados franceses iban empujados por las ideas de la filosofía inglesa, que conocían a través de los hombres educados en ella, como Rousseau y Mirabeau. No fue Napoleón el que creó esas ideas; fueron esas ideas las que crearon a Napoleón. Y cuando éste ocupó el trono, hubo de seguir realizándolas, en contra de la única potencia, Inglaterra, que quería lo mismo. El imperio napoleónico es una creación de sangre francesa, pero de estilo inglés.

Locke, Shaftesbury, Clarke, y sobre todo Bentham, elaboraron en Londres la teoría de la civilización «europea», el helenismo de occidente. Bayle, Voltaire, Rousseau la trasladaron a París. En nombre de esa Inglaterra del parlamentarismo, de la moral comercial y del periodismo, se luchó en Valmy, Marengo, Jena, Smolensk y Leipzig, y el espíritu inglés fue el que venció en todas esas batallas—a la cultura francesa de occidente [51]. El primer Cónsul no tenia el propósito de incorporar Europa a Francia; quería, ante todo—¡el pensamiento de Alejandro en el umbral de toda civilización!—, constituir un imperio colonial francés, en lugar del inglés, afianzando asi en bases inconmovibles la hegemonía politicomilitar de Francia sobre el territorio cultural de Occidente. Este hubiera sido el imperio de Carlos V, en donde no se ponía el sol, y hubiera estado, a pesar de Colón y de Felipe II, concentrado en París y organizado no como unidad eclesiásticocaballeresca, sino como conjunto económicomilitar. Hasta ese punto quizá habla un sino en su misión; pero desde la paz de París, en 1763, estaba ya decidida la cuestión en contra de Francia. Los poderosos planes de Napoleón fracasaron siempre por azares nimios: primero, delante de San Juan de Acre, por un par de cañones que los ingleses desembarcaron a tiempo; otra vez, después de la paz de Amiens, teniendo ya en su poder todo el valle del Misisipí, hasta los grandes lagos, y estando en relación con Tippo Sahib, que defendía entonces la India oriental contra los ingleses, porque su almirante mandó un movimiento equivocado, que le obligó a interrumpir una empresa cuidadosamente preparada; por último, había proyectado un nuevo desembarco en Oriente, apoderándose del Mar Adriático, ocupando la Dalmacia, Corfú y toda Italia, y negociando con el shah de Persia sobre un ataque a la India, cuando se interpuso el capricho del emperador Alejandro; y en efecto, si éste, llegado el momento, hubiese emprendido la marcha sobre la India, el plan napoleónico hubiera tenido un éxito seguro. Mas cuando, después de fracasadas todas sus combinaciones extraeuropeas, decidió como última ratio en su lucha contra Inglaterra anexionarse Alemania y España, estos países, imbuidos de sus ideas revolucionarias inglesas, se alzaron contra él, contra el propio medianero de esas ideas. Este paso hizo ya superfina su actuación [52].

El sistema colonial universal, que el espíritu español bosquejara antaño, pudo recibir entonces el sello de Inglaterra o el de Francia; los Estados Unidos de Europa, que fueron entonces lo que «corresponde» a los reinos de los diadocos y que serán más tarde lo que corresponda al Imperio romano, pudieron haber sido organizados por Napoleón como monarquía romántica militar, de base democrática, o podrán realizarse en el siglo XXI por el esfuerzo de un hombre práctico, de estilo cesáreo, como organismo económico; todo esto pertenece a los azares del cuadro histórico. Las victorias y derrotas de Napoleón, detrás de las cuales se oculta siempre una victoria inglesa, una victoria de la civilización sobre la cultura; su Imperio, su caida, la grande nation, la episódica liberación de Italia, que, en 1796 como en 1859, no fue mas que el cambio de ropa política de un pueblo, que desde hacia tiempo había perdido ya toda significación; la destrucción del Imperio alemán, ruina gótica, todas estas formaciones son superficiales. Tras ellas se desenvuelve la gran lógica de la historia verdadera, de la historia invisible; y en el sentido de esta lógica realizó entonces el Occidente el tránsito de la cultura, que culmina en el ancien régime, en forma francesa, a la civilización, que lleva el sello británico. Como símbolos de épocas «correspondientes» emparéjanse la toma de la Bastilla, Valmy, Austerlitz, Waterloo, el engrandecimiento de Prusia, con los hechos de la historia antigua que se denominan batallas de Queronea y Cárgamela, expedición a la India y la victoria romana de Sentinum. Se comprende bien que en las guerras y en las catástrofes políticas, que son la materia fundamental de nuestra historiografía, no es la victoria lo esencial de una lucha ni es la paz el término de una revolución.

El que se haya asimilado estas ideas comprenderá las consecuencias fatales que había de tener el principio de causalidad para los que quisieran vivir la verdadera historia. El principio de causalidad, en su forma rígida, no aparece hasta los estadios posteriores de la cultura, y actúa entonces con predominio tiránico sobre la imagen cósmica. Kant tuvo la precaución de definir la causalidad como la forma necesaria del conocimiento, y nunca se insistirá bastante en que por tal debe entenderse sólo la concepción intelectualista del mundo circundante. Las palabras «forma necesaria» fueron oídas con gusto; pero nadie se fijó en que el principio se limitaba a una sola esfera del conocimiento, de la que están excluidas justamente la contemplación y la sensación de la historia viva. El conocimiento de los hombres y el conocimiento de la naturaleza son, por esencia, irreductibles uno a otro. Pero el siglo XIX ha intentado borrar los límites entre la naturaleza y la historia en favor de la primera. Queriendo pensar históricamente, ha olvidado que en la historia no es lícito pensar como en la naturaleza. Al aplicar con violencia a lo viviente el esquema rígido de una relación espacial y enemiga del tiempo, la relación de causa a efecto, ha impreso en el aspecto visible del acontecer las líneas constructivas de la imagen física, y nadie—en medio de una espiritualidad decadente, urbana, habituada a la coacción de la causalidad—sintió el profundo absurdo de una ciencia que, por error metódico, quería concebir un producirse orgánico como un producto mecánico. Pero el día no es la causa de la noche, ni la juventud la de la vejez, ni la flor la del fruto. Todo lo que concebimos con el intelecto tiene una causa; todo lo que vivimos como organismo con intima certidumbre tiene un pasado. La causa caracteriza el «caso», que es posible siempre y en cualquier parte, y cuya forma interna permanece idéntica a sí misma, sin que nada importe que ocurra, en efecto, en cierto momento y con tal o cual frecuencia; el pasado, en cambio, caracteriza el acontecimiento, que fue una vez y no vuelve a ser nunca más. Y según hayamos concebido una cosa, en el mundo circundante, por modo crítico y consciente, o por modo fisiognómico e involuntario, así nuestra conclusión partirá, o de la experiencia técnica, o de la experiencia vital, y llegará o a una causa intemporal en el espacio, o a una dirección que, partiendo del ayer, nos conduce al hoy y al mañana.

Pero el espíritu de nuestras grandes urbes rechaza tales conclusiones. Rodeado de una técnica y de una maquinaria, que él mismo ha creado, arrancando a la naturaleza su más peligroso secreto: la ley quiere también, con esa técnica, conquistar la historia teórica y prácticamente. Finalidad, he aquí el término de que se ha valido para transformar la historia a su semejanza. En la concepción materialista de la historia predominan las leyes mecánicas; de donde se dedujo que nos es lícito dar a ciertos ideales utilitarios, como la ilustración, la humanidad, la paz universal, el valor de fines de la historia, que deberá alcanzar la «marcha del progreso». Pero en estos ensayos seniles se extingue por completo el sentimiento del sino, y con él la audacia juvenil, que, henchida de futuro y olvidada de sí misma, se entrega íntegramente a una obscura decisión.

Pues sólo la Juventud tiene futuro, es futuro. El misterioso sonido de esta palabra equivale a dirección del tiempo y a sino. El sino es siempre joven. El que pone en su lugar una serie de efectos y causas, ése considera lo no realizado aún como algo ya viejo y pasado. Fáltale la dirección. Pero el que rebosante de afanes lanza su vida adelante, ése no necesita pensar en fines ni utilidades. Se comprende a sí mismo como el sentido de todo cuando ha de suceder. Esta es la fe que tuvieron en su estrella César y Napoleón, la fe que nunca abandona a los grandes héroes de la acción; ésta es la confianza que yace profunda, a pesar de la melancolía Juvenil, en toda niñez, en toda generación joven, en todo pueblo y cultura joven, y, si repasamos la historia, en todos los activos y contemplativos que con los cabellos blancos fueron siempre jóvenes, más jóvenes que los que se inclinan prematuramente a la finalidad intemporal. En los primeros días de la niñez se descubre la significación puramente sensitiva del mundo circundante, que entonces es momentáneo; para el niño, sólo las personas y cosas de su contorno inmediato son esenciales. Pero ese sentido del mundo va amplificándose en una experiencia silenciosa e inconsciente, hasta llegar a la imagen comprensiva, que es la expresión general de toda la cultura, en ese estadio de su desarrollo, y cuyos intérpretes sólo pueden ser el gran conocedor de hombres y el gran historiador.

Ahora podemos establecer la diferencia que existe entre la impresión inmediata del presente y la imagen del pasado, que sólo en el espíritu se representa; es decir, entre el mundo como acontecimiento y el mundo como historia. A aquél se dirige la mirada certera del hombre activo, del político, del general; a éste la del historiador contemplativo, la del poeta.

Sobre aquél se actúa prácticamente, padeciendo o haciendo; éste queda sometido a la cronología, símbolo magno del irrevocable pasado [53]. Miramos hacia atrás y vivimos hacia adelante, hacia lo imprevisto; pero en la imagen del acontecer singular y único insinúanse desde la niñez, por obra de la experiencia técnica, los rasgos de lo previsible, la imagen de una naturaleza regular, legal, que no depende del tacto fisiognómico, sino del cálculo intelectualista. Vemos una res, y nos aparece primero como un ser vivo y en seguida como un alimento; vemos caer un rayo, y primero lo sentimos como un peligro, pero en seguida lo consideramos como una descarga eléctrica. Esta imagen del mundo, secundaria, posterior y, por decirlo así, petrificada, va poco a poco substituyendo a la primera. La imagen del pasado se mecaniza, se materializa, y nos permite extraer de su seno una serie de reglas causales, que se aplican al presente y al futuro. Y así nace la creencia de que existen leyes históricas y de que podemos adquirir una experiencia intelectual de ellas.

Pero la ciencia es siempre ciencia de la naturaleza. No hay saber mecánico, no hay experiencia técnica, sino de los producido, de lo extenso, de lo conocido. Vivimos la historia y conocemos la naturaleza; es decir, el mundo sensible concebido como elemento, contemplado en el espacio, envuelto en la ley de causa y efecto. ¿Existe, pues, en fin de cuentas, una ciencia de la historia? Recordemos que la imagen que cada persona se forma del mundo está más o menos próxima a una de las dos imágenes ideales, y tiene siempre algo de ambas; que no hay «naturaleza» sin armonías vivientes; que no hay «historia» sin armonías causales. En la naturaleza, dos acciones homogéneas producen, sin duda, el mismo resultado legal; pero cada una en particular es un suceso histórico, que tiene una fecha y que jamás volverá a producirse. En la historia, los datos del pasado—cronologías, estadísticas, hombres, figuras [54]—forman un tejido consistente y rígido. Los hechos «son como son», aun cuando nosotros no los conozcamos. Todo lo demás es imagen, theoria, allí como aquí.

Pero la historia consiste en el hecho mismo de «estar en la imagen», y el material de los hechos se halla a su servicio. En la naturaleza, en cambio, la teoría sirve para la adquisición del material, que es propiamente el fin que se consigue.

No hay, pues, una ciencia de la historia, sino una ciencia preparatoria para la historia, una ciencia que proporciona a la historia el conocimiento de lo que ha existido. Pero para la visión histórica misma, los datos son siempre símbolos. En cambio, la física es solamente ciencia. Su origen y su fin son técnicos, y por eso no quiere otra cosa que hallar datos, leyes mecánicas; y si dirige la mirada hacia algún otro objeto, al punto se toma en metafísica, en algo que está más allá de la física, más allá de la naturaleza. Por eso los datos históricos y los datos físicos son totalmente diferentes. Estos se repiten de continuo; aquéllos, nunca. Estos son verdades; aquéllos, hechos. Asi, pues, por muy próximos parientes que en la vida diaria nos parezcan los «azares» y las «causas», sin embargo, pertenecen a dos mundos totalmente distintos. Seguramente la imagen histórica de un hombre—y con ella el hombre mismo—será tanto más mezquina cuanto mayor predominio alcance en ella el azar palpable; y una historiografía será, pues, tanto más vacua cuanto mayor sea el número de relaciones efectivas que necesite establecer para explicar su objeto. El que vive la historia con profundidad, rara vez tiene impresiones estrictamente «causales», y si las tiene, ha de sentirlas seguramente como insignificantes. Examinad los escritos de Goethe sobre Ciencias naturales, y admiraréis la representación de una naturaleza viva, sin fórmulas, sin leyes, casi sin rastro de causalidad. El tiempo no es para Goethe distancia, sino sentimiento. Al mero científico, que analiza y ordena con crítica, pero sin intuición ni sensación, no le es dado vivir lo último y más profundo. La historia, empero, exige ese don. Y asi resulta verdad la paradoja de que un historiador será tanto más significativo e importante cuanto menos tenga de propiamente científico.

¿Es lícito acotar un grupo de fenómenos elementales, de carácter social, fisiológico o ético, y considerarlo como la causa de otro grupo? La historiografía racionalista, y más aún la sociología actual, no hacen, en realidad, otra cosa, y eso es lo que llaman comprender la historia, profundizar en el conocimiento histórico. Pero para el hombre civilizado, profundizar significa siempre hallar el fin racional. Sin fines racionales, el mundo para él carecería de sentido. Desde luego, resulta bastante cómica esa libertad de elegir las causas fundamentales, que no es una libertad física. Un investigador toma como -prima causa este grupo; otro, aquél—inagotable fuente de polémicas—, y todos llenan sus libros de supuestas explicaciones, que interpretan el curso de la historia como si fuera un sistema de nexos físicos. Schiller, en una de sus inmortales trivialidades, ha encontrado la expresión clásica, que caracteriza este método: aquel famoso verso en que dice que «el hambre y el amor» hacen moverse al mundo. El siglo XIX, pasando del racionalismo al materialismo, ha dado a esta opinión el valor de una regla canónica y ha consagrado asi el culto de lo útil, Darwin, en nombre del siglo, ha sacrificado la teoría de Goethe en aras de la utilidad. La lógica orgánica de los hechos vitales ha sido substituida por un mecanismo disfrazado de


fisiología. La herencia, la adaptación, la selección, son causas finales de contenido puramente mecánico. En lugar de los destinos históricos, se han puesto movimientos naturales «en el espacio». Pero ¿puede decirse que haya «procesos» históricos, espirituales y, en general, procesos vivientes? Los «movimientos» históricos, como, por ejemplo, la época de la ilustración o el Renacimiento, ¿tienen algo que ver con el concepto físico de movimiento? Desde luego, con la palabra proceso quedaba suprimido el sino y «explicado» el misterio del devenir. Ya el acontecer universal no tiene una estructura trágica, sino sólo una estructura matemática. Ahora el historiador «exacto» supone que el cuadro histórico está constituido por una serie de situaciones de tipo mecánico, que pueden conocerse por medio de análisis intelectuales, como un experimento físico o una reacción química.

Los motivos, los medios, los modos, los fines, deben formar, por lo tanto, un tejido palpable en la faz de la historia. La perspectiva queda, pues, simplificada por modo sorprendente, y hay que confesar que, para un observador que sea lo suficientemente mezquino, esta hipótesis es legitima y conviene perfectamente con su persona y con su imagen del mundo.

¡Hambre y amor! [55]. He aquí, según este punto de vista, las causas mecánicas de los procesos mecánicos que constituyen la «vida de los pueblos». Los problemas sociales y los problemas sexuales—que pertenecen ambos a una física o química de la existencia pública, demasiado pública—son, pues, los temas evidentes de esta concepción utilitaria de la historia, y también, por lo tanto, los de la tragedia que le corresponde. El drama social aparece necesariamente con el materialismo histórico. Y lo que en las «Afinidades electivas» es sino, en el sentido más alto de la palabra, se reduce a un problema sexual en La dama del mar. Ni Ibsen ni ninguno de los poetas intelectualistas de nuestras grandes ciudades han hecho obra de poetas; todos han establecido una relación de causalidad entre una causa primera y un último efecto. Las duras luchas artísticas de Hebbel significan un esfuerzo supremo por vencer ese elemento absolutamente prosaico de su talento, más crítico que intuitivo, aunque Hebbel era un verdadero poeta. De aquí la tendencia desmedida, y totalmente contraria a Goethe, que le lleva a motivar los acontecimientos. Motivar significa en Hebbel, como en Ibsen, querer dar a la tragedia la forma de causas y efectos. Hebbel habla algunas veces de trayectorias helicoidales en la motivación de un carácter; analiza y transforma la anécdota hasta convertirla en un sistema, en la prueba de un caso; véase cómo ha tratado la historia de Judit. Shakespeare, en cambio, la hubiera tornado tal como fue y hubiera vislumbrado el secreto del universo en el encanto fisiognómico de un suceso auténtico. Goethe ha dicho una vez: «No busquéis nada tras los fenómenos; los fenómenos mismos son la teoría.» Pero esta sentencia no era inteligible para el siglo de Marx y de Darwin. Ni en la fisonomía del pasado se ha sabido leer un sino, ni en la tragedia se ha querido representar un puro sino.

El culto de lo útil ha impuesto, allí como aquí, otros fines muy distintos. Se ha creado arte, para demostrar tesis. Se «tratan» «cuestiones» del tiempo; se «resuelven» problemas sociales. La escena, como la historiografía, es un buen medio para ello. El darwinismo, quizá sin darse cuenta, ha dado una eficacia política a la biología. La hipotética mucosidad primaria se ha encontrado ahora en posesión de una actividad democrática, y la lucha de los gusanos por la existencia constituye una enseñanza ejemplar para los bípedos, que han venido al mundo simplemente y sin complicaciones.

Y, sin embargo, los historiadores hubieran debido tomar ejemplo de los físicos, que representan a nuestra ciencia más adelantada y rigurosa, y aprender de ellos la necesaria cautela. Aun admitiendo el uso del método causal en la historia, ofende la mezquindad con que lo aplican nuestros historiadores. Les falta, en efecto, esa disciplina espiritual, esa grandeza de miras que caracterizan al físico; y no hablemos del profundo escepticismo implícito en la manera como el físico usa dé las hipótesis [56]. Este, en efecto, considera sus átomos y electrones, sus corrientes y sus campos de fuerza, el éter y la masa, no como los concibe la fe ingenua del lego y del monista, sino como imágenes que se acoplan a las relaciones abstractas de sus ecuaciones diferenciales, para envolver en intuiciones los números que por si mismos son inaccesibles a la intuición. El físico escoge con cierta libertad entre varias teorías, sin buscar en ellas más realidad que la de unos signos convencionales [57]. El físico sabe que por ese camino, que es el único posible para su ciencia, sólo puede llegar a obtener, además de algunas experiencias sobre la estructura técnica del contorno cósmico, una interpretación simbólica del universo; nada mas. Desde luego, sabe que no es posible un «conocimiento», en el sentido optimista popular. Conocer la imagen de la naturaleza—que es la creación, la copia del espíritu, el alter ego del espíritu, en el reino de la extensión—significa conocerse a si mismo.

Así como la física es nuestra ciencia más adelantada, asi la biología, que investiga el cuadro de la vida orgánica, es nuestra ciencia más floja, tanto por su contenido como por su método. La serie de los estudios naturalistas de Goethe demuestra perfectamente que una verdadera investigación histórica debe ser, ante todo, fisiognómica- Goethe se ocupa de mineralogía, y al punto los conocimientos se componen en su espíritu, formando un cuadro histórico de la tierra, en el cual el granito, su roca predilecta, significa aproximadamente eso que yo llamo, en la historia de los hombres, el elemento humano primitivo. Comienza a investigar algunas plantas conocidas, y en seguida se le aparece el protofenómeno de la metamorfosis, protoforma de toda la historia vegetal, y llega a esas extrañas y profundas concepciones sobre la tendencia vertical y espiral de la vegetación, que nadie todavía ha comprendido bien. Sus estudios osteológicos, orientados hacia la intuición de lo viviente, le llevan al descubrimiento del os intermaxillare en el hombre, y a la concepción de que el cráneo de los vertebrados se ha desarrollado partiendo de seis vértebras. No habla nunca de causalidad. Goethe sintió la necesidad del sino tal como la ha expresado en sus órficas palabras:

Asi debes tú ser, y no puedes huir de ti mismo. Así lo han dicho ya las sibilas, así los profetas. Y ningún tiempo ni poder ninguno pulveriza La forma estampada, que en la vida se desenvuelve.

La simple química astral, el lado matemático de las observaciones físicas, la fisiología propiamente dicha, le importan muy poco a este gran historiador de la naturaleza, porque son cosas sistemáticas, experiencia de lo producido, de lo muerto, de lo rígido. He aquí el fundamento de su polémica contra Newton—un caso en que las dos partes tienen razón—:

Newton conoció en el color muerto el proceso natural exacto y legal; Goethe, artista, vivió
el color en la intuición sensible.

Aquí se manifiesta claramente la oposición de los dos mundos, y ahora la condenso, en todo su rigor.

La historia tiene el carácter del hecho singular; la naturaleza, el de la constante posibilidad. El que observa la imagen del mundo en derredor, para descubrir las leyes por las cuales debe realizarse, sin tener en cuenta la diferencia entre el acontecer real y el acontecer posible; el que observa el mundo prescindiendo del tiempo, es un investigador de la naturaleza, hace labor de verdadera ciencia. La necesidad de una ley natural—y otras leyes no existen—permanece intacta, ya se manifieste la cosa con frecuencia infinita o no se manifieste nunca; esto quiere decir que la necesidad de la ley es independiente del sino. Hay miles de combinaciones químicas que nunca se verificaron ni son jamás producidas; pero están demostradas como posibles y, por lo tanto, existen— para el sistema fijo de la naturaleza, no para la fisonomía del universo en sus continuos giros—. Un sistema consta de verdades; una historia descansa sobre hechos. Los hechos se siguen unos a otros; las verdades se siguen unas de otras. Tal es la diferencia que existe entre el «cuando» y el «como». Hay relámpagos: he aquí un hecho que puede indicarse con un ademán mudo.

Si hay relámpagos, hay también truenos; para comunicar esto hace falta una frase. La experiencia intuitiva puede ser muda; el conocimiento sistemático exige palabras. «Sólo es definible lo que no tiene historia», dice Nietzsche. La historia, empero, es el acontecer actual, disparado hacia el futuro y con la vista vuelta al pasado. La naturaleza está más allá del tiempo; tiene el carácter de la extensión, no el de la dirección. En la naturaleza domina la necesidad matemática. En la historia, la necesidad trágica.

En la realidad de la existencia vigilante se entrecruzan ambos mundos: el de la observación y el del abandono, del mismo modo que en un tapiz flamenco el hilo y la trama «producen» la imagen. Toda ley, para existir ante la inteligencia, necesita haber sido descubierta cierto día de la historia por una disposición del sino; esto es, necesita haber sido vivida; y todo sino aparece a su vez envuelto en una vestidura sensible—personas, hechos, escenas, gestos—, en la cual actúan las leyes naturales. La vida humana primitiva estaba entregada a la unidad demoníaca del sino; la conciencia de los hombres cultos, llegados a la madurez, no puede acallar jamás la contradicción entre aquella primera y esta posterior imagen del mundo; y en el hombre civilizado el Intelecto mecánico acaba por matar al sentimiento trágico. La historia y la naturaleza están en nosotros contrapuestas como la vida y la muerte, como el tiempo que eternamente está produciéndose y el espacio, que es el eterno producto. En la conciencia vigilante luchan el producirse y el producto por obtener la hegemonía sobre la imagen cósmica. La forma suprema y más madura de los dos modos de contemplar la realidad—que sólo es posible en las grandes culturas—se manifiesta para el alma antigua en la oposición de Platón y Aristóteles, y para el alma occidental, en la de Goethe y Kant: la fisonomía pura del mundo, vista por el alma de un eterno niño, y el sistema puro, conocido por el intelecto de un eterno anciano.

Y aquí veo yo el último gran problema de la filosofía occidental, el único problema que aun le está reservado a la senectud espiritual de la cultura fáustica; problema que aparece prefijado por una evolución secular de nuestra alma.

Ninguna cultura es libre de elegir el método y el contenido de su pensamiento; pero ahora, por vez primera, puede una cultura prever la senda que el sino ha escogido para ella.

Entreveo un modo—específicamente occidental—de investigar la historia, en el más alto sentido de la palabra; un método que nunca hasta ahora se ha manifestado y que ha debido permanecer extraño tanto al alma antigua como a cualquier otra. Es una amplia fisiognómica de la existencia toda, una morfología de todo el devenir humano, que, en su curso, llegue hasta las ideas más altas y más remotas; es el problema de comprender el sentimiento cósmico no sólo del alma propia, sino de todas las almas, en las cuales se han manifestado hasta ahora grandes posibilidades y cuya expresión en el cuadro de la realidad son las culturas particulares. Esta visión filosófica a que nos autorizan—a nosotros solos— la matemática analítica, la música contrapuntística y la pintura de perspectiva, presupone algo muy superior al talento del sistemático; presupone la mirada del artista, y no de un artista cualquiera, sino de uno que sienta disolverse el mundo sensible y palpable, que le rodea, en una profunda infinidad de misteriosas relaciones. Asi sentía Dante; así sentía Goethe. El fin no es otro que destacar sobre el tejido del acontecer universal un milenio de historia cultural orgánica, considerándolo como una unidad, como una persona, y concebirlo en sus más intimas condiciones espirituales. Así como es posible interpretar los rasgos de un retrato de Rembrandt o del busto de un César, asi también este nuevo arte consiste en intuir y comprender los grandes rasgos, colmados de sino, que aparecen en la faz de una cultura, esto es, de una individualidad humana de orden máximo. Ya algunas veces se ha intentado penetrar en el alma de un poeta, de un profeta, de un pensador, de un conquistador, para ver cómo es por dentro; pero sumergirse en el alma antigua, en el alma egipcia, en el alma árabe, para revivirlas con toda su expresión en los hombres y las situaciones típicas, en la religión y el Estado, en el estilo y las tendencias, en el pensamiento y las costumbres, es una nueva especie de «experiencia de la vida» que nadie ha hecho todavía. Cada época, cada gran figura, cada deidad; las ciudades, las lenguas, las naciones, las artes, todo lo que existió y existirá es un rasgo fisiognómico de supremo simbolismo, y para interpretarlo hace falta ser un conocedor de hombres en un nuevo sentido de la palabra. Poemas y batallas, las fiestas de Isis y Cibeles y la misa católica, los altos hornos y los combates gladiadores, los derviches y los darwinistas, los ferrocarriles y las vías romanas, el «progreso» y el nirvana, los periódicos, los esclavos, el dinero, las máquinas, todo en la imagen cósmica del pasado es por igual signo y símbolo, que un alma se representa con significación. «Todo lo transitorio es un símbolo». Hay aquí soluciones y perspectivas que nunca han sido vislumbradas. Acláranse ahora muchas cuestiones obscuras que constituyen la base de los más profundos sentimientos humanos: el terror y el anhelo; cuestiones que el afán de comprender ha disfrazado con los nombres de problemas del tiempo, de la necesidad, del espacio, del amor, de la muerte, de las causas primeras. Hay una música inaudita de las esteras que quiere ser oída y que oirán algunos de nuestros más profundos espíritus. La fisiognómica del acontecer universal será la Última filosofía fáustica.


Notas:

[1] Véase pág. 90 y siguientes, y parte II, cap. I, núm. 6.

[2] El antihistoricismo, como consecuencia de un punto de vista sistemático, no debe confundirse con el espíritu ahistórico. El comienzo del libro IV de «El mundo como voluntad y representación» (párrafo 53) es característico de un hombre que piensa antihistóricamente; es decir, que, por motivos teóricos, elimina y suprime la tendencia histórica que en él reside. En cambio, la naturaleza helénica es ahistórica; no tiene ni conoce la inclinación histórica.

[3] «Hay protofenómenos que no debemos perturbar ni lesionar en su divina sencillez» (Goethe).
[4] Véase parte II, cap. I, núm. 6, y cap. III, núm. 15. [5] Véase parte II, cap. I, núm. 7.
[6] Véase parte II, cap. I, núm. 9.

[7] No el método analítico del «pragmatismo» zoológico de los darwinistas, con su persecución de los nexos causales, sino el intuitivo y panorámico de Goethe.

[8] Véase parte II, cap. I, núm. 9. [9] Véase parte II, cap. III, núm. I.
[10] Véase parte II, cap. II, núm. 9. No es la catástrofe de las invasiones bárbaras. Estas, como el aniquilamiento de la cultura maya por los españoles (parte II, cap. I, núm. 10), son un hecho fortuito, sin necesidad profunda. Se trata de la disolución interna, que para la Antigüedad comienza en Adriano y, para la China, con exacta correspondencia, en la dinastía oriental Han (25-270).

[11] Véase parte II, cap. III, núm. 20.

[12] [Habitus dice el original. Deliberadamente conservamos el término que entre nosotros ha perdido su imprescindible sentido latino, con la intención de que llegue a reincorporarse al léxico usual.]—Nota del traductor.


[13] Véase parte II, cap. II, núm. 3. [14] Véase parte II, cap. I, núm. 8.
[15] Haré notar aquí la distancia entre las tres guerras púnicas y la serie también rítmica que forman la guerra de la Sucesión de España, las de Federico el Grande, las de Napoleón, las de Bismarck y la guerra mundial. (Véase parte II, cap. IV, num. 10.) A esto se refiere también la relación espiritual entre el abuelo y el nieto. De aquí procede la creencia de los pueblos primitivos de que el alma del abuelo vuelve a encarnar en el nieto y la costumbre universal de dar al nieto el nombre del abuelo; la fuerza mística del nombre evoca en el mundo de los cuerpos el alma del abuelo.

[16] No es superfluo añadir que estos fenómenos puros de la naturaleza viviente están muy lejos de todo nexo causal. El materialismo hubo de enturbiar su imagen, insinuando en ella tendencias utilitarias antes de reducirla a un sistema inteligible. Goethe, que se anticipó al darwinismo, justamente en aquella parte de esta doctrina, que quedará viva aun dentro de cincuenta años, excluye en absoluto el principio de causalidad. La vida real no tiene ni causas ni fines; y es muy característico el hecho de que los darwinistas no hayan advertido que el principio causal falla aquí por completo. El concepto de protofenómeno no admite premisas causales, a no ser que se interprete erróneamente en un sentido mecánico.

[17] La vida de los sentidos y la vida del espíritu son tiempo también. La experiencia interna de la sensibilidad y del espíritu, el mundo, es de naturaleza espacial. (La feminidad está más cerca del tiempo. Sobre esto véase parte II, cap. IV, núm. I.)

[18] La lengua española—como la alemana y muchas otras—emplea términos como
«espacio de tiempo», que prueban que para representarnos la dirección tenemos que acudir a la extensión.

[19] Véase parte II, cap. I, núm, 4.

[20] Véase pág. 128. Véase parte II, cap. II, núm. II, y cap. III, número 15. [21] Véase parte II, cap. II, núm. 7.
[22] La teoría de la relatividad, hipótesis metódica que está a punto de derribar la mecánica de Newton—esto significa en último termino: su concepción del problema del movimiento—, admite casos en que se invierten las denominaciones «antes» y «después»; los fundamentos matemáticos de esta teoría, que ha dado Minkowski, emplean unidades imaginarias de tiempo, con fines meditivos.

[23] Las dimensiones son x, y, s y t, cuyos valores permanecen equivalentes en las transformaciones.

[24] [Si no me lo pregunta nadie, lo sé; pero si intento explicarlo, ya no lo sé.]—N. del T.)


[25] Salvo en la matemática elemental. Desde luego la mayor parte de los filósofos, desde Schopenhauer, se han acercado a estos problemas, bajo la impresión única de la matemática elemental.

[26] Véase parte II, cap. I, núms. 2 y 4. [27] Véase parte II, cap. II, núms. 7 y 10.
[28] Edipo rey, 242. Véase Rudolf Hirzel, Die person [La persona],

1914, pág. 9.

[29] Edipo en Colonos, 355.

[30] Véase parte II, cap. III, núm. 17.

[31] Diels. Antike Technie [La técnica de los antiguos], 1920, página 159.

[32] En algunos círculos de sabios en Ática y jonia se construyeron relojes de sol desde el año 400; desde Platón hubo en Grecia clepsidras aun más primitivas. Pero ambas formas eran malas imitaciones de los modelos orientales y no entraron en el sentimiento antiguo de la vida. (Véase Diels., pág. 160 y siguientes.)

[33] Para nosotros el pasado se ordena merced a la Era cristiana y al esquema Edad Antigua, Media y Moderna. Sobre esta base se han compuesto cuadros de la historia del arte y de la religión desde los primeros tiempos góticos, y a esos cuadros se atienen todavía un gran número de personas en Occidente. No nos sería posible suponer eso en Platón o Fidias; en cambio es perfectamente válido para los artistas del Renacimiento y ha influido decisivamente en sus juicios de valor.

[34] Véase pág. 20.

[35] Véase parte II, cap. IV, núms. 10 y 14.

[36] Podemos suponer igualmente que la invención de los relojes de sol por los Babilonios y de los relojes de agua por los egipcios ocurre hacia el año 3000 antes de J.C., es decir, en la época «correspondiente» de estas dos culturas. La historia de los relojes es inseparable de la del calendario; por eso hay que suponer también que las culturas china y mejicana, con su profundo sentido de la historia, inventaron muy pronto y adoptaron rápidamente algún método para medir el tiempo.

[37] Figurémonos lo que sentiría un griego que de pronto conocieseesta costumbre.

[38] El culto chino de los antepasados rodeó la genealogía de un ceremonial riguroso, y poco a poco este culto fue ocupando el centro de toda la religiosidad. En cambio, entre los


antiguos el culto de los antepasados cede la preeminencia al de los dioses presentes, hasta el punto de que en Roma apenas si ya existió.

[39] Alude claramente a la «resurrección de la carne» (¡k nekrÇn ).El cambio de sentido que hacia el año 1000 sufre este término—transformación profunda y aun hoy casi desconocida—se manifiesta cada vea más claro en la voz «inmortalidad». Con la resurrección, que es la victoria sobre la muerte, el tiempo vuelve a empezar, por decirlo así, en el espacio cósmico. Con la inmortalidad, el tiempo supera el espacio.

[40] Véase parte II, cap. III, núm. 13. [41] Véase parte II, cap. IV, núm. I. [42] Véase parte II, caps. IV y V.
[43] Véase parte II, cap. III, núms. 9 y 17.

[44] La línea que une a Calvino con Darwin es fácil de seguir en la filosofía inglesa.

[45] Este es uno de los puntos eternamente discutidos por la estética occidental. El alma antigua, ahistórica, euclidiana, no «evoluciona», El alma occidental se agota íntegramente evolucionando; es una función dirigida hacia un término. Aquélla «es»; ésta «deviene». Por eso la tragedia antigua presupone la constancia de la persona, y la occidental, su variabilidad. Esto es lo que nosotros llamamos «carácter», forma de la realidad, que consiste en un incesante movimiento y una infinita riqueza de relaciones. En Sófocles, el gran gesto ennoblece el dolor, en Shakespeare, los grandes sentimientos ennoblecen la acción. Nuestra estética ha tomado sus ejemplos de ambas culturas, sin distinción, y por eso no ha acertado en el problema fundamental.

[46] «Plus on vieillit, plus on se persuade que sa sacrée Majesté le Hasard fait les trois quarts de la besogne de ce miserable univers.»

Cuanto más se envejece, más se convence uno de que la sagrada majestad del azar hace las tres cuartas partes de la tarea en este miserable universo. (Federico el Grande a Voltaire.) Así siente por necesidad el verdadero racionalista.

[47] Véase parte II, cap. I, núm. 5.

[48] El método comparativo que empleo en este libro se basa justamente sobre el hecho de que un grupo de esas grandes culturas se halla ante nuestros ojos. Véase parte II, cap. I, núm. 9.

[49] Helios es una simple figura poética; no tenía ni templos, ni estatuas, ni culto. Menos aún era Selene, diosa de la Luna.

[50] Recuérdense las palabras de Canning al principio del siglo XIX:


«¡Sudamérica, libre, y, en lo posible, inglesa!» Nunca con más pureza se ha expresado el instinto expansivo.

[51]La cultura occidental, en su madurez, es totalmente francesa, con Luis XIV, aunque procede de la española. Pero ya bajo Luis XVI

vence en París el parque inglés al francés, la sensibilidad al «esprit», los trajes y las maneras de Londres a los de Versalles, Hogarth a Watteau, los muebles de Chippendale y las porcelanas de Wedgwood a las de Boulle y Sevres.

[52] Hardenberg reorganizó Prusia en sentido estrictamente inglés, cosa que Federico Augusto von der Marwitz le reprochó acerbamente. Asimismo la reforma del ejército por Scharnhorst es una especie de «vuelta a la naturaleza» en el sentido de Rousseau, frente a los ejércitos profesionales de las guerras de gabinete, en tiempos de Federico el Grande.

[53] Si la cronología puede hacer uso de signos matemáticos, es Justamente porque ya no pertenece al tiempo. Esos números rígidos significan para nosotros el sino de entonces. Sin embargo, su sentido no es matemático—el pasado no es una causa, una fatalidad, no es una fórmula—, y el que los considere matemáticamente, como hace el materialista histórico, cesa al punto de ver el pasado realmente como tal pasado, que ha vivido una vez y sólo una vez.

[54] No sólo los tratados de paz y las fechas de los fallecimientos son datos. También el estilo renacentista, la polis, la cultura mejicana son dalos, hechos que han existido, aun cuando no tenemos representación de ellos.

[55] En la parte II, cap. IV, núm. I, y cap. V, núm. I, se indican los fundamentos de esta concepción, las raíces metafísicas de la economía y de la política.

[56] La construcción de hipótesis se verifica en la química con mucha menos dificultad, por la menor afinidad que existe entre la química y la matemática. Las actuales investigaciones sobre la estructura de los átomos forman un castillo de naipes que sería totalmente inadmisible en la teoría electromagnética de la luz (véase sobre esto M. Born, Der Aufbau der Materie ; La estructura de la materia], 1920), cuyos autores tuvieron continuamente a la vista los límites que separan una noción matemática de su representación intuitiva por medio de una imagen, nada más que una imagen.

[57] Entre esas imágenes y los signos de un cuadro de distribución no existe diferencia esencial.